Beatriz Sarlo
(1942-2024)
Un adiós a Beatriz Sarlo.
Un no adiós a Beatriz Sarlo
¿Cómo se comienza a decir adiós? ¿Se puede
decir adiós, o es solo un hasta luego, un hasta pronto, un no adiós? Escribir
un obituario es, tal vez, una manera de decir adiós, pero puede ser, también,
un homenaje o un relato, mi relato, sobre una vida que ya terminó, pero que
continúa. Mi manera de contar esa vida es comenzar desde el final; desde un no
entender que, además de ser el gran título que Beatriz Sarlo
eligió para denominar sus “memorias de una intelectual”, es un buen punto de
partida para pensar su trayectoria como docente, crítica literaria y cultural,
desde su punto de llegada. No entender es el último libro de Sarlo, publicado después de su muerte del 17 de diciembre
del año pasado; es, por lo tanto, el libro que marca el final de su obra y que,
por eso mismo, permite pensar una obra completa. Una obra que se abre con su
primer libro de 1967, Juan María Gutiérrez, historiador y crítico de nuestra
literatura, y se cierra, con No entender, después de su muerte. Es
también el libro que, por su carácter autobiográfico, permite reflexionar sobre
cómo Sarlo se pensó a sí misma durante los últimos
años de su vida.
Siempre imaginé que no
fue un libro fácil para Sarlo, por más de un motivo.
El más evidente es el que Sarlo lo pensara como su
último libro, o al menos eso decía en algunas conversaciones y entrevistas. Tal
vez por eso, fue el libro al que más tiempo le dedicó: como se señala en la
“nota de edición”, que estuvo a cargo de Ana Galdeano,
de Siglo XXI, Sarlo empezó a escribir este libro en
2017 y lo entregó a la editorial en abril de 2024. Son siete años, un tiempo de
escritura de un libro razonable para cualquier mortal, pero no para Beatriz Sarlo, ya que esos siete años contrastan, de manera
disruptiva, con las fechas de publicación de todos sus libros. La lista de
libros es larga, pero necesaria, ya que, si se presta atención a las fechas, es
evidente que la vida y la obra de Sarlo transcurrió
mientras publicaba, en continuado, un libro tras otro, entre a1980 y 2024. Un
libro tras otro, y que los eunucos bufen, dijo Roberto Arlt;
un libro tras otro, probablemente hubiera dicho Beatriz Sarlo,
porque no se puede vivir sin escribir. En Sarlo
—basta leer los prólogos o introducciones de sus libros para comprobarlo—, se
escribe para pensar, se escribe para entender. Y por eso Sarlo
escribía siempre, en su oficina, de vacaciones, también en un bar; por eso,
llevaba consigo una libreta en la que registraba lo que fuere: una escena
callejera, una marcha política o lo que pensaba mientras escuchaba un concierto
de música o leía una novela. Se escribe para entender, o porque hay algo que no
se entiende, o porque hay una confianza en que la experiencia puede pasar a la
escritura si se escribe en el momento mismo en que se la está viviendo.
La lista de libros que Sarlo publicó entre 1980 y 2024, cuatro de ellos en
colaboración, es desmesurada, como su vida misma: Conceptos de sociología
literaria, de 1980 (con Carlos Altamirano); El mundo de Roland Barthes, de 1981; Literatura-sociedad,
de 1982 (con Carlos Altamirano); Ensayos argentinos, de 1983 (con Carlos
Altamirano); El imperio de los sentimientos, de 1985; Una modernidad
periférica, de 1988; La imaginación técnica, de 1992; Borges, un
escritor en las orillas, de 1993; Escenas de la vida posmoderna, de
1994; Instantáneas, de 1996; La máquina cultural, de 1998; Siete
ensayos sobre Walter Benjamin, de 2000; Tiempo
presente y La batalla de las ideas, ambos de 2001; La pasión y la
excepción, de 2003; Tiempo pasado, de 2005; Escritos sobre
literatura argentina, de 2007; La ciudad vista, de 2009; La
audacia y el cálculo, de 2011; Signos de Pasión, de 2012; Ficciones
argentinas: 33 ensayos, de 2012; Plan de operaciones, de 2013; Viajes,
de 2014; Zona Saer, de 2016; La intimidad
pública, de 2018; La lengua en disputa, de 2019 (con Santiago Kalinowski); Clases de literatura argentina, de
2022; Las dos torres, de 2024.
