Michel Foucault,
El discurso filosófico,
Buenos Aires, Siglo XXI Editores,
Argentina, 2025, 314 páginas.
El discurso filosófico es la traducción al español del
manuscrito que, en 2023, se publicó en Francia por Seuil/Gallimard gracias al trabajo de edición de Orazio Irrera y Daniele Lorenzini. Forma parte
del conjunto de textos que –como el Nietzsche, el próximo volumen sobre
el curso de San Pablo, y otros aparecidos desde 2018 con el cuarto tomo de Historia
de la sexualidad– comparte con notas de lectura, borradores, conferencias y demás inéditos las más de 100 cajas del archivo
Foucault adquiridas en 2013 por la Biblioteca Nacional de Francia. Otros textos de ese fondo están en manos de Vrin
y Flammarion, que vienen de editar, por ejemplo, sus
entrevistas radiofónicas.
Son bien conocidos los
argumentos generales que, a favor y en contra, se pronunciaron sobre la elusión
de la indicación expresa de Foucault de que no quería publicaciones póstumas. En
el caso de este conjunto de inéditos, la disposición editorial ha sido publicar
escritos que guarden algún grado de autonomía, que contribuyan a clarificar
nociones del vocabulario foucaultiano y que puedan
ser presentados a sus lectoras y lectores de manera coherente. Este texto se
inscribe, así, dentro de las nuevas lecturas que abre el archivo Foucault,
promovidas por la letra escrita ahora editada y que avivan algunos de los usos
más establecidos (de la biopolítica por la vía
italiana a la gubernamentalidad por la vía
anglosajona).
La traducción al
español se publicó en la serie Fragmentos foucaultianos,
dirigida por Edgardo Castro en la editorial Siglo XXI, y lleva la impronta del
traductor de los cursos, Horacio Pons. De modo que este volumen es producto de
una doble operación: la edición de un manuscrito autógrafo que Foucault numeró
en poco más de 200 páginas y que no había sido concebido como libro, y su
traducción al español. La operación es visible en la decisión editorial de mantener las marcas del
manuscrito: se han respetado vaivenes, tachaduras, enmiendas, palabras
faltantes o de difícil lectura subsanadas entre corchetes o con reposiciones
conjeturales. No lleva la clásica bibliografía, sino que glosa un aparato
erudito de notas insoslayables que introducen contextualizaciones, referencias,
claves de lectura, asociaciones y desplazamientos. A diferencia de la versión en francés,
esta edición incluye un prólogo de Francisco Vázquez García y organiza los 15
capítulos en tres partes.
Ambas llevan un anexo con extractos de las notas en
cuadernos que acompañaron la escritura (suerte de “diario intelectual”), un apartado interpretativo elaborado por Irrera
y Lorenzini y dispuesto al final (“Situación”), un
índice de conceptos y otro de nombres. Todo eso suma desafíos a la lectura de un escrito por sí mismo
complejo, y acierta, al mismo tiempo, en favorecer el diálogo con Foucault y
con sus editores.
Por lo que sabemos, el
escrito fue iniciado en el verano de 1966, en la residencia familiar de Vendeuvre-du-Poitou, antes de que Foucault se trasladara a Túnez. Es,
entre otras posibilidades: un diagnóstico sobre el discurso filosófico dentro
del que nos encontraríamos; un análisis arqueológico de la filosofía
occidental, de Descartes a Nietzsche, pasando por Kant; una exposición
metodológica sobre cómo pensar el pensamiento; la formulación de qué es la
filosofía para Foucault.
