Centro de Historia Intelectual, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Quilmes

 ← Volver a Prismas,  vol. 22, núm 1, 2019

 

La democracia como lenguaje político de la transición

Avances en la construcción de una perspectiva de análisis

 

Ariana Reano y Martina Garategaray

UNGS-CONICET / CHI-UBA-CONICET

 

Introducción

Desde hace varios años abordar el pensamiento o las ideas de una época supone explorar los modos a través de los cuales los hombres han dotado de sentido al mundo que los rodea, y en esa tarea el lenguaje ha ocupado un lugar central. En estas páginas nos interesa reconstruir la categoría de lenguajes políticos para reflexionar sobre las transiciones a la democracia en América Latina.

Las principales preguntas que guiarán nuestra indagación son: ¿es posible hablar de un lenguaje político de la transición democrática en el mismo sentido en que la nueva historia intelectual piensa la categoría? ¿Cuál/es sería/n sus características, especificidades y/o matices? ¿Con qué otras corrientes o perspectivas podríamos poner a dialogar esta categoría para complejizar nuestro análisis en torno a las transiciones? ¿Cuáles son los aportes de las mismas? Creemos que un buen punto de partida para intentar responder a estos interrogantes es poner a dialogar los aportes de dos campos disciplinares, constituidos en sí mismos de un modo interdisciplinario: nos referimos a la historia intelectual o nueva historia de las ideas y a la teoría política contemporánea (en su vertiente posfundacional).

La hipótesis de la que parte nuestro trabajo indica que, más que determinar la existencia de un lenguaje específico de la transición, sería más apropiado pensar las transiciones democráticas desde la perspectiva de los lenguajes políticos. Esto supone al menos dos cuestiones que iremos desarrollando a lo largo de los tres apartados que siguen: pensar la transición como contexto de debate de ideas y la democracia como lenguaje y como significante político. Para ello, en primer lugar, explicaremos qué entendemos por lenguajes políticos y cuáles son los aportes del campo de la nueva historia de las ideas en la construcción de esta categoría. En segundo término, esclareceremos qué concepción de lo político y de la democracia se relaciona con esta perspectiva de los lenguajes políticos, para finalmente proponer, a partir de lo anterior, comprender las transiciones como contexto de debate de ideas. La apuesta es mostrar que esta perspectiva es al mismo tiempo tributaria de ciertas concepciones antiesencialistas de la política sintetizadas en lo que aquí denominamos pensamiento posfundacional, como también de una mirada contingente del lenguaje. En definitiva, aspiramos a construir el arsenal teórico-conceptual que nos permita pensar de un modo singular y diferencial de los análisis politológicos las transiciones democráticas en América Latina.

El lenguaje político y la historia de las ideas

En esta primera parte nos centraremos en el modo en el que ciertos trabajos sobre los discursos, los textos, las ideas y los conceptos han avanzado en la construcción de un campo que, de modo general, se ha denominado nueva historia de las ideas o historia intelectual y que se ha erigido en respuesta a las limitaciones de la tradicional historia de las ideas. Es así que buscamos recuperar los debates recientes en el campo de la nueva historia intelectual, enfocados especialmente en la noción de lenguajes políticos. Resumir el debate en el interior del propio campo de la historia intelectual tiene como objetivo plantear sus potencialidades para pensar los procesos de la transición a la democracia.[1] Porque si bien la mayoría de los trabajos en este campo se centran fundamentalmente en el siglo XIX y reconocen las grandes rupturas de fines del siglo anterior, consideramos que es posible tomar varios de sus procedimientos y cuestionamientos para abordar procesos y acontecimientos del siglo XX.

Uno de los grandes referentes de lo que se conoce como “contextualismo pragmático” es Quentin Skinner. El reconocido historiador británico ha centrado su trabajo sobre el discurso político afirmando que para comprender un texto no solo es necesario conocer el significado de las palabras, sino el sentido: qué estaban haciendo al decir lo que decían. Centrados en la teoría de los actos de habla, los miembros de la Escuela de Cambridge han hecho hincapié en los usos específicos de las palabras para captar las “transformaciones en las aplicaciones de los términos por medio de los cuales nuestros conceptos se expresan”.[2] Podemos decir que en esta búsqueda hay un primer desplazamiento de los significados de las palabras a los sentidos; lo que Skinner llama las condiciones de enunciación, que le permiten articular los textos con los contextos afirmando que la constitución de las prácticas y las representaciones que tenemos de ellas son procesos indisociables. En otras palabras, la empresa skinneriana busca afirmar que el lenguaje no es el resultado de una articulación de significados o de palabras sino el producto de la interacción de los textos y sus contextos. Siguiendo las reflexiones filosóficas de Wittgenstein, Skinner sostiene que no pueden tomarse los significados de las palabras de manera aislada sino atendiendo a sus usos en juegos de lenguaje específicos y dentro de formas de vida particulares.

 

El lenguaje es también un recurso y podemos usarlo para darle forma a nuestro mundo. El punto está en reconocer que “la pluma es una espada poderosa”. Por supuesto estamos comprometidos en prácticas, constreñidos por ellas. Pero esas prácticas deben su dominio, en parte, al poder de nuestro lenguaje normativo para sostenerlas en su lugar; y siempre tenemos la oportunidad de emplear los recursos de nuestro lenguaje para socavar o apuntalar las prácticas.[3]

 

Para tratar de explicar los cambios en el lenguaje o el surgimiento de nuevos sentidos, Skinner introduce el concepto de “innovadores de ideología” refiriéndose a aquellos individuos que generan esas transformaciones y que legitiman “alguna forma de comportamiento social que en general es cuestionada”.[4] Si bien esta forma de explicar los cambios ha sido muy criticada, lo que más nos interesa es resaltar que esta centralidad en el autor termina obturando cualquier análisis que busque centrarse en la contingencia del propio lenguaje y en la acción de resignificación y resemantización en la que intervienen múltiples actores y que expresa el clima de ideas de un contexto determinado. Es por ello que creemos que, si bien la noción del agente transformador está igualmente presente en John Pocock –otro de los miembros fundadores de la academia anglosajona de análisis del discurso político–, su perspectiva, al centrarse en el lenguaje (y no tanto en la agencia), puede resultar más productiva para nuestro trabajo.

Pocock sostiene que “todo lo que se diga, escriba o imprima ha de hacerse en un lenguaje; es el lenguaje el que determina lo que se puede decir, si bien es transformado a su vez por lo que se dice desde él”.[5] En este sentido, el lenguaje funciona en su perspectiva como el marco que genera las condiciones de lo que puede decirse, pero a su vez puede ser modificado por lo dicho en él. El lenguaje no es una estructura cerrada ni monolítica sino que en su interior conviven una multiplicidad de sublenguajes “que pueden contar cada uno con un vocabulario, unas reglas, unas condiciones previas, unas implicaciones, un tono y un estilo propio”,[6] y por ello se encuentra abierto a las múltiples interacciones. De este modo, Pocock va un poco más allá que Skinner al sostener que le interesa estudiar “el lenguaje en tanto que contexto”;[7] si el contexto no puede ser comprendido de forma unívoca ni como algo transparente para los actores, Pocock habilita una idea de lenguaje que incorpora la contingencia en su seno. En este camino, estudiar la creación y la difusión de un lenguaje permite elaborar un mapa del campo discursivo que dé cuenta de la acción y del cambio. Si bien esto lo lleva a ceñirse a los textos de los que uno dispone, esos textos serán abordados como eventos y como marco en el que otros sucesos tienen lugar.

 

La historia del pensamiento político se convierte, sobre todo, aunque no exclusivamente, en la historia de los juegos de lenguaje y sus efectos. La reconstrucción del contexto que lleva a cabo un historiador para lograr que el texto sea inteligible como acción y como suceso, se convierte en una reconstrucción de los lenguajes en los que se expresan ciertas ilocuciones (las pensadas con propósitos políticos), que nos permita discernir lo que hicieron el texto, el autor o su actuación con las oportunidades existentes y las constricciones que les impusieron los lenguajes a su disposición.[8]

 

Mientras que Skinner y Pocock presentan una metodología que recupera el contexto, Reinhart Koselleck, a partir de los aportes de la Historia Conceptual, se centra en los conceptos históricos fundamentales como “expresiones cuya importancia y cuyo uso permiten comprender estructuras y el contexto de grandes acontecimientos”.[9] Es así que los conceptos parecen la entrada más apropiada por su carácter condensador de la experiencia y también porque son más permeables a los “desafíos que provienen del exterior”[10] para explorar una época determinada y su léxico.

