Centro de Historia Intelectual, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Quilmes
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Introducción. En la cual el autor introduce brevemente el tema y los debates actuales, o la explicación de una muerte anunciada que nunca llegó, así como de los objetivos del autor al retornar al tema una vez más.
Somos víctimas de una verdadera e insensata obsesión y así de tan manoseada identidad se nos dice, ¡imagínese el disparate!, que es urgente defenderla, que se nos la quiere hurtar, pero sobre todo se nos dice, como si se tratara de un tesoro escondido, “que la gran tarea de politólogos, historiadores e intelectuales latinoamericanos de todos los plumajes consiste en entregarnos a la búsqueda de nuestra identidad”. Y así se da el caso de que hasta el secretario de un municipio, encaramado en una sierra anda al hallazgo de la identidad de “nuestra” América, porque, eso sí, nunca falta el bendito pronombre posesivo que inviste a quien lo usa de un inequívoco tinte de acendrado patriotismo latinoamericanista. Pero lo grave en esa grita y algaraza es que no sólo hay broma: hay el gato encerrado de un muy serio problema que, perentorio, reclama ahora nuestra atención.
Edmundo O’Gorman, “Latinoamérica; Así no”, Nexos, N° 123,
México, marzo de 1988, p. 13.
La idea de “Latinoamérica” debería haberse desvanecido con la obsolescencia de la teoría racial. O por lo menos así pensaba yo hace algunos años.[1] Pero no es fácil declarar que algo ha muerto cuando difícilmente pueda decirse que haya existido. Claro, ni Dios ni la égalité realmente existieron alguna vez. Con seguridad, “Latinoamérica” nunca ha designado una realidad geográfica o históricamente tangible –por lo menos no con algún mínimo rigor empírico y conceptual–. Por desgracia, la expresión ha funcionado como el título, el nombre genérico de una trama que es al mismo tiempo la autobiografía del término (“Latinoamérica”) y la historia de una convicción que ha escapado a su extinción desde sus orígenes como idea y como proyecto en la década de 1850. No obstante, por resistente que haya sido el término, raramente ha sido un asunto de vulgari eloquentia. Ciertamente ha atravesado una metempsicosis intelectual apenas soportable; el adjetivo latino en “Latinoamérica” ha acumulado un conjunto básico de convicciones raciales, históricas y culturales que han funcionado como la sintaxis elemental con la cual se han fraseado los perdurables, aunque embrollados, síes y noes –progreso y tradición; la máquina y la milpa; el imperio y/o la nación; Gemeinschaft y Gesellschaft; raza y cultura, alienación y autenticidad; libertad moderna a través –o a pesar– de la historia; identidad como logro personal, como éxtasis, o como una reticente inevitabilidad–.
Así, la idea de “Latinoamérica” ha sido utilizada durante casi dos siglos para ensayar estos síes y noes básicos en una variedad de maneras: latino, en su sentido de imperialismo francés vis-à-vis expansionismo americano; latino, en su sentido español, como una ontología alternativa –ni Europa ni los Estados Unidos–; latino, en su sentido de obstáculos específicos para la industrialización o para la democracia; latino, en su significado en castellano o en inglés, como revolución modernizadora marxista o como revolución antimodernizadora indígena posmarxista. Aún se perciben en el término las sobras de varios festines explicativos. Pero así como cuando cedemos imprudentemente a la tentación de debatir la existencia de Dios, intentar probar o refutar la existencia de “Latinoamérica” sería ya tomar partido en la trama encarnada en el término. Sin embargo, nunca ha sido un lugar real, una civilización evidente, o una cultura o grupo de culturas único y bien demarcado. Además, creo que con frecuencia el término ha oscurecido más de lo que ha revelado. A lo largo de este libro, por lo tanto, el término “Latinoamérica” debería ser tomado con cautela –siempre enmarcado en las denominadas “comillas irónicas”–.
Así como el común apellido español “Matamoros”, que tan claramente habla de tragedia pero que pasa desapercibido en el lenguaje corriente castellano, Latinoamérica se da por sentada, se asume como una forma del sentido común a pesar de su inexistencia y sus desagradables connotaciones históricas. Por consiguiente, el concepto merece respeto. Ha sido capaz de encarnarse como una presuposición geográfica y cultural de las teorías de la modernización de la segunda posguerra que asumieron la existencia de una parte latina de las Américas –tradicional, católica, patrimonialista, atrasada, desordenada, violenta– donde podía aplicarse una nueva ingeniería social. El poder del término descansa precisamente en que puede darse por hecho –más que suponer un lugar, una cultura y un pueblo, representa la necesidad de la otra América, la “Anglo”, de tener un espejo para hacer las de “espejito espejito, ¿quién es la más bella de todas?”
El concepto también encantó a las utopías revolucionarias marxistas hasta el punto en que, para la década de 1970, Revolución y Latinoamérica eran sinónimos absolutos.[2] Entonces, tal vez por primera vez, el término pasó a ser ampliamente utilizado, no solo por intelectuales y estudiantes universitarios. Más aun, la reciente aproximación poscolonial o de la “colonialidad”, los recientes tratamientos de la modernidad trans-, post-, de liberación o alternativa, del término “Latinoamérica” han sido, por así decir, un “más me quere [sic], más me pega” para la idea misma de Latinoamérica. El potencial del concepto para designar una civilización única y homogénea en su universal promiscuidad, y ontológicamente diferente del supuesto paraíso no latino de materialismo y poder, solo se ha vuelto más cautivador con las críticas neo-indigenista, poscolonial y de epistemes alternativas a la idea de Latinoamérica.
Dada su perdurabilidad, sería absurdo descartar la influencia del término Latinoamérica como, dicho en términos nietzscheanos, “segunda naturaleza”.[3] No. El término está aquí para quedarse y es importante. ¿Qué hacemos con él?
* * *
Lo primero que hay que hacer es exponer, disfrutar y detenerse en la ironía de la historia de la idea de Latinoamérica. Roma fue tanto el imperium populi Romani –la adopción de las leyes y las instituciones romanas– como el Imperio romano propiamente dicho, formado mediante la conquista, muchas veces violenta, de vastos territorios, cuyos habitantes a veces resistían y a veces demandaban la urbanitas latina y todo lo que la cultura romana traía con ella.
En el comienzo de su fortuna –escribió Leopold von Ranke en 1820– […] Ataüf, Rey de los visigodos, concibió la idea de goticizar el mundo romano, y tornarse su César; mantendría las leyes romanas […] Luego perdió la esperanza de ser capaz de realizarlo […] Eventualmente el púrpura de un Cesar ingresó a las casas germanas en la persona de Carlomagno. En el largo plazo estas también adoptaron la ley romana. En esta combinación, se formaron seis grandes naciones –tres en las cuales predominaba el elemento latino, a saber, la francesa, la española y la italiana, y tres en las cuales el elemento teutónico era evidente, a saber, la alemana, la inglesa y la escandinava.
De modo que aquí lo tenemos, Roma y la latinidad dividiendo al mundo; esta es una vieja historia, que era –de alguna manera aún es– lo que Ranke creía: la división de “nuestras naciones en campos hostiles sobre los cuales se basa toda la historia moderna”. El espíritu de las Cruzadas “dio luz a la colonización”. El odio entre las razas “teutónica” y “latina” incluía, según Ranke, el miedo de absorber características judías y moriscas. Esta es la antigua trama maestra.[4]
La idea de una parte latina de América fue de algún modo una vuelta de tuerca moderna sobre una vieja idea imperial –una vuelta de tuerca que resultó de la lucha de las naciones y los imperios modernos–. La carga de la naturaleza imperial y racial del término ha persistido, se extiende más allá del mero pecadillo de sus usos durante el intento del Segundo Imperio francés de detener a las “razas anglosajonas” en México. De hecho, es casi imposible no expresar connotaciones imperiales y raciales cuando articulamos el concepto de Latinoamérica. Ciertamente, l’Amerique latine falló en el México de Napoleón III, pero no así aquella otra latinité: la unificación del pueblo latino par excellence (Italia). La alianza militar entre todas las “naciones latinas” de Europa falló, pero no así las presuposiciones raciales, culturales y políticas que se encarnaban en el término “latino”. Historiográfica y filológicamente, no solo Latinoamérica connota aún un obvio y durable anti-anglosajonismo imperial, sino que también recoge los ecos de muchos otros proyectos culturales, raciales y políticos imperiales.[5] Nunca ha habido un significado de Latinoamérica que no involucre a Europa y las Américas. De hecho, la oposición de “anglo” vs. “latino” en las Américas fue una peculiar restructuración de perdurables dicotomías europeas.
Claramente, “Latinoamérica” ha significado muchas cosas a lo largo de sus casi dos siglos de existencia. Ha sido usada y abusada cultural o racialmente por jacobinos liberales y católicos reaccionarios; por monarquistas y por republicanos; por regímenes populistas e ideólogos marxistas; por laboratorios estadounidenses de ideas conservadoras y por antropólogos estadounidenses hípsters. Extraer de la inherente naturaleza antiestadounidense del concepto una esencia verdaderamente liberal, incluso liberadora, sería igual que considerar, digamos, al paneslavismo como una lucha realmente democrática solo porque se definía contra Inglaterra y Francia. Por supuesto, en ocasiones Latinoamérica fue utilizada, al igual que muchas otras ideas racioculturales del siglo XIX, como llamado a la inclusión social. Y sin embargo, fue así utilizada no como argumento antirracista sino como argumento racial, reivindicando la superioridad sobre otras “razas”, excluyendo ciertos grupos, manteniendo frecuentemente una vigorosa fe en la oligarquía ilustrada o en formas inviables de gobierno popular directo sin necesidad de los desagradables juegos de las democracias electorales. “Latino” ha sido cargado de tal modo de contenidos utópicos (una unión continental, una superioridad espiritual) que los intelectuales y los políticos que lo utilizaron raramente sintieron la necesidad de ser un poco más específicos (¿cómo podemos alcanzar o mejorar la democracia latinoamericana?; ¿cómo podemos alcanzar la igualdad latinoamericana?). Además, “Latino” siempre significó no bárbaro, y por eso muchas veces no negro y no oriental.
Lo que el concepto significó inicialmente, por ejemplo, entre los intelectuales chilenos o colombianos de la década de 1850, variaba dependiendo de si estaban en París –como era frecuentemente el caso–, en Santiago o en Bogotá.[6] En la década de 1850 el significado estaba marcado, en América, por la guerra mexicano-americana, y en 1856, por la intervención estadounidense en Nicaragua; en Europa, por el crecimiento del paneslavismo, el iberismo, y el latinismo resultantes de la reconstrucción de los imperios post-1848. De modo que “Latinoamérica” comenzó entonces a ser utilizado como forma de antibarbarismo (siendo lo bárbaro el individualismo y el materialismo estadounidenses, o los enclaves europeos judíos y atrasados, o el paneslavismo patrocinado por Rusia). El término también comenzó a implicar la unidad de un espíritu natural (el latino), esa entelequia a veces articulada con elocuencia romántica y a veces considerada un hecho (científico) simplemente racial. Por lo tanto, la idea de Latinoamérica se tornó una síntesis de lenguajes perdurables: el viejo lenguaje de civilización (Roma) vs. el resto; el de la España católica vs. sus innumerables enemigos; el que se utilizaba en Francia para oponerse al imperialismo ruso definiendo a los europeos del Este como bárbaros carentes de civilización; y el del iberismo, entendido como unidad en la diversidad de pueblos que pertenecen a un Dios y a un espíritu común –eso sí, con diversas soberanías–.
En la París de la década de 1850, el chileno Francisco Bilbao (1823-1865), uno de los primeros impulsores del término Latinoamérica, propuso el concepto (referido principalmente a Sudamérica) como un eco directo del paneslavismo francés. Latinoamérica, como idea, nació simultáneamente como una gran perspectiva encantadora pero también como una realidad terrenal desafiante cuya especificidad ha sido difícil demarcar. Para Bilbao –un masón, exponente radical de la agenda social católica (amigo, seguidor y traductor del controvertido pensador católico francés y amigo de Augusto Comte, H. F. R. de Lamennais)–, la guerra mexicano-americana y la intervención estadounidense en Nicaragua hicieron indispensable cuestionar el individualismo yankee –que, pensaba él, se había expandido de la misma manera en que la “servidumbre paneslavista” había conquistado Europa oriental–. Desde una gran perspectiva inequívoca, Rusia aparecía para Bilbao como “la barbarie absolutista”, mientras que los Estados Unidos eran la “barbarie demagógica”. En términos de especificidad, sin embargo, la imagen se hace borrosa. Lamennais (1783-1854), guía de Bilbao, había desarrollado un ecumenismo democrático que consideraba todas las religiones iguales, pero que también consideraba al cristianismo como la tradición universal y como la voz de las masas. El ecumenismo de Bilbao era igualmente utópico pero no tan igualitario. Era categórico en la no consideración de Paraguay y Brasil de su noción de Latinoamérica. “No incluimos a Paraguay y a Brasil”, argumentó al sostener la unidad de Sudamérica (La América en peligro, 1862), “porque no los creemos dignos de entrar en la línea de batalla”. Después de todo, Brasil era entonces una sociedad esclavista y una monarquía imperial: “”presenciamos en América levantarse y enriquecerse un imperio sobre lágrimas”, dijo de Brasil.[7]
Por lo tanto, los primeros impulsores del término Latinoamérica, como Bilbao, no tenían una geografía clara para Latinoamérica; significaba de hecho Sudamérica, pero sin Brasil y Paraguay. Ni siquiera México estaba realmente incluido en el uso temprano de Bilbao del término Latinoamérica. Para él, México carecía de una conciencia realmente republicana, precisamente debido a su complicada relación con los Estados Unidos. En México, observaba, “la oposición con los Estados Unidos envuelve en su odio el espíritu republicano de sus vecinos y que no puede comprender pues parte de principios y antecedentes tan opuestos. En la confusión que resulta, vemos la duda por falta de creencias, los caudillos por falta de principios y el egoísmo como consecuencia. ¿Dónde está la unidad de la nacionalidad Mejicana?”.[8]
Como perspectiva maestra, la idea original de Latinoamérica podría respirar libremente el oxígeno de muchos grandes debates americanos y europeos. En términos específicos, sin embargo, siempre fue un enigma irresuelto. Por lo tanto, hablando en términos generales, Latinoamérica se tornó, para Bilbao y para otros primeros defensores del término, la encarnación del tradicionalismo romántico decimonónico que aún hoy resuena: la ley de Bilbao, por así decirlo –nosotros, los “latinos”, dijo Bilbao sumariamente en la década de 1850, aunque podríamos estar hablando de Latinoamérica hoy, “no hemos perdido la tradición de la espiritualidad del destino del hombre. Creemos y amamos todo lo que une; preferimos lo social a lo individual, la belleza a la riqueza, la justicia al poder, el arte al comercio, la poesía a la industria, la filosofía a los textos, el espíritu puro al cálculo, el deber al interés…”. Si el nombre Latinoamérica ha tenido algún sentido duradero, es este: la ley de Bilbao.[9]
De hecho, Bilbao, el temprano promotor de “Latinoamérica”, sintetizaba los clichés y las verdades que aún resuenan en el término. Pero también, como pocos lo hicieron –tal vez el cubano José Martí (1853-1895) a fines del siglo XIX–, se distanció de lo que el término connotaría predominantemente en el largo plazo. Porque Bilbao defendía, basado en su versión radical del catolicismo social, una especie de inclusión social que el término “Latinoamérica” solo recuperaría, por lo menos idealmente, en la segunda mitad del siglo XX: “y el negro, el indio, el desheredado, el infeliz, el débil, encuentra en nosotros el respeto que le debe al título y a la dignidad del ser humano”.[10]
Este significado fue redefinido por la intervención francesa de México en la década de 1860. Hubo entonces dos Latinoaméricas: una patrocinada por los viejos campeones republicanos de la unión latina anti-Estadounidense (que significaba principalmente la América del sur, excluyendo a Brasil), y la nueva Latinoamérica apoyada por el antianglosajonismo monárquico méxicocéntrico, promovido por Francia. Los enemigos de la última no eran solo los republicanos liberales, como Benito Juárez, sino también la administración Lincoln. De modo que la Latinoamérica de las viejas repúblicas sudamericanas se tornó, aunque temporariamente, favorable a los Estados Unidos. En el Congreso de la Sociedad de la Unión Americana de 1862 en Santiago, Chile, los impulsores de Latinoamérica de la década de 1850 rechazaron la Latinoamérica propuesta por Francia, acercando su idea de Latinoamérica a una especie de panamericanismo. Incluso reevaluaron la doctrina Monroe como una política defensiva americana (panamericana) contra los poderes europeos –como hicieron muchos intelectuales contemporáneos, como J. M. Torres Caicedo y Justo Arosemena, y figuras más tardías, como los brasileños Manuel de Oliveira Lima y J. M. Machado de Assis, aunque rechazaran cualquier sentido de unidad con la América española–. Por lo tanto, en la década de 1860, los Estados Unidos de Lincoln eran considerados radicalmente diferentes de los Estados Unidos pre-Guerra Civil. El enviado estadounidense al Congreso de Santiago de 1862, el Sr. Mackie, fue cordialmente recibido, y sus palabras apelaron directamente al latinoamericanismo de la década de 1850 cuando se refirieron a la intervención estadounidense de 1856 en Nicaragua como una acción de los Estados Unidos “equivocados”. Los filibusteros de Walker, agregó el Sr. Mackie, eran los mismos que hoy se rebelan [los confederados]”.[11] Por su parte, en las luchas semánticas de la década de 1860 por la expresión Latinoamérica, Brasil se excluyó a sí mismo, apoyando la Latinoamérica maximiliana pero rechazando la francesa, y sobre todo temiendo las radicales medidas tomadas por el gobierno Lincoln en el curso de la guerra con respecto a la esclavitud y la ciudadanía para los esclavos liberados. Y el término continuó cambiando.
