Centro de Historia Intelectual, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Quilmes

 ← Volver a Prismas,  vol. 22, núm 1, 2019

 

Adriana Petra,

Intelectuales y cultura comunista. Itinerarios, problemas y debates
en la Argentina de posguerra
,

Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2017, 441 páginas

 

Con el comienzo del nuevo siglo, los estudios del comunismo tanto global como local han experimentado un fuerte impulso, entre otras razones, por la paulatina apertura de archivos y repositorios. En ese marco, Intelectuales y cultura comunista es un libro especialmente esperado tanto por el limitado desarrollo de los estudios sobre las relaciones entre los intelectuales y la cultura comunista, como por la trayectoria de la autora en el tema y sus publicaciones conocidas, en las cuales ya nos había presentado una perspectiva de análisis refrescante e innovadora sobre el comunismo argentino.

Corolario de años de trabajo en los que se incluye su tesis doctoral presentada en la Universidad Nacional de La Plata en 2013 y dirigida por Mariano Plotkin, la obra de Adriana Petra logra combinar de forma equilibrada una investigación sobre temas insuficientemente abordados por la historiografía local, cimentada en un profuso trabajo de archivo, con una consistencia explicativa a la hora de narrar las relaciones entre los intelectuales y el comunismo en la Argentina durante el período comprendido entre el fin de la Segunda Guerra Mundial y los primeros años de la década de 1960, lo que hace de la obra un ejemplo de rigurosidad.

Como explica la autora, para la tradición marxista la cuestión de los intelectuales ha sido objeto de grandes controversias, centradas fundamentalmente en el papel y las funciones que los mismos debían ocupar dentro del proyecto revolucionario. El libro se propone analizar los vínculos establecidos entre los intelectuales y el Partido Comunista de la Argentina (PCA), el modo en que estos produjeron discursos sociales, intervinieron en la vida pública y participaron en instituciones, publicaciones y redes de sociabilidad; y el lugar que el partido les otorgó, de acuerdo a cada contexto histórico particular.

Al plantearse el problema ya clásico de la definición del intelectual, Petra se distancia del criterio caracterizado por François Dosse  como “sustancialista o socioprofesional” mediante el cual el propio partido definía a los intelectuales como un grupo social caracterizado por realizar trabajos intelectuales, definición un tanto amplia que podría incluir hasta a médicos y abogados; por el contrario, adopta un criterio político-cultural mediante el cual  se piensa a los intelectuales como aquel grupo integrado por personas que, portadoras de un capital cultural específico, “intervienen en el debate público a través de sus obras, escritos o toma de posición”. Dentro del amplio abanico de intelectuales, la autora posa su mirada en la figura del escritor intelectual, y eso se debe, en primer lugar, a la atención prestada por el comunismo a la literatura y a la palabra impresa en general, depositarias a lo largo de la historia de grandes esperanzas de cambio social; en segundo lugar, porque los escritores fueron mayoría dentro del campo intelectual comunista; y en último lugar,  porque fueron ellos los que lograron evidenciar con mayor claridad las tensiones existentes entre la voluntad de intervención en la escena pública y las limitaciones político-partidarias.

El libro de Petra respeta una organización a la vez cronológica y temática: el capítulo I se centra en el período comprendido entre el advenimiento de la Revolución Rusa (más concretamente 1918, con la fundación del PCA) y los primeros años de la década de 1940. Esta sección, si se quiere de carácter introductorio, busca describir las diversas formas en las que los intelectuales se sintieron atraídos por la experiencia soviética y la idea del comunismo. A una primera etapa basada en una constricción política y cultural resultado de posturas ultra sectarias que defendían la necesidad de la constitución de un arte estrictamente revolucionario, siguió una segunda etapa, la antifascista, caracterizada por la necesidad imperiosa de construir una alternativa política más amplia. Esto se tradujo en el ámbito intelectual en la transformación de la figura del intelectual ya no como un mero defensor de la nueva cultura revolucionaria sino como el protector de los valores occidentales.

Avanzando con el período inmediato a la Segunda Guerra Mundial, la autora analiza en el capítulo II el proceso de “profesionalización” del espacio intelectual comunista. Teniendo como telón de fondo las políticas culturales estalinistas relacionadas con la famosa doctrina Zhdánov, basada en un disciplinamiento implacable del mundo cultural, el PCA aplicó una serie de medidas tendientes, por un lado, a impulsar la política editorial multiplicando el número de publicaciones vigentes; por otro lado, a conformar una literatura y un arte propio del partido en consonancia con el denominado “realismo socialista”, basado en una suerte de homogeneidad ideológica; finalmente, a configurar un nuevo modelo de intelectual militante cuyo fin último era poner todo su conocimiento al servicio del partido distanciándose del modelo de intelectual comprometido. La aplicación en el mundo literario del zhdanovismo trajo aparejada la reprobación de escritores como Roberto Arlt y Ricardo Güiraldes por su supuesta impronta ¨burguesa¨. Así, el espacio comunista comenzó a ser testigo de una serie de discrepancias sobre la función política del intelectual escritor, representadas de manera emblemática en la polémica generada en agosto de 1948 entre Cayetano Cordova Iturburu y Rodolfo Ghioldi. Con la finalización de ese debate, se impuso de forma casi definitiva el fin de la autonomía cultural, lo que según la autora no se tradujo de ningún modo en el fin de las tensiones.