Si bien reconocemos que el estudio centrado en los conceptos significa un importante aporte del autor alemán a la nueva historia de las ideas, surgen de su planteo una serie de cuestiones que se tornan un tanto problemáticas y que nos interesa destacar. Por un lado, si para Koselleck “una palabra se convierte en concepto si la totalidad de un contexto de experiencia y significado sociopolítico, en el que se usa y para el que se usa una palabra, pasa a formar parte globalmente de esa única palabra”,[11] consideramos que esta definición esconde una pretensión de cierre y totalización que no da cuenta del carácter contingente de los propios conceptos ni de las estructuras en que los mismos se forman, que es lo que para nuestro estudio nos interesa resaltar.

Por otro lado, con respecto a los cambios, al afirmar que las transformaciones son producto de los desafíos del exterior, Koselleck se remite a una instancia que está por fuera de los conceptos y que en algún punto vulneraría su propia empresa de comprensión histórica a través de estos conceptos al negar que esos desafíos externos pueden ser también construcciones discursivas. Ello lo lleva a sostener una distinción, que el propio autor creía superada, entre hechos y palabras, entre textos y contextos. En otras palabras, la pretensión de Koselleck de explorar los cambios históricos a partir de los conceptos no termina de dar cuenta de esos cambios y es la historia “a secas” o la historia social la que viene a proveer la explicación de los mismos, desde fuera. Ahora bien, en la explicación de este cambio se despliega otra cuestión igualmente problemática y que tiene que ver con los modos en los que es percibido ese cambio. El autor reconoce que “ninguna innovación, ya sea del lenguaje o de las cosas, puede ser tan revolucionaria como para no seguir sujeta a unas estructuras de repetición previamente dadas”.[12] Entonces, ya no se trataría de explicar el cambio histórico a través de la repetición constante ni por medio de la innovación permanente, sino de “analizar y exponer por estratos las proporciones mezcladas de una y otra”.[13] En otras palabras, propone algún tipo de cuantificación del modo en el que se combinan “lo nuevo” y “lo viejo” en cada concepto, pero no termina de iluminar las múltiples “movidas” o juegos de lenguaje –para utilizar la expresión de Wittgenstein– presentes en la perspectiva de los leguajes políticos que aquí queremos rescatar.

Si bien coincidimos en que en toda construcción discursiva conviven “lo viejo” y “lo nuevo”, no nos interesa evaluar en qué proporciones lo hacen, si es que esto fuese posible de determinar, sino cómo juega en el discurso público esa celebración de la tradición o el desembarco de la novedad en la disputa política, de qué modo los actores buscan, a través del lenguaje, apropiarse de ciertas interpretaciones del pasado y del futuro, y cómo repercute esto en la arena discursiva. En otras palabas, cómo esas cuotas de innovación y repetición, que creemos poco probable cuantificar, conviven en los discursos de una época determinada.

Es así que nuestro trabajo no pretende construir una historia de los conceptos al modo koselleckiano, ni una historia de los conceptos que apunte a la recomposición o reconstrucción de un mapa de los conceptos fundamentales de una época. Más bien nos interesa construir una instancia de crítica y desconstrucción que haga posible reabrir la discusión en torno al intrínseco carácter contingente y en disputa del lenguaje.

Ciertas consideraciones realizadas por el grupo de investigación de la Universidad de Padua se orientan en esta dirección y nos interesa recuperarlas.[14] En su trabajo sobre la historia de los conceptos y los problemas para establecer un léxico político moderno, uno de sus integrantes, Sandro Chignola, afirma que la historia de los conceptos no puede ser adoptada como una metodología sin más, sino que debe ser el resultado de una conexión, por un lado, entre un trabajo genealógico que reconstruya los aparatos y los órdenes lógicos fundamentales de las categorías políticas modernas y, por otro lado, el descubrimiento de la imposibilidad de traducir estas últimas a esquemas universales. Se trata de un trabajo que debe renunciar a “extraer constantes o ecuaciones regulares de la modalidad y de los conceptos de la experiencia política occidental”.[15] Esta afirmación pone en entredicho la noción de totalización propia de la matriz koselleckiana, y abre la puerta para pensar en una clave más cercana a la “escuela francesa”,[16] a la significación como un proceso mucho más complejo que el de la mera acumulación de significados en un concepto a lo largo del tiempo.

 

Si se asume que la política moderna no coincide con una sustancia permanente, y que consiste más bien en un sistema de conceptos organizado lógicamente para llenar un vacío, esto es, para llenar la ausencia de valores fundacionales y de fundamentos, o para llenar esa nada que pone en relación singularidades iguales y recíprocamente indiferentes, entonces resulta posible (y necesario) interrogarse también sobre los límites, sobre la influencia del vector espacio-temporal y sobre la contingencia histórica de los conceptos políticos modernos. La política no puede ser vista como un orden continuo desde el punto de vista histórico y temporal, ni puede ser pensada dentro del marco de la historia sin tener en cuenta las categorías que se encargan de producirla.[17]

 

Junto con este énfasis en el carácter contingente de los conceptos se produce también un desplazamiento a las estructuras que subyacen a los mismos, lo que nos permite conectar la perspectiva conceptual con el pensamiento de Michel Foucault y de Pierre Rosanvallon como portavoces de una nueva mirada sobre las ideas y los conceptos. Veamos en qué sentido.

En 1969 Foucault escribe la Arqueología del saber y hace explícitas las apuestas metodológicas que venían guiando su investigación. En esta obra afirma que el trabajo del historiador se ha visto modificado y que la descripción de los acontecimientos del discurso plantea la cuestión, sugerente para nuestro trabajo, de “¿cómo es que ha aparecido tal enunciado y ningún otro en su lugar?”.[18] Esto lleva a Foucault a hacer énfasis, sin desconocer las multiplicidades y las discontinuidades, en su concepto de formación discursiva como herramienta para encontrar ciertas regularidades en la dispersión de los enunciados. La misma le permite establecer cuál era ese suelo de posibilidades lingüísticas que hizo posible que emergiera tal discurso y no otro, y esto constituye el eje de su empresa “arqueológica”.

Ahora bien, ¿en qué consiste la misma? Foucault afirma que la arqueología se diferencia de la historia de las ideas en cuatro cuestiones capitales: a propósito de la asignación de novedad, a propósito del análisis de las contradicciones, a propósito de las descripciones comparativas y, por último, a propósito de la localización de las transformaciones. La arqueología no busca establecer, ni puede hacerlo, una diferencia entre lo que es nuevo y lo que no lo es, sino más bien construir el árbol de derivaciones de un discurso; no busca superar o descifrar contradicciones sino explicarlas; no compara para reducir la diversidad sino para multiplicarla y trata de darle estatuto analizable a la transformación (Foucault, 2002). Podemos decir que bajo las premisas de una arqueología, Foucault desarrolla un modo de abordar los acontecimientos discursivos en su especificidad que nos parece central:

 

[…] lo importante es que la historia no considere un acontecimiento sin definir la serie de la que forma parte, sin especificar la forma de análisis de la que depende, sin intentar conocer la regularidad de los fenómenos y los límites de probabilidad de su emergencia, sin interrogarse sobre las variaciones, las inflexiones y el ritmo de la curva, sin querer determinar las condiciones de las que dependen.[19]

 

En este movimiento entre las estructuras y las discontinuidades la propuesta de Foucault dialoga bien con la categoría de lenguajes políticos que queremos recuperar en estas páginas en la medida en que, al poner en el centro la idea de los discursos como “sistematicidades discontinuas”, rompe con los dualismos ruptura-continuidad, viejo-nuevo, y se acerca a pensar los trastrocamientos, el azar y las discontinuidades junto a la especificidad y la exterioridad de todo discurso entendido como práctica. Si en este cruce es posible captar los desplazamientos, la condensación y la fijación de un sentido dentro de un sistema de dispersión, también nos permite identificar los lenguajes en los que ciertos conceptos se despliegan y situarlos en un mapa discursivo. Un mapa discursivo cuya unidad no proviene de las relaciones de sus elementos constitutivos sino de sus exteriores, de los otros que intervienen de un modo directo o indirecto en la constitución de esa trama significante.[20]

En este énfasis por asumir lo disperso, lo múltiple e incompleto podemos ubicar a Pierre Rosanvallon, quien desarrolla una perspectiva de análisis en el cruce de la teoría política y la historia que él mismo denomina una historia conceptual de lo político. Esta perspectiva recupera las producciones de sus maestros François Furet y Claude Lefort para pensar las transformaciones en la historia y lo político como una topología de lo social.