Inmediatamente después de la derrota del imperio de Maximiliano en México, un grupo de intelectuales estadounidenses y latinoamericanos lanzó una publicación, por así decir, anti-Latinoamericana desde Nueva York: Revista de educación, bibliografía y agricultura (1867-1868). La publicación fue lanzada por Domingo Faustino Sarmiento, entonces uno de los escritores en castellano más prominentes de América. Sus viajes en los Estados Unidos, el contexto educacional y la transformación agricultural durante la Reconstrucción lo habían convencido de una ruta menos latina y más Ambas Américas para el continente. Era un periódico pensado como fórum, donde los intelectuales estadounidenses e hispanoamericanos pudieran interactuar, especialmente en términos de educación práctica e ideas agrícolas. El esfuerzo duró dos años, traduciendo y criticando políticas educativas de todo el continente. No era una propuesta iberista ni pro-latinité, sino que se anclaba en un liberalismo sudamericano bien establecido, y recibía apoyo de educadores e hispanistas estadounidenses. Sarmiento contaba con la colaboración de Mary Mann (Mary Tayler Peabody), la viuda del prominente político y educador de Massachusetts Horace Mann, y traductora al inglés del Facundo de Sarmiento. También tenía el apoyo de la élite hispanista de Boston (George Ticknor, especialmente).
La revista no nombraba a Latinoamérica ni ninguna noción de unión continental o de espíritu común –tampoco de panamericanismo–. Era simplemente el reconocimiento de que los Estados Unidos eran el modelo educacional, industrial y agrícola a seguir, que debía difundirse al resto del continente. Y también era una llamada a la intelligentsia estadounidense para que reconociera la inteligencia de la otra América. No duró, pero fue uno de los muchos proyectos propuestos por intelectuales hispanoamericanos en París y en Sudamérica. En 1872, Ramón Páez –hijo del héroe de independencia venezolano y caudillo de larga data, José Antonio Páez– continuó esta tendencia con Ambas Américas: contrastes (1872). Escritor y pintor, Páez había sido en parte educado en Inglaterra, y vivía entonces en Nueva York. Era un partidario convencido de la revolución educativa estadounidense, que era el camino a seguir por la América morohispánica (no latina), incluyendo cosas tan poco latinas como la educación de las mujeres. Todos estos esfuerzos ciertamente sonaban, tanto entonces como ahora, poco latinoamericanos.[12]
Pero a lo largo del siglo XIX y comienzos del XX, otros periódicos, franceses y españoles, apoyaron alguno de los dos latinoamericanismos, a través del hispanismo literario o a través de algún sentido de iberismo. Por ejemplo, estaban las prominentes revistas filológicas, como la Revue Hispanique (1894-1933) y la Revue des Langues Romanes (comenzada en 1879), dedicadas a todos los lenguajes ibéricos, que incluían mucho del mundo americano. También estaba la Revue de l’Amérique latine (1922-1932), financiada por el prominente hispanista francés Ernest Martinenche; el Bulletin de l’Amerique latine (1911-1921), publicado por la Sorbona; y L’Amerique latine (1923-1940), una fusión de varios periódicos dedicados a América y Brasil. También estaban las publicaciones argentinas Nuestra América (1918-1926), editado por E. Stefanini, y la Unión Ibero-Americana (1885-1926), sucesora de la Revista de las Españas, publicada en Madrid. En Brasil, la Revista Americana (1909-1919), un esfuerzo diplomático lanzado por el Barón de Rio Branco, buscaba una cierta reaproximación cultural con los Estados Unidos y con Latinoamérica. De esta forma, para mediados del siglo XX, la idea de Latinoamérica había ganado alguna institucionalización intelectual.[13]
En conjunto, para la década de 1890 Latinoamérica había perdido sus fuertes connotaciones francesas y había ganado fuertes sentidos de superioridad espiritual a través de la hispanidad o el iberismo. Hacia el temprano siglo XX, la teoría racial era más importante para el concepto que cualquier otra forma de republicanismo o cualquier visión filológica o cultural como las que sostenía, por ejemplo, el iberismo. La violencia consustancial al concepto –como encuentro de civilización vs. barbarie, espíritu vs. materia, o como disputa de culturas, religiones e imperios antagónicos– también continuó cambiando. Como para Ranke, para Bilbao los americanos anglosajones y los latinos estaban en un estado de perpetua violencia uno contra otro, sosteniendo un orden cósmico que solo podía existir preservando el equilibrio:
La América bajo su doble aspecto de sajona y latina presencia la lucha, no de contradicciones en las ideas como la Europa, sino de exclusivismo en las ideas. La América ha mutilado la armonía. La armonía es individualismo y sociabilidad. El norte se personifica en individualismo, el Sur en la sociabilidad. El yankee-sajón es protestante y federal; el Americano-español es católico y centralizador… el yankee es la fuerza centrífuga, el americano del sur es la fuerza centrípeta. Ambas son necesarias para el orden.
Para la década de 1970, la idea de Latinoamérica, aún cargada de sus connotaciones “espirituales” y raciales, había hecho de su equilibrio violento al estilo de Bilbao un llamado moral y político a la Revolución. Latinoamérica era entonces, en palabras de Eduardo Galeano, “la región de las venas abiertas”, que había sido la eterna víctima de Europa y de los Estados Unidos –los “proxenetas de la desdicha”–.[14]
El concepto de Latinoamérica, sin embargo, ha estado muy enraizado en formas de conocimiento profundamente europeas y americanas. En consecuencia, una vez que fue articulado, continuó reforzando resistentes explicaciones sociales e intelectuales, mientras eliminaba gradualmente viejas connotaciones o sumaba nuevos significados. Estos significados agregados duraban o no, dependiendo tanto de circunstancias específicas como de su armonía o desarmonía con los perdurables lugares comunes que tan elocuentemente evocaba, por así decir, la ley de Bilbao.
* * *
Dentro de sus raíces europeas, la idea de Latinoamérica pertenecía a una de las muchas reformulaciones culturales y políticas entrecruzadas, que desde fines del siglo XIX buscaron redefinir los contornos imperiales. La simultaneidad en la articulación y las acciones de estas varias reformulaciones hizo de cada una lo que fue o es –hubo proyectos a gran escala (como el paneslavismo, el pangermanismo o el iberismo), otros más pequeños, como las muchas formas de “nacionalismos imperiales” (provenzal, catalán, portugués, hispánico, mexicano, brasileño, francés o italiano) –. En el sentido francés de la década de 1860, l’Amérique latine significaba antianglosajonismo –y aún significa eso– de un modo racial. Pero también significaba antimodernismo católico, antisemitismo y antiprotestantismo –todo lo cual también estaba presente de alguna manera en, digamos, los nacionalismos mexicano, catalán, francés y español de comienzos del siglo XX–.
Como sostenía el conde de Gobineau, los Estados Unidos estaban “infectados por todas las frutas corrosivas de la modernidad”. Y todos los tipos de latinos se hacían eco de esta noción, con o sin referencia a los Estados Unidos (o a Inglaterra), ya fuera con orgullo propio de las auténticas instituciones y el “espíritu” latino, o con la revulsión autocrítica del fardo histórico de la latinidad. Alfonso de Maia –la encarnación de los valores ibéricos, un personaje en la obra maestra portuguesa del siglo XIX Os Maias (J. M. Eça de Queirós)– expresaba su simultáneo desagrado por el individualismo de los Estados Unidos y por los intentos modernizadores del Imperio Portugués: “a os políticos– ‘menos liberalismo e mais carácter’; a os homens de letras– ‘menos eloquência e mais ideia’; a os cidadãos em geral– ‘menos progresso e mais moral’”. En la década de 1930 en la Argentina, el influyente ideólogo español de la hispanidad, Ramiro de Maeztu, defendía no las ideas de liberté, egalité et fraternité, sino las de “servicio, jerarquía y hermandad”. En la misma década, un “latino oriental”, como se llamaba a sí mismo en ese entonces, Mircea Eliade, veía el régimen de Salazar en Portugal como el resultado natural del agotamiento del “demoliberalismo” decimonónico no latino. Para Eliade, António de Oliveira Salazar era la verdadera renovación espiritual de la “latinidad”. Y en la década de 1990, en inglés, el distinguido académico Ilan Stavans reveló, como por primera vez, la condición quijotesca de los latinos en los Estados Unidos: su inhabilidad para distinguir entre la realidad y los sueños.[15] De hecho, el adjetivo “latino” ha implicado antimodernismo, lo cual por su parte implicaba una autoridad fuerte, desconfianza en la libertad completa, espíritu sobre materia, subjetividad sobre objetividad y desconfianza en el individualismo (objetivos corporativos y espirituales sobre pasiones e intereses individuales) –vamos, la ley Bilbao–.
A lo largo del siglo XIX, los significados de “Latinoamérica” fueron parte de los debates sobre iberismo y latinité y, como ingrediente en estos debates, Latinoamérica era una idea conservadora nata, un sueño no solo de la unidad de una supuesta raza, sino también de la unidad de todos los enemigos del individualismo, la democracia y la modernización. En la Francia del Segundo Imperio, los defensores de un imperio latino jugaron con la idea de apoyar a los estados Confederados en la Guerra Civil estadounidense –enfatizando en la latinité su amor por el orden, la autonomía local y la tradición (como en las defensas de la latinité en el sur de Francia en la década de 1850)–. Si, como sostenía John Phelan en los años sesenta, el ministro sansimoniano de Napoleón III, Michel Chevalier, fue el autor intelectual de la idea de l’Amerique latine durante la intervención francesa en México en la década de 1860, es porque su viaje en la década de 1830 a los Estados Unidos había estimulado en él respeto y temor por ese país a través de nociones reaccionarias de latinité. En el informe sobre su viaje de 1839 a los Estados Unidos, Chevalier confirmaba que Francia estaba en mejores condiciones que Austria, Prusia, Inglaterra o los Estados Unidos para restablecer el orden en la América española. Francia “tiene una fisionomía más fuertemente marcada, una misión más claramente definida y, sobre todo, tiene más espíritu social. Está a la cabeza del grupo latino; es su protectora”. Así, “en los eventos que parecen cernirse sobre nosotros, Francia podría, entonces, asumir un papel importantísimo […] Solo ella puede salvar a toda la familia [latina] de ser engullida por una doble marejada de eslavos y germanos”. Y sin embargo, para la década de 1860 Chevalier pensaba que la latinité era compatible con el reconocimiento, por parte de Francia, de los estados Confederados. “El reconocimiento de los estados sureños será la consecuencia de nuestra intervención [en México]”, escribió Chevalier en 1861. El norte planeaba, sostenía, hacer “del negro el alimento de la pólvora”, pero la noción francesa “de la filantropía, así como nuestro sentido moral, se rebelan frente a estas feroces exageraciones del amor por la libertad”. La esclavitud no era un problema para el reconocimiento del Sur: “Francia utilizará su influencia para asegurar la gradual emancipación de los esclavos sin hacer de la esclavitud la base para negar el reconocimiento”.[16]
Por su parte, los liberales mexicanos eran aliados del “presidente negro”, Abraham Lincoln, contra el imperio latino. Y es comprensible. Para los antimodernistas, la aventura mexicano-francesa era una reedición de la guerra de Crimea: el papel de ruso correspondía a los Estados Unidos, y el de Turquía pasaba a México, que debía ser defendido de sí mismo por un poder europeo latino, estableciendo así el reino latino. Y sin embargo, antes, a comienzos de la década de 1850, la idea de Latinoamérica como sueño de unidad en Sudamérica –en pensadores como el colombiano (panameño) Justo Arosemena o Bilbao–, era una reacción liberal a las políticas estadounidenses en Centroamérica. Pero entonces era también una declaración de principios contra el individualismo, el protestantismo, la mecanización y el materialismo. Más aun, este uso temprano del término también involucraba una suerte de exorcismo: Latinoamérica significaba la deslatinización liberal de la iliberal América española, el fin de décadas de desenfrenadas pasiones reaccionarias y de caudillismo. En la Lima de 1864, en otro congreso que llamaba a la unidad de la América española, Arosemena lo decía claramente: “Si hay fraternidad y simpatía entre los pueblos americanos, el Congreso es apenas necesario; si no las hay, el Congreso es apenas posible”. Y entonces apuntaba a la necesidad de exorcizar la idea de Latinoamérica antes de que la verdadera Latinoamérica pudiera existir: “La raza española de América tiene la envidia del Conquistador, la desconfianza del indígena y el orgullo del castellano viejo. De aquí sus vicios y algunas de sus virtudes”.[17] Para mediados del siglo XX, nadie que utilizara el término “Latinoamérica” soñaba con un reino latino antieslavo o con exorcizar los vicios de la raza americana española de Latinoamérica. Pero el término sí significaba la defensa de la tradición y alguna forma de superioridad espiritual sobre el materialista mundo protestante.
