Centro de Historia Intelectual, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad Nacional de Quilmes
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Graciela Batticuore,
Lectoras del siglo XIX. Imaginarios y prácticas en la Argentina,
Buenos Aires, Ampersand, 2017, 174 páginas
La Historia de la lectura en el mundo occidental es un volumen colectivo dirigido por Roger Chartier y Guglielmo Cavallo editado originalmente por Laterza en 1995. Se podría decir que fue y sigue siendo una obra que tiene el raro privilegio de los libros que fundan una disciplina. Desde ese mojón inicial, la nueva disciplina, la historia de la lectura, se ha diversificado y enriquecido con significativos aportes. Un ejemplo muy claro de esa diversificación se advierte en el capítulo de ese libro correspondiente al siglo XIX, escrito por el británico Martyn Lyons. Desde su título, “Los nuevos lectores del siglo XIX: mujeres, niños obreros”, se abrió un repertorio de posibilidades investigativas respecto de los nuevos sujetos sociales que se iban sumando, de un modo creciente, al consumo de libros. La historia de la lectura encontró allí un objeto de interés científico de alcance interdisciplinario: historiadores, sociólogos, bibliotecarios, antropólogos y quienes provienen de los estudios literarios se abocaron a ese objeto, el que –según lo había advertido tempranamente Robert Darnton– resultaba esquivo, arduo de abordar e, incluso, algo misterioso. Así, las disciplinas optaron por acudir a diversas fuentes: mientras que los historiadores, por ejemplo, recurrían a archivos, a datos provenientes de censos, a testamentos y registros de sucesiones, a inventarios de bibliotecas, a repositorios de imprentas y librerías, los “literatos” parecían privilegiar las fuentes literarias: novelas, obras de teatro, ensayos, diarios, biografías, epistolarios, memorias. De este segundo grupo, y en nuestro país, algunos libros notables fueron abonando el camino en los primeros años del siglo: Testimonios tangibles. Pasión y extinción de la lectura en la narrativa moderna (Barcelona, Alfaguara, 2001), de Nora Catelli; La dorada garra de la lectura. Lectoras y lectores de novela en América Latina (Rosario, Beatriz Viterbo, 2002), de Susana Zanetti; La mujer romántica. Lectoras, autoras y escritores en la Argentina:1830-1870 (Buenos Aires, Edhasa, 2005), de Graciela Batticuore; El último lector (Barcelona, Anagrama, 2005), de Ricardo Piglia; La emergencia de la novela en Argentina. La prensa, los lectores y la ciudad (1880-1890) (La Plata, Al Margen, 2009), de Fabio Esposito; El dédalo y su ovillo. Ensayos sobre la palpitante cultura impresa en la Argentina (Buenos Aires, Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas, UBA, 2012), de Alejandro Parada.
Lo dicho se justifica porque el libro que aquí reseñamos –incorporado a la estupenda colección Scripta manent, de la editorial Ampersand, especializada precisamente en historia del libro y la edición– está inserto y dialoga con esta joven tradición. Sin embargo, aunque la propia Batticuore forma parte de ella, elige no explicitarlo, como si buscara que su libro no estuviera sujeto a las reglas formales de la investigación académica ni al peso de tal o cual tradición disciplinaria, sino a las preguntas más elementales con que el investigador debe interrogar a su objeto, y en esa labor hermenéutica toma el lugar de un lector movilizado por la curiosidad científica. Desde esta mirada inquisidora, la autora recorre sus fuentes, en primer lugar literarias, y luego artísticas y cinematográficas; y allí se multiplican las imágenes de lectoras: mujeres narradas, descriptas, representadas, retratadas, filmadas, en situación de lectura. Al libro, entonces, lo moviliza una certidumbre: “las lectoras siguen dando que hablar”, y para demostrarlo basta evocar la ya legendaria foto de Eve Arnold en la que se ve a Marilyn Monroe leyendo el Ulises, “la imagen de la chica más sexi del mundo leyendo a solas la novela más compleja del siglo XX”. Los tres capítulos que componen el libro – “La lectora de periódicos”, “La lectora de cartas” y “La lectora de novelas”– se definen como “puertas de entrada”, ya que resultan el enlace y vínculo con otras posibles figuraciones, como la lectora de poesía, la lectora religiosa o la lectora de libros científicos.