 

Lo político, tal como lo entiendo, corresponde a la vez a un campo y a un trabajo. Como campo designa un lugar donde se entrelazan los múltiples hilos de la vida de los hombres y las mujeres, aquello que brinda un marco tanto a sus discursos como a sus acciones. Remite al hecho de la existencia de una “sociedad” que aparece ante los ojos de sus miembros formando una totalidad provista de sentido. En tanto que trabajo, lo político califica el proceso por el cual un agrupamiento humano, que no es en sí mismo más que una simple “población”, toma progresivamente los rasgos de una verdadera comunidad. Una comunidad de una especie constituida por el proceso siempre conflictivo de elaboración de las reglas explícitas o implícitas de lo participable y lo compartible y que dan forma a la vida de la polis.[21]

 

Nos interesa su aproximación a lo político en la medida en que creemos que sus argumentos pueden ser pensados también para caracterizar el lenguaje y de algún modo nos resulta útil para adelantar un núcleo central de nuestro argumento teórico, que es el de plantear la articulación entre nueva historia intelectual y teoría política posfundacional –cuestión que desarrollaremos en el próximo apartado–.

El meollo del argumento rosanvalloniano es afirmar que la reflexión sobre lo político es conceptual en la medida en que las situaciones sociales y políticas se hacen inteligibles a través de ciertos conceptos (como libertad, igualdad, democracia, soberanía) y que esta se torna una cuestión problemática porque los conceptos sobre los que la sociedad se estructura son aporéticos. Introduce la noción de aporía para explicar cómo ciertas tensiones que están alojadas en los conceptos y sirven para mostrar el fondo contingente de lo político son irresolubles.

 

Es siempre en las condiciones de su puesta a prueba que puede descifrarse lo político. Su historia es por esto, en principio atención al trabajo de sus antinomias, análisis de sus límites y sus puntos de equilibrio, examen de las decepciones y los desarraigos que suscita. Por esta razón mi trabajo toma como objetos privilegiados lo inacabado, las fracturas, las tensiones, los límites y las negaciones que dibujan la imagen en hueco grabado de la democracia. En efecto, el fondo de lo político no se deja realmente aprehender más que en esos momentos y situaciones que subrayan que la vida en democracia no es una vida de confrontación con un modelo ideal sino la investigación de un problema a resolver.[22]

 

Ahora bien, ¿es posible caracterizar el lenguaje de un modo similar al que Rosanvallon piensa lo político? Si un seguimiento de determinados conceptos le permiten distinguir aquello que dentro del pensamiento está en conflicto consigo mismo y cómo se hacen manifiestas esas fisuras que le son inherentes y que hacen posible el cambio en el discurso, creemos que lo que propone el autor francés no es solo un camino para aprehender lo político sino el lenguaje político mismo.

La perspectiva de Elías Palti, que articula los aportes de las escuelas anglosajona, alemana y francesa nos resulta central para pensar la categoría y la especificidad de los lenguajes políticos. Definiendo el lenguaje político como un modo característico de producir las ideas y los conceptos, Palti afirma que “para reconstruir el lenguaje político de un período no basta, pues, con analizar los cambios de sentido que sufren las distintas categorías, sino que es necesario penetrar la lógica de las articulaciones, cómo se recompone el sistema de relaciones recíprocas”.[23] A partir de su crítica a Koselleck, busca ir más allá de los conceptos para adentrarse en los terrenos en los que los mismos se constituyen y “descubrir allí sus puntos ciegos inherentes”.[24] En una clara recuperación de la aporía rosanvalloniana para explicar no solo cómo cambian los conceptos sino por qué lo hacen, Palti busca desplazarse a las estructuras argumentales en las que los conceptos se forman. Es así que a diferencia de la explicación koselleckiana sobre la imposibilidad de definir los conceptos porque ellos cambian a través del tiempo, para Palti el cambio se explica por la inherente imposibilidad de los conceptos de poder fijar sus sentidos.

Su propuesta busca enfatizar que para hacer historia de los lenguajes políticos “es necesario –y este es el punto crucial– comprender cómo es que la temporalidad irrumpe eventualmente en el pensamiento político, cómo, llegado el caso, circunstancias históricas precisas hacen manifiestas aquellas aporías inherentes a una forma de discursividad dada, dislocándola”.[25] Si Koselleck había explicado el cambio “a partir de los desafíos que vienen del exterior”, la historia para Palti no es la causa de los cambios sino la que evidencia las dislocaciones que son inherentes a toda formación discursiva. Es así que avanzar en una historia de los lenguajes políticos supone no solo dar cuenta de las transformaciones conceptuales sino construir una perspectiva capaz de explicar qué impedía que los significados de ciertos conceptos se estabilizaran y alcanzaran su plenitud semántica.[26] En síntesis, para hacer una historia de los lenguajes políticos no basta, como dijimos, trascender la superficie textual de los discursos y acceder al aparato argumentativo que subyace a cada forma de discursividad política; para hacerlo debemos reconstruir contextos de debate.

El lenguaje político y la teoría política contemporánea

Anteriormente nos preguntábamos si es posible caracterizar el lenguaje del mismo modo en que es posible pensar lo político y dimos algunos indicios de por qué la noción de lenguajes políticos es compatible con el modo en que Rosanvallon piensa lo político desde su dimensión aporética. En este apartado nos proponemos insistir sobre esa idea y ampliar dicha justificación sugiriendo que adoptar una perspectiva de los lenguajes políticos supone suscribir una perspectiva de lo político entendida desde las premisas del posfundacionalismo. Es por ello que nos interesa precisar qué aporta la teoría política posfundacional para pensar los lenguajes políticos y para ello nos centraremos, asumiendo la distinción entre lo político y la política, en lo político como una lógica contingente y carente de fundamento último.

¿A qué nos referimos con posfundacionalismo? Oliver Marchart utiliza el término posfundacional para dar cuenta de un pensamiento político que comienza a producirse en Europa entre fines de los años setenta y principios de los ochenta.[27] Es una perspectiva de reflexión que se extiende hasta el presente y que también fue calificada como posmarxista, posmoderna e inclusive antiesencialista, y que recoge varias de las premisas del posestructuralismo y la deconstrucción.[28] Lo que une a estas corrientes es el hecho de afirmar que no existe un principio de autotransparencia como resultado del cual el conjunto de lo social –los antagonismos sociales incluidos– se tornaría inteligible. Es un pensamiento que no se construye sobre la necesidad de buscar una categoría universal –lugar que habían ocupado la Historia, el Sujeto o la Sociedad– desde el cual explicar lo social, pero tampoco de negar su existencia, sino de mostrar la contingencia radical de toda universalidad. Ello implica sostener que los fundamentos son ontológicamente necesarios y que, por lo tanto, no hay sociedad posible sin ellos, pero que es imposible sostener la existencia de un fundamento último –lo cual habilita la pluralidad de los fundamentos posibles al tiempo que coloca en un primer plano el carácter contingente de cualquiera de ellos–. En definitiva, la apuesta de esta perspectiva es concebir lo universal como categoría inherentemente impura cuyo estatuto analítico y relevancia política no pueden ser precisados fuera de una polémica.

