Centro de Historia Intelectual, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Quilmes

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Alejandro Eujanian,

El pasado en el péndulo de la política. Rosas, la provincia y la nación
en el debate político de Buenos Aires, 1852-1861,

Buenos Aires, Universidad Nacional de Quilmes, 2015, 308 páginas

 

El pasado en el péndulo de la política es al mismo tiempo un libro de historia intelectual, historia de la historiografía e historia política. Así lo pretende su autor. Si elegimos comenzar el escrito con este enunciado no es porque nos preocupen especialmente las clasificaciones; por el contrario, el trabajo ofrece un cuadro de situación en el que cada una de esas aristas aparece constitutivamente implicada en las otras dos, sin demasiadas aclaraciones. Precisamente allí reside parte de su mérito; un objeto de estudio construido de modo tal que logra reponer la complejidad de un universo histórico atravesado por las múltiples mediaciones y los conflictos característicos de una sociedad y una época en la que todo parecía inestable o estaba por verse: las alianzas políticas, el entramado de ideas que las acompañarían –casi nunca de manera lineal–, la construcción de una historia que diera cuenta de un pasado breve, pero recargado. El Buenos Aires pos Caseros. Alejandro Eujanian se adentra allí con un objetivo claro: rastrear las disputas por el pasado que marcaron el proceso de formación de la élite dirigente porteña durante la década de 1850. Para ello, elige analizar buena parte de los debates legislativos que tuvieron lugar en la Sala de Representantes, sin desconocer otras fuentes: crónicas, la prensa, biografías, textos políticos, literarios y judiciales.

Subrayamos el momento formativo del colectivo cuya demarcación el libro ayuda a delinear. Se dirá, la formación de las élites dirigentes para el Río de la Plata es fechable mucho tiempo atrás –y para ello seguimos contando con la vigencia aún no disputada de Revolución y Guerra–. Sucede que el paso del rosismo, como en tantos otros planos de la vida rioplatense, ni siquiera dejó incólume dicha base originaria. En efecto, fueron tales los reacomodamientos que suscitó el triunfo urquicista en Caseros que no resulta desatinado pensar la coyuntura 1852-1861 como la de una sustantiva reconfiguración. Su motor no habremos de encontrarlo esta vez en alguna alteración de las condiciones materiales, ellas sí relativa y progresivamente afianzadas en un territorio que marcha con paso firme hacia la definitiva inserción en el sistema capitalista y que sigue teniendo a la “ambivalente alianza” entre clase terrateniente y poder político como protagonista principal. La peculiaridad del momento posterior a Caseros añadió nuevos motivos a los conflictos que históricamente se habían alojado en el seno de la élite porteña: la necesidad de un posicionamiento en el presente que no podía pensarse ajeno al modo en que se elaboraría y representaría un pasado apenas pasado. Su desenlace, veremos, resultó ser de vital importancia. En efecto, hipotetiza el autor, fue durante los conflictivos años de la secesión cuando tuvo lugar la elaboración de una narrativa histórica que combinó, originalmente, dosis de localismo porteño con remisiones nacionales.

El minucioso trabajo de archivo sobre el que reposa el libro logra transmitir con gran nitidez las características de una disputa cuyo escenario tuvo la forma de un laboratorio, dotado de pocas certezas que pudieran vaticinar algún resultado concreto. Vinculado con esto, desde el comienzo el autor juega con una cuestión que hace las veces de alerta de lectura y cuyas implicaciones de método pueden/deben ser trasladadas a más de una exploración que se pretenda histórica: el final de esta historia nos es conocido; para encontrarlo basta situar la mirada en el momento en el que fueron escritos los grandes relatos sobre la nación, durante una etapa de “disciplinamiento del discurso histórico” y con Bartolomé Mitre a la cabeza –más adelante veremos que incluso este protagonismo requiere una revisión–. La historiografía al respecto es profusa; libros como Historia de la historiografía argentina, de Fernando Devoto y Nora Pagano, y Políticas de la historia, Argentina 1860-1960, de Alejandro Cattaruzza y Alejandro Eujanian representan dos de sus más reconocidas y sistematizadas elaboraciones. Pero El pasado en el péndulo de la política nos remite a un momento anterior, poco explorado a través del prisma que aquí interesa. Es justamente esa condición preliminar la que se aprovecha en todo aquello que tiene de no-necesariedad respecto de lo que va a venir. Los relatos producidos en esta etapa son reinstalados, desprovistos de los significados que se les atribuyeron posteriormente, cuando un Estado nacional en formación imponía demandas de construcción identitarias de diferente naturaleza.

