Centro de Historia Intelectual, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Quilmes

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Jorge Dotti
(1947-2018)

 

La sorpresiva noticia del fallecimiento de Jorge Eugenio Dotti el 22 de marzo pasado en Santiago de Chile, donde había asistido a dictar un curso a la Universidad Diego Portales, deja a la filosofía en nuestro idioma sin un representante excepcional. Nacido en Buenos Aires en 1947, Dotti se graduó en la Universidad de Buenos Aires y se doctoró en Roma en 1975 con un trabajo sobre Hegel bajo la dirección de Lucio Coletti, uno de los pensadores más originales del marxismo occidental que en los años 1990 dio un giro hacia la epistemología de Karl Popper y la política berlusconiana en su país. De regreso a la Argentina, Dotti comenzó su carrera docente en la UBA, donde llegaría a ser profesor plenario y, mucho más importante, el reconocido y querido mentor de generaciones de discípulos.

Poco después del retorno de la democracia se hizo cargo de la flamante cátedra de Filosofía Política en la Facultad de Filosofía y Letras, cargo que mantuvo hasta su reciente jubilación. Aunque su conocimiento de la filosofía de Immanuel Kant era inmenso, profesó en política una clara inclinación hacia los problemas que había planteado Thomas Hobbes. Siempre se interesó por unas preguntas fundamentales: ¿Cómo es posible una vida en común? ¿Cómo se justifica la autoridad? Su enseñanza giró en torno a la resolución de estos interrogantes tal como la imaginaron los grandes teóricos de la modernidad; además de Hobbes, fundamentalmente John Locke, Jean-Jacques Rousseau, G. W. F. Hegel y, secundariamente, Karl Marx, cuya obra admiraba a la distancia. Para Dotti la filosofía política debía preservarse de las coyunturas y del contenido social que otros eran incapaces de separar de las reflexiones sobre el tema.

Su primer libro fue una magnífica presentación del pensamiento de Rousseau para una edición popular. Lo siguió la versión en castellano de su trabajo sobre la filosofía del derecho hegeliana, un asunto de constante presencia entre sus preocupaciones. Al final de su vida estaba elaborando otro libro sobre Hegel que era, y sigue siendo, esperado con ansiedad por quienes tanto aprendieron de este sutil intérprete. Dotti tuvo una actitud cambiante acerca de ese filósofo. Al comienzo de su trayectoria docente, y sin duda influido por las lecciones de Coletti, consideraba que la dialéctica era una superstición. Años más tarde, y determinado por su encuentro con el pensamiento del discutido jurista Carl Schmitt, que marcaría la última época de su vida, revalorizó a Hegel y su peculiar lógica. Estimó en ella algo que en verdad nunca había repudiado, una sustancia real que permitía pensar las paradojas de la política desde un punto de vista mucho más privilegiado que el que ofrecían los formalismos ordinarios. En esa primera época, seguía apegado a una visión para la cual la política era el resultado de un pacto racional. Su especialidad era el contractualismo. Todos sus filósofos proponían distintos tipos de contrato social, alguna fórmula que estableciera la sumisión política a una soberanía a cambio de seguridades para la vida y la propiedad. Eso significaba que la sociedad se basaba en un acuerdo de conveniencia entre sus integrantes cuyo resultado consistía en designar un poder legítimo que los gobernara dentro de un marco legal. El contrato implicaba, por supuesto, una ficción incluso para sus promotores. Pero era una manera de justificar que alguien mande y que exista la sociedad, puesto que un punto de vista individualista necesita explicarse las razones de su asociación con otros y los motivos de sus obligaciones frente a un Estado. Abandonó esta visión cuando adhirió a lo que se denomina “teología política”.

Los intereses de Dotti también giraban en torno a los problemas de la historia intelectual y el sentido de la trayectoria transatlántica de los grandes cuerpos teóricos europeos. Con ese impulso escribió sobre la recepción de Kant en nuestra lengua y un monumental trabajo sobre Schmitt en la Argentina, país donde no había logrado nunca un impacto relevante. A pesar de ello, la investigación asombra no solo por su minucioso detalle sino por los efectos que logra relevar. El libro es un relato de las vicisitudes mentales de una zona intermitente, intelectual y política, cuya gravitación en la evolución argentina resulta indiscutible. Que un hermeneuta tan refinado como Dotti se haya consagrado a las excursiones teóricas de unos abogados vernáculos habla no solo de su famosa ironía sino de su cabal comprensión del verdadero venero conceptual que anima a la nación. A falta de un libro personal sobre Schmitt, un autor sobre el cual Dotti se erigió como autoridad internacional, Carl Schmitt en Argentina (2000) debe ser valorado también como su lectura definitiva, mezclada con los avatares domésticos del decisionismo.