Esta perspectiva nos propone entender lo político desde su dimensión ontológica, es decir, como el “momento de un fundar parcial” y, por tanto, siempre fallido. Lo político no se reduce entonces a la institución de una forma de gobierno o a un contenido ideológico particular sino  que, en sintonía con el planteo lefortiano recuperado por Rosanvallon, es una lógica que trata de dar cuenta de las condiciones de surgimiento, existencia, reproducción y finitud de lo social.[29] Para ello se establece una distinción entre “la política” y “lo político”, donde lo político señala el momento “ontológico” de institución de la sociedad, esto es, el momento del fundar, de establecer un orden (siempre parcial) de lo social, y la política designa las prácticas “ónticas” (las elecciones, los partidos políticos, las formas de gobierno, las políticas públicas gubernamentales, los sujetos) ejercidas en coyunturas empírico históricas particulares.[30] Son planos que permanecen entrelazados en la medida en que la política es el momento de actualización del fundamento ontológico. Pero la política es posible porque el lugar del fundamento aparece siempre como indeterminado y su contenido solo puede ser fijado parcialmente.

Lo político como ontología posfundacional es, en este sentido, una ontología acosada por el espectro de su propio fundamento ausente (Derrida, 1995). Esta indicación resulta de especial interés para pensar las transiciones desde una mirada que, primero, no asuma la democracia como algo dado sino que entienda que su sentido y contenido está en permanente disputa[31] y, segundo, que esta concepción de la democracia como significante polémico implica desterrar el presupuesto de que la política es “un” lugar –una esfera o un sector que forma parte de la sociedad–[32] para asumir una concepción de lo político como una lógica que define su sentido parcial y contingentemente. Es decir que piense lo político como un proceso de oscilación y dislocación que torna imposible cualquier fundamento esencialista. Este es el motivo por el cual Lefort y Rosanvallon entienden que la democracia es el régimen que está más dispuesto a aceptar la ausencia de su fundamento último porque en las sociedades democráticas las condiciones de la vida en común no están garantizadas de antemano. Abordar la democracia desde una perspectiva posfundacional de lo político implica entonces aceptar la contingencia como constitutiva y la inexistencia de un fundamento único como su condición necesaria. Pero significa entender también que la democracia está constituida por una tensión entre el momento de la ruptura y el de una refundación parcial. Esta indica el momento de la rearticulación de un sentido específico que, sin embargo, nunca termina de estabilizarse porque, como nos recuerda Marchart, lo que está en juego en el posfundacionalismo es la ausencia de un fundamento único que es lo que hace posible los siempre graduales, múltiples y relativamente autónomos actos de fundar.[33]

Una de las apuestas que desde la teoría política contemporánea ha trabajado con bastante énfasis la relación entre lenguaje y política ha sido la teoría de la hegemonía desarrollada por Ernesto Laclau y Chantal Mouffe;[34] una teoría que se sostiene sobre una concepción discursiva de lo social. Consideramos que algunos de sus aportes pueden ayudarnos a superar cierta limitación que presenta la nueva historia intelectual –sobre todo la vertiente koselleckiana– en lo que respecta a cómo pensar el proceso de fijación de sentido de un concepto. En el apartado anterior mencionamos algunas críticas a la perspectiva de Koselleck, que apuntaban sobre todo al tema de la temporalidad y el cambio, y quisiéramos insistir ahora en otro punto problemático de su propuesta. Se trata de la incompatibilidad que se plantea entre los dos requisitos indispensables en torno a los conceptos: la totalidad de la significación y la polisemia de los sentidos. Pues ¿en qué medida un concepto que es esencialmente polisémico puede totalizar un campo de significación tal como lo plantea Koselleck? Creemos que el modo en que una perspectiva posfundacional aborda la relación entre lo universal y lo particular en la construcción de la significación –entendida como proceso político– puede ser un aporte interesante para pensar la totalización pero como una estabilización precaria de sentido que resulta de la existencia de un principio de articulación contingente. Esto es lo que desde la teoría de la hegemonía ha sido entendido como articulación hegemónica en torno a un significante vacío. Por ello consideramos que al incorporar los aportes del posfundacionalismo una perspectiva de los lenguajes políticos nos permite poner el acento en el carácter polémico de los conceptos, en la ambigüedad constitutiva de sus sentidos y en la contingencia del proceso de significación que se revela en la relación de indeterminación radical entre significante y significado. La construcción de sentido de un significante es siempre un acto arbitrario, en el que los usos ocupan un rol fundamental en la lucha por la fijación de sentido. Así, la dimensión polémica –política– se define siempre en la posibilidad de establecer límites a la significación, a la vez que se vuelve una propiedad inherente de todo concepto en la medida en que este puede querer decir muchas cosas distintas al mismo tiempo. De ahí la importancia de la pragmática, es decir, de poder indagar cómo se usa un término y para decir/hacer qué cosas, tal como señalábamos con Skinner.

Para resumir entonces, creemos que el posfundacionalismo nos aporta las herramientas teóricas para reconocer la contingencia como inherente al proceso de significación –y no a causa de desafíos que provienen del exterior, como lo entiende Koselleck– y, por tanto, como constitutiva de los procesos y prácticas socio-políticas, y por eso dialoga con la perspectiva de los lenguajes políticos que apuntamos anteriormente. Este reconocimiento, además, nos evita trazar la diferencia entre lenguaje y contexto como situaciones separadas y articuladas, y nos habilita a entenderlas como mutuamente implicadas en la medida en que, como sostienen Laclau y Mouffe, “toda configuración social es ya una configuración significativa”.[35] Esta es la misma línea en la que Pocock nos propone trabajar el lenguaje “en tanto que” contexto y consideramos que es allí donde radica el potencial político, ya no de la relación, sino de la constitución misma del sentido a través del lenguaje. Y donde lo político, como decíamos, supone una lógica siempre inestable entre lo universal y lo particular, es decir, entre el significante y el significado. Así, desde una teoría de la significación, el momento de la fijación parcial del sentido de un significante es el momento de lo político en la medida en que, al mismo tiempo que lo fija genera una disrupción e instaura una polémica respecto de otro/s sentido/s posible/s. Creemos entonces que los significantes funcionan como aquellos fundamentos precarios que se erigen sobre un suelo contingente e indeterminado que es el lenguaje político.

Por lo dicho hasta aquí, quisiéramos afirmar que, más que hacer una historia que analice el proceso por el cual una palabra se transforma en un concepto fundamental –como bien podría ser el caso de la democracia en la transición–, nos resulta más productivo proponer una perspectiva que enfatice la complejidad de la construcción de los lenguajes políticos y dé cuenta de las tensiones que los habitan. Sobre la base de esto último, quisiéramos sugerir también que la noción de significante se complementa mejor con la de lenguajes políticos en la medida en que, al soslayar la idea de totalidad, da cuenta del carácter contingente del proceso de construcción de sentido. Esto es lo que hace posible que un mismo significante –pongamos por caso: democracia, justicia, igualdad, Estado, república– pueda ser disputado en el contexto de un mismo lenguaje político. Asimismo, una perspectiva de los lenguajes políticos que incorpore el carácter indeterminado de la relación entre significante y significado, y que vea ahí toda su potencialidad política, dialoga perfectamente con la sugerencia de Palti de buscar las razones que le impiden a un concepto alcanzar la plenitud semántica. En definitiva, una concepción de los lenguajes políticos que se reapropie de una visión posfundacional nos permite mostrar el carácter conflictivo de todo proceso de significación, donde los efectos de dislocación y de rearticulación de sentido no sean vistos como una falla del sistema sino como su dimensión inherentemente aporética.

Llegados a este punto, vale la pena enfatizar algunas cuestiones. La perspectiva posfundacional que desarrollamos en este apartado contribuye a delinear una categoría de los lenguajes políticos en la medida en que no solo afirma el carácter contingente, aporético e infundamentado de lo político, sino que permite pensar cómo conviven en ese trasfondo indeterminado, en esa estructura dispersa o contexto abierto, ciertos puntos de fijación de los sentidos que hemos denominado, de la mano de Laclau y Mouffe, significantes y que nos permiten comprender las tensiones y las polémicas que están en la base de todo lenguaje. Dicho de otro modo, esta perspectiva posfundacional nos permite afirmar que el lenguaje es polémico y que puede ser aprehendido por medio de las polémicas en torno a ciertos significantes que lo articulan. En este sentido, afirmar la existencia de un lenguaje político de la democracia y plantear la democracia como significante polémico no son propuestas que se excluyen, sino que se complementan y resultan productivas para comprender momentos de profundas polémicas en torno a los sentidos de las palabras, de la política y del lenguaje como han sido las transiciones a la democracia en Latinoamérica.