El comienzo del capítulo I da testimonio de la estrategia referida: la autora no recurre a describir el contexto de la lectura como hábito cultural hacia mediados del siglo XIX, ni elige caracterizar las prácticas artísticas o literarias del período, sino que se sitúa in medias res, como si el discurso formara parte de una lección sobre pintura: “Imaginemos que estamos ante un cuadro costumbrista […] que tiene por asunto principal el motivo de la lectura en voz alta, compartida, en un ambiente familiar donde predominan las mujeres”. De este modo, se suceden lúcidos análisis de retratos de mujeres con cartas o pequeños libros en dozavo en la mano, o al alcance de la mano. Por aquellos años no abunda la representación de lectoras de periódicos, y en muchos casos quien lee es un varón, que opera como mediador privilegiado entre la esfera pública y las mujeres que bordan, cocinan o sirven. Sin embargo, ya en los periódicos de principios de siglo aparecen voces de lectoras –en las que quizá se oculten escritores varones travestidos– que dan cuenta incluso del paso de la lectura a una escritura participativa y opinante. Una vez más, la investigadora interroga a la fuente y la pone en duda: “¿existen, fuera del papel, estas lectoras reunidas en sociedad que envían cartas al periódico…?” (p. 39). La pregunta habilita algunas minibiografías que Batticuore conoce muy bien: Mariquita Sánchez, Encarnación Ezcurra, las lectoras patriotas, e incluso la lectora gaucha, a la que se aproxima mediante una deliciosa exhumación de un rústico poema de una tal “Pancha” aparecido en las páginas de un semanario popular. Acaso las lectoras de periódicos representadas en novelas resulten algo más familiares para los estudiosos de la literatura argentina: doña Marcelina, la regenta del prostíbulo en Amalia; la vulgar y grotesca Medea, de La gran aldea, esa ferviente defensora de la educación a través de los periódicos; la calculadora y ambiciosa Margarita, que aparece en La bolsa, un personaje novedoso a quien se caracteriza como la lectora de la página bursátil. Pero también el rastreo de fuentes alcanza a los periódicos anarcofeministas, como La voz de la mujer, al que la investigadora recurre en busca de una lectora proletaria, antagonista de la mujer burguesa.
El capítulo II se ocupa, como dijimos, de la lectora de cartas. Incorporadas en la literatura en lo que conocemos como género epistolar, las cartas –y en especial las cartas de amor– suelen reproducir una serie de tópicos. La sagaz mujer lectora que es Graciela Batticuore visita cuatro intercambios epistolares: el de Guadalupe Cuenca con Mariano Moreno; el de Tomás Guido con Pilar Spano; el de Vicente Fidel López con Carmen Lozano; el de Carmen Belgrano con Juan Thompson. Y en la riqueza de los textos que van y vienen hay mujeres lectoras de cartas, pero también mujeres que escriben sin saber si su marido vive; varones que escriben desde el exilio a mujeres que parecen ser indiferentes; mujeres que ofician de secretarias políticas de sus maridos ausentes, desencuentros, celos, pasiones que depositan sentidos incluso en los pliegues de la materialidad de lo escrito. En otro momento, el libro se desplaza hacia el análisis de retratos de mujeres que leen, en un recorrido que va desde representaciones ya clásicas del siglo XVII –como las de Rembrandt y Vermeer– hasta el minucioso análisis de dos versiones del retrato de Manuelita Rosas a cargo de Prilidiano Pueyrredón. Una vez más, se multiplican las preguntas de la autora que, desde el lugar de la curiosidad científica, quiere saberlo todo: “¿Qué leen esas lectoras? ¿De dónde llegan las cartas?”, y más adelante, “¿Hacia dónde las lleva la lectura? ¿Cuál es la relación entre lectura y escritura? ¿Cuál es el vínculo entre la lectura, la vida, el amor, la política?” (pp. 92-93). De allí al final del capítulo se sucede una serie de estudios de casos, algunos de ellos memorables, como el fragmento de las memorias de Mansilla en el que la madre enseña a los niños las primeras letras mediante la lectura de cartas familiares, una suerte de afirmación de la estirpe patricia; o como la imagen de la loca que lee una carta en la novela de Eduarda Mansilla, en la que parece invertir las valoraciones de la mayoría de las representaciones hostiles al rosismo. Algunos retratos de fines de siglo nos indican que esas imágenes de mujeres leyendo van mutando sus figuraciones; así lo afirma la autora a partir de dos certidumbres: que “la lectora de cartas aparece más resueltamente asociada a la subjetividad personal, amorosa, pasional, que comprometida en política”; y que “la lectora de cartas sigue resultando inquietante, pero es ya una presencia real, y se multiplica” (p. 122).
Los argumentos del capítulo III se disponen, en apariencia, de un modo más disperso, pero se van recuperando progresivamente en un conjunto coherente. Podríamos aislar, dentro de ese conjunto, tres núcleos. Por un lado, las lecturas amorosas compartidas, las célebres escenas en que los amantes se encuentran en los poemas líricos que leen juntos, como Werther y Lotte ante los cantos de Ossian y, tras ese modelo, Amalia y Eduardo Belgrano ante los poemas de Byron, y de allí a Camila O’Gorman leyendo a un pretendiente un texto de Echeverría que habla del exilio en la película de María Luisa Bemberg. Las lectoras en las novelas encuentran precisamente en las lecturas literarias el estímulo y aprendizaje hacia la pasión amorosa, lecturas erotizadas durante las que, como se afirma en la novela de Goethe, “el mundo dejó de existir para ellos”. De este núcleo se deriva el segundo: la peligrosidad de las lecturas de novelas, consideradas nocivas, corruptoras, en una larga tradición que nace en aquellas novelas del Renacimiento que encantan, maravillan, embelesan, y por tanto distorsionan la percepción de la realidad; hasta las duras advertencias de los varones de la élite, los sermones de los religiosos, la condena de los controladores de la moral pública. Las imágenes de las mujeres que equivocan su camino, ceden a las seducciones efímeras y destruyen el hogar se multiplican, de manera que no son pocas las novelas que se postulan como antídoto, que procuran enseñar el sendero virtuoso y las ventajas de una adecuada educación que redunde en una buena conducta. Entre las representaciones de la lectura pecaminosa sobresale el cuadro de un pintor belga, Antoine Wiertz, de mediados del siglo XIX, en el que se ve a una mujer desnuda, acostada, leyendo, mientras una figura demoníaca se asoma por la parte inferior del cuadro para alimentar esa fiebre con nuevos libros. Y el tercer núcleo que me interesa destacar también enlaza con los anteriores: me refiero a los debates sobre el naturalismo y sus consecuencias perniciosas, en un arco que incluye a Sarmiento y una notable defensa de la escuela de Émile Zola por sus efectos, digamos, catárticos; hasta Emilia Pardo Bazán que en los inicios del siglo XX pone freno a las críticas abogando por una discusión que tenga como eje el valor estético, más allá de los contenidos que se representen y la moral en que se fundamenten.