La historia de las connotaciones antidemocráticas y antiliberales del término es enrevesada. Seguramente, el término siempre ha incluido un llamado populista al pueblo auténtico a unirse, resistir o emerger –sea la raza latina, o los pueblos luso e hispanohablantes; o la orgullosamente híbrida, mitológica, raza católica de América; o al proletariado antiimperialista de los trópicos–. Más aun, Bilbao de alguna manera podría ser considerado el promotor temprano de la idea de Latinoamérica como una entidad política democrática e inclusiva, y José Martí como el ejemplo de lo mismo a fines del siglo XIX. El problema es que la idea de Latinoamérica de Bilbao no incluía lo que hoy es considerado como Latinoamérica –ni Brasil, ni Paraguay ni México realmente– y no aceptaba ningún sentido práctico en la representación democrática. Rechazaba cualquier forma de parlamentarismo y representación delegada, y por lo tanto abogaba por una suerte de autorrepresentación directa y constante en una comunidad católica (El evangelio americano, 1864.[18]
Otro defensor liberal de la unión latinoamericana, Justo Arosemena, apoyaba la ciudadanía completa para todos, sin importar la raza, en una hipotética unión latinoamericana, pero tenía claro que esto era difícilmente alcanzable a través de medios democráticos:
Una gran nacionalidad compuesta de elementos dispersos, por homogéneos que sean, requiere una poderosísima dominación, una imperatividad irresistible, que si no tuvieron Bolívar ni San Martín, ni Iturbide, no alcanzamos a ver dónde pudiera hallarse. Los que sueñan con esta construcción gigantesca piensan en convenios o pactos de los pueblos, y se olvidan de que tales transacciones son desconocidas en la historia, porque pugnan con la naturaleza de las cosas.
Para él, el contrato social de Rousseau había “desbordado la democracia” y Hobbes había “engreído el despotismo”; los anglosajones eran mejores que los latinos, pues en ellos el “principio de razas” (es decir la superioridad racial) tenía “cumplida aplicación”, sin la costumbre de la sublevación: “no predomina en la anglo-sajona como en la hispana la pasión sobre el razonamiento”. La América anglosajona tenía el clima y la predisposición para atraer la inmigración europea, “cuya mezcla mejora la población originaria para los efectos políticos, morales e industriales”.[19] Por lo tanto, Latinoamérica, para estos primeros autores del término, estaba lejos de ser una idea completamente democrática y antirracista. Porque era una idea de su tiempo, ni más ni menos.
Por su parte, el credo democrático de José Martí derivaba de su propia experiencia en los Estados Unidos –la Guerra Civil, la gran lucha afroamericana y la asimilación de inmigrantes, incluyendo chinos–.[20] Pero Martí no vivió lo suficiente para entrever lo que hubiera implicado su democracia para Cuba. Sin embargo, su apoyo en 1877-1878 al dictador guatemalteco Justo Rufino Barrios no puede leerse como una doctrina del desarrollo democrático para “Nuestra América”. Martí vivió en Guatemala durante aquellos años –los años de su amor por María, “La niña de Guatemala” de su poema– y se tornó cercano a Barrios y a sus aliados intelectuales, que apoyaban una modernización liberal autoritaria para Guatemala. El mismo Barrios apoyaba la independencia cubana. Pero las perspectivas de Martí sobre la modernización de Barrios y de la vasta población india de Guatemala no son demasiado diferentes de las expresadas por los “malos” liberales como Justo Sierra o el mismo Barrios: los indios superarían su atavismo, pereza y atraso a través de la educación, transformándose en ciudadanos liberales.[21] La verdad es que la “Latinoamérica” de Martí era de hecho algo distinto: “Nuestra América” que significaba una utopía modernizadora liberal y moderna, si no completamente democrática, sí inspirada en la experiencia estadounidense, que era la de Martí.
Creo que en muy pocos momentos históricos, y muy recientemente, el término Latinoamérica ha designado una batalla por la democracia liberal –quizás solo en el trasfondo “latino” de las transiciones a la democracia de Portugal y España (y luego Brasil, Argentina, Chile, Uruguay e incluso México), que comenzó en 1974 con la revolución portuguesa de los Claveles–. Para principios del siglo XXI, sin embargo, Latinoamérica, hablada en inglés, ha retornado a las ideas populistas del poder indígena y la superioridad espiritual y moral vis-à-vis un Occidente imaginario. En castellano, el término ha recobrado sus connotaciones populistas y antiliberales, por ejemplo, en la “revolución bolivariana” y sus admiradores estadounidenses.
Más ironía: las perspectivas de Washington Irving sobre España, junto con el iberismo y la latinité europeos, resonaron en el hispanismo estadounidense del siglo XIX, solo para transformarse más tarde en patrimonio precisamente de aquello que el Hispanismo estadounidense no se suponía que fuese desde el mismo comienzo: “estudios latinos”. Esto es, l’Amerique latine se tornó el equivalente imperial y perdurable Latin America (en inglés), ahora basado en los Estados Unidos, queriendo decir lo no-estadounidense o los Estados Unidos que de alguna manera no eran, ni son, exactamente los Estados Unidos –latino, latina: el conjunto raciocultural de cosas que se asumían como el auténtico dominio de una gran parte de la población de los Estados Unidos–. Ahora, en el siglo XXI, a ambos lados de la frontera estadounidense, todos son latinos, como hubiera querido Napoleón III –millones de ellos ciudadanos estadounidenses pero de alguna manera exotizados como diferentes, como pertenecientes a otra ontología cultural, míticamente ligados a una Atlantis inexistente: Latin America–. La política de la identidad que ha creado a los latinos en los Estados Unidos, electoral y comercialmente, no trajo la obsolescencia del término Latinoamérica; más bien, ha proporcionado un mercado político y comercial muy material para el etéreo concepto.
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En términos de infraestructura legal, la expresión Latinoamérica ha significado muy poco, a pesar de los varios intentos decimonónicos de unificación legal, o de la presencia académica y diplomática del término en inglés o en francés. Las escasas instancias en las que la región conocida como Latinoamérica en su conjunto adquirió alguna infraestructura legal fueron cuando fue incluida en la Oficina Internacional de Repúblicas Americanas, más tarde en la Unión Panamericana y luego en la Organización de los Estados Americanos. Estas organizaciones, sin embargo, estaban destinadas precisamente a disolver la unidad “latina” dentro de una unidad del hemisferio occidental comandada por los Estados Unidos. Incorporaban los Estados Unidos, el Caribe anglo y francoparlante y Canadá. La expresión duradera de este panamericanismo fue su edificio (1911), diseñado por Albert Kelsey y el arquitecto francés Paul P. Cret, y erigido en Washington DC, colindante con el Washington Mall. El edificio encarnaba los rasgos comerciales y culturales de décadas de tentativas de unificación hemisférica estadounidense: desde visiones como las de Washington Irving sobre España, hasta los intereses estadounidenses en los recursos naturales del continente; desde la fascinación con la arqueología maya y azteca, hasta el estereotipo de un patio inspirado en la arquitectura catalana y mexicana. Dos grupos escultóricos que representan las Américas del Sur y del Norte, cada uno compuesto de una figura maternal y un niño, aún custodian la entrada del edificio. El director de la Unión Panamericana explicaba su significado en 1911: “En el grupo norteamericano el niño, notablemente alerta en apariencia y acción, expresa el espíritu más energético del norte completamente despierto. La figura de ‘Sudamérica’, si bien joven y fuerte, tiene una cualidad más suave y más sensual, expresiva de la ligereza y la exuberancia tropical. [El niño] transmite un sentido de grandes posibilidades futuras, de las cuales aún no es consciente”. Buena o mala, esta es la historia de las regiones latinas actuando institucionalmente en conjunto en asuntos internacionales, y la visión panamericana de la “exuberancia” del sur no resulta muy diferente del latinoamericanismo del siglo XX.[22]
A diferencia de la institución “Europa” en las últimas cinco décadas, la institución “Latinoamérica” ha significado muy poco en comparación con documentos tan poderosos como los pasaportes mexicano, brasileño o peruano. Ciertamente, el “patriotismo criollo” de fines del siglo XIX y los “americanismos” de comienzos del siglo XX fueron herramientas políticas importantes para imaginar tanto un nuevo mundo compuesto de estados-nación modernos, como un grupo continental de recién llegados. Las nociones de Latinoamérica de la década de 1850 incluían estas connotaciones. Además, el término Latinoamérica ha adquirido connotaciones simbólicas importantes durante el siglo XX, más allá de las visiones de los intelectuales. Pero su importancia política y económica palidece no solo frente a una ciudadanía nacional sino también frente a una multiciudadanía “natural”: mexicana y estadounidense para México; italiana, española e israelita para la Argentina y el Uruguay; negra, portuguesa, italiana y española para el Brasil; negra, francesa, española e inglesa para muchas partes del Caribe.
De modo que Latinoamérica connota un sentimiento que es difícil mensurar y difícil interpretar. En las escasas encuestas recientes que preguntan sobre formas de autoidentificación en diferentes países hispanoparlantes (con opciones tales como latinoamericano, caribeño, norteamericano, sudamericano, centroamericano, ciudadano del mundo…) los resultados no muestran ningún patrón latinoamericano. México, por ejemplo, el único país para el cual los datos diferencian entre la población en general y los líderes, resulta tener más ciudadanos ordinarios que líderes que se identifican a sí mismos como latinoamericanos. Así y todo, el sentimiento latinoamericano “popular” parece estar en descenso en México: en 2006, 62% se identificó como latinoamericano, mientras que en 2012 lo hizo un 50% y en 2014, un 43.5%. Los líderes de México, por su parte, se sentían menos latinoamericanos, pero sus sentimientos muestran crecimiento: en 2006, 49% de los líderes encuestados se identificaba a sí mismos como latinoamericanos; en 2012, lo hacía el 51%. En Colombia, el 43% se identificaba como latinoamericano en 2008; el 51% en 2012, y el 59% en 2014. En Ecuador, el 41% lo hacía en 2010; el 50% en 2012 y el 53.4% en 2014; en el Perú, 25% en 2008; 34% en 2010 y 38% en 2014; y en Chile, en 2008 solo el 31% se identificaba como latinoamericano (casi equivalente al 27% de mexicanos que en 2012 se identificaba como “ciudadano del mundo”). México ha estado en el centro de la forma en que el significado de Latinoamérica se proyecta hacia el mundo, principalmente debido a su larga coexistencia con los Estados Unidos. Por lo tanto, la identificación latinoamericana parece importante en México, como si, al estar tan cerca y tan entremezclado con los Estados Unidos, identificarse como latinoamericano ayudara a mantener la propia mexicanidad. La del Brasil, por otro lado, es una historia muy diferente: en 2014, 3.7% de los brasileños entrevistados se identificaba como latinoamericano, 13.5% como ciudadano del mundo y 79.4 como brasileño. De cualquier forma, el término claramente tiene algún poder simbólico en la región, pero difícilmente puede decirse que denote una institución real o una identidad simbólica homogénea de los pueblos al sur de Nogales, Sonora.[23]
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A lo largo de las últimas décadas, especialmente en castellano y portugués, ha habido varias críticas a la utilidad del término Latinoamérica.[24] Escritores importantes de mi generación, como Jorge Volpi, se han designado a sí mismos como escritores post-latinoamericanos que no se ocupan de paisajes latinoamericanos: los primeros verdaderos cosmopolitas en nuestros pobres valles de Comalas (Juan Rulfo), Pasagardas tropicales (Manuel Bandeira) y Macondos (Gabriel García Márquez). Volpi anunciaba así el fin de Latinoamérica, o por lo menos del escritor latinoamericano, y develaba una vez más la dolorosa verdad: Latinoamérica no existe. ¡Mira qué novedad! ¿Qué intelectual, escribiendo en castellano o en portugués o en Náhuatl en el siglo XIX o en el XX no es cosmopolita, no es mucho más y mucho menos que latinoamericano? Otro escritor mexicano, Juan Villoro, como joven estudiante de la Deutsche Schule de la Ciudad de México en los años sesenta, descubrió las ventajas de satisfacer los deseos exotistas de sus maestros asumiendo su no occidentalidad, su latinoamericanidad. Pero como escritor exitoso del siglo XX lo vio claramente: “La única patria verdadera se asume sin posar para la mirada ajena”. Y aun así, el actual éxito de escritores como Volpi en el monopólico mercado literario hispanoparlante no es más que la comercialización de una vieja noción, de una posición muy sabida, la del escritor latinoamericano –una posición que los escritores jóvenes asumen lucrativamente, aunque no les agrade, si pretenden obtener fama en Barcelona o en Nueva York–.[25]
Más aun, en 2014 incluso el tardío Eduardo Galeano –el autor del viejo manifiesto latinoamericanista (aún un best seller en su traducción al inglés), Las venas abiertas de América latina, de 1971– cambió de parecer. Las “venas abiertas”, dijo, no eran una metáfora, eran suicidio: “no sería capaz de leer este libro de nuevo –dijo en una feria del libro brasileña–, caería inconsciente. Para mí, esta prosa de la izquierda tradicional es extremadamente plomiza y mi físico no podría soportarlo”. Pero por supuesto, su editor americano (en el Monthly Review Press) no estuvo de acuerdo. “¡Por favor! El libro es una entidad independiente del escritor y de cualquier cosa que podamos pensar ahora”, sostuvo el editor del best seller de Galeano en inglés –a pesar de que un crítico brasileño consideró que Galeano “debería sentirse culpable por el daño que ha causado”–.[26]
El éxito reciente de las novelas de Roberto Bolaño en inglés parece haber redefinido la comprensión de la literatura latinoamericana en los Estados Unidos, más allá del boom del así llamado realismo mágico de las décadas de 1960 y 1970. Bolaño poseyó de hecho un carácter único y complicado, difícil de describir como encarnación de Latinoamérica. Sin embargo, la textura de los juegos de lenguaje que despliegan lo absurdo e irónico de una identidad latinoamericana en Los detectives salvajes (1998) es difícil de traducir al inglés. ¿A quién le importa este absurdo y esta ironía en inglés? En cambio, Bolaño ha sido moldeado en inglés como nueva figura de Latinoamérica; el mundo de sus trabajos, como ha sostenido Sarah Pollack, ha sido adaptado para “reformula[r], esta vez en términos visceralmente realistas pero igualmente exóticos, como un espacio que resguarda el idealismo adolescente de los años setenta, madurado con aventureros cheguevarescos, sexis y salvajes, de rebeliones artísticas y existenciales sin compromiso, un argumento del cual desde entonces se han hecho eco Horacio Castellanos Moya y Jorge Volpi, entre otros”.[27] La pregunta es, ¿qué hay de nuevo en esto? En los Estados Unidos, el éxito en inglés de un escritor que escribe en castellano aún requiere que sea formateado por los significados duraderos de Latinoamérica.
