Centro de Historia Intelectual, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Quilmes
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Richard Hibbitt (ed.),
Other capitals of the Nineteenth Century. An alternative mapping of Literary
and Cultural Space,
Nueva York, Palgrave-Macmillan, 2017, 281 páginas
La mayor potencialidad de los textos que Walter Benjamin reunió en torno al título “París, Capital del siglo XIX” se ha demostrado menos en la confirmación empírica de aquella provocativa hipótesis sobre la centralidad de París como ícono de la modernidad, que en la habilitación de exploraciones múltiples sobre las variables cartografías culturales territorialmente situadas y en las tensiones entre ciudades por concentrar los atributos dominantes de la vida moderna. En esta línea de indagación, a través de una relectura de Raymond Williams, pero también apoyándose en David Frisby y Edward Said, Richard Hibbitt reunió una docena de ensayos que se proponen repensar la geografía de la producción literaria mediante el estudio del lugar, la función y la proyección de un conjunto de ciudades en el cambiante mapa de las referencias regionales e internacionales del siglo XIX. El esfuerzo específico de los trabajos compilados por Hibbitt radica en ofrecer una mirada relacional sobre los procesos de consagración de algunas ciudades como “capitales”, desplazando la mirada desde los centros tradicionalmente dominantes en un espacio nacional o imperial hacia otras urbes intermedias, a veces ciudades provinciales cuyo estatuto simbólico representa un tipo particular de distinción respecto del canon metropolitano; a veces ciudades “coloniales” cuya dinámica cultural creció a la sombra de la gran capital, pese a su distancia territorial de los mercados de consagración.
El libro compilado por Hibbitt participa del “giro espacial” (spatialturn, según Edward Soja) en las ciencias sociales y humanas, vigente al menos desde fines del siglo XX, y que reconoce en Fernand Braudel y Carl Schorske algunos de sus principales referentes. Así es que la exploración cartográfica de los ensayos del volumen dialoga tanto con las matrices interpretativas que toman la relación “centro-periferia” de las investigaciones de Immanuel Wallerstein, como con las reflexiones de Benedict Anderson sobre la constitución de los nacionalismos en tanto “comunidades imaginadas”. En la muy interesante introducción al libro, Hibbitt ofrece un recorrido por el conjunto de investigaciones afines a esta sensibilidad espacial en el análisis de la producción literaria y su conexión con las diversas culturas urbanas. En este sentido, la recuperación de la noción de “semi-periferia” resultaría decisiva para dar cuenta de realidades culturales territorial y socialmente más complejas: la condición “semi-periférica” de Copenhagen, San Petersburgo o Turín resulta relativa respecto de ciertos centros, aunque medular en proporción a sus “hinterlands” culturales.
De este modo, los trabajos reunidos expresan una notable preocupación por amplificar las indagaciones sobre la dinámica del campo literario en horizontes más allá de París (tal el nombre de la primera parte del libro). El resultado de esta perspectiva es una enriquecida mirada sobre la República Mundial de las Letras, en buena medida en la línea que Casanova exploró casi veinte años antes. Solo que en este caso Hibbitt profundiza el desarrollo de las “otras capitales culturales”, aquellas menos visitadas por el proyecto de Christophe Charle y Daniel Roche, parcialmente atendidas en el exhaustivo mapa del espacio cultural transnacional de Anna Boschetti, o menos representativas en el sistema literario mundial estudiado por Franco Moretti. El diálogo de los diferentes capítulos del libro con el “geocriticismo” de Bertrand Westphal resulta en exploraciones interesantes y sugerentes. El concepto de “nodo”, en tanto punto de contacto entre géneros literarios, tradiciones intelectuales o instituciones, orienta el diseño del mapa cultural del siglo XIX, dando cuenta del lugar de la nación en la regulación de ese mercado de bienes simbólicos, aunque enfatizando explícitamente el accionar de los agentes concretamente involucrados en los flujos de textos, obras musicales o concepciones arquitectónicas. Así, el libro invita a explorar modos particulares de construcción de “espacialidades”, el lugar de algunas ciudades en dichos procesos y la participación de diferentes agentes (escritores, editores, críticos o artistas) en la configuración de los mapas culturales. El capítulo final del libro, de autoría de Hibbitt, presenta la novela simbolista como “capital transnacional”, forma literaria que, de algún modo, serviría como centro aglutinante, desmarcado nacionalmente, para la expresión de imaginarios urbanos de la modernidad.
Si en la primera parte del libro los ensayos se ocupan de alejarse del “meridiano de Greenwich literario” parisino para abordar las modulaciones efectivas de la vida literaria en espacios “intra-nacionales” o examinando la coyunturas de centros como Bruselas, Constantinopla o Melbourne, la segunda sección del libro avanza sobre los estudios de casos que sugieren hipótesis para repensar el lugar central de París, desde Marsella o Munich. El capítulo de Josephine Donovan examina la literatura usualmente clasificada como “localista” (local-colour literature) a partir de la consideración de las regiones como “naciones culturales”, es decir, territorios con un grado de autonomía variable respecto del centro hegemónico, donde se organizan formas identitarias meta-nacionales ocasionalmente fuertes, y que construyeron una vasta red transnacional de relaciones entre los productores literarios. Muchas veces desestimada, esta literatura regionalista ilumina rincones, en su circulación y apropiación,
en el interior de los espacios nacionales, devolviendo una imagen enriquecida de las relaciones culturales. Esa tensión entre localismo y cosmopolitismo es transitada por Lynn Wilkinson en su ensayo sobre Germaine de Staël y Georg Brandes. Allí, la autora sostiene que la persecución y el exilio fueron motores para la conformación de espacios transnacionales de intercambio cultural en regiones “periféricas” como Suiza o Dinamarca. Tanto para la Baronesa como para el crítico danés que añoraba una renovación cultural escandinava, la libertad política en otras latitudes permitió el desarrollo intelectual que no encontraban en sus lugares de origen.