Aquí Foucault dice que la
filosofía es un discurso –esto es, a diferencia de la filosofía analítica, las cosas dichas en una época determinada–,
que su tarea actual es el diagnóstico y que la arqueología se propone describir
ese discurso. Al hacer eso, escudriña críticamente la representación de la
filosofía como saber universal o entidad suprahistórica, como revelación de la verdad, desvelamiento
del sentido y redención de la humanidad, como discurso de todos los discursos: descoloca a la filosofía de un supuesto
lugar superior o último en relación con el saber y la resitúa tan solo como un
discurso más, en relación con otros y con sus propias condiciones de
materialidad. Lo hace
atravesando niveles de análisis arqueológico, con sus mutaciones y
articulaciones internas que desarman la quimera filosófica occidental, al menos
desde Descartes: para romper con las consideraciones tradicionales sobre la
filosofía, la historiza radicalmente.
Los capítulos de la
primera parte (“La filosofía y los otros discursos”) están destinados a
analizar el surgimiento del discurso filosófico que conocemos y que se
estabilizó en el siglo xvii con
Descartes, cuando una reorganización discursiva general hizo de la filosofía
una figura singular y aislable de otros tipos de discurso a los que estaba anudada (el científico, el ficticio, el cotidiano y
el religioso). Describe, así, el discurso filosófico tal como queda conformado
tras esa mutación, con sus propias funciones, redes teóricas, tareas y
coacciones. Su papel principal es el diagnóstico del presente: un diagnóstico, en tanto su tarea es la de “reconocer, en algunas
marcas sensibles, lo que pasa. Detectar el acontecimiento que persiste en los
rumores que ya no oímos, porque estamos muy acostumbrados a ellos. Decir lo que
se deja ver en lo que se ve todos los días. Sacar a la luz, de súbito, la hora
gris en que nos encontramos. Profetizar el instante” (p. 27); diagnóstico del
presente en la medida en que, “si se [la] compara con [la] de los exégetas y
los terapeutas, sus ancestros y padrinos, la labor del filósofo parece ahora
muy ligera y discreta, delicadamente inútil: el filósofo debe decir tan solo lo
que hay […] lo que significa ‘hoy’” (pp. 30-31). Ese “ahora del discurso”,
o la tríada del “yo-aquí-en este momento” (su situación enunciativa, sus condiciones presentes, su propia
realidad) lo abre a una
continua reactualización.
La principal modificación
interna de ese discurso tiene lugar con Kant, cuya obra –escribe Foucault–
constituye “el centro de gravedad de la filosofía occidental entera” tal como
se instauró en los siglos xvii y xviii: implica, tras la destrucción de
la metafísica –cuando Dios, el alma y el mundo dejaron de ser objetos
(referencias exteriores y estables) para la filosofía y pasaron a ser elementos
funcionales dentro de su discurso– la constitución de una nueva ontología a
fines del siglo xviii.
La filosofía concebida
como un discurso autónomo tiene, para Foucault, una vida de 300
años, de Descartes a Nietzsche.
En el siglo xix una nueva mutación funda el espacio de su
dispersión y conduce a nuestro
pensamiento actual. Esa
descomposición del discurso filosófico, la pulverización de la filosofía a
martillazos, se cifra en el nombre de Nietzsche. La segunda parte (“La
filosofía y su historia”) se orienta a historizar ese discurso en su forma poscartesiana, donde la arqueología se distingue de la
historia de la filosofía.
Foucault advierte primero
que las condiciones de posibilidad de su propio análisis se relacionan con esa
mutación y con la crisis y el vacío filosófico del presente que le corresponde:
“El derecho a describir la filosofía como puro y simple objeto que se ofrece a
la observación podría fundarse en el hecho histórico de que la filosofía, por
lo menos bajo la forma con que la conocemos hasta el día de hoy, está en vías
de desaparición […],, de que ya no queda, como fenómeno cultural poco menos que
inerte, sino la forma vacía de un discurso inutilizable” (p. 182). Y se propone
partir, justamente, de un diagnóstico. Nietzsche es el nombre del pensamiento
indiferenciado y anónimo, de la multiplicidad, el pluralismo, la fragmentación:
en adelante, la filosofía ya no tiene las características distintivas del
discurso singular y asible, funciona en los intersticios, hibridada con otros
discursos. Da lugar al filósofo filólogo, historiador, genealogista,
“psicólogo” (p. 190).
