Centro de Historia Intelectual, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Quilmes

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Guillermo Zermeño Padilla,

Historias conceptuales,

México, El Colegio de México, 2017, 401 páginas

 

¡Maldita e impostergable modernidad, que todo desabrigas!, exclamaba Charles Baudelaire en Los paraísos artificiales (1860), ¿A qué se refería con modernidad? Quizá la respuesta más sencilla sería referirla a algo “familiarmente extraño, enigmáticamente obvio”, citando a Giacomo Marramao. La única certeza que podemos postular es que se trata de una experiencia temporal, una forma de percibir-nos en el acaecer histórico. Y esta experiencia se articula en lenguajes políticos, a partir de los cuales la historia conceptual busca en los discursos la huella lingüística de su contexto de enunciación. Es en esta tradición historiográfica donde se sitúa Historias conceptuales, de Guillermo Zermeño.

Con el objetivo de descifrar el engarzamiento entre la historia, la modernidad y la opinión pública, Zermeño recurre en su análisis semántico al nivel de la diacronía o uso discursivo en la larga duración más que al de la sincronía, es decir, a las situaciones concretas del habla. La idea rectora del libro reside en que tanto el idioma por sí mismo como los giros que acontecen en la resemantización de los conceptos dentro de sus contextos sociales de uso revelan las transformaciones culturales de una época, entendiendo que “lo político y lo social, más los lenguajes puros, son los detonadores de la necesidad de buscar nuevas fórmulas lingüísticas para describir las nuevas situaciones” (p. 113).

Esta labor arranca en 1808, el año cero de la constelación política hispanoamericana. La historia se acelera, la relación pasado-futuro se disloca, el presente estalla en pedazos y se frecuenta el uso de la metáfora de orfandad debido al resquebrajamiento del imperio español. La autocoronación de Napoleón el 2 de diciembre
de 1804 en Notre Dame es el episodio con que Zermeño simboliza la ruptura de los regímenes de historicidad: el pasado deja de informar a un presente ubicuo, difuso, “debido a que las tradiciones establecidas como modelos que autorizan el hacer y el deber hacer han sido desactivadas” (p. 103).

Los procesos emancipatorios de los reinos americanos, como prefiere denominar a las independencias Roberto Breña en El primer liberalismo español, desencadenan una forma caótica de vivir el tiempo, marcada por la proliferación de los litigios fronterizos, las disputas semánticas para definir a la ciudadanía y una pérdida de unidad que se traduce en el vaciamiento de lo americano, ahora provisto de sustancia desde “lo propio” de cada nación a costa de enzarzarse en luchas fratricidas para suprimir todo signo de alteridad.

Otra consecuencia de la ruptura del régimen discursivo tradicional debido a la transformación de las provincias imperiales en entidades nacionales independientes fue la emergencia de una progresión semántica, la que, irónicamente, podemos definir como nostálgica pero moderna. Después de la “guerra de conquista”, como califica Mariano Otero la intervención expansionista desplegada por James Polk, se utilizó la voz Hispanoamérica con el objeto de diferenciar de la América del Norte protestante a los hijos mestizos de la España católica, que ahora reivindicarían el rumbo que Madrid había desviado, y el futuro glorioso que el Nuevo Mundo estaba destinado a conquistar.

Recurriendo a fuentes periódicas como la prensa, libros y escritos de pensadores indicativos, diccionarios como el de Covarrubias de 1611, el de Nebrija de 1764 o las distintas ediciones del publicado por la Real Academia desde 1726, el de Zermeño es un ejercicio de historización del momento de quiebre de los viejos esquemas conceptuales. Es una operación para historiar el largo instante en que el vocabulario acostumbrado se vació de contenido por no describir ya las situaciones extralingüísticas, como consecuencia de la irrupción en la conciencia de un mundo que se revolucionaba y la emergencia de la experiencia temporal moderna. Esta experiencia se caracterizaba por el desencanto con el pasado y, contradictoriamente, su simultánea resacralización en términos de tesoro de experiencias pedagógicas, de panteón de fundadores, altar de héroes laicos y repositorio de proezas memorables donde se actualiza el espíritu nacional. Podríamos decir que la modernidad trajo consigo un dispositivo de musealización, discurso iconográfico urgente para unificar versiones y ratificar la estatura mítica de los vencedores.

