Centro de Historia Intelectual, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Quilmes

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Reseñas

 

Enzo Traverso,

Melancolía de izquierda. Marxismo, historia y memoria,

Buenos Aires, fce, 2018, 412 páginas

 

El nuevo libro de Enzo Traverso, autor de estudios fundamentales sobre la historia del marxismo, tiene como tema central la melancolía. Según su hipótesis, el duelo melancólico fue la característica fundamental de la izquierda después de la caída del muro de Berlín en 1989. Desde ese momento, la sociedad en su conjunto dio un giro hacia la memoria por lo que Traverso se pregunta por las relaciones conflictivas que el pensamiento marxista siempre tuvo con ella. Entre la historia (que apunta hacia el futuro) y la memoria (que mira hacia atrás), en la repartición marxista del tiempo, la apuesta siempre fue por la primera. Apoyándose principalmente en la figura de Walter Benjamin, teórico de la memoria y de la melancolía, el autor se propone articular memoria e historia, defendiendo un rasgo clave del pensamiento marxista: la utopía. Para Traverso, recatar la utopía en tiempos de crisis y redefinir la posición del marxismo frente a la memoria es el antídoto para salir del luto y la melancolía y constituir nuevas opciones políticas alternativas al capitalismo.

Melancolía de izquierda consta de una introducción y siete capítulos. La introducción reflexiona sobre el triunfo del neoliberalismo a nivel global después de la caída del muro. “La dialéctica del siglo xx –sostiene– estaba rota.” Comienza entonces un duelo en los sectores revolucionarios que ahora echan una mirada retrospectiva hacia el pasado y es por eso que el concepto de memoria comienza a desempeñar un papel que antes no tenía. Pero este duelo melancólico no debe ser motivo de impotencia sino punto de partida para nuevas luchas. Con el ejemplo de la lucha contra el sida, Traverso relaciona el duelo con el lamento por la tragedia pasada y al mismo tiempo con la militancia y el impulso que provee para la lucha.

En el primer capítulo, titulado “La cultura de la derrota”, sostiene que la melancolía, con sus “virtudes terapéuticas”, puede ser una herramienta para comprender críticamente el trauma. Si bien el trabajo de Traverso se encuadra dentro de una historia de las ideas, con este concepto se desplaza hacia una historia de los afectos que lo lleva a preguntarse sobre qué hacer con la desazón en la que desembocó la izquierda después de 1989. En este capítulo, ensaya una estrategia metodológica que recorrerá todo el libro: el abordaje de problemas a partir de pares de pensadores. Auguste Blanqui es confrontado con Walter Benjamin; Eric Hobsbawm con François Furet, quien más de una vez es el ejemplo de la claudicación del intelectual a la hegemonía neoliberal, y así en otros capítulos del libro: Benjamin con Adorno y Bensaïd, Adorno con Cyril L. R. James, Corubet con Marx. También las imágenes a menudo son analizadas como pares, sobre todo cuando confronta las representaciones religiosas con las imágenes de Lenin y Marx. En ese contrapunto, por un lado anuncia una de las propuestas más provocadoras del libro: aprovecharse de fuerza y conceptos religiosos para el pensamiento y la acción revolucionarios; y, por otro, utiliza un amplio arco de recursos heterogéneos y eruditos que vuelven a Melancolía de izquierda un libro atractivo y apasionante.

“A primera vista, el marxismo y la memoria parecen dos continentes extranjeros”: así comienza el capítulo 2. Se trata de testear algunas limitaciones del marxismo y considerar cómo el lugar central que ocupa la memoria en la esfera pública coincide con su crisis. Traverso desmonta el uso actual del concepto de memoria y antes que celebrarlo acríticamente, lo vincula a una amnesia que decidió privilegiar a las víctimas antes que a los vencidos. Esa decisión pierde el principio esperanzador que regulaba las utopías y el “horizonte de expectativas” (término que toma, como otros, de Reinhart Koselleck). Es más difícil redimir dinámicamente a los vencidos y proyectarlos al futuro, que rememorar estáticamente a las víctimas en una reafirmación de la inmovilidad o la claudicación. Como estrategia para elaborar el pasado y la memoria, Traverso propone la “melancolía utópica”, distinta de la nostalgia y comprometida con un “acto de fe antropológico”: la apuesta por el riesgo y la esperanza del éxito.

“Imágenes melancólicas” es el capítulo 3 y versa sobre cine. Con un repertorio bastante previsible, que va de Luchino Visconti a Chris Marker, de Theo Angelopoulos a Kean Loach, hace “historiofotía”, término que toma de Hayden White y que significa “la representación de la historia y de nuestros pensamientos sobre ella a través de imágenes y discursos fílmicos”. Algunas elecciones, sin embargo, abren líneas menos obvias que lo llevarán a revisar ciertos aspectos del propio Marx: Gillo Pontecorvo y su mirada anticolonialista y los latinoamericanos Carmen Castillo (directora de Calle Santa Fe, 2007) y Patricio Guzmán (Nostalgia de la luz, 2010), con sus reflexiones fílmicas sobre la memoria y el duelo (relevante inclusión de latinoamericanos en el libro que después se reforzará con los análisis de las fotos de Marcelo Brodsky). El capítulo termina con una frase que bien podría ser emblema del libro: “Las utopías del siglo xxi están aún por inventarse”. En esa invención, la melancolía debe ser una fuerza productiva y positiva.