Un segundo elemento le aporta especificidad a la periodización elegida y subraya la voluntad de revisión del trabajo: además de un relato sobre la historia nacional, el momento carece de las distinciones que años más tarde marcarían la separación del campo propiamente historiográfico, como contenedor de un cuerpo socio-profesional específico. La historia, entonces, era un terreno abierto a todo aquel que quisiera explorarlo, especialmente si el explorador podía mostrar credenciales de “haber estado allí”. ¿Significa esto que deban modificarse los márgenes generalmente aceptados para hablar de la historiografía argentina, sin que este movimiento termine por confundirla con una historia de la cultura? La pregunta recorre, de manera implícita, las tres partes que componen el libro que aquí reseñamos.

La primera, conformada por tres capítulos, reconstruye la coyuntura que rodeó a la revolución del 11 de septiembre de 1852. Mejor dicho, como indica uno de los subtítulos, reconstruye “la construcción del acontecimiento”. Corridos de la escena tanto Rosas como Urquiza, Buenos Aires se convirtió en escenario de una convivencia siempre provisoria entre grupos preocupados por garantizar cierta unanimidad, aunque los elementos a priori disponibles para la construcción de algún consenso fueran escasos o precarios, por no decir inexistentes: ex proscriptos y ex rosistas. Así las cosas, el recurso al pasado se presentó como una vía auspiciosa para fundar una legitimidad que ya no podía pensarse como derivada del “color de los chalecos”, aunque en verdad estos siempre habían sido desafiados por otros múltiples vínculos capaces de organizar a una sociedad compleja.

Ahora bien, ¿sobre qué fundamentos hacer reposar la historia de la causa porteña, cuando hacía apenas meses algunos de quienes hoy pretendían fundarla se encontraban jurando fidelidad al Rosas reelecto, al tiempo que otros ofrecían ayuda a un Urquiza devenido conquistador luego de las célebres jornadas de junio? La necesidad de lidiar tanto con los recuerdos de este pasado reciente que involucraba de manera directa a muchos, como con las historias heredadas del período rosista, produjo alternativas diversas que convivieron, no siempre de manera armoniosa, durante toda la década. El olvido, aclamado por muchos, se mostró insuficiente o incapaz para hacer del 11 de septiembre un acontecimiento de corte efectivamente radical. Si de nombres se trata, a lo largo de estos capítulos encontramos que la dirigencia puesta a convivir en un clima de desconfianza mutua engrosaba un listado amplio: desde Nicolás Anchorena, sistemático ocupador de bancas en la Sala de Representantes de Rosas, un Vélez Sarsfield vinculado a las tertulias organizadas por Manuelita, José Mármol, cambiante relator desde el diario El progreso, o Sarmiento, retratando desde Río de Janeiro el clima de confusión que siguió a Caseros, al tiempo que daba los primeros pasos en la disputa por la apropiación simbólica del triunfo frente a “la tiranía”.

En torno al levantamiento de 1852 gravitan entonces los mayores esfuerzos por forjar una causa porteña que, opuesta a Urquiza, no lo esté de las provincias cuyo liderazgo Buenos Aires disputaba. Si al principio los discursos circulantes justificaban la revolución en términos más bien políticos y contingentes, referidos por tanto a contornos provinciales, el transcurso de los días permitió una inscripción temporal que llegó a hundir sus raíces en la Revolución de Mayo, que aparecía nuevamente inconclusa, como antes lo había sido para la generación del ’37. Los motivos específicamente nacionales que se derivaron de esta línea de continuidad imaginaria aportaron, además de un nuevo manto de legitimidad, argumentos para sostener en los hechos la “fusión práctica” entre las fracciones de la política porteña que Mitre impulsaba, sellada en el famoso acto del Coliseo. Eujanian reitera su llamado de atención destinado a prevenir interpretaciones teleológicas o anacrónicas: no se pretenda encontrar aquí el germen de la posición que Mitre desarrollará en años siguientes. El problema de la nación se instala, así, como aquello que fue, acaso especialmente durante el siglo XIX: el de un vínculo, siempre inestable, entre un significante y un significado que estuvo lejos de remitir siempre al mismo orden de cosas. Veremos que es preciso esperar la llegada de otro contexto político e historiográfico para ver, con toda su potencia organizadora, la idea identitaria de la nación. Por ahora, Buenos Aires recuperaba para sí el rol de guía del resto de las provincias en el camino de “la libertad y organización nacional”, mediante la construcción de una memoria para la identidad porteña que echó mano a su vez a un conjunto variado de elementos simbólicos, dentro de los cuales el libro destaca el lugar sacrificial reservado para las guardias nacionales. La repatriación de los restos de Rivadavia, unos años más tarde, se encargará del resto.