Lenguaje político y transición a la democracia

En este último apartado haremos hincapié en cómo pensar la transición democrática en el cruce interdisciplinario entre la nueva historia intelectual y la teoría política posfundacional. Esto supone delimitar nuestra perspectiva, especificando qué concepción de la transición y de la democracia subyace a la lectura que queremos proponer.

Es preciso comenzar por señalar que los trabajos sobre la transición democrática han sido monopolizados desde sus orígenes por la ciencia política. Inspirados en la obra seminal Transiciones desde un gobierno autoritario,[36] la mayoría de los estudios transitológicos entendieron la transición como el período que tiene lugar entre un régimen político y otro. La definición estaba atravesada por una fuerte dimensión temporal y cronológica que situaba a los procesos políticos e ideológicos en una línea de tiempo en la que se establecían secuencias y grados de transición. Es así que se estipulaban las distintas etapas del proceso, se las caracterizaba, se explicaban sus posibilidades de consolidación y sus limitaciones, se establecían modelos a seguir, patrones de democratización y finalmente se diseñaba una tipología de las transiciones.[37] Una perspectiva que poco se ajustaba a las particularidades de los “casos” que tomaba, trazando prescripciones, y que poco explicaba esos procesos singulares en su afán por establecer patrones comunes y generalizaciones abstractas. Si bien algunos trabajos avanzaron en criticar algunas aristas de esta visión, terminaron por trazar nuevas tipologías argumentando que se ajustaban mejor a los contextos particulares.[38]

Resulta interesante destacar también que la mayoría de los trabajos adoptaban una concepción normativa de la democracia que sería caracterizada como mínima, institucionalista y/o procedimental,[39] y que la despojaba de su carácter conflictivo, contingente y aporético en pos de garantizar la gobernabilidad democrática entendida como régimen político.

Aquí nos interesa proponer una lectura alternativa de las transiciones que se sustenta en una concepción diferente de la democracia. Recuperando lo que afirmábamos sobre lo político, nos referiremos al pensamiento de Chantal Mouffe, de Claude Lefort y de Jacques Rancière, quienes pueden ser englobados dentro de lo que Marchart denominó el pensamiento político posfundacional y que, al posicionarse en las antípodas de una perspectiva politológica, reflexionan sobre la democracia en una clave que nos interesa rescatar.

Una primera cuestión que surge al respecto es que, aun con sus matices y diferencias,  estos autores conciben la democracia como una lógica política (en el sentido de lo político que presentábamos en el apartado anterior) y no como un régimen de gobierno, tal como lo haría una ciencia política preocupada por estudiar los sistemas, las reglas y normas, las instituciones y a los actores políticos.[40] Entender la democracia como una lógica supone asumir su carácter inherentemente contingente y aceptar que ella no representa un orden pleno de lo establecido o un estadio en el cual la convivencia humana puede desarrollarse sin contradicciones.

En la propuesta de Lefort, por ejemplo, si la democracia implica cuestionamiento y posibilidad de dislocación es porque en ella el poder toma la forma de un “lugar vacío”.[41] La vacuidad del lugar del poder, por la que ningún individuo o grupo pueden serle consustanciales, muestra que un poder solo se vuelve visible mediante los “mecanismos de su ejercicio” o a través de “los hombres que poseen una autoridad política”[42] –siempre limitada y disputable–. Es esta in-figuración del poder lo que hace posible para el autor hablar de la incertidumbre como característica esencial de la democracia. Cabe aclarar aquí que los estudios politológicos sobre las transiciones no solo no desconocen sino que enfatizan la dimensión de la “incertidumbre democrática”, pero lo hacen desde una concepción diferente que no la entiende como constitutiva sino más bien como un elemento “externo” del sistema político. Lo incierto para estos estudios es no saber cuánto llevará el proceso de transición (cuándo inicia y cuándo termina), ni qué actores lo liderarán, ni qué mecanismos lo viabilizarán (pactos, elecciones, quiebres, revoluciones), ni cómo se darán las distintas etapas (transición, liberalización, democratización, socialización).[43]

El carácter intrínsecamente incierto de la democracia es recuperado por algunos pensadores de la vertiente posfundacional recurriendo a la metáfora de la paradoja democrática que les permite mostrar el carácter inherentemente contingente y conflictivo de su dinámica. Para Mouffe la paradoja de la democracia moderna radica en que la misma se configura en una relación de tensión irresoluble entre valores liberales (libertad individual) y valores democráticos (igualdad y soberanía popular).[44] Si bien la autora no desconoce que ha sido la tradición liberal la que ha ejercido su capacidad estratégica para nominar a la democracia moderna llegando a convertirla en un sinónimo de democracia liberal, su apuesta es develar que, en términos teóricos, liberalismo y democracia son tradiciones diferentes cuya relación ha sido y es paradójica. Una forma en la que la paradoja se evidencia es en la reivindicación del pluralismo, la diversidad y el disenso como elementos fundamentales de la vida democrática, pero al mismo tiempo en una imposibilidad de tolerar este disenso a la hora de estipular la “necesidad” de ciertas reglas de la democracia que son las que actúan como los límites de la acción política. Según la autora, el pensamiento democrático liberal[45] se sostiene sobre la imposibilidad de concebir –ni práctica, ni formalmente– la arbitrariedad del gobierno y la imprevisibilidad radical de las prácticas políticas que la propia vida democrática supone.

Este sentido de la paradoja democrática es trabajado también por Rancière, quien sostiene que lo que provoca la crisis del gobierno democrático no es otra cosa que la intensidad de la vida democrática, esto es, la irrupción en la escena política de lo que denominará “la parte de los que no tienen parte”: el demos. Desde su perspectiva, como forma de vida política y social, la democracia es el reinado del “caos” y del “exceso”; un exceso que significa también la ruina del gobierno democrático y, por tanto, es lo que debe ser controlado por la propia democracia.[46] En su perspectiva, la paradoja consiste en que la democracia, entendida desde la lógica de la acción, implica la puesta en duda de la validez de las normas, que, a su vez, son necesarias para que la acción pueda desplegarse. El carácter político del ejercicio democrático radica en disputar, a partir de la acción, los sentidos instituidos sobre los que pretende fundamentarse toda autoridad política y mostrar que ningún fundamento es necesario, sino más bien precario. La democracia remite así a una cierta “vivencia”, a una forma de la experiencia sensible que, paradójicamente, se experimenta cuando ella está ausente. Es así que la democracia “acontece” cuando se pone en cuestión el orden establecido –el orden policial, dirá Rancière–, cuando se desafían las reglas, pero no por un mero capricho anarquista, sino porque la democracia hace posible que “aquellos que no son tenidos en cuenta”[47] –o, para utilizar una frase que quizá nos resulte un poco más familiar, aquellos que no se sienten representados– reclaman serlo. Esto es lo que permite poner a prueba, mediante la acción, los sentidos de la representación, de la igualdad, de la libertad o de la justicia. Reivindicar el carácter paradójico de la democracia no implica pues hacer esfuerzos para reconciliar las contradicciones que el ejercicio de la propia vida democrática genera, sino comprender que es el resultado de la articulación de lógicas que, en última instancia, resultan incompatibles, y que no hay formas de reconciliarlas sin imperfección.

Las concepciones presentadas brevemente aquí nos proporcionan algunos elementos a partir de los cuales, desde un pensamiento posfundacional, poder entender la democracia como un incesante y complejo acontecer de prácticas que irrumpen en la escena de lo social generando una dislocación que siempre requiere ser reencauzada en nuevo orden de sentido –que puede tener, o no, su correlato institucional– que se sabe precario.Y esto porque la democracia no puede carecer de estabilizaciones temporarias de poder o de efectos de sentido. En esta apuesta, la reivindicación del carácter precario de la democracia no se hace a expensas de una eliminación radical de la dimensión universalista de la política sino a partir del reconocimiento de su carácter esencialmente contingente y aporético.