Desde el momento
histórico en que se puede diagnosticar la crisis de la filosofía, en el siglo xix, se hace posible el enfoque
arqueológico. La arqueología
es, entonces, la prolongación de la filosofía nietzscheana y se contrapone a la historia de la filosofía entendida como
“momento funcional” del discurso filosófico, en sus condiciones de dominio
autónomo e independiente, y cuyo papel ha sido el de homogeneizar otros
momentos de ese discurso (p. 170). De tal modo, esta clave históricamente situada –asimilable a ciertas formas de la
historia intelectual–, no es aquella de la historia de las mentalidades y la
historia de las ideas, “hecha de una continuidad de causas y efectos, […]
determinaciones profundas y [que] va de un origen opaco a la claridad de un
horizonte que siempre retrocede”, sino la del “juego de las discontinuidades”
que reconoce los intersticios y la heterogeneidad (pp. 172-173).
La última parte (“La
filosofía y el archivo”) corresponde a una reflexión metodológica en la
que introduce nociones nuevas y elabora otras muy poco usadas en su producción
anterior (“archivo”, “archivo-discurso”, “archivo integral”). Es, de algún
modo, un primer esbozo del estudio del método que dará lugar a La
arqueología del saber y, probablemente, la menos precisa en las
definiciones (por ejemplo, el
archivo-discurso que parecía conducir a Descartes en los primeros capítulos, se
disemina en cronologías más amplias en estos últimos).
Con “archivo”, Foucault
designa las condiciones de posibilidad que en cada cultura permiten la
conservación, el descarte o la prohibición, la selección y la circulación de
los discursos. Con “archivo-discurso”, refiere a una realidad de “doble faz”,
siempre renovada por la relación de unos discursos con otros y enmarcada en las
condiciones que en toda cultura hacen a su conservación, selección y
circulación. Conformado por relaciones complejas entre elementos diversos
(actos de habla y formas de discursos, objetos, materiales e instituciones,
modos de transcripción y sistemas) define “en una cultura, el presente, el
pasado y el futuro, lo verdadero y lo falso, lo útil y lo accesorio” (p. 226).
Claramente, cualquier ambición de totalización de la historia del
archivo-discurso es inaccesible. Está hecho de acontecimientos y rupturas, y la
disciplina que lo estudia es, justamente, la arqueología.
Finalmente, en la nueva
mutación que caracteriza nuestra actualidad, el sistema de archivo se
constituye para Foucault como “archivo integral”: una discursividad
que es preeminente, ilimitada, anónima y disociada de la subjetividad. “Parece
que nuestra cultura –escribe en 1966– emprendió la tarea de conservarlo todo en
materia de discurso” (p. 251) y ya no se trata del funcionamiento anterior de
la cultura occidental de conservar los discursos, por ejemplo, “para forjarse
una memoria”; hoy “todos los discursos tienen derecho al archivo y […] el
archivo […] solo es el espacio de yuxtaposición de los discursos” (p. 253).
En el verano de 1966,
Foucault acababa de publicar Las palabras y las cosas. En 1969
aparecería La arqueología del saber. El discurso filosófico puede
leerse como engranaje entre ambos libros. Esa línea permite encontrar en su producción, paradójicamente,
ciertas continuidades antes menos perceptibles, así como discusiones con sus
años de formación, diálogos y distancias con los temas que vendrían luego (como
el lugar dado al pensamiento griego). Queda por verse qué Foucault es ahora
aquel que conocimos, y que
ha ingresado él mismo –como le escuché decir a Edgardo Castro– en la dimensión
del archivo. Por lo pronto, este Foucault de los sesenta es uno que habla
de nuestra actualidad poshumanista y que sigue haciendo del pensamiento una
apertura insistente que lo desnaturaliza todo sin ofrecer ninguna respuesta
tranquilizadora, antes bien la posibilidad de pensar de otra manera y hacer
algo diferente.
Mariana Canavese
Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas / Universidad Nacional de San Martín / conicet