La segunda parte del libro lleva por título “Recordar, olvidar, encubrir: políticas del pasado en los juicios a la ‘tiranía’”. De que la década de 1850 constituyó una etapa particularmente activa en el proceso de construcción de identidades colectivas dan cuenta los debates desarrollados en la Sala de Representantes que tuvieron por objeto el cercano pasado rosista, cuyo contenido este bloque analiza. Si la lectura de los tres primeros capítulos albergó en el lector alguna ilusión de consenso efectivamente logrado, esa imagen se desploma cuando el autor restituye los conflictos suscitados en la Sala en ocasión de tres piezas judiciales de fundamental importancia: los juicios a los acusados de pertenecer a la Mazorca, el proceso a Antonio Reyes –edecán de Rosas y autoridad en Santos Lugares entre 1840 y 1842– y el enjuiciamiento al propio Juan Manuel de Rosas. Un asunto sobre el que se presuponía un acuerdo tácito –la necesidad de una condena pública al régimen rosista– resultó concitar las más variadas controversias. La legislatura porteña se convirtió, entonces, en el espacio privilegiado para la negociación de argumentaciones y representaciones históricas que, a medida que demostraron ser efectivas, comenzaron a sedimentar, hasta dar lugar a algunos de los tópicos más formalizados en torno de los cuales giraron en el mediano plazo las discusiones acerca de la figura y el gobierno de Rosas. Una vez más, el texto obliga a una reflexión sobre los contextos a partir de los cuales los discursos cobran sentido, sobre todo si consideramos el peso que un momento posterior, aquel signado por la consolidación de algunas de las vertientes del revisionismo histórico argentino, podría ejercer sobre una mirada desprevenida del tema que nos convoca.

En términos generales, los capítulos que siguen están atravesados por un conflicto de representaciones que halla en el plano del lenguaje su primera manifestación, aunque las implicaciones derivadas de su resolución fueran bien concretas. ¿De qué manera resolver la superposición de dos criterios constitutivamente disímiles: el jurídico y el estrictamente político? ¿Daba lo mismo hablar de tiranía, despotismo o dictadura? ¿Confiscación de bienes o reparación para las víctimas? ¿Juicio político o tribunales ordinarios? ¿Uso o abuso de las facultades extraordinarias? El compromiso al que se aspiraba no podía ser indiferente a la definición que se hiciera del régimen rosista a instancias de los juicios. Dice Eujanian: para la política de fusión, el derecho debía subordinarse a un acuerdo político. En efecto, aquello que estaba en juego en este tipo de decisiones era nada más y nada menos que la responsabilidad que le correspondería a la sociedad porteña en la ocurrencia de los delitos que se empezaban a juzgar. Y el panorama se torna aun más complejo cuando descubrimos que los argumentos jurídicos no detentaban el monopolio de imponer una versión del pasado reciente. La cultura porteña procuró sus propias representaciones y estas se entrecruzaron con aquellos, adelantando, en algunos casos, cristalizando, en otros, las cuestiones que se debatían en los juicios. La circulación de la postergada publicación de Amalia, de José Mármol, y la reedición de La novia hereje, de Vicente Fidel López, o Los misterios del Plata, de Juana Manso, constituyen ejemplos claros del poder de transmisión que poseyeron determinados artefactos literarios, vehículos de narraciones pretendidamente verosímiles que aún no encontraban su manifestación específicamente historiográfica.