Creemos que esta mirada sobre la democracia es fundamental para pensar la transición como ese momento incierto e indeterminado en el que afloran distintos problemas ligados a la representación y a la participación, a la libertad y a la igualdad, al conflicto y al consenso –solo por citar algunos temas– que puede ser captado a partir de sus debates. Es por ello que para abordar la transición no nos interesan los puntos de partida “fechables” del proceso sino la emergencia, permanencia y desaparición de ciertos debates en torno a determinados temas y problemas. Si bien la mayoría de los trabajos tienden a enfatizar la transición como un período corto de la historia política reciente, que va desde la apertura democrática por parte de los regímenes militares y dictatoriales al llamado a elecciones libres, en nuestro trabajo nos interesa entenderla como un contexto de ideas y de debates. De ahí que, desde nuestra perspectiva, la dimensión de lo político en la transición democrática puede ser mejor captada si nos dedicamos a estudiar la “batalla de ideas”, a través de las controversias y los debates político-intelectuales desplegados en distintas empresas editoriales como diarios y revistas, foros, mesas redondas, congresos, seminarios, clubes políticos, etcétera.[48]

De lo dicho anteriormente se infiere que nos interesa pensar la transición democrática como un amplio proceso de discusión de ideas, como un proceso político e intelectual de debates y lecturas, y de debates con esas lecturas donde surgen y se revisan ideas tanto para (re)pensar el pasado como el presente y el futuro político. Esta definición de la transición democrática no solo comparte con la categoría de lenguajes políticos el ser un contexto abierto y cambiante, habitado por una pluralidad de voces que disputan sus sentidos y sus usos, sino que también nos acerca a la perspectiva sobre la política posfundacional en la medida en que constituye una apuesta por pensar la democracia ya no en términos de orden institucional sino reivindicando su carácter inherentemente contingente y conflictivo en tanto lógica de lo político.

A modo de cierre

El ejercicio que desarrollamos en este trabajo –delinear una perspectiva de análisis teórica inspirada en los aportes (y también en los límites) de la nueva historia de las ideas en el cruce interdisciplinar con la teoría política posfundacional– fue pensado para abordar las transiciones democráticas en América Latina. Así, en el primer apartado resumimos los principales aportes de la nueva historia intelectual, particularmente en lo que respecta a la noción de lenguaje político, al mismo tiempo que señalamos algunas de las limitaciones que, a nuestro criterio, podría presentar este complejo campo disciplinar para pensar las transiciones democráticas. En el segundo apartado argumentamos en qué medida la noción de lenguaje político puede articularse con alguno de los presupuestos fundamentales de la teoría política contemporánea, en su vertiente posfundacional. Y en la tercera y última parte volvemos a rescatar la noción de lenguaje político pero esta vez para argumentar por qué la consideramos una noción innovadora para trabajar sobre las transiciones democráticas en una clave analítica diferente a la de los clásicos estudios de la ciencia política. Así, intentamos articular una concepción posfundacional de lo político, del lenguaje y de la democracia que nos permita avanzar en la construcción de una perspectiva analítica propia sobre las transiciones entendidas como contexto de debates de ideas.

El que hemos delineado aquí pretende ser un primer paso en un camino que, al mismo tiempo que se propone una lectura alternativa de las transiciones a la realizada por los clásicos estudios transitológicos de la ciencia política, requerirá ser contrastado con los casos particulares. Es decir, el desafío que se nos presenta a futuro es el de verificar el alcance general de nuestra perspectiva para comprobar si es útil de igual modo para leer, por ejemplo, las transiciones chilena, uruguaya, brasileña, argentina, etc. Para ello deberemos reconstruir si existieron patrones comunes a estas transiciones, es decir, deberemos ver si podemos detectar ciertas polémicas, debates y significantes comunes que hayan configurado algo que, de modo preliminar, podríamos denominar “el debate político intelectual de las transiciones democráticas en América Latina”.

El modo en que nos proponemos hacer esto a futuro es trabajar con polémicas intelectuales, con sus contenidos y sus derivas.[49] Creemos que, entendidas como prácticas políticas, las polémicas pueden ser una puerta de entrada interesante para mostrar el modo en que se fue construyendo, conflictivamente, el sentido político (ontológico) de la democracia en las transiciones. Pensar estas últimas como clima de ideas, debates y polémicas nos permite atisbar ese fondo problemático y paradójico de la democracia al que hacíamos alusión con Rosanvallon, Lefort, Mouffe y Rancière, y hacerlo desde las polémicas entendidas como practicas discursivas nos resulta una apuesta pertinente para un trabajo preocupado por reivindicar el carácter profundamente político/polémico de las transiciones. Si, tal como entiende Ruth Amossy,[50] las polémicas han sido un punto oscuro de la teoría de la argumentación y en buena medida han sido vistas en el campo de los estudios sobre la retórica como afrentas a la deliberación y al acuerdo, creemos que es precisamente por esta razón que son una entrada útil y novedosa para comprender la dinámica de las democracias contemporáneas. Y también porque si lo polémico designa, a nivel ontológico, el fenómeno general del conflicto en el lenguaje, la polémica sería, en un nivel óntico, una de sus manifestaciones discursivas en el plano de las prácticas y los intercambios discursivos.[51] En definitiva, creemos que las polémicas político-intelectuales son un registro discursivo privilegiado para mostrar el fondo polémico de la democracia de la transición porque es el que mejor nos permite evidenciar su carácter inherentemente aporético.

Además, la entrada por los debates intelectuales puede resultar una vía novedosa para abordar la transición democrática en la medida en que da cuenta de las disputas por los significantes, pero también permite cuestionar el propio lenguaje en el que los actores discuten. En otras palabras, se trata de insertarnos en el plano argumental, en esa matriz en la que se constituyen los sentidos y que hemos llamado lenguaje político, pero precisando en ese suelo discursivo los significantes que, como el de democracia, formaron parte de la batalla de ideas. Y esto porque, como afirma el teórico del discurso social Marc Angenot, “las ideas, los discursos en sí mismos, no tienen ‘peso’ histórico; solo los discursos socialmente investidos de adhesión, de convicción y de incitación a actuar lo tienen”. Por ello son relevantes “las ideas que han sido creídas, que han servido para legitimar las instituciones y acciones colectivas, para procurar proyectos e incitar a la acción en un determinado momento”.[52] Pensamos que a través de la reconstrucción de las polémicas podemos captar tanto las ideas que vehiculizaron los sentidos y las acciones más significativas de esos años transicionales y contribuir así a una lectura de nuestro pasado reciente en una clave poco explorada hasta el momento. ?

Bibliografía

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Resumen / Abstract

La democracia como lenguaje político de la transición. Avances en la construcción de una perspectiva de análisis

 

En este artículo buscamos delinear una perspectiva de análisis teórica inspirada en la nueva historia de las ideas en el cruce interdisciplinar con la teoría política posfundacional para pensar las transiciones democráticas en América Latina. Para ello, en el primer apartado resumimos los aportes de la historia intelectual en lo que respecta a la noción de lenguaje político y señalamos algunas limitaciones que podría presentar este campo disciplinar para pensar las transiciones. En el segundo apartado argumentamos en qué medida la idea de lenguaje político puede articularse con alguno de los presupuestos de la teoría política contemporánea posfundacional para reflexionar sobre la democracia y lo político. Y en la última parte volvemos a rescatar al lenguaje político para argumentar por qué la consideramos una noción innovadora para trabajar sobre las transiciones democráticas en una clave analítica diferente a la de los clásicos estudios de la ciencia política, de los cuales tomamos distancia a fin de pensar la transición como contexto de debate político-intelectual.

 

Palabras clave: Transición Democrática - Historia Intelectual - Teoría Política Posfundacional - Lenguajes Políticos

 

Democracy as a political language of transition. Advances in the construction of an analysis perspective

 

In this article we aim to delineate a theoretical analysis perspective to think the democratic transitions in Latin America, inspired in the interdisciplinary intersection of the new history of ideas with the pos-foundational political theory. In this sense, in the first part we summarize the principal contributions of intellectual history, especially in relation to the notion of political language, at the same time that we indicate some limitations of this interdisciplinary field to think transitions. In the second section we argue to what extent the notion of political language can be articulated with some of the fundamental presuppositions of post-foundational contemporary political theory, to reflect on democracy and the political. In the final part we reconsider why political language is an original notion to explore democratic transitions, defined as a context of political and intellectual debate, and in relation to the classic political science transition studies.

