Centro de Historia Intelectual, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Quilmes
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Javier Planas,
Libros, lectores y sociabilidades de lectura. Una historia de los orígenes
de las bibliotecas populares en la Argentina,
Buenos Aires, Ampersand, 2017, 318 páginas
Es sabido que la historia de la lectura ha sido una de las empresas más productivas de la denominada nueva historia cultural. Los trabajos de Robert Darnton y de Roger Chartier, para citar a dos de los autores más reconocidos en la materia, abrieron toda una agenda de problemas para los historiadores que se interesaban por el libro y por las prácticas asociadas a su uso. En contraposición a la historia de la escritura y la del libro a secas, esta nueva forma de abordar la lectura se propuso enlazar el análisis de los textos y su recepción con sus contextos materiales. Producto de este enfoque, los historiadores comenzaron a interrogarse sobre las prácticas concretas de la lectura y los lectores, sobre los soportes materiales y la circulación de lo impreso. En la Argentina son numerosas y diversas las investigaciones que en los últimos años se han nutrido de esa agenda de investigación. Libros, lectores y sociabilidades de lectura. Una historia de los orígenes de las bibliotecas populares se inscribe en ese esfuerzo y demuestra una vez más la fecundidad de esta forma de afrontar la historia de la lectura. Concretamente, Javier Planas se concentra en el estudio de uno de los espacios que signaron la historia de la circulación de los escritos en el país: las bibliotecas populares, espacio que hasta ahora había merecido algunos estudios dispersos y acotados. La investigación de Planas tiene como objetivo retratar la temprana historia de esa institución y observar cómo esta se entronca con procesos sociales y políticos más amplios.
El estudio se ciñe a un momento particular: la década de 1870 y los primeros años de 1880. Delimita así un arco temporal que aun si puede parecer breve es de gran densidad: se inicia con la promulgación de la ley 419 de protección de las bibliotecas populares y culmina en los años que siguen a su derogación en 1876. Esto le permite al autor observar el efecto de la sanción de la ley (que estipulaba entre otras cosas la creación de una comisión estatal para apuntalar a las bibliotecas populares y la asignación de subsidios) y su posterior abolición. En la introducción, Planas advierte que no existe una definición predeterminada sobre qué es una biblioteca popular, en tanto estas fueron y son el fruto de diversas intervenciones y acciones. En su constitución se conjugan tanto las ideas como las prácticas de quienes las movilizan, sostienen y resignifican, tanto desde el Estado como desde la sociedad civil. Esta visión sobre la naturaleza de la biblioteca popular como una institución proteica funciona como enfoque para el resto del libro, donde el autor combina una y otra vez el análisis de los discursos sobre las bibliotecas, las operaciones de lectores y actores interesados y las numerosas vicisitudes de orden práctico asociadas al almacenamiento y préstamo de libros en instituciones comunitarias.
Dividido en ocho capítulos, que van y vuelven de lo general a lo particular, el libro ofrece un panorama amplio y profundo de todos esos aspectos, que en la mirada del autor hacen a la naturaleza de las bibliotecas populares y al proyecto estatal que intentó, en la década de 1870, afirmarlas. En el primer capítulo, Planas analiza la ley que creó la Comisión de Bibliotecas Populares, cuyo fin era apoyar esas instituciones financiera e intelectualmente, y se interroga por el rol de Sarmiento en dicho proyecto. En estas páginas muestra que la ley tuvo un efecto inmediato, generando la apertura de más de un centenar de bibliotecas diseminadas por todo el país. El autor destaca que la creación de esa Comisión se inspiraba en las ideas de Sarmiento, quien concebía las bibliotecas populares en los marcos generales del dispositivo público de educación. Concretamente, la Comisión observaba a las bibliotecas como continuadoras del proceso formativo iniciado en la escuela y su fundamento se arraigaba tanto en los procesos de construcción y consolidación del Estado, como en los de la expansión de la sociedad civil. En los cuatro capítulos siguientes (del segundo al quinto), el autor se detiene en las bibliotecas mismas y en la forma en que el proyecto estatal fue traducido en el nivel micro de cada una de ellas. A través de una minuciosa lectura del Boletín de la Comisión y de documentos producidos por las propias bibliotecas, entre los que cabe destacar la original lectura que hace de los reglamentos, Planas indaga sobre quiénes fueron los encargados de fundarlas y qué recorridos caracterizaron su emergencia. Observa en este sentido que ni las élites locales monopolizaron el proyecto, ni la organización de estas instituciones fue un producto directo de la voluntad estatal. El autor señala que el proyecto bibliotecario estatal se apoyó en la densa trama de asociaciones que ya formaba parte del paisaje social de la época. El tercer capítulo se detiene específicamente en el préstamo domiciliario. Según el autor, esta práctica fue promovida por la Comisión y constituyó “la innovación bibliotecológica más radical que implementaron estas instituciones respecto de la aún incipiente tradición bibliotecaria nacional” (p. 100). La misma materializaba la voluntad de un acceso más democrático al libro, facilitando su difusión. Planas advierte en reiteradas ocasiones que si bien la ley 419 de fomento de las bibliotecas fue un proyecto estatal que buscaba diseminar ciertas conductas y prácticas, no procuró dirigir la lectura. La Comisión dejaba a las bibliotecas populares armar sus catálogos y seleccionar las obras que pondrían a disposición del público. Según Planas, los encargos hechos por las bibliotecas en esos años revelan la supremacía de la novela entre las preferencias, lo que para el autor “permite constatar que las bibliotecas populares no fomentaron exclusivamente un tipo de lectura dirigista y formativo como único plan” (p. 166).