El capítulo 4 trata sobre la bohemia y su “tendencia transgresora”: el par en este caso lo constituye el artista maldito y el intrigante político, “figuras arquetípicas” del odio al burgués. La diferencia entre ambos estaría en el individualismo pronunciado del primero que está ausente en el segundo, aunque con gradaciones que van de lo que Sartre llamó el “aventurero” (Auguste Blanqui) al militante como Marx o Trotsky. Aunque en los militantes subsiste algo de la “metafísica del provocador” (atribución que Benjamin le hace a Baudelaire), se trata de una provocación que se quiere volver sistema. Por eso lo que subsiste en la mirada de Marx y de Trotsky sobre la bohemia es la objeción a una “ausencia de una orientación política clara” (pp. 242-243). En su planteo, Traverso quizá no percibe en su totalidad las ramificaciones de la bohemia contemporánea, ya no como era en el siglo xix sino en los modos de vida, en las diversidades en el ámbito de las subjetividades y de las identificaciones. En síntesis, un individualismo que sería inexacto atribuir solo al dominio neoliberal. Por momentos, Melancolía de izquierda parece perder de vista que la caída del muro no solo fue el triunfo del neoliberalismo sino de toda una serie de prácticas e ideas que escapan a la dicotomía (neoliberalismo / marxismo) a la que el libro se aferra con demasiado fervor.

La idea de desarrollo y de progreso fue tan fuerte en el siglo xix que el marxismo no pudo permanecer ajeno a ella. La aplicación de ambos conceptos supone un entusiasmo que se relaciona con la idea de un paradigma dominante que permite medir el avance de cada sociedad. Y ese paradigma se llamó, en el siglo xix y también en el xx, occidente. En el capítulo 5 Traverso revisa las consecuencias desastrosas que esta visión ha tenido en el marxismo (“incapaz de reconocer la existencia de sujetos históricos en el mundo colonial” y tributario de la idea hegeliana de “pueblos sin historia”) e intenta salvar la diferencia entre el Marx positivista y el dialéctico. Marx supo ver el vínculo entre el “apocalipsis humano y la acumulación del capital” pero no pudo salir del historicismo. Además de describir este panorama con precisión y gracia, subraya que paradójicamente “el marxismo proporcionó el marco teórico de la colonización” en casi todos los lugares en los que se desarrollaron luchas anticoloniales o antiimperialistas. En la segunda parte de este capítulo, Melancolía de izquierda ensaya con otro par, sin duda el más productivo del libro, una “historia intelectual contrafáctica” entre el pensador afroamericano Cyril L. R. James y Theodor Adorno. Un desencuentro que se expresa en la lectura que hacen de Moby Dick, en el lugar del proletariado en el pensamiento de James (y su ausencia en el de Adorno) y en lo que Traverso llama “el inconsciente colonial de la Teoría Crítica” que la confrontación le permite vislumbrar. Este capítulo es el más poderoso del libro, tal vez porque Traverso reflexiona más sobre las omisiones o las afirmaciones problemáticas del marxismo y menos sobre la teoría.

Los dos últimos capítulos giran alrededor de un pensador que ya había protagonizado varios pasajes del libro: Walter Benjamin. En el capítulo 6 hace par con Adorno a partir de la correspondencia entre ambos y de “la historia de una amistad que es la crónica del poder creciente de Adorno sobre Benjamin”. Se terminan de perfilar algunos conceptos clave para entender el programa político del libro: la “dimensión mesiánica como una fuerza redentora” y “la revolución no como realización de la historia” sino como salida de ella. No hay un fin en la historia sino “imágenes desiderativas” (Benjamin), que combinan rescate de lo ancestral e impulso hacia el futuro. No es una concreción de lo que está inmanente a la historia sino un movimiento de fuerzas que hacen los sujetos a partir del reconocimiento del trauma y de la recuperación del principio esperanza.

En el capítulo 7, Benjamin hace par con Daniel Bensaïd, líder estudiantil de Mayo del 68 y escritor prolífico en los últimos años. La dimensión mesiánica se vuelve aun más fuerte en la afectuosa exposición que hace Traverso del pensador francés y del “mesianismo secularizado” que se superpone con el principio esperanza y una utopía refractaria a la resignación. Bensaïd no solo es rescatado como un pensador sino como un militante, que supo mantenerse fuera de las modas y con una posición intransigente frente a otras claudicaciones. Con su original recuperación de Charles Péguy, Bensaïd vuelve a apostar por un “acto de fe antropológico” (la apuesta pascaliana pero ahora por la existencia de la revolución) e intenta combinar razón mesiánica con materialismo crítico.