 

Key words: Democratic Transition - Intellectual History - Posfoundational Political Theory - Political Languages

 

 

 

Fecha de recepción del original: 10/10/2017

Fecha de aceptación del original: 16/2/2018

 

[1] En un trabajo anterior hemos afirmado que tres escuelas han hecho sus contribuciones a la renovación de la historia de las ideas: la Escuela de Cambridge (también denominada Escuela anglosajona y cuyas principales contribuciones provienen de los trabajos de Quentin Skinner y John Pocock), la Escuela alemana de historia de los conceptos (a partir de los aportes de Reinhart Koselleck) y la Escuela francesa (con los desarrollos de Pierre Rosanvallon). En dicho trabajo recuperábamos sus aportes pero también señalábamos sus puntos ciegos para nuestra investigación particular sobre la transición democrática. En este artículo nos proponemos centrarnos en algunos autores, que pueden identificarse o no con estas escuelas, y que han presentado propuestas metodológicas más específicas para explorar el lenguaje de una época.

 

[2] Quentin Skinner, Lenguaje, política e historia, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2007, p. 301.

 

[3] Ibid., p. 32.

 

[4] Ibid., p. 254.

 

[5] John G. A. Pocock, “Los textos como acontecimientos: reflexiones en torno a la historia del pensamiento político”, en Pensamiento político e historia. Ensayos sobre teoría y método, Madrid, Akal, 2011, p. 102.

 

[6] Ibid., p. 103.

 

[7] Ibid (cursivas nuestras).

 

[8] Ibid., p. 123.

 

[9] Reinhart Koselleck, “Un texto fundacional de Reinhart Koselleck: introducción al ‘Diccionario’ histórico y conceptos político-sociales básicos en lengua alemana”, Anthropos, Nº 223, 2009, p. 93.

 

[10] Reinhart Koselleck, “Estructuras de repetición en el lenguaje y en la historia”, Revista de Estudios Políticos (nueva época), Nº 134, Madrid, diciembre de 2006, p. 32.

 

[11]  Reinhart Koselleck, Futuro pasado. Para una semántica de los estudios históricos, Barcelona, Paidós, 1993, p. 116.

 

[12] Koselleck, “Estructuras”, p. 34.

 

[13] Ibid., p. 20.

 

[14] Se trata del “Grupo de investigación de los conceptos políticos modernos” que desde fines de los años setenta dirige Giuseppe Duso en el Instituto de Filosofía de la Universidad de Padua.

 

[15] Sandro Chignola, “Historia de los conceptos, historia constitucional, filosofía política. Sobre el problema del léxico político moderno”, Res publica, Nº 11-12, 2003, p. 53.

 

[16] Se suele identificar con la misma homogeneidad con la que se refiere a las escuelas anglosajona y alemana a la escuela francesa, pero vale la pena matizar esta afirmación pues no existe tal escuela (al menos no como grupo de investigación consolidado y organizado a partir de un vínculo institucional, como en el caso de los italianos) sino que más bien se trata del aporte de ciertos pensadores franceses, como Michel Foucault o Pierre Rosanvallon, que de algún modo han presentado una perspectiva de análisis que viene a discutir y problematizar la historia de las ideas.

 

[17] Chignola, “Historia de los conceptos”, p. 53.

 

[18] Michel Foucault, La Arqueología del saber, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, p. 44.

 

[19] Foucault, Michel, El orden del discurso, Buenos Aires, Tusquets, 1992, p. 46.

 

[20] Sobre el cruce entre Koselleck y Foucault véase Vicente Oieni, “Notas para una historia conceptual de los discursos políticos. Los aportes de la historia conceptual, la genealogía de Foucault y el análisis crítico del discurso a una nueva historia política”, en Anales, Nº 7-8, 2004-2005, pp. 27-62.

 

[21] Pierre Rosanvallon, Por una historia conceptual de lo político, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003, pp. 15-16.

 

[22] Ibid., p. 49.

 

[23] Elías Palti, El tiempo de la política. El siglo XIX reconsiderado, Buenos Aires, Siglo XXI, 2007, p. 17.

 

[24] Ibid., p. 54 (cursivas en el original).

 

[25] Elías Palti, “Temporalidad y refutabilidad de los conceptos políticos”, Prismas, Nº 9, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2005, p. 34.

 

[26] Además de los trabajos ya citados, estas ideas están desarrolladas también en Elías Palti, “La revolución teórica de Skinner, y sus límites”, en Quentin Skinner, Lenguaje, política e historia, Bernal, Universidad Nacional de Quilmes, 2007. Y en Elías José Palti, “De la historia de ‘ideas’ a la historia de los ‘lenguajes políticos’ –las escuelas recientes de análisis conceptual: el panorama latinoamericano–”, en Anales, Nº 7-8, 2004-2005.

 

[27] Oliver Marchart, El pensamiento político posfundacional. La diferencia política en Lefort, Nancy, Laclau y Badiou, Buenos Aires, FCE, 2009.

 

[28] Las referencias más importantes de estas tradiciones de la filosofía y la teoría política contemporáneas las encontramos en los trabajos de Derrida, Rancière, Nancy, Badiou y Laclau. A pesar de las especificidades de cada uno de los planteos, y de las diferencias que comportan entre sí, todos construyen sus teorías en torno a las figuras de la contingencia o la infundabilidad, pero también en el empleo de la diferencia y del antagonismo como constitutivos de la política. En dichas teorías hay una serie de usos de la noción de lo político –sea como racionalidad lógica o específica, como esfera pública o como acontecimiento que escapa por completo a la significación–, que supone un “fundamento ausente” (ibid., pp. 17-18).

 

[29] Marchart advierte que lo político surgió como término novedoso cuando la teoría política y social convencional se encontró sin posibilidades de explicar los acontecimientos de una sociedad que experimentaba un cambio de época. La crisis del paradigma fundacionalista –representado por el determinismo económico, el positivismo, el conductismo, etc.– hizo necesario encontrar un concepto a partir del cual se pudiera dar cuenta del momento ontológico de institución de la sociedad. Para ello había que encontrar una especificidad de lo político, de sus criterios y racionalidades particulares. También había que dar cuenta de su autonomía respecto de otras esferas sociales y, finalmente, había que argumentar sobre la primacía de lo político (Marchart, El pensamiento, pp. 73-74). Esta primacía es la que nos coloca en el terreno de la ontología, aunque se trata de una ontología distinta puesto que su fundamento se define contingentemente.

 

[30] Ibid.

 

[31] Esta ha sido la principal hipótesis del trabajo de la tesis doctoral de Ariana Reano, “Los lenguajes políticos de la democracia. El legado de los años ochenta: Alfonsín, ControversiaLa Ciudad Futura y Unidos”. Tesis para obtener el título de doctora en Ciencias Sociales. Programa de Posgrado de la Universidad Nacional de General Sarmiento y el Instituto de Estudios Económicos y Sociales, Buenos Aires, 2011. Esta idea puede ser leída también con referencia a la democracia como “significante polémico” en Ariana Reano y Julia Smola, Palabras políticas. Debates sobre la democracia en la Argentina de los ochenta, Buenos Aires, UNDAV Ediciones/Ediciones UNGS, 2014.

 

[32] Cabe destacar que este es el sentido en que Lefort presenta la diferencia entre una ciencia de la política que se ocupa de indagar las actividades dentro de los sistemas sociales y de describir la supuesta objetividad de esos sistemas, y un pensamiento sobre lo político que se ocupa de indagar cómo opera el principio de diferenciación entre esas esferas. Interpretar lo político significa preguntarse cuál es la naturaleza de la diferencia entre las formas de sociedad, y no dar por sentada la diferencia para intentar reunirla en una totalidad que la contenga. Cf. Claude Lefort, La incertidumbre democrática. Ensayos sobre lo político, Barcelona, Anthropos, 2004, pp. 38-39.

 

[33] Marchart, El pensamiento político, p. 204.