En 1876 se eliminó la Comisión de Bibliotecas Populares y se suspendieron los fondos que el Estado nacional entregaba. En el capítulo sexto Planas estudia detenidamente ese contexto. Se interroga por las razones que llevaron a la interrupción de esa política y sopesa el impacto del fin de las subvenciones en las asociaciones. Muchas son las instituciones que entran en decadencia y cierran luego de 1876. La investigación se detiene en los discursos que se refieren al fracaso de esa política bibliotecaria: para 1895 quedan entre 15 o 20 establecimientos de aquellos que se habían fundado en 1870. A pesar de este panorama poco alentador, el libro se distancia de las versiones más apocalípticas y propone que la ley y la Comisión aportaron sentidos culturales asociados a una política de la lectura cuyos efectos se prolongaron en el tiempo. En las dos últimas secciones la investigación se centra en los lectores y se pregunta por el lugar social y por el público de las bibliotecas populares a partir de la década de 1880. En estas páginas, en un movimiento que genera ciertas dudas, el autor se aleja de las fuentes que estructuran el resto del libro –sobre todo del Boletín de la Comisión de Bibliotecas Populares– y apela a otros materiales, como textos literarios. Al compás de este giro, y en diálogo con la bibliografía específica, el autor adelanta varias hipótesis. Sostiene que las bibliotecas populares no formaron parte del circuito de lectura que emerge en la década de 1880 fruto de los procesos de alfabetización. El nuevo público lector –afirma Planas– “no se identificó con el circuito espacial y hasta litúrgico del libro sino con la cultura propiciada por aquellos impresos de modesta factura mediante los cuales circularon los periódicos, la novela de folletín y los cancioneros”, los que “tuvieron modalidades de difusión diferentes a las habituales librerías, gabinetes y bibliotecas” (p. 241). El corolario de esa hipótesis es que en ese escenario las bibliotecas populares se convirtieron –por la acción de quienes las sostuvieron– en el “objeto de un nuevo esquema de significaciones que las concibió y fomentó como un selecto recinto de lecturas para encauzar el gusto y los juicios de sus lectores” (p. 245). En el capítulo octavo Planas se interroga específicamente por las lectoras femeninas. Allí afirma que estas participaron del movimiento de bibliotecas populares aunque su presencia estuvo delimitada tanto por las ideas de la época, que acotaba el rol público de la mujer, como por los discursos sobre la lectura que advertían sobre los efectos adversos de una lectura sin control.
Libros, lectores y sociabilidades de lectura. Una historia de los orígenes de las bibliotecas populares constituye sin lugar a dudas un aporte fundamental para entender los inicios del movimiento de bibliotecas populares en la Argentina. Uno de los aciertos y aspectos a destacar de la investigación es la minuciosa reconstrucción del quehacer y la realidad cotidiana de las bibliotecas junto con el análisis de su andamiaje jurídico e intelectual. Los argumentos y las descripciones del autor están sostenidos por una exhaustiva investigación. Tal vez sea esta misma virtud la que explique el efecto disonante que generan los dos últimos capítulos. El tipo de fuentes que allí se utilizan, y el tipo de lectura que allí se propone, abre interrogantes que no son saldados por el autor. Por ejemplo, uno se pregunta si el autor no podría haber realizado –como sí hace en los primeros capítulos– análisis micros para poder estudiar el origen social de los miembros de las bibliotecas populares en esos años, en lugar de asumir, apoyándose en bibliografía secundaria, el distanciamiento de los nuevos lectores con esos recintos. Además, Planas vincula los desplazamientos hacia concepciones más restrictivas del rol de la biblioteca popular con el auge del normalismo. La asociación entre normalismo y lectura merece un análisis más detenido que el que se ofrece. Es preciso aclarar entre otras cosas qué es aquello que se entiende como tradición normalista: la mención de un puñado de normalistas importantes no resulta suficiente. La hipótesis obliga asimismo a un estudio detallado de las posturas de estos normalistas sobre la lectura, al menos como paso previo a establecer que la “biblioteca popular como filtro de lectura no fue una idea aislada”, sino que se trató de un “sentimiento de época” que el normalismo nutrió (p. 247). Preguntas de la misma índole despierta el capítulo octavo. Una parte importante de la sección sobre las lectoras femeninas se basa en textos literarios. Si bien es sabido que la literatura es una fuente para abordar a las lectoras mujeres, el cambio debería ser explicado. ¿Por qué a la hora de recuperar la experiencia de las lectoras el autor se concentra mayormente en las representaciones sobre la lectura femenina y muy poco sobre las lectoras reales?
Más allá de estas objeciones e interrogantes sobre las páginas finales de esta investigación, no cabe duda de que Libros, lectores y sociabilidades de lectura ofrece un recorrido interesante y valioso sobre los primeros años de una institución de la que conocíamos muy poco. Constituye una referencia obligada para los interesados en estudiar la lectura, el libro y su circulación a fines del siglo XIX. Por otro lado, además de su valor intrínseco, esta exploración puede ser concebida como la base para nuevas pesquisas que permitan conocer toda la historia de una institución tan ubicua de la vida intelectual y cultural de la Argentina. Ella también admitirá un cruce, que auguramos fructífero, con las investigaciones que en los últimos años se han dedicado a abordar la vida cultural e intelectual a escala nacional. Las bibliotecas populares fueron uno de los espacios por donde discurrió la vida cultural de pueblos y ciudades del interior del país. La investigación de Planas permite enmarcar el accionar de instituciones individuales y figuras locales en coordenadas más amplias.
Flavia Fiorucci
CHI-UNQ/CONICET