Son veintiocho libros,
publicados cada dos o tres años. A veces, un libro por año. Veintiocho libros
sobre literatura y sociedad; sobre diferentes procesos de modernización; sobre
literatura argentina; sobre Benjamin, Borges y Saer; sobre la ciudad y la posmodernidad; sobre viajes, la
historia reciente y los usos de la memoria; sobre la política y el mundo del
espectáculo. En otras palabras, son veintiocho libros sobre la cultura
argentina del siglo xx abordada
desde las más diversas perspectivas —la crítica literaria y la historia de las
ideas; los estudios culturales y la sociología de la literatura—, con gran
diversidad de fuentes —la literatura, los diarios y las revistas, el cine, la
música, la arquitectura, las artes plásticas, la moda—, y con la narración de
la propia experiencia: en la calle, en las marchas políticas, en un subte, en
ciudades extranjeras, en un shopping o en las islas Malvinas.
No entender, en cambio, le llevó a Sarlo siete años de escritura. Fue tanto el tiempo
que le dedicó, que escuchó la revisión de sus últimas galeras estando ya
internada en el sanatorio a finales de 2024. Es un libro póstumo, aunque Sarlo no lo pensó de ese modo —no es la Autobiografía
de Victoria Ocampo, que fue póstuma porque así lo decidió la misma Victoria Ocampo—,
sino que es un libro que termina una obra, que termina porque la vida misma se
termina. No hay más vida para continuar escribiendo, y porque no hay más vida,
el libro, y la obra de Sarlo, terminan con un
gerundio. Leemos en su último párrafo: “El pasado como mancha: alejarse de él,
llegar al punto de no retorno. La muerte. Pero antes hay un deseo que es
imposible no cumplir. Entonces, sigo escribiendo”.
“Entonces, sigo
escribiendo” es la última oración del libro. Notablemente, Sarlo
elige el presente del indicativo y un gerundio, que
es la forma verbal de una acción que continúa, una acción en curso, para cerrar
ese curso de la escritura y llegar a ese punto de no retorno, que es la muerte,
prolongándolo hasta el presente, más allá de la muerte. Es el último libro,
pero no, entonces. Porque continuó escribiendo hasta la muerte, como
efectivamente lo hizo, aunque fuese en una servilleta de papel.
No
obstante, este libro no fue difícil solo porque lo pensara como su último
libro. Creo que también lo fue porque Sarlo se impuso
el arribo pleno a la primera persona. En numerosas oportunidades Sarlo ya había reiterado, como reitera también en este
libro, que “hay que ganarse el derecho a la primera persona […] ¿Quién soy yo
para decir yo?”. Y este libro, un libro de memorias, una autobiografía —que
basta leer para descubrir que está muy lejos de serlo—, imponía, por
definición, la primera persona. Por eso, Sarlo
comienza con una pregunta: “¿Será posible que yo escriba mi propia historia?”,
una pregunta que bien podrían ser dos: ¿es posible contar la propia historia?;
¿es posible que sea yo, Beatriz Sarlo, la que la
escriba? Y no: no fue posible que Sarlo escribiera su
propia historia, sino solo partes de su historia, a veces desordenadas, que,
como en un collage o en una pintura vanguardista, la descomponen en fragmentos
que describen escenas de infancia y adolescencia, exploran emociones, relatan
anécdotas distantes en el recuerdo o expresan epifanías de súbita comprensión o
incomprensión absoluta. Aun así, con fragmentos y en desorden, Sarlo sabía que el intento de escribir la propia historia
implicaba el desafío de la primera persona. Por eso, aclara: “Siempre me resistí a la primera
persona autobiográfica, que incluso en mi libro de Viajes queda esfumada
entre una tercera y una primera, pero del plural, un ellos y un nosotros con
los que se entreteje”.
La
historia de cómo ganarse esa primera persona es, para Sarlo,
larga y sinuosa. En los libros y artículos de los años ochenta y comienzos de
los noventa, la primera persona aparece solamente en los prólogos, las notas al
pie o las introducciones. En los años noventa, algo cambia cuando Sarlo escribe notas periodísticas para la revista Página/30,
que son las notas que están en la base de los dos libros que marcan el primer
punto de inflexión de su obra: Escenas de la vida posmoderna, de 1994, e
Instantáneas, de 1996. Estos dos libros cierran lo que se podría
denominar el gran momento de invención y consolidación de un nuevo modo de leer
y pensar la literatura argentina del siglo xx,
que es el que conforman sus libros El imperio de los sentimientos, Una
modernidad periférica, La imaginación técnica y Borges, un
escritor en las orillas. Estos cuatro libros construyen un modo de leer
totalmente novedoso en el cruce de la crítica y la investigación literarias, la
sociología de la cultura, la historia de los intelectuales, las artes plásticas
y la arquitectura. Muestran que pensar la literatura argentina no es solo leer
y analizar una novela, un cuento o un poema, sino que es ponerla en diálogo o
en tensión con su presente literario y político de enunciación, con los
lectores que esos textos imaginan, con los editores que transforman esos textos
en libros, con los diarios o revistas en los que circularon o fueron leídos,
con las instituciones y ámbitos de pertenencia de quienes los escribieron, con
la crítica y la tradición literaria, con la angustia de las influencias y las
afinidades electivas.