 

[34] Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia [1985], Buenos Aires, FCE, 2004.

 

[35] Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, “Posmarxismo sin pedido de disculpas”, en Ernesto Laclau, La política y los límites de la modernidad, Buenos Aires, Nueva Visión, 2000, p.114 (cursivas nuestras).

 

[36] Guillermo O’Donnell, Philippe Schmitter y Laurence Whitehead (comps.), Transiciones desde un gobierno autoritario, Buenos Aires, Paidós, 1988. Utilizamos la siguiente edición: Guillermo O’Donnell y Philippe Schmitter,  Transiciones desde un gobierno autoritario, Buenos Aires, Prometeo, 2010.

 

[37] Entre los trabajos que han avanzado en interpretaciones de este tipo pueden mencionarse: Marcelo Cavarozzi, “Más allá de las transiciones democráticas en América Latina”, Revista de Estudios Políticos, Nueva Etapa, Nº 74, 1991; Manuel Antonio Garretón, Hacia una nueva era política: estudio sobre las democratizaciones, Santiago de Chile, Fondo de Cultura Económica, 1995; Samuel Huntington, La tercera ola, Buenos Aires, Paidós, 1994; Leonardo Morlino, Cómo cambian los regímenes políticos, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1985; Juan Linz, “Transiciones a la democracia”, Reis, Nº 51, julio-septiembre de 1990, pp. 7-33. Algunas críticas a los mismos pueden leerse en Scott Mainwaring, “Transition to democracy and democratic consolidation: theoretical and comparative issues”, working paper Nº 130, Kellogg Institute, noviembre de 1989, y en el trabajo de Gabriel Vitullo, “Transitologia, consolidologia e democracia na América Latina: uma revisão crítica”, Revista de Sociologia e Política, Nº 17, noviembre de 2001, pp. 53-60.

 

[38] Nos referimos a los trabajos de Karl, quien afirmaba, tanto frente a la visión estructuralista como a aquella que enfatiza el rol de las élites, que era necesario tomar en cuenta los contextos entendidos como las características de cada transición particular. Es así que elabora una tipología de los modos de transición: por reforma, por revolución, por imposición y por pacto, de los que se desprenden los distintos tipos de democracia y sus posibilidades de consolidación. Véase Terry Lynn Karl, “Dilemas de la democratización en América Latina”, en Carlos Barba Solano, José Luis Barros Horcasitas y Javier Hurtado (comps.), Transiciones a la democracia en Europa y América Latina, México, Editorial Porrúa, 1991.

 

[39] Sobre el “modelo interpretativo” que se adoptó para pensar el tránsito hacia una democracia política durante las transiciones sugerimos consultar Cecilia Lesgart, Usos de la transición a la Democracia. Ensayo, Ciencia y Política en la década del ‘80, Rosario, Homo Sapiens, 2003, cap. 3.

 

[40] De hecho a esto se dedicó el grupo de investigación nucleado en torno al proyecto “Los períodos de transición posteriores a los gobiernos autoritarios. Perspectivas para la democracia en América Latina y Europa Meridional”, patrocinado por el Woodrow Wilson International Center for Schoolars. El proyecto se inicia en 1977, la primera publicación en inglés es de 1986 en cuatro volúmenes sobre distintos casos/modelos de transición y fue compilada por Guillermo O’Donnell, Philippe C. Schmitter y Laurence Whithead. Su traducción al español se publicó en 1988 bajo el título Transiciones desde un gobierno autoritario.

 

[41] Lefort da cuenta de que la emergencia de la democracia moderna es posible gracias a la constitución del poder como un lugar que no tiene un dueño natural. El vacío del poder, esto es, la disociación del poder político de la figura del soberano y, por tanto, del derecho y de la ley, somete a la política a una indeterminación radical. Esto es lo que da el marco para que la democracia moderna pueda ser pensada ya no como un mero régimen político, sino como una forma de la sociedad cuyo fundamento es su propia contingencia. Ello es así porque esa forma de sociedad que se inaugura a comienzos del siglo XIX y en cuyo seno alcanzará pleno auge el poder del Estado, en la que van a desarrollarse múltiples burocracias basadas en una supuesta racionalidad científica, tiene como virtud, paradójicamente, “colocar a los hombres y sus instituciones ante la prueba de una indeterminación radical” (Claude Lefort, La invención democrática, Buenos Aires, Nueva Visión, 1990, pp. 187-188).

 

[42] Lefort, La incertidumbre, pp. 46-47.

 

[43] Más allá de las diferencias que O’Donnell y Schmitter señalan con respecto a la concepción de la incertidumbre de Przeworski, que la consideran la característica central de la democracia y no solo del período de transición, todos plantean la incertidumbre como una característica del juego democrático entre los actores que participan de él y no como algo constitutivo de ella. Sobre esta concepción de la incertidumbre sugerimos consultar O’Donnell y Schmitter, Transiciones, cap. 1.

 

[44] Chantal Mouffe, La paradoja democrática, Barcelona, Gedisa, 2003.

 

[45] En el libro La paradoja democrática al que aquí estamos haciendo referencia, Mouffe dedica un capítulo a discutir con aquellas perspectivas liberales de la democracia que ante la imposibilidad de pensar el conflicto y la contingencia como constitutivos, concentran todo su esfuerzo en postular los mecanismos racionales y universales para la contención de los mismos. Su discusión está especialmente centrada en la teoría de la justicia de John Rawls y en la concepción de democracia deliberativa de Jürgen Habermas.

 

[46] Jacques Rancière, El odio a la democracia, Buenos Aires, Amorrortu, 2006, pp. 18-19.

 

[47] Jacques Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 1996.

 

[48] Explorar estos espacios de polémicas es el trabajo de más largo aliento que nos proponemos continuar. En este artículo solo nos aventuramos a elaborar una fundamentación teórica de nuestra perspectiva analítica para pensar las transiciones democráticas.

 

[49] En una primera etapa de trabajo nuestro objetivo es trabajar con las polémicas intelectuales publicadas en distintas revistas político-culturales del campo de la izquierda intelectual. Algunos de nuestros avances en esa clave pueden leerse en Martina Garategaray, “La unidad del exilio: Las revistas Cuadernos de Marcha y Controversia en México”, dossier “Exilio y Mercado Editorial en América Latina”, Revista Eletrônica da Anphlac, Nº 19, julio/diciembre de 2015, pp. 186-207. Martina Garategaray, “Democracia, intelectuales y política. ‘Punto de VistaUnidos y La Ciudad Futura’ en la transición política e ideológica de la década del ‘80”, Revista Estudios, Nº 29, enero-junio de 2013, CEA-UNC pp. 53-72. Ariana Reano, “Controversia y La Ciudad Futura: democracia y socialismo en debate”, Revista Mexicana de Sociología, Año 74, Nº 3, julio-septiembre de 2012, México, Instituto de Investigaciones Sociales-UNAM, pp. 487-511. Ariana Reano, “Cultura política y democracia: el debate intelectual en la revista Controversia para el análisis de la realidad argentina”, en Dimensões, Revista de História da Universidade Federal do Espírito Santo (UFES), vol. 29, abril de 2012, Brasil, pp. 70-99. Martina Garategaray y Ariana Reano, “La Ciudad Futura y Unidos en la democracia de los años ochenta”, en Los trabajos y los días, Revista de la cátedra de Historia Socioeconómica de América Latina y Argentina, Facultad de Trabajo Social, Universidad Nacional de La Plata, 2018. En prensa.

 

[50] Ruth Amossy, “Por una retórica del dissensus: las funciones de la polémica”, en A. S. Montero (comp.), El análisis del discurso polémico. Disputas, querellas y controversias, Buenos Aires, Prometeo, 2016.

 

[51] Ana Soledad Montero, “La polémica y lo polémico. Palabras preliminares”, en El análisis del discurso polémico. Disputas, querellas y controversias, Buenos Aires, Prometeo, 2016.

 

[52] Marc Angenot, “La Retórica como ciencia histórica y social”, conferencia de apertura, Mendoza, 2013, disponible en <http://marcangenot.com/wp-content/uploads/2013/10/CONFERENCIA-DE-APERTURA-DE-MARC-ANGENOT.-MENDOZA-2013.pdf>.