En una lectura transversal, se entrevé el catálogo de mitos fundacionales que alimentan el ideario nacionalista mexicano. Sea el panteón de próceres que, tras el ajuste conceptual con el pasado diferenciando la primera revolución de Hidalgo de la segunda encabezada por Iturbide, excluía a este del repositorio sagrado decretado por el Supremo Gobierno de México de julio de 1823 (p. 181). Sea la lexicación del liberalismo como sinónimo de civilización efectuada por Guadalupe Victoria al cerrar las sesiones del Congreso Constituyente el 31 de enero de 1824, anatematizando por derivación a los monarquistas y borbónicos como enemigos de la nación (p. 204). Dialogando con nuestro autor podríamos traer a colación que en este horizonte el género novelesco tiene su mayor difusión como medio privilegiado para hacer comprensible la existencia vivida en esos tiempos y como instrumento con el cual la nación toma plena posesión de sí misma, según recuerda Monsiváis en Las herencias ocultas.

El estallido conceptual que interesa a Zermeño fue aparejado también a la formación histórica de un espacio público, espera de opinión que dio forma al nuevo proceso de asimilación social a partir de criterios de distinción, ya no por sangre o derecho divino, sino basados en el gusto y la educación. La esfera pública se convirtió pronto en el lugar privilegiado desde el cual la modernidad produce apoteóticamente “tradiciones” mediante sistemas técnicos de comunicación. En este punto, que ocupa el primer capítulo de su libro, Zermeño desglosa la tesis de los modelos de modernidad política de Habermas y recuerda su réplica para el horizonte hispanoamericano por la escuela de François-Xavier Guerra, Annick Lempérière y Antonio Annino. Si bien Zermeño señala que en la década de los ochenta estos historiadores tuvieron un programa similar al de Cosío Villegas en su Historia moderna de México (1957), no hace referencia al estudio más agudo y emblemático, aunque poco consultado, de Edmundo O ‘Gorman, México, el trauma de su historia (1977), en cuyas páginas dio cuenta de las contradicciones de la modernidad mexicana por sus anclajes en la tradición.

El segundo capítulo está dedicado a la transformación del concepto de revolución, referido a la traslación de cuerpos celestes o a revueltas políticas, a una ruptura, a la instauración de un orden social. Este último sentido es más cercano en la prensa mexicana al elemento civilizador de Washington que a la experiencia de Robespierre y Marat. Obviando los impactos de 1789 que el propio Koselleck ya había percibido, se sostiene que la primavera de 1848 fue una revolución por sus fuertes cargas conceptuales al explicitar nuevas dualidades sintagmáticas, como burguesía/clase obrera o democracia/movilización popular, introducidas en México por Arriaga en 1856, celebradas como acometidas por Iglesias al triunfo de la revolución social de 1867 y consumadas por la “gloriosa revolución reformista” realizada por Juárez, según el testimonio de Zárate en el funeral del Benemérito en 1872.

Olvida Zermeño que la transición desde el uso del concepto de revolución con sentido astronómico al uso plenamente moderno fue mediada por un estadio semántico que en no poco esclarece su utilización en las décadas anteriores a 1911: y es que en los episodios históricos previamente aludidos era utilizado para definir aquellos movimientos que tenían como cometido reinstaurar un estado de cosas previo, revivificar un orden que había sido violentado: Grito de Dolores de 1810, Plan de Casa Mata de 1823, Plan de Ayutla reformado en Acapulco en 1854, Plan de Tuxtepec de 1876 e incluso el Plan de San Luis de 1910, todos estos acontecimientos se inscriben en dicha lógica. El propio autor lo admite implícitamente cuando escribe que desde 1828 los revolucionarios se situaban fuera de la ley con el cometido de restaurarla, en el sentido suareciano. En consecuencia, acaeció su pronta devaluación semiótica, como se aprecia en las amargas lamentaciones de Carlos María de Bustamante y Sánchez de Tagle debido a que “las revoluciones (fiebre maligna de toda sociedad) se han vuelto entre nosotros intermitentes y periódicas” (p. 182).