También se ha vuelto un cliché de ciertos intelectuales conservadores de lengua castellana –desde la crítica liberal de la idea de Latinoamérica por Carlos Rangel en 1976 hasta las de Álvaro Vargas Llosa– burlarse de la condición latinoamericana, un blanco bastante fácil. Pero la política de algunas de esas críticas es tan radicalmente conservadora que han alcanzado relativamente poca resonancia en círculos académicos o intelectuales más amplios, sea en castellano o en inglés. Además, su propio antilatinismo les juega en contra: algunos de ellos son los intelectuales latinos estrella de la cultura dominante de Miami o Nueva York.[28]
Más significativo es el reciente antilatinoamericanismo brasileño, que busca exponer el sinsentido del término Latinoamérica, como en Guia politicamente incorreto da América Latina (2011), de Leandro Narloch y Duda Teixeira. Ciertamente, esta es una vieja cruzada, en la cual Brasil se distingue del resto del continente –una tarea hábilmente realizada en la década de 1920 por Joaquim Nabuco, y por Eduardo Prado en la década de 1880–. Por supuesto, ha habido también un elocuente, aunque pequeño, prolatinoamericanismo brasileño, más una forma de autocrítica que de amor por Latinoamérica, mejor expresada en la autocrítica de Sérgio Buarque de Holanda a la colonización portuguesa en el Brasil, frente a la colonización española de México y Perú; o en el irónico “Rondó dos cavalinhos” (década de 1920) de Manuel Bandeira: “Os cavalinhos correndo, / e nós, cavalões, comendo […] / Alfonso Reyes partindo, / E tanta gente ficando […].[29] Esta es, entonces, una vieja historia. Pero Leandro Narloch y Duda Teixeira utilizan el humor para burlarse de lo que ven como intrínseco a la idea de Latinoamérica: constantes lamentaciones, la transformación de todas las expresiones locales en una forma de resistencia cultural, el amor por la violencia. Lo hacen refiriéndose a íconos latinoamericanos como el Che Guevara, Simón Bolívar, Francisco Villa o Salvador Allende: “Quanto mais bobagens eles falarem e quanto mais sabotarem seu próprio pais, mais estátuas equestres e estampas em camisetas serão feitas em sua homenagem”.[30] Pero, de hecho, la creciente relevancia global del Brasil está apuntando a la obsolescencia del término “Latinoamérica” mucho más efectivamente que cualquier libro o crítica…, por lo menos para el Brasil. El ex presidente Luiz Inácio Lula da Silva hizo en algunas oportunidades un uso geoestratégico de Latinoamérica –mostrando solidaridad con la Bolivia de Evo Morales o la Venezuela de Hugo Chávez–. Pero esta fue solo una, y no la más importante, de las geoestrategias utilizadas por Lula; pequeña frente a su carta del BRIC (Brasil, Rusia, India, China) o su jugada luso-afro-americana.[31]
El mejor análisis en castellano –y de hecho en cualquier idioma– de los orígenes y desafíos del término Latinoamérica es el de Miguel Rojas Mix (1991).[32] Esta fue de hecho una anatomía completa del término, una crítica seria de sus connotaciones raciales e imperiales. El relato de Rojas Mix incluyó una robusta lectura de los defensores chilenos, colombianos y venezolanos de una unión de repúblicas (siempre excluyendo al Brasil) en la década de 1850, primero contra los Estados Unidos, y luego contra la misma Europa. Rojas Mix, además, cubrió de erudición y parsimonia, como pocos lo habían hecho, los contundentes desafíos presentados a la idea de Latinoamérica por el indianismo y el afroamericanismo. Mostró que el primero, en su versión radical post-1970 (Fausto Reinaga, Guillermo Bonfil Batalla), llevado a su límite, obliteraría la idea de una América latina o de cualquier otro tipo que no fuera preamericana –una región devuelta a los pueblos indígenas que hubiera permanecido, podría asumirse, inmune a cualquier cambio, eternamente igual–.
Por otro lado, para Rojas Mix, el afroamericanismo era la confirmación del consenso antinegro tan de la mayoría de los defensores europeos y americanos de la idea de Latinoamérica –con pocas excepciones–. Como mostró Rojas Mix, desde Torres Caicedo hasta el católico José Vasconcelos o el radical José Carlos Mariátegui, “latino” no significaba negro. En el socialismo inca de Mariátegui en los años veinte, los negros aún eran percibidos principalmente como una fuente de “sensualidad, superstición y primitivismo” –un “obstáculo hecho de barbarie”, señaló Rojas Mix–. De la misma manera, el gran poeta peruano César Vallejo, viviendo en París en los años veinte, se preguntaba y afirmaba muy simultáneamente: “Europa puede ignorar a los africanos, y los australianos, pero ¿y nosotros [los latinoamericanos]?”.[33] Sin embargo, Rojas Mix sostuvo que el afroamericanismo era una tendencia literaria importante que comenzó a radicalizarse en la década de 1970 a través de la influencia de los escritos de Franz Fanon (y, podríamos agregar, de la lucha afroamericana por los derechos civiles y de la descolonización de África). El relato de Rojas Mix fue concebido en el contexto de los agrios debates sobre el quinto centenario de Europa en América (1992). En ese momento, la literatura sobre la “Afrolatinoamérica” aún no había alcanzado el estado productivo de las últimas dos décadas. Pero “Afrolatinoamérica” es una idea que, como tendencia académica y como movimiento social, también está desintegrando el concepto de Latinoamérica, sea en nombre de una experiencia afroamericana amplia (que incluye sobre todo a los Estados Unidos y a África) o en nombre de importantes agendas nacionales: los derechos y las luchas afrocolombianas o afrobrasileñas. La idea de Latinoamérica es un complemento bastante extraño para estas luchas.
De todos modos, Rojas Mix también realizó una fuerte defensa de lo que entendía como las connotaciones “socialistas y libertarias” de los trabajos de algunos de los tempranos impulsores de la idea de Latinoamérica –especialmente Bilbao (años 1850) y Martí (años 1890) –. En sus palabras, un poco bombásticas, “Bilbao no sólo antecede a otros pensadores en la utilización de la expresión ‘América Latina’, también es precursor de la significación que este concepto va a adquirir más tarde en el lenguaje de las izquierdas latinoamericanas. En él, el concepto se acuña en el marco de un pensamientos anticolonialista, antimperialista y de un proyecto de sociedad socialista”. Por lo tanto, no es de sorprender que hacia el final Rojas Mix llamara a salvar la idea de Latinoamérica. Tal unión era para él, en 1991, no una utopía sino una urgencia. Pero era una urgencia basada no en la arqueología de versiones utópicas del término, sino en una identidad aún no realizada, inspirada en el futuro. “Latinoamérica”, sostenía, no podía ser una opción hispánica, afro, india o “usaica”, sería un “nosotros” aún en construcción que, sin embargo –¡Oh, magia de Latinoamérica!–, ya incluía el nosotros: “No es a pica y azafa que vamos a encontrarla. Es un problema de creacion… Es la realización del proyecto lo que irá seleccionando su pasado. La identidad latinoamericana será lo que hagamos de ella por eso sus raíces están en el futuro”.[34] Yo mismo comparto y aplaudo la conclusión –la identidad es un constante hacer, que encuentra sus raíces en el futuro. Sin embargo, no veo por qué debe ser realizada a partir de un dictum tan cargado como “Latinoamérica” –.
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En castellano y en portugués, los historiadores y los críticos del arte se han regodeado en la “neurosis identitaria” (Gerado Mosquera) que lleva en sí el concepto del “arte latinoamericano”.[35] En las décadas de 1940 y 1950, lo que era conocido como el renacimiento artístico mexicano fue canonizado por coleccionistas y críticos internacionales como la quintaesencia del arte latinoamericano –a través de varias exhibiciones importantes de arte mexicano en los Estados Unidos y Europa y, no menos, a través de varias comisiones estadounidenses otorgadas a la sagrada trinidad de pintores mexicanos (Rivera, Orozco y Siqueiros) –. El cliente siempre tiene razón, y por lo tanto los regímenes posrevolucionarios mexicanos se volvieron generosos patrones de este arte, el cual fue comercializado como el retorno final a un México auténtico, popular y étnicamente orgulloso. Por lo tanto, a pesar del boom artístico en Buenos Aires o en San Pablo (que comenzó en los años veinte), el arte latinoamericano en el mundo pasó a ser visto principalmente a través de ojos mexicanocéntricos. El decisivo modernismo de San Pablo y el vanguardismo de Buenos Aires en los años veinte no buscaban un arte nacionalista o étnico como el de Rivera. Por supuesto, el arte revolucionario mexicano era de alguna manera parte de la experiencia paulista o porteña, como lo eran las muchas vanguardias que alimentaron tanto el renacimiento artístico mexicano como el modernismo de San Pablo. San Pablo y Buenos Aires, sin embargo, no tuvieron el atractivo de una revolución en una era revolucionaria; además, no contaron con una conexión duradera con los mercados culturales y los deseos estadounidenses que proyectaron el arte revolucionario mexicano hacia el mundo. El acento del modernismo brasileño estaba en la vanguardia radical. Rivera buscaba el radicalismo político domando sus propios veinte años de vanguardia artística parisina. México era más sexi para el gusto artístico internacional de los años treinta, parecía más exótico y étnicamente puro frente a los experimentos vanguardistas menos exóticos, aunque igualmente radicales, de San Pablo o Buenos Aires. Como lo dijera el intelectual peruano de los años veinte, Antenor Orrego, comentando la posibilidad de un arte americano verdaderamente nuevo, “México representa la incomprensión de Europa frente a América, es decir, frente a lo estrictamente americano. Argentina representa la comprensión de América frente a Europa, es decir, a lo excelsamente europeo”.[36] En consecuencia, si el arte debía “desencantarse” de su hechizo europeo, México era la pócima que debía beber.
A partir de la década de 1970, la mera posibilidad de un arte latinoamericano fue profundamente cuestionada. Los artistas argentinos, mexicanos o brasileños post-1945 muchas veces vetaron agresivamente la idea de un arte latinoamericano. En uno de los varios simposios sobre el asunto que tuvieron lugar entre los años sesenta y noventa, el pintor argentino Ernesto Deira sostuvo, “Latinoamérica no existe como tal […] Si Latinoamérica no existe como concepto, ¿cómo se podría pedir algo que fuera característico de su arte?” Pero los críticos estadounidenses y europeos defendieron la existencia de un arte latinoamericano –frecuentemente con mirada mexicanocéntrica–. Y lo hicieron a menudo sobre la base de una comunidad en la resistencia y la opresión, basada en el sufrimiento de las dos conquistas (Shifra M. Goldman) –la conquista española y la estadounidense–, o en la creencia en un colectivo sublime y un espiritualismo antiindividualista. Todos estos argumentos, seguramente, eran meros ecos de la idea de Latinoamérica. “La preocupación por los valores humanos constituye tal vez la fuerza más cohesiva a lo largo de Latinoamérica”, escribía la historiadora estadounidense más importante del arte de Latinoamérica, Jacqueline Barnitz, en la década de 1960; “por ello existe una suerte de consistencia ideológica mucho más amplia que entre los artistas norteamericanos, que aún intentan reconciliar la poca individualidad restante con los abrumadores rayos de la rueda industrial”. Es decir, se trataba de la misma Latinoamérica de siempre.[37]
Los debates sobre las posibilidades de un arte latinoamericano en los años sesenta y setenta desplegaron un dilema común en las artes y en la literatura. Por un lado, estaba la aspiración claramente des-latinoamericanizante de artistas en Ciudad de México, San Pablo, y Buenos Aires, o de artistas argentinos, mexicanos y brasileños viviendo en París, Nueva York, Barcelona o Madrid (desde José Luis Cuevas hasta los concretistas brasileños). Por otro lado, estaba el tenaz vallado de cualquier expresión artística o literaria de personas “latinas” dentro de los confines de los significados de Latinoamérica por parte de coleccionistas, críticos de arte y académicos en Nueva York, París o Chicago. El crítico de arte mexicano Jorge Alberto Manrique capturó lúcidamente este dilema en los años setenta. Tanto la tentación de Europa, sostuvo, como la de no Europa (el lugar definido como ontológicamente diferente de y alternativo a aquello que se entiende como europeo) eran americanos (de toda América). Para él, ambos constituyen de hecho lo que significa ser americano. De alguna manera, sin los constantes conflictos y las luchas caóticas causadas por ambas tentaciones, no habría posibilidad ni de arte en general ni de un arte latinoamericano. Cuando, como en el caso del arte posrevolucionario de México, una de las tentaciones parece absolutamente victoriosa, la creación artística se estanca, y el arte se vuelve una jaula ideológica y estilística: “[…] mientras más lograron los movimientos de los años veinte, en tanto que movimientos, no en referencia a la obra personal de los artistas, más hipotecaban a distancia su futuro”.[38]
Para Manrique, los artistas post-1945 en las Américas claramente optaron por “sentirse universales”. Pero en los años setenta se preguntaba si era ese el final: “¿estamos sólo en un momento más del movimiento pendular, que nos lleva alternativamente a cerrarnos y abrirnos?” La duda estaba allí (¿retornaría Latinoamérica a alguna forma de nativismo identitario?); y al mismo tiempo, no estaba (utilizaba el “nosotros” para referirse a Latinoamérica). Pues como el mismo Manrique sostenía, era imposible conceptualizar el arte latinoamericano fuera de los confines del concepto de Latinoamérica y todo lo que implicaba –conquista ibérica, mestizaje, “dependencia, explotación, neocolonialismo, economía ficticia…”–. Y aun así, cada parte de Latinoamérica era diferente: “El deseo de ser unos, siendo en realidad diferentes, es una invención iniciada por Bolívar, Fray Servando Teresa de Mier, Talamantes o Miranda, o tantos otros. Es tal vez una ficción: lo era entonces y quizás –de alguna manera– lo es ahora”. Sin embargo, se trata de “una ficción creada y sostenida tanto, que ha llegado a tener una forma de realidad. Hemos inventado el concepto de Latinoamérica y hemos conseguido, de algún modo curioso, que la realidad se parezca al concepto con que la expresamos”. Y él creía que esto había sucedido porque, en algún sentido, la categoría de Latinoamérica era vista como pasaporte de ciudadanía en el arte mundial.[39]
Por lo tanto, si hubiese y si hay un arte latinoamericano, eso significaría que el mundo habría reconocido un “arte propio” y aun así “universal”. Manrique pensaba que el artista latinoamericano nunca tendría la misma tranquilidad de conciencia que el francés para crear, y que siempre debería luchar con su autodefinición dentro de los parámetros de lo que significaba Latinoamérica. Esto era lo que constituía la posibilidad de un arte latinoamericano. Y sin embargo, irónicamente, alcanzar una verdadera ciudadanía en el mundo del arte significaría “para mí que desaparecería el concepto de América Latina, de arte latinoamericano, para ser substituido por otra cosa”. Por consiguiente, encontramos en Manrique un lúcido análisis de cómo la categoría de Latinoamérica podría alcanzar una expresión artística oportuna e importante, solo para desaparecer un momento después, como la planta del maguey, que florece justo antes de morir.[40]
En las artes, en literatura (por ejemplo en El laberinto de la soledad, de Octavio Paz, de 1950), incluso en las formas del indigenismo filosófico y sociológico de la década de 1950 (por ejemplo, Los grandes momentos del indigenismo en México, 1950, de Luis Villoro), el enigma se sostiene: la esperanza de que siendo muy-muy local (nativo), el arte finalmente alcanzaría la universalidad. Pero entonces el problema pasa a ser no el de una identidad mexicana o latinoamericana, ni siquiera el de ser universal, sino el de ser aceptado en cuanto tal, como universal.