Dotti deploraba las constantes malinterpretaciones del término. Decisionismo no es un dicterio que se aplica al capricho de un aspirante a déspota, sino la salvaguarda de un orden constitucional. La filosofía política no se ocupa de las rutinas de los días soleados, sino de la respuesta ante los terremotos. La crisis es el gran momento para la especulación. ¿Cómo se reacciona ante una guerra civil? ¿Cómo se enfrenta una revolución? Schmitt creía, tanto como Karl Marx y Max Weber, que la política era lucha y que el sistema legal no podía defenderse de manera autosuficiente como confiaban positivistas en la línea de Hans Kelsen, cómicamente predominante en una Argentina jurídica expuesta de manera regular a golpes de Estado. El clímax de la crisis es la ocasión para la intervención providencial de un individuo investido de facultades para ello: el milagro personal que interrumpe la legalidad para resguardarla. Esto es la autoridad y la teología política, un paralelismo entre teología (ya secularizada) y política. El poder tiene siempre un origen superior y trascendente. Hay algo de fundamentalmente antimoderno en esta visión, pero Dotti estimaba que la modernidad no sería capaz de superar su crisis endémica si se resistía a adoptarla. La deriva moderna desembocaría en el caos y la violencia total, jamás en el espacio de plena libertad que prometía.

Los dilemas argentinos ya habían sido tratados en otro de sus libros, Las vetas del texto, donde explora una parábola que va de Alberdi a Juan B. Justo. Resulta interesante contrastar la primera edición de 1990 con la segunda de 2011. De ese ejercicio surge la evidencia de un giro político notorio. Dotti buscaba en el siglo XX respaldo para una improbable tradición socialdemócrata argentina. En el siglo siguiente, solo creía en una réplica conservadora al desorden global. Y se había vuelto incluso mucho más claro para él que dicha respuesta resultaría no menos incierta que aquella con la que se había ilusionado antes. Es evidente que la propuesta de Dotti no tuvo, y quizá no tenga, alternativa práctica alguna. Se resistía a actuar socialmente fuera de su papel de filósofo y docente. En esa actitud se encuentra su grandeza, tan peculiar, y su patente frontera.

En esta apariencia convencional se escondía un demócrata radical. Su único límite para aceptar a un estudiante eran las muestras de su compromiso y entusiasmo. Si puedo referir una anécdota, rechazó mi proyecto de tesis sobre la crítica de Hegel al Iluminismo porque yo no sabía alemán. Cuando conseguí balbucearlo, aceptó una propuesta delirante sobre un general de la época del idealismo, Clausewitz, que defendió como un punto de honor personal ante las variadas inercias del sistema académico.

El núcleo de sus obsesiones fue el Estado, la primera máquina moderna. El liberalismo lo disolvía en la sociedad civil y el mercado; el decisionismo lo custodiaba. Estado significa en primer lugar autoridad más allá del patrimonio y las demandas privadas. La fuente última de dicha autoridad no es inmanente –el voto popular– sino trascendente, Dios. Esta explicación es figurada, pero no extemporánea. Aceptamos algo por encima de nosotros porque hay algo que está por encima de nosotros que no somos todos nosotros como nos dice la democracia liberal. Schmitt, en resumen, propugnaba un Estado fuerte en una economía sana. Algo distante del neoliberalismo dominante. ¿Cuán lejos? ¿Qué es una “economía sana”? Dotti no terminó de aclararlo puesto que, entretanto, su fuente se había vuelto algo anacrónica en este punto. Aunque resulta indudable que la adhesión a Schmitt entrañaba un repudio al naufragio de la política (él hubiera precisado: lo político) en la tormenta propiciada por las finanzas y la tecnología combinadas. El Estado, diferenciado de la economía, no debía tutelarla ni desentenderse de ella. Su función no era la producción, sino conjurar crisis.

En los últimos años de su vida le gustaba presentarse como un conservador a la vieja usanza. Solo en parte era una broma borgiana. Le parecía lo más vanguardista. Es fácil de rechazar, difícil de rebatir. Con Jorge Dotti concluye una tradición magnífica y polémica. La última dictadura militar estuvo en el centro de su biografía, como en el de tantas otras personas de su generación. Su enseñanza promovía la autonomía. Asombraba la disciplinada generosidad con que compartía claves para descifrar esos textos que agrupamos bajo el género muerto llamado “filosofía”. Su aprensiva persona pública acaso alcanzó también su escritura. El amor que demostró por la libertad intelectual, por la vigencia del pasado y por el trabajo artesano bien hecho –en eso era tan italiano– serán siempre una orientación vital para quienes tuvimos la fortuna de conocer a este hombre afectuoso dueño de una enorme cultura, tan divertido y tan riguroso.

 

José Fernández Vega

UBA/CONICET