Carlos Altamirano: los comienzos y la cadencia de las escrituras
DOI:
https://doi.org/10.48160/18520499prismas24.1181Resumen
Entré en la carrera de letras de la Universidad de Buenos Aires en 1983. Creo que no necesito explicar por qué ese fue un año tan especial. El retorno de la democracia también se vivía en las aulas y nosotros (estudiantes que habíamos entrado a la carrera por haber leído a Girondo o a Borges, en el mejor de los casos), asistíamos, sin mucha información, al retorno de los profesores que habían sido expulsados durante la dictadura: Noé Jitrik, Enrique Pezzoni, Ramón Alcalde, Beatriz Sarlo, Josefina Ludmer, Nicolás Rosa, David Viñas y muchos otros fueron los nombres que empezaron a sonar en esos años. A algunos los conocíamos por vagas referencias (recuerdo que a Viñas se lo podía ver en algún programa de televisión), a otros –en cambio– recién comenzábamos a descubrirlos. Como espectadores que entran a un cine y comienzan a percibir las siluetas poco a poco, así estábamos nosotros en ese momento. Cursábamos introducción a la literatura con Delfín Leocadio Garassa (todavía no se había armado la cátedra iniciática de Enrique Pezzoni), íbamos a las marchas y ya comenzábamos a consumir, caótica y desmesuradamente, la teoría, ese ídolo al que aprenderíamos a brindarle una reverencia casi religiosa y que aún al día de hoy sigue recogiendo nuevas víctimas sacrificiales.