Incluso en la crítica del arte más contemporánea, el término “Latinoamérica” ha mostrado grandes habilidades de supervivencia. En un reciente y lúcido ensayo Aby- Warburgiano, Atlas portátil de América Latina (2012), Graciela Speranza destruye y reconstruye la latinoamericanidad del arte en un solo párrafo, como si no debiera morir la esperanza misma (de la novedad, de ser una alternativa) implícita en el término Latinoamérica. En un solo párrafo, Speranza da primero por sentado el mapa de Latinoamérica e incluso revela su falsedad, solo para rescatar la esperanza en nombre de las implicaciones duraderas del término Latinoamérica: por favor inclúyannos a nosotros, latinoamericanos, como suyos:
Yo misma, que creo que los artistas y escritores de América Latina no tienen que mostrar pasaportes ni agitar banderas, que el arte tiene que hablar a su manera sin ninguna seña de origen que lo antecede… que he llegado a preguntarme si existe el arte latinoamericano y si existe América Latina, me sorprendo considerando la idea de que quizás tengamos que desnaturalizar las categorías remanidas (sic) y reinventarlas con otras estrategias y otros dispositivos críticos, hasta que en el mapa global que se descompone y recompone en el siglo XXI, el arte de América Latina sea parte del mundo visible, ya no para cubrir la cuota condescendiente ni como fetiche último de los Otros, sino como arte que reconfigura… el mundo que lleva a cuestas y que amplía, sin perder su singularidad, el horizonte de lo diverso.[41]
En suma, en los debates artísticos, Latinoamérica parece ser un enigma que por momentos disuelve el término y por momentos lo recompone. Evoco el viejo Agudeza y arte del ingenio (1648) de Baltasar Gracián: “poco es ya discurrir lo possible, sino se trasciende a lo impossible” (sic).
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En inglés, sin embargo, la idea de Latinoamérica no ha sido puesta en duda muy seriamente, más allá de la historización misma de las nuevas y viejas connotaciones imperiales del término, y de las historias de los orígenes del campo de los estudios latinoamericanos en los Estados Unidos en la Guerra Fría. Comenzando en los años setenta, surgió una crítica empíricamente sólida y políticamente necesaria de las connotaciones de Guerra Fría presentes en el campo de los estudios latinoamericanos. Esto constituyó un terreno intelectual y político importante, sobre el cual basar un latinoamericanismo estadounidense no imperial, más consciente socialmente, e incluso políticamente constestatario. Rápidamente emergieron otras críticas sobre la falta de rigor y la politización del campo de los estudios latinoamericanos. Además, hacia el final de la Guerra Fría, el distinguido latinoamericanista estadounidense Peter Smith se preguntaba si las circunstancias mundiales de la década de 1990 “presentaban una ocasión para reevaluar la totalidad del concepto de ‘Latinoamérica’ y su significado práctico”. Por lo tanto, afirmaba que “tal vez era un constructo obsoleto, una reliquia romántica de un pasado idealista”. Pero entonces este experto en las relaciones entre Estados Unidos y Latinoamérica salvó al término de la extinción con más de lo mismo: “Irónicamente, estas dudas estaban expandiéndose justo al mismo tiempo en que la coordinación política y diplomática podría proporcionar a los líderes de Latinoamérica un arma potente y práctica para confrontar y remoldear las perspectivas globales para el siglo que viene”. Tengo mis dudas sobre si la forma de enfrentar la violencia masiva del siglo XXI, la total integración mexicana y centroamericana (humana y económica) con los Estados Unidos, las nuevas relaciones entre Cuba y los Estados Unidos, el terrorismo y la desigualdad, es con más latinoamericanismo. Pero el hecho es que ninguna de estas críticas se ha dirigido realmente a la idea de Latinoamérica y sus insinuaciones culturales, raciales y lingüísticas profundamente arraigadas.[42]
En la década de 1990, como resultado de los escenarios post-Guerra Fría, la fe religiosa en la globalización y la hiperespecialización en varias ciencias sociales (especialmente la economía, la ciencia política y la antropología), comenzaron a ser considerados passé en los Estados Unidos los “Area Studies”, incluido el campo de estudios latinoamericanos. Y la cosa viró en post-esto y post-lo-otro, el mundo global y desencantado significaba un gran desafío para la clase de latinoamericanismo estadounidense que había florecido en las décadas de 1970 y 1980. A pesar de lo cual, la idea misma de Latinoamérica nunca fue realmente desafiada. Para 2011, tres ex presidentes de la norteamericana Latin American Studies Association (LASA), Sonia Álvarez, Arturo Arias y Charles R. Hale, articularon lo que fue avanzado como forma alternativa de latinoamericanismo para el siglo XXI, para un mundo que había perdido toda su inocencia, especialmente su ingenuidad epistemológica. Proponían una revisualización y un descentramiento del campo de los estudios latinoamericanos: “sostenemos que los LAS [Latin American Studies] se han beneficiado enormemente de un compromiso más profundo con la teoría feminista, la teoría crítica de la raza y la etnicidad, varias corrientes de trabajo intelectual inter- y post-disciplinarias, asociadas con los estudios culturales y con un escrutinio epistemológico general, comenzando con la idea misma de ‘Latinoamérica’”.[43]
Así que los autores llamaban a una inclusión en LASA de latinoamericanos, de personas oprimidas dentro de Latinoamérica, de la producción académica de los latinoamericanos, y de la filosofía, la epistemología y la estética latinoamericanas. Así, siguiendo a Walter Mignolo, sostenían que Latinoamérica “ya no es una entidad geográfica a ser estudiada”, sino que ahora era “una reorientación del conocimiento, una epistemología que observa problemas globales desde una perspectiva latinoamericana”. En otras palabras, Latinoamérica no existe más, y sin embargo hay una “perspectiva latinoamericana”. De esta manera, los autores daban por criticada y redefinida la idea de Latinoamérica; la idea, sin embargo, había sobrevivido a todo, como el gato que siempre cae parado no importa de qué tan alto caiga. De hecho, esta seria crítica no mencionaba ninguna duda sobre la propia noción de Latinoamérica. Un lector marciano comprendería que había habido muchos debates políticos, conceptuales y morales con respecto a Latinoamérica, pero no entendería exactamente qué significaba la categoría “Latinoamérica” o para qué era necesaria.[44]
De modo que la ventaja de revisualizar el latinoamericanismo era simplemente más Latinoamérica, asumida como un automatismo incuestionado en inglés. Revisualizar Latinoamérica significaría, afirmaban claramente los autores, no cuestionar lo que Latinoamérica significa, sino incluir más voces en los mismos significados. Huelga decir que esta no fue una hazaña menor en inglés, pero no arrojó dudas serias sobre la categoría de Latinoamérica.
Una crítica significativa y relativamente reciente de la idea de Latinoamérica en inglés fue The idea of Latin America (2005), de Walter Mignolo: “Una excavación”, sostiene, “de los cimientos imperiales/coloniales de la ‘idea’ de Latinoamérica que nos ayudará a desenmarañar la geopolítica del conocimiento desde la perspectiva de la colonialidad, la contraparte nunca contada y nunca reconocida de la modernidad”.[45] De hecho, esta fue una crítica devastadora del innegable ADN imperial del término, realizada en nombre de una nueva perspectiva, la de la “colonialidad” que, explica Mignolo, “emerge de la condición de la ‘herida colonial’, el sentimiento de inferioridad impuesto sobre los seres humanos que no encajan en las narrativas del modelo euroamericano predeterminado”. Por importante que pudiera ser esta crítica, creo, no era una duda sino una fuerte reafirmación de partes esenciales de lo que Latinoamérica ha significado por mucho tiempo: una ontología real, racio-cultural, diferente y alternativa (aunque ahora basada no en una mezcla racial sino cultural, no sobre las versiones francesa o española de la latinidad, sino en la pureza de su componente intrínsecamente indígena). Igual que la vieja filosofía de lo latinoamericano (à la Leopoldo Zea), el trabajo de Mignolo mantiene la connotación de Latinoamérica como lugar cultural que naturalmente pide utopías; un constante pelar capas de inautenticidad para llegar al verdadero corazón de la alcachofa: un alma nativa sin especificar, formada ora con referencia a los pueblos de habla náhuatl o quechua, en el México o el Perú del siglo XVI o XVII, ora a los llamados latinos en los Estados Unidos. Así, como sostiene Mignolo, se puede afirmar que “40 millones de latinos/as en los Estados Unidos ya se han dado a sí mismos una sacudida y comenzado a barrer las memorias imperiales de sus/nuestros cuerpos”. Don Santiago Ramón y Cajal –el sabio neurocientífico español (“latino”, supongo) de comienzos del siglo XX– no solo se habría maravillado ante la mera posibilidad de cuarenta millones de personas con las mismas memorias imperiales; también se hubiera preguntado qué otras memorias alternativas y reales podría haber habido en esas neuronas latinas. En definitiva, creo que la crítica de Mignolo no fue un cuestionamiento de “Latinoamérica”, sino una reafirmación de la misma Latinoamérica de siempre: radicalizó, comme il faut en inglés y a través de una supuesta alteridad total las poderosas y perdurables implicaciones utópicas etnoculturales del término Latinoamérica.[46]
La colonialidad de Mignolo participaba del “nuevo” latinoamericanismo que comenzó a emerger en los departamentos de literatura de las universidades estadounidenses en la década de 1990. Esta tendencia fue propuesta, por así decir, como una vieja consigna: “no hay ya una realidad ni una epistemología en la cual basarse, y sin embargo, Latinoamérica –el concepto–, te amamos”. Era un desencantamiento post-post-modernista que una vez más probó que la verdad del poeta no posee tiempo verbal: “La decadencia añade verdad pero no halaga”.[47] A lo largo de las décadas de 1960 y 1970, para muchos estudiantes y académicos progresistas estadounidenses, Latinoamérica representaba las luchas marxistas o maoístas de Cuba, Nicaragua, Perú o la Argentina, o la vital solidaridad estadounidense con personas reprimidas por dictaduras asesinas. Durante las décadas de 1980 y 1990, sin embargo, demasiadas cosas le sucedieron a la idea de Latinoamérica –muchas en el campo de las teorías y las preocupaciones académicas, y demasiadas en el mundo–. Surgieron por doquier democracias desagradables –no hay de otra clase–; las revoluciones en Cuba y Nicaragua perdieron su atracción cándida y utópica; el marxismo y el “materialismo científico” se volvieron passé en los foros académicos llenos de revoluciones “epistemológicas” cotidianas; y luego, 1989, todo cambió. Así se explica la revuelta de la epistemología –“la investigación de lo que distingue la creencia justificada de la opinión”–,[48] que desafiaba la convicción política y científica de la “Latinoamérica” de las revoluciones, la teoría de la dependencia, y las teleologías políticas fijas. Los departamentos de literatura estadounidenses comenzaron a proponer un latinoamericanismo con combinaciones diferentes y polémicas, como una categoría autoasumidamente contestataria –en términos teóricos y de práctica política– en la cual ninguna presuposición científica o cultural quedaba sin ser desafiada, excepto, claro, la idea misma de Latinoamérica.
Así, académicos del campo literario como Alberto Moreiras, Román de la Campa, Jon Beasley-Murray y John Beverley se han embarcado en una suerte de soliloquio disciplinar sobre los significados de esta opción radical. Más allá de los matices teoréticos y las afirmaciones grandilocuentes –difíciles de seguir para ajenos al soliloquio, como yo–, es complicado señalar un cuestionamiento simple del uso del término Latinoamérica. De hecho, reempaquetan las viejas connotaciones del término con muchas nuevas opciones para la izquierda académica centrada en los Estados Unidos, que propone servir a un mundo post-1960, post-1970 y post-11 de septiembre. Moreiras, por ejemplo, cuestiona –o eso creo– todas las presuposiciones epistemológicas que habían justificado la filología romántica o la crítica literaria, o la misma historia, pero tiene pocas dudas sobre el rol “civilizacional” que la propia idea de Latinoamérica aún debe jugar en un supuesto “umbral histórico” nunca visto: “el cruce civilizacional latinoamericano y su posición intermedia o vestibular [sic] en relación al macroproceso asociado con la globalización, dotan a la Latinoamérica de hoy de un rol crucial en la encrucijada de la historia”.[49] Pero, me pregunto, si estuviéramos en medio de un supuesto big bang de un nuevo universo, ¿tendría algún sentido lógico o práctico preguntarse sobre la importancia de la mítica Atlántida en la tierra?