Sin la minuciosa reconstrucción que el autor ofrece de las distintas vicisitudes que culminaron en la promulgación de la Ley de Enjuiciamiento de Juan Manuel de Rosas, en 1857, el cuadro final perdería gran parte de su riqueza. Por un lado, porque el acuerdo sobre la condena que merecía el rosismo no implicó un consenso acerca de cómo debía gestionarse aquel pasado; por otro lado, dado que el texto resultante de la culminación del juicio es poco representativo del trasfondo que lo concibió. Aquella publicación inauguró una representación casi caricaturesca que quedaría impuesta en la memoria de muchos a fuerza de repetición: el de Rosas había sido un régimen de terror sin matices, ejercido pura y exclusivamente por el ex gobernador de Buenos Aires ante una sociedad paralizada por el miedo. Volver la mirada sobre los debates que precedieron dicha cristalización permite restituir complejidad al asunto. Otras formulaciones eran también pensables o decibles, y de hecho fueron pronunciadas en el recinto de la Sala de Representantes. Son especialmente interesantes aquellas intervenciones que reconocen la necesidad de encontrar algún rodeo para sortear el problema, para nada menor, de que Rosas había gobernado al amparo de la legalidad. Pero las necesidades políticas de la hora no podían aguardar la resolución de este tipo de dilemas. La función del juicio era concluir con la tiranía –antes que abrir su interpretación– y legitimar con argumentos concluyentes la revolución que había separado a Buenos Aires de un conjunto de provincias que por entonces estaban llevando a cabo la tan anhelada organización constitucional del país. Solo un recuerdo encubridor podía cumplir con esas exigencias. No obstante este carácter de declarada urgencia, no fue ajena a estos sectores la intención, explícita en sus pronunciamientos, de legar a las generaciones futuras una interpretación que no podía quedar librada al fallo de la historia.

Llegamos, finalmente, a la tercera sección del libro. Se trata de un bloque que conserva cierta autonomía respecto de los otros dos, pese a estar indefectiblemente vinculado a la preocupación que motoriza la escritura del conjunto. Eujanian ofrece allí un recorrido detallado del devenir de un problema clave para la historia política y de la imaginación del siglo XIX argentino: el de la construcción de alguna idea de nación, pero más específicamente las tesis relativas a su preexistencia. Precisamente, las páginas finales dan cuenta de esa condición plural, muchas veces desatendida, contenida en la ya clásica fórmula. Si a lo largo de los debates analizados esta funcionó a modo de argumento legitimador de posiciones diversas, no lo hizo remitiendo siempre a idénticos principios, ni siquiera cuando su portavoz fue la misma persona. El esfuerzo contextualista del autor permite advertir entonces cuáles fueron los contextos políticos, intelectuales, incluso editoriales, que tornaron inteligibles algunas de las representaciones que salieron públicamente a flote cada vez que el principio de nacionalidad era invocado en los conflictos por el destino de las provincias del Río de la Plata. El rechazo del acuerdo de San Nicolás y la sanción de la Constitución de Buenos Aires en 1854 representan los acontecimientos más inmediatos en torno de los cuales se gestaron las primeras interpretaciones referidas a los antecedentes históricos que impulsaban el reparto de las atribuciones relativas a las provincias y la nación en un sentido u otro. Vicente Fidel López, primero, Bartolomé Mitre, después, esbozaron durante la década de 1850 versiones alternativas, aunque emparentadas en un punto: ninguna reposaba en el sustrato identitario que varios años más tarde permitiría trazar la genealogía del Estado recientemente conformado.

Eujanian se detiene entonces a cotejar las distintas ediciones de la Historia de Belgrano escrita por Mitre. Antes que una motivación exegética, lo mueve un interés por develar la relación existente entre las variaciones que presenta la edición de 1876-1877 respecto de las anteriores y el contexto más amplio con el que ellas dialogan. Dicho en otros términos, ¿por qué la tesis de una preexistencia de tipo pactista da lugar, veinte años más tarde, a otra basada en los elementos identitarios, tanto más remotos, que darían sentido a un sentimiento nacional? Hipótesis que no podían sino estar inhibidas durante el momento de la secesión se habilitaron cuando el proceso de organización e institucionalización estatal encabezado por Mitre encuentra su definitiva realización. Apuntalaron, desde entonces, un paradigma interpretativo que marcará buena parte de las discusiones historiográficas del siglo XX, así como cierto sentido común histórico que, si aceptamos que existe, es en gran medida tributario de aquel conjunto de imágenes matriciales. 

Intentaron estas páginas dar cuenta de los principales núcleos de un libro que en verdad los excede. Para finalizar, volvemos sobre el enunciado con el que iniciamos este breve recorrido, deseando que su alcance haya podido dilucidarse a través de los elementos seleccionados a lo largo del escrito. Historia política, historia de la historiografía, historia intelectual. El pasado en el péndulo de la política. Rosas, la provincia y la nación en el debate político de Buenos Aires, 1852-1861 es una muestra clara de la potencia contenida en el cruce de esas tres perspectivas. Uno de los principales conflictos políticos que atravesó el siglo XIX argentino, aprehendido a partir de una pregunta por aquellas disputas simbólicas que lo hicieron posible, sin pretender que el ejercicio restituya orden a ningún malentendido.  

Camila Tagle

UNC