Finalmente, voy a señalar algunas virtudes del libro. La primera tiene que ver con la relación que establece entre su argumentación y las categorías teóricas. En la p. 72 leemos: “Todas estas son variantes de la escritura en primera persona –lo que hoy denominamos ‘escrituras del yo’–”; en la página 147 leemos: “Los autores escogidos para practicar lo que hoy día conocemos bajo la denominación de ‘lectura intensiva’ son cuatro”; en las páginas 155-156 leemos: “[…] no se trató tan sólo de una preferencia estético-literaria en favor del romanticismo que había practicado durante años, sino de lo que reconoceríamos hoy como una ‘política de género’”. En los tres casos, advertimos la misma precaución en el uso de las categorías del “hoy” para aplicarlas al siglo XIX; no creo que la prudencia esconda desconfianza hacia esas categorías, sino cierta reticencia a sumarse acríticamente al imperio de las fórmulas de moda como una coartada que eluda el rigor de las preguntas necesarias dirigidas a ese objeto; las categorías teóricas pretenden problematizar y enriquecer, pero a menudo simplifican o, peor, banalizan.
En segundo lugar, se ha dicho de Robert Darnton que es un historiador sin notas al pie; se alude, de este modo, a un discurso historiográfico que pretende superar la barrera de lectores especializados y dirigirse a un público ampliado, que pueda y quiera –ese hipotético público– demostrar interés por la historia de nuestra cultura. Algo similar se podría decir de la escritura de Batticuore, y de la relación que esa escritura establece con sus fuentes, como si estuviera muy segura de su archivo, como si nos dijera, hay acá documentos, cuadros, cartas, imágenes en distintos formatos que revelan un esforzado y tenaz trabajo de investigación; no tengo por qué hacer ostentación de mis hallazgos, no exhibo, no necesito exhibir su pertinencia ni su eficacia; prefiero situarme, más y mejor, en la curiosidad del lego que en la suficiencia del académico.
En tercer lugar, quiero remitirme a algunas precisiones que el sociólogo Pierre Bourdieu ha expuesto en Homo academicus. Al analizar estas zonas grises donde se escenifican pujas disciplinarias, Bourdieu tiene páginas admirables que registran la tensión entre prosas de pretensión científica –y las normas que deben respetar para producir el “efecto ciencia”– y prosas que privilegian la construcción de estilo. Dicho de un modo más llano: un consolidado lugar común identifica, por un lado, a los sociólogos y a los historiadores con textos rigurosos, que cuentan con el tranquilizador respaldo de una jerga poblada de tecnicismos, pero a menudo mal escritos y casi siempre tediosos al momento de leerlos; y por otro lado, a los humanistas, que confían en la eficacia de su prosa, pero que en esa misma confianza suelen desnudar sus pies de barro, su falta de rigor, su derrape hacia el mero ensayo de opinión. Y es precisamente en ese cruce donde se pone de manifiesto la tercera virtud de este libro, en el atinado equilibrio entre escritura y rigor científico; una prosa hospitalaria que en ningún momento flaquea en la precisión ni se engolosina de narcisismo.
La cuarta virtud se pone de manifiesto en un breve comentario del prólogo: “Acaso este volumen sea también un modo de explorar aspectos cruciales de la cultura argentina a través del pasado y de las relaciones de género, así como también un modo de volver al siglo XIX para entender un poco más el XXI, y un modo de visualizar los lazos que articulan palabras e imágenes, antes y ahora” (p. 16). Una lección que este libro escenifica y que muchos aprendimos hace tiempo: ante tantos debates vacíos sobre el estado actual de la lectura, ante tantos artículos mediocres (en los que se entrevista a dos libreros, a dos maestras y a cuatro adolescentes), volver al pasado para entender el presente es tomar conciencia de que muchos procesos son de tiempo largo, y que las razones que pueden explicar un presente que a menudo nos sume en la perplejidad hay que buscarlas en las certidumbres de la historia y en la densidad de una reflexión seria, documentada, sobre nuestro legado cultural.
José Luis de Diego
IdICHS-UNLP/CONICET