John Beverley, por su parte, como “gringo bueno” (su frase), aunque no defiende la lucha violenta como estrategia a seguir en la Latinoamérica actual, expresa nostalgia por la vieja violencia revolucionaria –así, desdeña a intelectuales como Beatriz Sarlo, que se han dedicado a una seria autocrítica de la opción de la violencia–. “Parte de la originalidad y la promesa de la lucha armada en Latinoamérica era encarnada en la superestructura cultural”, sostiene. Por tanto, sugiere, Gabriel García Márquez o Julio Cortázar salieron de las “funciones de vanguardia del foco guerrillero”. La violencia redentora, que es lo que Latinoamérica significa, explica la creatividad. Como Joseph Roth o Stefan Zweig, se podría tener nostalgia del Imperio austrohúngaro, pero ni ellos en la década de 1930 ni nadie hoy habla de reencarnar al imperio austrohúngaro como civilización. Y yo no sé realmente si el Che Guevara, como sostiene Beverley, debería ser considerado como la causa de la literatura latinoamericana de los años setenta; la condición humana, sin embargo, es tal que de hecho gran violencia ha producido indispensables logros artísticos que son muy valiosos –al contrario de la idea de Latinoamérica– para nuestra especie como recordatorios de la maldad, no como nostalgia de la violencia o de la creatividad.[50]
La revuelta de los epistemólogos es sensible a la crítica que la acusa de abuso de jerga académica y especialmente de ser una moda Estados-Unidos-céntrica que en última instancia podría ser percibida como una nueva epistemología imperialista. Así, Beverley califica a los argentinos o a los mexicanos que critican la revuelta estadounidense de la epistemología como “neoarielistas” –criollos o mestizos anticuados que no comprenden ni la autenticidad de Latinoamérica ni el valor de las teorías académicas Estados-Unidos-céntricas–. De modo que los intelectuales mexicanos o brasileños que promueven una filología anticuada o participan de los confines de sus respectivos lenguajes –que escriben, digamos, sobre el problema de la noción misma de Latinoamérica y encuentran herramientas más en Jorge Cuesta o en Carlos Vaz Ferreira que en el último reader de estudios culturales (en inglés)–, todos serían, para Beverley, “neoarielistas” que no han superado “una genealogía colonial”. No representan ni a su pueblo ni ninguna lucha social, sino “la ansiedad de los intelectuales de trasfondo burgués o clase media [esto es, todos los intelectuales], por lo general étnicamente europeos o mestizos [esto es, todos, en los confines latinos de América], amenazados con ser expulsados del escenario de la historia, por un lado, por el neoliberalismo y la globalización [¿cuál de ellos? ¿La cristiandad, los lenguajes castellano y portugués? ¿Los tiempos modernos? ¿El cosmopolitismo inherente a cualquier producción cultural? ¿O internet?] y, por otro lado, por un sujeto proletario/popular heterogéneo y multiforme en cuyo nombre han pretendido hablar [¿quién pretende hablar por quién?]”.[51]
En suma, la revuelta de los epistemólogos, aunque difícil de acompañar, es clara en su voluntad democratizadora –aunque se expresa en un lenguaje y un escenario bastante elitista–, en sus opciones políticas anticapitalistas, aunque poco claras, y en su dependencia de la idea de Latinoamérica. Beverley es categórico sobre su objetivo: “la afirmación de la particularidad de Latinoamérica como ‘civilización’ frente a la dominación norteamericana y europea, sin caer en las fórmulas gastadas del nacionalismo criollo-mestizo”. Por mi parte, considero la revuelta de los epistemólogos menos una prueba de la importancia de Latinoamérica como civilización y más una razón, si no la más importante, para abandonar la idea misma de Latinoamérica. ¿Qué aspecto tendría una revuelta epistemológica en los departamentos de literatura de los Estados Unidos sin el recurso a Latinoamérica?[52]
* * *
Por su parte, el historiador Michel Gobat propuso, en inglés, un nuevo y más matizado examen de los orígenes del término Latinoamérica. A diferencia de Mignolo y de los epistemólogos, el relato que Gobat realiza de la idea de Latinoamérica incluye íntegramente la vasta literatura sobre el tema en idiomas diferentes del inglés. Más que enfatizar la contribución del imperio francés al término, Gobat acertadamente resalta el impacto de las protestas regionales de 1856 contra el régimen filibustero de William Walker establecido en Nicaragua. De hecho, el de Gobat es el primer relato completo del caso nicaragüense y sus múltiples ecos entre los intelectuales hispanoamericanos. Antes de la invasión de México comandada por Francia, la aventura Walker en Nicaragua era el hecho que impactaba en muchas repúblicas del continente; era un gran estímulo para la “unidad” entre las repúblicas recién creadas contra las políticas imperiales y filibusteras de los Estados Unidos. Pero la de Walker no fue la única aventura filibustera lanzada desde territorio estadounidense luego de la guerra mexicoamericana. Hubo muchas, iniciadas no solo por ciudadanos estadounidenses sino, por ejemplo, por el cubano Narciso López, quien intentó invadir Cuba. El propio Walker había intentado, anteriormente, tomar Baja California y Sonora. Lo que es común a todas estas aventuras filibusteras es el apoyo, no de la totalidad de los Estados Unidos, pero sí de los gobiernos sureños de los Estados Unidos, generalmente en oposición al gobierno federal (en 1848, López ofreció la dirección de su aventura cubana al senador Jefferson Davis y a Robert E. Lee, quien la rechazó). Las aventuras nicaragüenses de Walker hablan más sobre las contradicciones internas de los Estados Unidos que sobre el todopoderoso imperialismo estadounidense; más sobre los orígenes de la Guerra Civil estadounidense que sobre el imperio estadounidense post-1898. Walker terminó sus días ejecutado por un escuadrón de fusilamiento hondureño en 1860, sin ningún apoyo de parte del gobierno federal estadounidense y abandonado por sus hombres, quienes habían sido armados por los estados sureños. Pero Gobat deriva de la reacción a la aventura nicaragüense de Walker una arqueología de la esperanza en el término Latinoamérica como idea democrática, antiimperialista y antirracista.[53]
Para Gobat, los primeros impulsores del término Latinoamérica fueron liberales, demócratas y antirracistas que lucharon contra las políticas imperiales racistas de los Estados Unidos. Así, más allá de las ostensibles connotaciones raciales, antidemocráticas y elitistas del término, que el autor reconoce, Gobat encuentra en el término un gen recesivo de esperanza moral. Gobat es claro, o más claro, que sus personajes históricos de 1850: “los intelectuales, políticos y diplomáticos de la América española, vieron cada vez más sus relaciones con los Estados Unidos en términos de guerra racial”. Pues “las cuestiones estratégicas por sí solas no fue lo que empujó a las élites hispanoamericanas a identificar sus sociedades con la raza latina. También adoptaron el concepto para contrarrestar las visiones racistas sobre las que se sostenía el expansionismo estadounidense”. Pues el racismo, al parecer, era algo ajeno a Latinoamérica y tuvo que ser importado: “El influjo de los viajeros estadounidenses durante la Fiebre del Oro de California trajo el racismo estadounidense al hemisferio sur en formas dramáticas”. Así, siguiendo a Miguel Rojas Mix, pero forzando el argumento en línea con la actual teoría racial de la academia estadounidense, Gobat resalta los interesantes argumentos democráticos de intelectuales y estadistas como Bilbao o Arosemena, haciéndolos soldados de un ejército antirracista de popularizadores no estatales de la idea de Latinoamérica –aunque todos ellos eran estadistas tout court, y aunque el término nunca fue realmente popular en el siglo XIX–. Esta es la conclusión latinoamericanista de Gobat:
Una manera de descolonizar Latinoamérica podría ser, de hecho, borrar el término del mapa global. Pero también es verdad que un ethos antiimperial y democrático apuntaló esta entidad geopolítica desde el principio. Que este espíritu aún está vivo es evidente no solo en el apasionado latinoamericanismo de líderes de la izquierda como el recientemente fallecido venezolano Hugo Chávez, sino también en los esfuerzos de algunos activistas latino/as que rehacen la cartografía de las fronteras entre Estados Unidos y México –y tal vez los Estados Unidos enteros– como Latinoamérica […] Dado el vasto movimiento de Latinos/as y latinoamericanos/as entre Norte y Sudamérica, tal vez no sea absurdo imaginar, como sugiere la imagen creada por Pedro Lasch, que algún día todo el hemisferio occidental podría ser reimaginado como Latina/o América.[54]
Para cada santo su veladora, y para cada latinoamericanista su esperanza; pero, como no veo ni siento la esperanza, los aspectos democráticos redentores, sea en el latinoamericanismo al estilo de Hugo Chávez, en la genética de la latinidad, o en la Begriffsgeschichte del término Latinoamérica, no puedo decir cuán hermoso o interesante será cuando todo el continente se vuelva latino/a. Lo que puedo decir es que entre los primeros articuladores de la idea de Latinoamérica, hubo de hecho algunos personajes perspicaces que propusieron ideas de igualdad y justicia, a veces más allá de las fuertes líneas raciales decimonónicas –como cuando Bilbao se opuso a la guerra de Chile contra los indios araucanos en nombre de “la buena noticia de la fraternidad apoyada en el respeto de la autonomía de las razas”–.[55] Pero eso no hace de Latinoamérica –que es, después de todo, un término racial– un manantial de profundo antirracismo en el lenguaje de la política identitaria estadounidense del siglo XXI.
De hecho, las redes republicanas o liberales de intelectuales hispanoamericanos tuvieron una gran importancia simbólica, pues estos personajes estaban en el centro del pensamiento y del gobierno de sus respectivas naciones. Todos escribían poemas, historia, ensayos, planes políticos, tratados tecnocráticos o libros de viaje al mismo tiempo que eran senadores o incluso presidentes de sus respectivos países. Pero eso no los transforma en mesías populares ni en republicanos antirracistas, como Gobat y, más recientemente, James E. Sanders, han sostenido. “Son los latinoamericanos –escribe Sanders comentando sobre los liberales colombianos y mexicanos de mediados del siglo XIX– quienes desafiaron la importancia y el significado de la raza, postulando el universalismo como una poderosa fuerza opositora.”[56] Así, Bilbao y Giuseppe Garibaldi en el Uruguay se vuelven, para Sanders, “contra-mentalité” (frente a Europa y a los Estados Unidos), a pesar del hecho de que ellos y muchos otros eran a veces más liberales que demócratas, o al contrario; a veces admiradores y connoisseurs de los Estados Unidos y a veces críticos; frecuentemente masones y católicos, siempre hispano y francoparlantes, siempre parte integral de las discusiones francesas, españolas, estadounidenses e inglesas sobre el constitucionalismo, el liberalismo, el republicanismo, la igualdad, la libertad y la fraternidad.
Con seguridad, en la década de 1880 Martí fue lo que podemos llamar un republicano radical; pero lo era porque era católico, admirador de Thoreau, obsesionado con la guerra y la violencia y seguidor de Henry George (socialista pero racista) –“aquel mismo amor del Nazareno puesto en la lengua práctica de nuestros días”, dijo Martí del Progress and Poverty de George (1877)–.[57]
Política e intelectualmente, Bilbao, Arosemena y Martí merecen la admiración demostrada por Gobat –o Rojas Mix o Sanders–. Pero, por un lado, si bien un partidario de la teoría atómica del sigo XXI seguro podría encontrar sorprendentes y reveladoras las ideas de Lucrecio sobre las partículas, sería insensato que lo llamara Einstein. Por otro lado, lo mejor que podemos decir sobre ellos no es que eran contra-mentalités sublimes, los verdaderos y únicos antirracistas. No. El mejor homenaje para estos y otros pensadores hispanoamericanos, ayer u hoy, es desexotizarlos, considerarlos tan hábiles e inhábiles como Tocqueville, igualmente buenos e igualmente malos.
Que Latinoamérica hubiera sido originalmente un concepto antiimperialista es verdad, en la medida en que era antiestadounidense. Pero Latinoamérica era y es un concepto imperial. Y sin embargo, sería tan equivocado decir que el uso del término Latinoamérica en Bilbao o entre los intelectuales mulatos cubanos de finales del siglo XIX en los Estados Unidos era un marcador racial en todo el sentido de la palabra –en el sentido del significado actual de “latino” en los Estados Unidos–, como decir que era definitivamente antirracista. De hecho, las articulaciones de Latinoamérica en la década de 1850 eran parte de la secularización y de la traducción moderna de los sentidos iluministas y católicos de hermandad. Por supuesto, antes de que el prefijo “latino” siquiera existiese, “hermandad universal” era parte de la teología política moderna y del patriotismo criollo de fines del siglo XVIII. El americanismo de las guerras de independencia frecuentemente utilizaba “fraternidad”, a pesar de que el término estaba entonces más cerca de sus viejas raíces católicas que del sentido revolucionario francés. Además, las primeras versiones del concepto de Latinoamérica –articuladas sea por Bilbao o por M. Chevalier– cargaron al término con un fuerte sentido de fraternidad, derivado de las muchas tendencias que alimentaban el concepto. Las viejas nociones católicas ibéricas de “fraternidades”, junto con las nociones revolucionarias francesas de fraternité, así como la fraternité masónica (muchos de los primeros impulsores hispanoparlantes de Latinoamérica fueron masones), el Sansimonianismo, el mutualismo decimonónico: todos cargaron el término con un sentido de fraternidad.
Este sentido no estaba desprovisto de contradicciones, especialmente en vista del fuerte “universalismo” –fuera del control latino– implicado en las nociones decimonónicas de fraternité. Por lo tanto, a veces la fraternidad implícita en el significado de Latinoamérica era un sentido de fraternidad racial, y a veces un sentido católico más allá de la raza y la latinidad, como cuando Bilbao afirmaba “Amar á tu prójimo”:
La fraternidad es tanto un principio como un sentimiento. Es un gran refugio de las penas de la vida y contra la espantosa indiferencia. Cómo se podría no amar al propio vecino, al propio hermano, a aquel que reconoce en sí mismo la omnipotencia de la libertad. Mi vecino es otro yo, es el depositario de mi misma espiritualidad, por lo tanto el abrazo, el amor dentro de la comunidad y la identidad de esta gran esencia es necesaria. He aquí el fundamento inexpugnable de la democracia.[58]
Fraternidad fue la palabra clave del pensamiento conservador español del siglo XIX. En la década de 1820, el influyente pensador católico y sacerdote Francisco Alvarado preguntó a los liberales españoles, “Charlatanes sin substancia, ¿de dónde han sacado si no del Evangelio esas palabras, Igualdad, Libertad y Fraternidad […] cuyo significado ni siquiera comprenden?” El pensador conservador más influyente del siglo XIX en el mundo hispanoparlante, Juan Donoso Cortés, también sostenía que la igualdad, la libertad y la fraternidad venían no de la revolución francesa sino del Calvario, y las ideas republicanas solo las habían transformado en blasfemias: “la república de las tres mentiras”. Bilbao apelaba a un sentido menos reaccionario, pero no menos católico, de la fraternidad, el de Lamennais, cuyo “règne de la fraternité” incluía políticas liberales modernas y reformas económicas con el objetivo de permitir el acceso de las personas a la propiedad, al crédito y a la educación.[59] Esto era de hecho revolucionario en los términos de la teoría racial decimonónica, pero no en los del siglo XXI.
Durante el siglo XIX, la idea de fraternidad, como la de Latinoamérica, fue racializada, por ejemplo, en las sociedades mutualistas de los Estados Unidos. Y sin embargo, en la idea de Latinoamérica permanece de hecho un sentido de fraternidad quasi católica, que ha recibido buenos y malos usos a través del tiempo. Gobat identifica esta fraternidad y la ve como completamente antirracista. Desearía que lo hubiera sido. Si de hecho, como sostiene Gobat, los primeros impulsores de la idea de Latinoamérica concebían su antagonismo con los Estados Unidos como una guerra racial, la idea de Latinoamérica era simplemente su arma racista entre el arsenal racista entonces disponible. El concepto ha implicado formas peculiares de racismo, que de hecho pueden no ser necesariamente identificadas con las de los Estados Unidos. Por mucho que quisiera compartir el optimismo filológico y político de Gobat sobre la trayectoria del concepto, no encuentro ningún argumento empírico ni filosófico en la historia y en el funcionamiento del término que me permita ser demasiado optimista. Y lo que es más significativo en el reciente relato de Gobat es de hecho el poder duradero del término Latinoamérica: aún remueve las cautivantes ideas de liberación y esperanza. ¿Por qué la necesidad de encontrar en un término tan sospechosamente racial y mal ponderado una lección tan interesante para el presente? ¿Por qué no simplemente encontrarla en la redistribución, la igualdad o la libertad de circulación del continente? Sobre Latinoamérica, parece, podemos decir lo que Bernard Williams dijo de la religión: “será difícil abandonarla incluso si es una ilusión”.[60]
* * *
¿Qué hay en un nombre que lo hace tan elocuente y perdurable? Primero, afirmaré algunas connotaciones muy básicas del término con el objetivo de decir algo más sobre las raíces del concepto en el iberismo y la latinité, que explican muchas de sus duraderas connotaciones. Una nota sobre el Brasil y el latinoamericanismo pasado y presente, así como una breve reseña del impacto del término “latinos” en los Estados Unidos respecto del actual significado de Latinoamérica será indispensable. Luego tomaré un breve desvío con el objetivo de poner a prueba la actual presencia de Latinoamérica y sus connotaciones en el lenguaje popular. Seguramente, este es un campo difícil de explorar, por lo tanto construiré, a través de la memoria, mi memoria, y a través de la música popular, una ventana a través de la cual examinar la difusión popular de la idea de “Latinoamérica”.