Contrariamente a lo que presuponen las visiones canónicas respecto del mundo comunista, la relación entre la cuestión nacional y la internacional fue mucho más compleja que un mero seguidismo automático del modelo soviético; en muchas ocasiones el elemento local fue determinante en la participación o ausencia de los intelectuales en el proyecto revolucionario. El capítulo III aborda la forma en la cual los intelectuales comunistas reinterpretaron en el ámbito local la cuestión del antiimperialismo, en el contexto de la Guerra Fría y de la emergencia de un fenómeno de masas como el peronismo. Petra nos presenta las repercusiones que tuvo en el espacio cultural el acercamiento al peronismo encabezado a fines de 1952 por Juan José Real, dirigente de primera línea del partido, en el marco de un redescubrimiento de la cultura nacional y en el intento de plantear una lucha común contra el imperialismo. El principal conflicto evidenciado fue el quiebre del bloque intelectual liberal y antiperonista, del cual los comunistas formaban parte hasta ese entonces, posicionando a estos últimos como traidores.

En los comienzos de la Guerra Fría, la URSS mantuvo la creencia de que los Estados Unidos tenían una vocación claramente expansionista y agresiva, que comprometía la integridad del mundo soviético. Para contrarrestar semejante caracterización, Moscú, por medio de la Cominform, estableció como eje central de su propaganda política la necesidad de luchar por la paz. En el capítulo IV Petra describe cómo el pacifismo enarbolado por el comunismo internacional se manifestó en la conformación de alternativas latinoamericanas al Movimiento Por la Paz, organización que logró aglutinar a un número significativo de intelectuales a favor de la paz ante las amenazas del “nuevo fascismo” norteamericano, entre las que se destacó el Consejo Argentino por la Paz. A través del estudio del recorrido realizado por Ernesto Giudice, María Rosa Oliver y Alfredo Varela, tres destacadas figuras del ámbito cultural comunista, se aborda la forma por la quel la defensa de la paz se tradujo en un tipo de compromiso intelectual específico que invocó de manera eficaz esquemas argumentativos tradicionales y modernos, combinando de esa forma la defensa de la URSS en su papel de garante de la paz mundial con una alegación encendidamente nacionalista y antiimperialista.

El dramático episodio húngaro de 1956, que puso en evidencia los límites de la supuesta modernización encarada por Nikita Jrushchov y el proceso de desestalinización, provocó a nivel mundial la reacción de muchos intelectuales comunistas que, conmovidos por el alto grado de violencia ejercido contra los propios comunistas, optaron por abandonar sus partidos. Aquellos intelectuales que se mantuvieron dentro de las estructuras partidarias vieron mermar sensiblemente su credibilidad y debieron repensar distintas estrategias para ganar el espacio perdido frente a los nuevos desafíos, que paulatinamente derivaron en el surgimiento de una nueva izquierda. Pero en el ámbito local, como afirma Petra en el capítulo V, esos sucesos no fueron tan decisivos como lo fue la relectura del fenómeno peronista a partir de 1955. En ese contexto se analiza la figura de Héctor P. Agosti y sus intervenciones en el debate público. Con un prestigio adquirido luego de tres décadas de militancia, Agosti intentó guiar una renovación considerada por él mismo como imperativa del espacio cultural y de la figura del intelectual dentro del partido. Utilizando el modelo gramsciano como referencia, pudo congregar a una nueva generación de jóvenes destacados entre los que figuraban Juan Carlos Portantiero y José María Aricó.

Los últimos años de la década de 1950 y los primeros de la década de 1960 estuvieron signados por un proceso de radicalización política asociado a las nuevas generaciones que, animadas por la experiencia cubana, la ruptura chino-soviética y el éxito de algunos movimientos de liberación nacional, desafiaron las ortodoxias partidarias en busca de proyectos más revolucionarios. EL PCA no fue ajeno a esta tendencia inconformista que se tradujo rápidamente en una serie de rupturas de relevancia. En el último capítulo Petra estudia el impacto que tuvo la experiencia de la izquierda comunista italiana en el escenario local: aun siendo difícil de delimitar, esta corriente fue pensada por sectores juveniles como modelo a seguir en el proceso de modernización del espacio cultural, generando un nuevo orden de problemas tanto estéticos como políticos canalizados a través de la aparición de nuevas publicaciones, entre las que se destaca la revista Pasado y Presente. La figura de José María Aricó y su lectura original de Gramsci sirven como ejemplos de las rupturas que se originaron por aquellos años, que dieron comienzo al declive del comunismo en el mundo intelectual.

El libro que se reseña, resultado evidente de años de investigación, se caracteriza  por la combinación de la erudición y el compromiso con la rigurosidad metodológica. Tres son sus méritos más salientes: en primer lugar, contribuye al conocimiento de un aspecto muy importante pero poco explorado de la historia del PCA y de los intelectuales argentinos, el relacionado con el mundo intelectual comunista. En segundo lugar, rompe con las visiones maniqueas que simplifican el pasado histórico y conciben el mundo comunista y al PCA como una organización monolítica y jerárquica signada por un seguidismo incondicional al mundo soviético, para pensarla como una asociación que contó en su interior con un nivel significativo de tensiones, que incluyeron relecturas de la doctrina comunista, muchas de las cuales estuvieron influidas por el factor local y por otros aportes internacionales, como la cultura comunista italiana. Por último, desarrolla con gran profundidad la evolución de las relaciones entre los intelectuales y el partido, logrando complejizar la figura del intelectual comunista, tradicionalmente pensado como perteneciente a un grupo homogéneo. Lejos de serlo, este grupo estuvo atravesado por múltiples tensiones y espacios de pertenencia, y resolvió de maneras diversas su seguimiento al partido.

Mercedes Saborido

Facultad de Ciencias Sociales-UBA