Dos ensayos son destinados a analizar el sitio Bruselas en el mapa literario transnacional. Como sostiene Theo D’haen, la capital belga fue, a lo largo del siglo XIX, menos una “versión menor” de París y más un centro de notable dinamismo cultural, polo de atracción para exiliados políticos, artistas y escritores que encontraron en esa ciudad en rápida expansión las condiciones de posibilidad para su desenvolvimiento. En buena medida la bifacialidad lingüística y la situación geopolítica belga, tensionada entre los Países Bajos, Francia y Alemania, permitieron el crecimiento de expresiones culturales cosmopolitas, rebeldes a los moldes nacionalistas e impulsadas por una burguesía industrial en franca progresión. En este sentido, el capítulo de Laurcen Brogniez, Tatiana Debroux y Judith le Maire, ofrece importantes claves para comprender ese vertiginoso ascenso de Bruselas como un centro cultural. Investida de su estatus de capital del novísimo Estado belga a partir de 1830, luego metrópolis imperial a fines del siglo, Bruselas configuró una animada escena literaria, atractiva para los experimentos de vanguardia estética y albergue privilegiado de escritores y músicos desplazados de otros centros culturales más jerarquizados.
Como contrapunto respecto del caso belga, el libro de Hibbitt sugiere a Constantinopla y Melbourne como variantes de capitales culturales alternativas en el siglo XIX. Hande Tekdemir presenta a la capital del Imperio Otomano en su ambivalente condición de ciudad entre continentes, como un notable ejemplo donde antes que la imagen orientalizada de urbe caótica, los relatos de viajeros occidentales “descubren” la modernidad de la ciudad y su impronta de centro de un universo religioso y político casi desconocido. En este caso, Tekdemir analiza cómo la construcción de la ciudad dependió de las “representaciones textuales” producidas en Occidente a la vez que de la propia transformación de la relación entre Constantinopla y los demás centros urbanos islámicos. Otro caso de tránsito a la modernidad lo ofrece la ciudad australiana que estudia Timothy Chandler, donde su condición de “capital colonial” en fervorosa expansión poblacional y económica desde 1850 atrajo la atención de intelectuales británicos que pronto la imaginaron como la futura Londres.
La segunda parte del libro procura, a través de cinco ensayos, revisitar el lugar de París como capital cultural, no apenas con una propuesta pesimista sino complejizando el modo en que la condición hegemónica de la capital francesa fue aceptada o disputada. Anna Lushenkova Foscolo revisa la recepción francesa de la novela de Krestovsky sobre los bajo fondos de San Petersburgo, para mostrar el recorrido del género entre París y la ciudad rusa. De este modo, muestra cómo el modelo de la obra de Eugène Sue ofreció claves de lectura desde la crítica de la realidad social. Sin embargo, y de modo original, la autora exhibe la desigual transferencia en la traducción del libro de Krestovsky al francés, el cual publicado en la prensa parisina sin el reconocimiento del autor apeló a la exageración de los estereotipos rusos en vistas del perfil literario que los editores parisinos solicitaban para la literatura de masas.
Esa centralidad parisina es asimismo reconsiderada a partir de sus relaciones con otros centros urbanos como Marsella, Bayreuth y Munich. Michael G. Kelly, en su ensayo sobre la temprana novela de Émile Zola Les mystères de Marseille (1867), exhibe el modo en que la ciudad es presentada como una capital cultural alternativa a la dominante París en tanto importante puerto del Mediterráneo. Antiguo empórion griego, Marsella representa la noción de “capital local” del sur francés vinculada con la tradición cultural italiana. Kelly argumenta que la “novela provinciana” de Zola permite pensar un mapa literario francés plural en vías de transformación hacia la concentración de recursos simbólicos en la capital política. En ese proceso, mientras que París fue reconocida como el gran centro indiscutible de la vida cultural francesa, dos ciudades alemanas cuestionaron, de modos disímiles, su capitalidad europea. Nicholas Vazonyi propone una estimulante lectura del rol de Bayreuth como “anti-capital” de la ópera europea. El Festival organizado por Richard Wagner buscó construir un ámbito alejado de las sedes tradicionales de la música y el espectáculo. Ante problemas financieros para continuar su obra, Wagner encontró en el patronazgo de los miembros de la alta burguesía regional y en la distanciada ubicación de Bayreuth la combinación para propulsar una capital cultural alternativa. Finalmente, Margit Dirschel expone la génesis y el desarrollo de la “Schwabinger Bohème” muniquesa como expresión particular de una centralidad cultural estimulada por el faro parisino en contraposición a las tradicionales urbes germano parlantes, Berlín y Viena. Dirschel indica cómo el aparente provincianismo literario de buena parte de los intelectuales de la bohemia de Munich logra articular una extensa trama de contactos entre escritores y críticos más allá de las fronteras imperiales.
El libro compila una serie de capítulos sugerentes en sus proposiciones. Aunque de dispar resolución argumentativa, la propuesta conceptual del libro de Hibbitt resulta atractiva, especialmente en vistas de complejizar las coordenadas de una geografía cultural de escalas no siempre sólidamente atendidas. En síntesis, un estímulo interesante para pensar las “otras capitales culturales” en el interior de los espacios nacionales en América Latina.
Ezequiel Grisendi
PHAC-IDACOR-UNC/CONICET