Haré todo esto con el objetivo de presentar un comentario sobre la forma más importante del siglo XX en la cual el término ha sobrevivido –a saber, la existencia de manual, Estados-Unidos-céntrica, de Latinoamérica–. Este es mi propio intento clandestino, como historiador, de autoterapia. Pero déjenme ser claro de una vez: existen estudios suficientes y extraordinarios en inglés sobre México, Brasil o Colombia. Pero Latinoamérica es una cuestión enteramente diferente, y el problema es que estos excelentes estudios muchas veces sienten la necesidad de formatear sus resultados de una manera latinoamericana. Como ha afirmado el historiador José Moya, “una interpretación enfocada de estudios dispersos podría demostrar que, en lo que respecta a las categorías amplias, esta tiene más significancia histórica y significado cultural que otras etiquetas continentales como Europa, Asia, y África”. Efectivamente, pues Latinoamérica era una idea racial (como África) y ha atravesado un ascenso moral (al contrario de África), igual que aquella idea originalmente imperialista y racista “Mitteleuropa” (Friedrich Neumann), que luego de 1914, a través de la nostalgia, adquirió el significado de un tiempo mítico de coexistencia de naciones y razas, de tolerancia y de fructífera promiscuidad cultural. Y sin embargo, mientras que la “Mitteleuropa” pos-1919 implicaba la vieja “saggezza asburgica” (sabiduría Habsburgo), como lo ha expresado Claudio Magris –el arte de “posponer el fin, de retrasar el crepúsculo”, encontrando un “acuerdo irónico y doloroso”–, la expresión “Latinoamérica” en los siglos XX y XXI ha implicado una salida étnica supuestamente venturosa de la historia occidental a través del consumo nada irónico de un cliché occidental.[61]
Como historiador, al mostrar las limitaciones del latinoamericanismo estadounidense solo resalto el resistente poder del término Latinoamérica. “Los estudios de área pueden rápidamente volverse parroquialismo”, nos ha enseñado Sanjay Subrahmanyam en sus comentarios sobre la categoría de Asia meridional. Continúa diciendo que
es como si estas convencionales unidades de análisis geográfico, definidas fortuitamente como dadas para los intelectualmente perezosos, y el resultado de procesos complejos (incluso turbios) de discusiones académicas y no académicas, de alguna manera se volvieran reales y avasalladoras. Habiendo ayudado a crear estos Frankenstein, estamos obligados a alabarlos por su belleza, más que reconocer a regañadientes su limitada utilidad funcional.[62]
En efecto, concluyo por lo tanto con una aceptación mundana, de historiador, circunscripta y simple, del concepto. Pues el término es un navío maleable listo para ser llenado con historias interesantes, importantes y más-que-nacionales, y no solo latinoamericanas. Mientras escribía esto yo era, después de todo, el director del Center for Latin American Studies de la Universidad de Chicago. Por lo tanto, acepto prudentemente el término, como el Padre Guillermo Schulenburg, ex abad de la Basílica de nuestra señora de Guadalupe, que ni creía en Juan Diego ni en la divina pintura de la imagen, pero que sin embargo no tuvo ninguna duda sobre la relevancia de mi santísima Virgen de Guadalupe. ?
* El texto es traducción de la introducción del libro de Mauricio Tenorio, Latin America. The Allure and Power of an Idea, Chicago y Londres, The University of Chicago Press, 2017. Se reproduce con autorización del autor y de la editorial. La traducción ha sido realizada por Eugenia Gay y revisada por el autor.
[1] Mauricio Tenorio-Trillo, Argucias de la historia: Siglo XIX, cultura y “América Latina”, Ciudad de México, Paidós, 1999. Lo que sigue evita la autorreferencia, permítaseme solo esta.
[2] Nota del ed.: se ha decidido dejar en bastardilla, en todo el texto, las palabras que el autor ha usado en castellano en el original, del mismo modo que van en bastardillas las palabras en otros idiomas diferentes del inglés original y el castellano.
[3] Véase Friedrich Nietzsche, “On the uses and disadvantages of History in Life”, en Untimely Meditations, trad. de R. J. Hollingdale, Cambridge, Cambridge University Press, 1997, pp. 57-124 [trad. esp.: “Sobre el uso y abuso de la historia para la vida”, en Segunda Consideración Intempestiva, Buenos Aires, Libros del Zorzal, 2006].
[4] Leopold von Ranke, History of the Latin and Teutonic Nations (1491 to 1514), trad. de Philip A. Ashworth, Londres, George Bell and Sons, 1887, pp. 1-2, 56-58.
[5] Véase Andrew Lintott, “What was de ‘Imperium Romanum’?”, en Greece & Rome, 28, Nº 1, 1981, pp. 53-67.
[6] Para tener algún sentido de los números, profesiones y nacionalidades de los latinoamericanos en París comenzando en 1870, véase Jens Streckert, Die Haupstadt Lateinamerikas: Eine Geschichte der Lateinamerikaner im Paris der Dritten Republik (1870-1940), Colonia, Böhlau Verlag, 2013.
[7] Francisco Bilbao, La América en peligro, Buenos Aires, Impr. de Bernheim y Boneo, 1862, pp. 14, 23.
[8] Francisco Bilbao, “Prefacio a los evangelios (inédito): El libro en América”, en Obras completas de Francisco Bilbao, Buenos Aires, Impr. de Buenos Aires, 1865-1866, 1:72.
[9] Bilbao, “Prefacio a los evangelios”, 1:72.
[10] Ibid., 75. Sobre México, Brasil y el paneslavismo, véase “Prefacio a los evangelios”; sobre Latinoamérica como monopolio de la espiritualidad, véase “Iniciativa de la América: Idea de un Congreso Federal de las repúblicas. Post-dictum”, ambos en Bilbao, Obras completas, vol. 1. Para el paralelo con el este europeo, véase Larry Wolff, Inven-ting Eastern Europe: The Map of Civilization on the Mind of the Enlightenment, Stanford (CA), Stanford University Press, 1994. Véase también Mark J. van Aken, Pan-Hispanism: Its Origin and Development to 1866, Berkeley, University of California Press, 1959. Sobre Lamennais, véase Carolina Armenteros, The French Idea of History: Joseph de Maistre and His Heirs, 1794-1854, Ithaca (NY), Cornell University Press, 2011, pp. 307-311.
[11] Colección de Ensayos i documentos relativos a la unión i confederación de los pueblos hispano-americanos. Publicada a expensas de la “Sociedad de la unión americana de Santiago de Chile”, por una comisión nombrada por la misma i compuesta de los señores don José Victorino Lastarria, don Álvaro Covarrubias, don Domingo Santa María y don Benjamín Vicuña Mackenna, Santiago, Imprenta Chilena, 1862, p. 69.
[12] Ambas Américas: Revista de educación, bibliografía i agricultura, bajo los auspicios de D. F. Sarmiento, Nueva York, Imprenta de Hallet y Breen, 1867-1868); Ramón Páez, Ambas Américas: Contrastes, Ciudad de México, N. Chávez, 1873; originalmente publicado en Nueva York (en español) en 1872. Agradezco a Arturo Taracena, a través de los años, su inmensa sabiduría que me ha guiado a esta y a muchas otras fuentes. Véanse también Álvaro Fernández Bravo, “La idea americana de Sarmiento”, en Adriana Amante (ed.), vol. 4 de Noé Jitrik (ed.), Historia crítica de la literatura argentina, Buenos Aires, Emecé, 2012, pp. 395-420; y Streckert, Die Haupstadt Lateinamerikas: Eine Geschichte der Lateinamerikaner im Paris der Dritten Republik (1870-1940), Colonia, Böhlau Verlag, 2013.
[13] Para la historia del estudio de la lengua romance y sus publicaciones, véase Alberto Várvaro, Storia, problema e metodi della lingüística romanza, Nápoles, Liguori, 1968; Boyd G. Carter, Las revistas literarias de Hispanoamérica; breve historia y contenido, México, Ediciones de Andrea, 1959; Héctor René Lafleur, Las revistas literarias argentinas, 1893-1960, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, Ministerio de Educación y Justicia, Dirección General de Cultura, 1962; Jorge Schwartz y Roxana Patiño, Revistas literarias/culturales latinoamericanas del siglo XX, Pittsburgh (PA), Instituto Internacional de Literatura Iberoamericana, 2004; Álvaro Fernández Bravo, “Utopías americanistas: La posición de la Revista Americana en Brasil (1909-1919)”, en Construcciones impresas: panfletos, diarios y revistas en la formación de los Estados nacionales en América Latina, 1820-1920, Buenos Aires, FCE, 2004, pp. 331-338, y Streckert, Die Haupstadt Lateinamerikas, pp. 261-298.
[14] Francisco Bilbao, “El evanjelio Americano”, en Obras completas, 2:449; Eduardo Galeano, Las venas abiertas de América Latina, La Habana, Casa de las Américas, 1971, p. 1.
[15] Arthur, comte de Gobineau, Oeuvres, París, Gallimard, 1983, 1:1201; José María Eça de Queirós, Os Maias: Episódios da vida romántica, Porto, Portugal, Livraria Internacional de Ernesto Chardron, Casa Editora Lugan e Genelioux, 1888, 2:366; Ramiro de Maeztu, citado en Pedro Carlos González Cuevas, Maeztu: Biografía de un nacionalista español, Madrid Marcial Pons, 2003, p. 314; Mircea Eliade, Salazar e a Revolução em Portugal, trad. de Anca Milu-Vaidesegan, Lisboa, Esfera do Caos Editores, 2011, originalmente publicado en rumano en 1942; Ilan Stavans, The Hispanic Condition: The Power of a People, Nueva York, Rayo, 2001, p. 109.
[16] Michel Chevalier, France, Mexico and the Confederate States, trad. de Wm. Henry Hurlbut, Nueva York, C. B. Richardson, 1863, p. 12; y Society, Manners, and Politics in the United States, Boston, Weeks, Jordan, 1839, p. 16. Véase también Stève Sainlaude, Le gouvernement impérial et la guerre de Sécession (1861-1965): L’action diplomatique, París, L’Harmattan, 2011.
[17] Justo Arosemena, citado en Octavio Méndez Pereira, “Justo Arosemena y el americanismo”, Revista Lotería, julio-agosto de 1987, p. 60.
[18] Bilbao, “El evangelio Americano”, en Obras completas, 2: 211-444.
[19] Justo Arosemena, Estudios constitucionales sobre los gobiernos de la América latina, París, A Roger y F. Chernoviz, 1888, 2:505; véase también Justo Arosemena, Constituciones políticas de la América meridional, El Havre, Imprenta A, Lemaneiné, 1870, 1:V-XXXII; y Estudios sobre la idea de una liga americana, Lima, Imprenta de Huerta, 1864.
[20] Arcadio Díaz Quiñonez, “José Martí (1853-1895): La Guerra desde las nubes”, en Sobre los principios: los intelectuales caribeños y la tradición, Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2006, pp. 255-288; Ariela Schnirmajer, “Minorías sociales y heterogeneidad: José Martí y la inmigración europea”, Anclajes 15, Nº 1, 2011, pp. 49-59.
[21] José Martí, Guatemala, Ciudad de Guatemala, Universidad de San Carlos de Guatemala, 1998; Arturo Taracena Arriola, Invención criolla, sueño ladino, pesadilla indígena, Antigua, Guatemala, Centro de Investigaciones Regionales de Mesoamérica, 1999; Juan Blanco, “Modernidad y metamodernidad en el discurso de José Martí sobre el indígena”, A parte Rei, Nº 60, noviembre de 2008, pp. 1-33, disponible online en <http://erbal.pntic.mec.es/AParteRei>. Agradezco a Arturo Taracena y a J. Ramón González Ponciano por estas referencias. Para una visión, no mía, del latinoamericanismo de Martí véase Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina: Literatura y política en el siglo XIX, Ciudad de México, FCE, 1989.
[22] John Barret, The Pan-American Union: Peace, Friendship, Commerce, Washington DC, Pan-American Union, 1911, p. 110; para un análisis del edificio, véase Robert Alexander González, Designing Pan-America: US Architectural Visions for the Western Hemisphere, Austin, University of Texas Press, 2011, cap. 2; para una historia de los muchos intentos de uniones regionales o subregionales, véase Salvador Rivera, Latin American Unification: A History of Political and Economic Integration Efforts, Londres, Mc Farland, 2014.
[23] Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE), Ciudad de México, “México, las Américas y el Mundo”; disponible online en la página de la División de Estudios Internacionales, en <www.lasamericasyelmundo.cide.edu>. Agradezco a Gerardo Maldonado y a Luis Antonio Hernández por el acceso a su encuesta.