La crisis que se desata en 1989 es, según la propuesta de Daniel Bensaïd, triple: “crisis teórica del marxismo, crisis estratégica del proyecto revolucionario y crisis social del sujeto de la emancipación universal” (p. 375). Pero el pensamiento moderno siempre se supo conducir en los períodos de crisis, casi se diría que la crisis es su elemento habitual. Lo que sucede con la caída del Muro es algo mucho más sustantivo: es el colapso de una era y no solamente, como sostiene Traverso en varios pasajes del libro, el triunfo del neoliberalismo. Son las ruinas y no la crisis el ámbito adecuado para el melancólico. Ahora bien, las ruinas frente a las cuales se detiene a meditar el pensador melancólico de Enzo Traverso son las del fracaso histórico de la revolución. De ahí que la melancolía sea, en el libro de Traverso, moderada, porque no son las ruinas de su propio pensamiento sino de algo que acontece por fuera de él. La melancolía que, por definición, es furiosa, devastadora, extrema adquiere en este libro un carácter limitado: como si fuera una derrota en el campo de los hechos que el pensamiento marxista todavía puede revertir. Pero lo que no aparece en Melancolía de izquierda son los escombros del marxismo mismo, aquellos acontecimientos que develaron contradicciones, limitaciones, imposibilidades y hasta fracasos teóricos. Por ruina no queremos decir que el marxismo esté agotado sino que exige un pensamiento que pueda trabajar (y pensar) con los escombros de sí mismo.

El triunfo del neoliberalismo no hiere al marxismo en su núcleo: es más bien un enfrentamiento previsible que puede remontarse a sus orígenes. No es lo mismo lo que sucede con otros acontecimientos como las luchas por la diversidad sexual, el fortalecimiento del feminismo y, sobre todo, el colapso de una noción de naturaleza como algo inerte subordinado a las fuerzas productivas del hombre. En su capítulo sobre la bohemia, Traverso deja de lado la cuestión del goce de los cuerpos y la homosexualidad, que podría ser reveladora de una moral de la izquierda (una fobia) que se fue acentuando a lo largo del siglo xx. Las costumbres de la bohemia son evaluadas en su relación con la aventura o la militancia, y toda la zona que plantea una impugnación de la moral burguesa en el siglo xix apenas encuentra espacio en el libro. En cuanto a las luchas del feminismo, en la introducción, sorprendentemente, las subordina al marxismo: “El derrumbe del comunismo fue acompañado –o, mejor, precedido– por el agotamiento de las luchas y utopías feministas, que generaron sus formas peculiares de melancolía”. Al no volver a referirse al feminismo en lo que resta del libro, Traverso pierde las críticas que se han hecho al marxismo desde el feminismo y le quita un margen de autonomía en relación con otras luchas (de hecho, no se verifica en el feminismo el agotamiento o la languidez que asocia al fin del comunismo). Finalmente, tampoco aparece en el libro la cuestión ecológica, que puso de relieve la dependencia del marxismo de modelos extractivistas y de dominio de la naturaleza que no lo diferencia de otros movimientos modernos. La caída del muro en 1989 es tan importante como la explosión de Chernobyl, tres años antes. No se trata, por supuesto, de criticar el libro por lo que le falta sino más bien de sostener cómo la melancolía moderada obtura una serie de problemas que podrían darle al libro una dinámica más radical y, además, esas irrupciones en el escenario histórico impugnaron muchos de sus postulados. Si como dice Jacques Rancière en El espectador emancipado “la melancolía se nutre de su propia impotencia”, habría que encarar esa impotencia no solo como el efecto de la hegemonía neoliberal sino de aquellos argumentos propios que se vieron impugnados o carentes de fuerza política. ¿No será que la melancolía marxista es también un agotamiento del uso de Marx como fuente de autoridad inobjetable para responder a las preguntas del presente?

Melancolía de izquierda no es un estudio sobre las interpretaciones históricas o actuales de la melancolía. Apenas se detiene en Saturno y la melancolía de Panofsky, Klibansky y Saxl o en enfoques más actuales como los de Jean Clair, Giorgio Agamben o Julia Kristeva. El tema no es que Traverso no mencione dimensiones tradicionales de la melancolía como la avaricia o la soledad (el “retiro caviloso del mundo” en el libro de Panofsky), o que no se detenga en imágenes tradicionales como la mano en la mejilla (y hay una hermosa foto de Benjamin de Gisèle Freund con ese gesto melancólico) sino que pierde la dimensión trágica, porque –hay que decirlo– la melancolía y la utopía no se llevan bien y difícilmente puedan ser compatibles. La salida a la melancolía, ¿es un retorno a una idea clave de la modernidad (la utopía) o una búsqueda de nuevas constelaciones que incorporen al marxismo pero sin otorgarle el lugar dominante? Melancolía de izquierda apuesta fuerte por la primera opción y lo hace en un libro apasionante e inteligente que suscita en el lector el deseo de ponerse a discutir con él.

Gonzalo Aguilar

Universidad de Buenos Aires / Universidad Nacional de San Martín