En este estrato conceptual tiene razón Furet cuando advierte que la revolución no es una transición, es un origen y un fantasma de origen, por lo cual nos conmina a distanciarnos de las creencias de los propios actores en el significado del acontecimiento. En nuestra opinión, no fue sino hasta los planes de Tacubaya, de Emilio Vázquez Gómez, y de Ayala, de Emiliano Zapata, en 1911, y de Ciudad Juárez, pronunciado por Pascual Orozco el año siguiente, que el concepto se desdobló en un camino ad innovatio, en una franca ruptura con la forma de ser de las cosas. Si la constitución de 1857 buscó poner en orden el país actualizando (en el sentido de Bergson) el texto de 1824, el constituyente de 1917, aun cuando partiera del puerto anterior según el proyecto del Plan de Guadalupe, izó velas en otro rumbo: fundar una nueva nación, inventar su propia tradición y crear un nuevo lenguaje político apto para el, así pretendido, naciente pacto social.

En el noveno capítulo, Zermeño analiza el uso histórico del término mestizaje procediendo según el método de Foucault, que le permite establecer “la dispersión [en una] estrategia, en un mecanismo descriptivo y general de las prácticas discursivas que son el soporte material del saber”.[1] En 1925 Vasconcelos convertía el mestizaje en problema filosófico, a manera de sustancia metafísica para su raza cósmica, imbuida del espíritu moderno. Esto fue posible por la semantización del mestizo en Andrés Molina Enríquez (1909) como tipo ideal de la mexicanidad. Pero este, a su vez, retomó los estudios de Vicente Riva Palacio, hacedor de la historia oficial del liberalismo triunfante, de Justo Sierra, arquitecto del proyecto educativo porfiriano, y de Francisco Pimentel, teórico de la economía política que, entre 1864 y 1866, fundió el concepto de americanismo denotado por José María Morelos y por Simón Bolívar en la tónica de la fusión de los mundos hispano e indígena.

Arquetipo de estas contradicciones constituyentes de la modernidad hispanoamericana puede encontrarse en el capítulo 10, sobre el tránsito que el concepto de cacique experimentó como consecuencia de la consolidación del régimen liberal y la victoria de Jesús González Ortega sobre las tropas de Miramón en 1867. El “cacique” pasó de referir a la autoridad tradicional que hacía las veces de intermediario cultural a cambio de privilegios, a ser un déspota propio del estado salvaje, fuera de toda legalidad, que influía sobre las voluntades en el umbral electoral y disponía a capricho de los cargos de autoridad: “el verdadero cacique es diputado provincial perpetuo; no quiere serlo de las Cortes por preferir no abandonar el convento” (Diccionario, de Juan Rico y Amat de 1855, p. 305). Lo interesante es que en un régimen democrático los juegos de poder hicieron que el cacique no viera mermada su legitimidad al revestirse ahora como representante de los intereses populares contra el poder central, a la usanza de Manuel Lozada en el norte, Juan Álvarez en el sur o Santa Anna en la franja costera.

Zermeño también se ocupa de los debates en torno al rumbo que México debería tomar en sus instituciones de gobierno. Una vez independizada la nación, Fernández de Lizardi y Teresa de Mier coincidían en la necesidad de enseñar a ser libres, proeza por la cual, según Zavala y Mora, debía trabajarse sobre el espíritu y la reforma de las leyes. El problema emergió al definir los límites de este voluntarismo político, que dividió a los liberales en radicales, como Gómez Farías y después Ocampo, y moderados (Otero o Comonfort). Fue en 1854 que el concepto de libertad ingresó a un nuevo espacio comunicativo con la hegemonía liberal y las leyes de Reforma: la libertad, indefinido progreso a la civilización, recuperando la fórmula de Zarco en su Historia del Congreso, encontró su más acabada clarificación semántica con la obra de Gabino Barreda y su referente extralingüístico en el orden social porfiriano.

A vueltas con la cultura moderna[2] bien podría ser el subtítulo de esta obra, que pretende obtener una comprensión más compleja de los problemas de la formación del lenguaje político y la experiencia del tiempo inaugurados en el siglo XIX que aquejan al presente de la historiografía.

Octavio Spíndola Zago

Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

 

[1] Fernando Betancourt Martínez, Historia y lenguaje. El dispositivo analítico de Michel Foucault, México, UNAM/INAH, 2006, p. 63.

[2] Guillermo Zermeño, La cultura moderna de la historia, México, El Colegio de México, 2010.