[24] En otro lugar he tratado la enorme literatura sobre la idea de Latinoamérica comenzada por Arturo Ardao y continuada por J. L. Phelan en la década de 1960. Aquí repito solo lo básico: véase la larga trayectoria del pensamiento de Ardao desde un ensayo en Semanario Marcha (25 de noviembre de 1962) a su Génesis de la idea y el nombre de América Latina, Caracas, Centro de Estudios Latinoamericanos Rómulo Gallegos, 1980; y, finalmente, Romania y América Latina, Montevideo, Biblioteca Marcha, Universidad de la República Oriental del Uruguay, 1991; véase también J. L. Phelan, “Pan-Latinism, French Intervention in Mexico (1861-1867) and the Genesis of the Idea of Latin America”, en José Ortega y Medina (ed.), Conciencia y autenticidad histórica, Ciudad de México, Universidad Autónoma de México, 1968, pp. 123-177. Gracias al increíble trabajo de Mari Carmen Ramírez, los estudiosos tienen ahora acceso digital a muchos de los documentos fundantes para el estudio de la idea de Latinoamérica, véase International Center for the Arts of the Americas en el Museo de Bellas Artes, Houston, Documentos del arte latino y latinoamericano del siglo XX, un Archivo Digital, online en <http://icaadocs.mfah.org/icaadocs/en-us/about/theproject-whatistheicaadocumentsproject.aspx>. Véanse también Pedro L. San Miguel, “Muchos Méxicos”. Imaginarios históricos sobre México en Estados Unidos, México, Instituto Mora, 2016; Fernando Mires, El discurso de la miseria, o la crisis de la sociología en América Latina, Caracas, Nueva Sociedad, 1993; Guy Martinière, “Michel Chevalier et la latinité de l’Amérique”, Revista NEIBA, Cadernos Argentina-Brasil 3, Nº 1, 2014, pp. 1-10; Michel Gobat, “The invention of Latin America: A transnational History of Anti-Imperialism, Democracy and Race”, American Historical Review 118, Nº 5, 2013, pp. 1345-1375; Sergio Guerra Vilaboy, Tres estudios de historiografía latinoamericana, Morelia, México, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo 2002; Enrique Ayala Mora, “El origen del nombre América Latina y la tradición católica del siglo XIX”, Anuario colombiano de historia social y de la cultura 40, Nº 1, 2013, pp. 213-241; João Feres, A história do conceito de “Latin America” nos Estados Unidos, Bauru, Brasil, EDUSC, 2005; Santiago Castro-Gómez y Ramón Grosfoguel (eds.), El giro decolonial: Reflexiones para una diversidad epistémica más allá del capitalismo global, Bogotá, Siglo del Hombre Editores, 2007; Santiago Castro-Gómez, Crítica de la razón latinoamericana, Barcelona, Puvil Libros, 1996; Mabel Moraña, Enrique Dussel y Carlos A. Jáuregui (eds.), Coloniality at Large: Latin America and the Postcolonial Debate, Durham (NC), Duke University Press, 2008; Jussi Pakkasvirta, Nationalism and Continentalism in Latin American History, Institute of Development Studies, University of Helsinki, Working Papers (14/96), online en <http//Helsinki.fi/aluejakulttuurintutkimus/tutkimus/xaman/artículos/9701/9701_jup.html>; Jorge E. Gracia y Elizabeth Millan-Zaibert (eds.), Latin American philosophy: Contemporary Perspectives, Nueva York, State University of New York Press, 2005; Guillermo Hurtado, México sin sentido, Ciudad de México, Universidad Nacional Autónoma de México/Siglo XXI, 2011; José Moya, “Introduction: Latin America – The limitations and meaning of a Historical Category”, en José Moya (ed.), The Oxford Handbook of Latin American History, Nueva York, Oxford University Press, 2010, pp. 1-24; el difícil Román de la Campa, Latin Americanism, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1999 y John Beverley, Latinamericanism after 9/11, Durham (NC), Duke University Press, 2011. Véase también Miguel Ángel Barrios, El latinoamericanismo en el pensamiento político de Manuel Ugarte, Buenos Aires, Editorial Biblos, 2007; Fernand Braudel, “Y a-t-il une Amérique latine?”, Annales ESC 3, 1948, pp. 467-471; Juan Carlos Torchia Estrada, “’América Latina’: Origen de un nombre y una idea”, Inter-American Review of Bibliography 32, Nº 1, 1982, pp. 47-53; Mónica Quijada, “Latinos y anglosajones: el 98 en el fin de siglo sudamericano”, Hispania 57, Nº 196, 1997, pp. 589-609, y “Sobre el origen y difusión del nombre ‘América Latina’: O una variación heterodoxa en torno al tema de la construcción social de la verdad”, Revista de Indias 58, Nº 214, 1998, pp. 595-616; Miguel Rojas Mix, Los cien nombres de América, eso que descubrió Colón, Barcelona, Lumen, 1991; Aims McGuinness, “Searching for ‘Latin America’: Race and Sovereignty in the Americas in the 1850s”, en Nancy P. Appelbaum, Anne S. Macpherson y Karin Alejandra Rosemblatt (eds.), Race and Nation in Modern Latin America, Chape Hill, University of North Carolina Press, 2003, pp. 87-107; Paul Estrade, “Del invento de ‘América Latina’ en París por latinoamericanos (1856-1889)”, en Jacques Maurice y Marie-Claire Zimmermann (eds.), París y el mundo ibérico e iberoamericano: Actas del XXVIII Congreso de la Sociedad de Hispanistas franceses, 21, 22 y 23 de marzo de 1997, París, Université de París X, Nanterre, 1998, pp. 179-188; Streckert, Die Haupstadt Lateinamerikas: Eine Geschichte der Lateinamerikaner im Paris der Dritten Republik (1870-1940), Colonia, Böhlau Verlag, 2013; Rivera, Latin American Unification: A History of Political and Economic Integration Efforts, Londres, Mc Farland, 2014.
[25] Jorge Volpi, El insomnio de Bolívar, Barcelona, Random House Mondadori, 2009; Juan Villoro, “Iguanas y dinosaurios: América Latina como utopía del atraso”, en Efectos personales, Ciudad de México, Era, 2000, p. 93.
[26] Larry Rohter, “Author Changes His Mind on ’70s Manifesto”, New York Times, 23 de mayo de 2014, online en <http://www.nytimes.com/2014/05/24/books/eduardo-galeano-disavows-his-book-the-open-veins.html>.
[27] Sarah Pollack, “The Tradditore in the Borth: The Politics of Mexican Narrative in Translation in the U.S.”, trabajo no publicado. Agradezco a Sarah Pollack por compartir su trabajo.
[28] Carlos Rangel, Del buen salvaje al buen revolucionario, Caracas, Monte Ávila Editores, 1976; Plinio Apuleyo Mendoza, Carlos Alberto Montaner, y Álvaro Vargas Llosa, Manual del perfecto idiota latinoamericano, Barcelona, Plaza & Janés, 1996.
[29] Sérgio Buarque de Holanda, Raízes do Brasil [1936], Río de Janeiro, José Olympio, 1976. Véase también la comparación de Silviano Santiago, As raízes e o labirinto da América Latina, Río de Janeiro, Rocco, 2006.
[30] Leandro Narloch y Duda Teixeira, Guia políticamente incorreto da América Latina, San Pablo, Leya, 2011, p. 12.
[31] Véase el interesante caso de Francisco Olympio – un mulato brasileño que se convirtió en traficante de esclavos en la década de 1850 y luego en dueño de plantación en Togo, controlando las rutas comerciales y enfrentando los intentos imperiales alemanes– descriptos en Aliciones M. Amos, “Afro-Brazilians in Togo: The case of the Olympio Familiy, 1882-1945”, Cahiers d’Etudes Africaines, Nº 162, 2001, pp. 293-314.
[32] Rojas Mix, Los cien nombres de América.
[33] César Vallejo, Crónicas desde Europa, ed. de Jorge Puccinelli, Buenos Aires, Losada, 2015, p. 41.
[34] Rojas Mix, Los cien nombres, p. 132.
[35] Gerardo Mosquera, “Good-bye identidad, welcome diferencia. Del arte latinoamericano al arte desde América Latina: Tránsitos globales”, 2000, disponible online en: <www.fba.unlp.edu.ar/visuales4/Mosquera.doc>.
[36] Véase Antenor Orrego, “¿Cuál es la cultura que creará América? III: Mexicanización y argentinización”, Amauta, 1928, pp. 8-9; disponible online en el sitio web del International Center for the Arts of the Americas (ICAA), <http://icaadocs.mfah.org/icaadocs/en-us/about/theproject/whatistheicaadocumentsproject.aspx>. Véase también Third text, número especial, primavera de 1989; Luis R. Cancel (ed.), The Latin American Spirit: Art and Artists in the United Stades 1920-1970, Nueva York, Bronx Museum of the Arts, Harry N. Abrams, 1988; Gabriela A. Piñero, “Políticas de representación/políticas de inclusión: La actualización del debate de lo latinoamericano en el arte durante la primera etapa de la globalización (1980-1990)”, Anales del Instituto de Investigaciones Estéticas 36, Nº 104, 2014, pp. 157-186.
[37] Ernesto Deira, citado en Mari Carmen Ramírez, Tomas Ybarra Frausto, y Hector Olea, Resisting Categories: Latin American ans/or Latino?, vol. 1, New Haven (CT), Yale University Press, 2012, p. 664; Shifra M. Goldman, “El espíritu Latinoamericano: La perspectiva desde los Estados Unidos”, Arte en Colombia: Internacional, Nº 41, septiembre de 1989, pp. 48-55; Jacqueline Barnitz, “The Question of Latin American Art: Does it Exist?”, Arts Magazine 47, Nº 3, 1966-1967, pp. 53-55; online en el sitio de la ICAA, <http://icaadocs.mfah.org/icaadocs/en-us/about/theproject/whatistheicaadocumentsproject.aspx>.
[38] Jorge A. Manrique, “Invención del Arte Latinoamericano”, Primer Encuentro Iberoamericano de Críticos del Arte y Artistas Plásticos, Caracas, 18-27 de junio de 1978), n.p., online en el sitio del ICAA <http://icaadocs.mfah.org/icaadocs/en-us/about/theproject/whatistheicaadocumentsproject.aspx>.
[39] Ibid., n. p.
[40] Jorge A. Manrique, “¿Identidad o modernidad?”, en Damián Bayón (ed.), América Latina en sus artes, Ciudad de México, Siglo XXI, 1974, pp. 19-33, e “Invención del Arte Latinoamericano”.
[41] Graciela Speranza, Atlas portátil de América Latina, Barcelona, Anagrama, 2012, p. 13.
[42] Peter Smith, Talons of the Eagle, 3ª ed., Nueva York, Oxford University Press, 2007, p. 351. Para una perspectiva cultural de los orígenes de un Weltanschauung latinoamericano, véase Richard M. Morse, New World Surroundings: Culture and Ideology in the Americas, Baltimore (MD), John Hopkins University Press, 1989. Para una perspectiva desde la ciencia política, véase John D. Martz, “Political Science and Latin American Studies: A discipline in search of a Region”, Latin American Research 6, Nº 1, 1971, pp. 73-99, y “Political Science and Latin American Studies: Patterns and Asymetries of Research and Publications”, Latin American Research Review 15, Nº 1, 1990, pp. 67-86. Sobre la política del campo, y el campo en la política, véase Irving Louis Horowitz (ed.), The Rise and Fall of Project Camelot: Studies in the Relationship between Social Science and practical Politics, Cambridge (MA), MIT Press, 1967; Robert Packenham, Liberal America and the Third World: Political Development Ideas in Foreign Aid and Social Science, Princeton (NJ), Princeton University Press, 1973. Véase también el estudio “posestructuralista” de la hegemonía estadounidense en el campo de los estudios latinoamericanos en Mark T. Berger, Under Northern Eyes: Latin American Studies and U.S. Hegemony in the Americas, Bloomington, Indiana University Press, 1995; y las dos historias generales de las visiones estadounidenses sobre Latinoamérica: James William Park, Latin American Underdevelopment: A History of Perspectives in the United States, 1870-1965, Baton Rouge, Luisiana State University Press, 1995; y Frederik B. Pike, The United States and Latin America: Myths and Stereotypes of Civilization and Nature, Austin, University of Texas Press, 1992. Para una aproximación especializada, foucaultiana, del desarrollo del rol de Latinoamérica, véase Arturo Escobar, Encountering Development: The Making and Unmaking of the Third World, Princeton (NJ), Princeton University Press, 1995; y la visión más ecléctica y orientada a la generación de políticas de Gilbert Rist, Le développement: Histoire d’une croyance occidentale, París, Presses de Sciences Po, 1996, y Javier Elguea, Las teorías de desarrollo social en América Latina: Una reconstrucción racional, Ciudad de México, El colegio de México, 1989. Para una visión ofuscada del envenenamiento de la academia estadounidense por parte de Latinoamérica con el tema de la dependencia, véase Robert Packenham, The Dependency Movement: Scholarship and Politics in Development Studies, Cambridge (MA), Harvard University Press, 1992.
[43] Sonia Álvarez, Arturo Arias y Charles R. Hale, “Re-Visioning Latin American Studies”, Cultural Anthropology, 26, Nº 2, 2011, p. 226.
[44] Ibid., pp. 232-233.
[45] Walter Mignolo, The Idea of Latin America, Malden (MA), Blackwell, 2005, p. X.
[46] Véase la crítica de Elías José Palti a las interpretaciones esencialistas de Latinoamérica en E. J. Palti (ed.), Mito y Realidad de la cultura política latinoamericana, Buenos Aires, Prometeo, 2010, p. 12.
[47] Vicente Aleixandre, “Rostro final”, en Obras completas, Madrid, Aguilar, 1977, 2:37.
[48] Oxford English Dictionary, 3ª ed., S.v. “epistemology”.
[49] Moreiras, citado en Beverley, Latinoamericanism after 9/11, p. 53.
[50] Ibid., pp. 61, 105.
[51] Moreiras, citado en Beverley, Latinoamericanism after 9/11, p. 20.
[52] Ibid., p. 23; Jon Beasley-Murray, Poshegemony: Political Theory and Latin America, Minneapolis, University of Minnesota Press, 2010; Alberto Moreiras, The Exhaustion of Difference: The politics of Latin American Cultural Studies, Durham (NC), Duke University Press, 2010, e “Irrupción y conservación en las Guerras Culturales”, Revista de Crítica Cultural, Nº 17, 1998, pp. 67-71; Jon Beasley-Murray (ed.), “The New Latin Americanism: Cultural Studies Beyond Borders”, número especial, Journal of Latin American Studies 11, Nº 3, 2002; Santiago Castro-Gómez y Eduardo Mendieta (eds.), Teorías sin disciplina: Latinoamericanismo, poscolonialidad y globalización en debate, Ciudad de México, Porrúa, 1998; Román de la Campa, Latin Americanism; John Beverley, José Oviedo, y Michael Aronna (eds.), The Postmodernism Debate in Latin America, Durham (NC), Duke University Press, 1995.
[53] Gobat, “Invention of Latin America”; véase también James McPherson, Battle Cry of Freedom: The Civil War Era, Nueva York, Oxford University Press, 1988, pp. 104-116.
[54] Gobat, “Invention of Latin America”, pp. 1353-1354, 1375.
[55] Bilbao, Obras completas, 2:408.
[56] James E. Sanders, The Vanguard of the Atlantic World: Creating Modernity, Nation and Democracy in Nineteenth-Century Latin America, Durham (NC), Duke University Press, 2014, p. 8.
[57] José Martí, Los Estados Unidos, Madrid, Sociedad Española de Librerías, 1915, p. 156; para Martí y la guerra, la Guerra Civil estadounidense, y Emerson, véase Díaz Quiñonez, “José Martí (1853-1895)”.
[58] Bilbao, Obras completas, 1:39.
[59] Donoso y Alvarado, citados por Pedro Rújula, en “Fraternité, catholique et fraternité révolutionnaire en Espagne, fin du XVIIe-1848”, en Gilles Bertrand, Catherine Brice y Gilles Montègre (eds.), Fraternité, pour une histoire du concept, Grenoble, Les Cahiers du CRHIPA, 2012, pp. 112, 131. Francesco Viganò, La fraternité humaine, trad. de J. Favre, París, Librairie Guillaumin, 1880. Su tratado moral es una reacción a los horrores de la guerra franco-prusiana de 1871; por lo tanto va más allá de la latinité. Véase también Mukul Asthana, “Fraternity: A political Ideal”, Indian Journal of Political Science 53, Nº 1, 1992, pp. 118-124; Fernando Escalante Gonzalbo, In the Eyes of God: A Study on the Culture of Suffering, trad. de Jessica C. Locke, Austin, University of Texas Press, 2006; véase la larga e iluminadora entrada “Brüdelichkeit”, de Wolfgang Schieder, en Reinhart Koselleck (ed.), Geschichtliche Grundbegriffe: Historisches Lexikon zur politisch-sozialen Sprache in Deutschland, vol. 1, Stuttgart, E. Klett, 1972; sobre Lamennais y la fraternidad, véase Marcel David, Le printemps de la fraternité: Genèse et vicissitudes 1830-1851, París, Aubier, 1992, pp. 129-133.
[60] Bernard Williams, Essays and Reviews, Princeton (NJ), Princeton University Press, 2014, p. XV.
[61] Véase Moya, “Introduction: Latin America”, p. 4; Arduino Agnelli, La genesi dell’idea di Mitteleuropa, Milán, Dott. A. Giuffrë Editore, 1971; Claudio Magris, Itaca e Oltre, Milán, Garzanti, 1982, p, 42.
[62] Sanjay Subrahmanyam, “Connected Histories: notes Towards a Reconfiguration of Early Modern Eurasia”, Modern Asian Studies 31, N° 3, 1997, p. 742.