En cambio, Escenas de
la vida posmoderna e Instantáneas inauguran otro método de trabajo
que es el de Beatriz Sarlo como crítica cultural: el
que combina, por un lado, sus lecturas principalmente de Walter Benjamin y Roland Barthes, de quienes aprende a calibrar una mirada
microscópica, para mirar de cerca y en detalle, y captar así escenas del
presente desde el lugar más próximo posible; por otro, los instrumentos que
provienen de la crítica literaria. Este método de trabajo comienza en los años
noventa mirando de cerca dos de sus escenarios fundamentales —los medios
audiovisuales y la reconfiguración del espacio urbano—, y hace necesaria una
primera persona que, en primer lugar, mire las pantallas, juegue los nuevos videogames, camine la ciudad, recorra los shoppings
o los locales de juegos y que, después, narre esas experiencias. Por eso, dice Sarlo en el prefacio a Instantáneas: “fue inevitable
que este libro tuviera un acento personal”.
Desde ese momento, Sarlo se va permitiendo, de a poco, el uso de una primera
persona que, en Tiempo presente, de 2001, y, sobre todo, en las crónicas
que escribe para la revista Viva, de Clarín, entre 2004 y
2007, pasa a ocupar uno de los principales centros de la escena. En esas
notas periodísticas que tanto escándalo produjeron en la comunidad académica, Sarlo hace, por lo menos, tres grandes movimientos: el
primero y más característico del género crónica es narrar y describir escenas
de la vida contemporánea captadas en la inmediatez del puro presente. El
segundo es volver sobre algunos de los temas que habían sido centrales en sus
investigaciones, como la educación pública, los cambios en los modos de leer,
la pobreza urbana, el impacto de la tecnología en las costumbres populares,
pero dirigidos, esta vez, a un público ampliado. Y el tercero, que es lo
realmente nuevo —que reaparece después tanto en Viajes, como en No
entender— es la narración de sus recuerdos de infancia, el relato de sus
viajes, la recuperación de las voces y las lecturas de su niñez y juventud. En
un punto, estas notas de Viva están en el cruce de Arlt
y Borges: del Arlt escritor de las “Aguafuertes
porteñas” Sarlo aprende el salir a la calle a buscar
una nota, la velocidad en captar una escena o escuchar un diálogo ajeno y,
sobre todo, un tono coloquial que habilita el diálogo directo con sus lectoras
y lectores: si las cartas de lectores, cuenta Arlt,
desbordaban su escritorio en la redacción del diario El Mundo y le daban
temas sobre los que escribir, los mails de las lectoras y los lectores de Viva
irrumpen en la casilla de correo de Sarlo abriéndole
un diálogo antes impensado con un público que desconocía. De Borges,
increíblemente, Sarlo aprende que el irresponsable
juego de un tímido que se animó a escribir sus primeros relatos en el
suplemento cultural de un diario sensacionalista como Crítica, y no en
las páginas de La Nación o de Sur, se juega a la vista de
todas y todos, en un diario masivo y no en una revista cultural o académica;
que el relato de la propia vida es la carta robada cuya clave no se ve porque,
como en “El impostor inverosímil Tom Castro”, su propia luz hizo de máscara.
Entre Arlt y Borges, es la primera persona de Beatriz
Sarlo la que camina la ciudad, se interna en un
locutorio, escucha las conversaciones de la mesa de al lado en un restaurante,
asiste como espectadora a una ópera en el Colón o un espectáculo de jazz
callejero, comenta el último libro que leyó, observa a quienes viven en la
calle o venden estampitas en los subtes. Y es esa primera persona la que
también recuerda las vacaciones de infancia en Deán Funes, el impacto de conocer
el mar a los 16 años, el primer viaje a París, a Estados Unidos, a la
cordillera, a Jujuy, Catamarca, Cochabamba, Colón, Bolivia.
Este avance de la
primera persona fue gradual: si se leen sus libros en un continuado, vemos cómo
avanza y retrocede; se esconde detrás de otras voces, como sucede en la primera
persona de la maestra en el primer capítulo de La máquina cultural
(1998) ; pero, sobre todo, avanza: en La pasión y la excepción
(2003), el punto de partida es el impulso autobiográfico lo que la lleva a
asumir sin prejuicios la primera persona y volver, también sin prejuicios, a su
propia vida, como dice en el prólogo: “Hay razones biográficas en el origen de
este libro y conviene ponerlas de manifiesto. Formo parte de una generación que
fue marcada en lo político por el peronismo y en lo cultural por Borges. Son
las marcas de un conflicto que, una vez más, trataré de explicarme”. En La
audacia y el cálculo (2011), a la primera persona y la mirada microscópica
suma, como explícito procedimiento de historiadora cultural del presente, la
descripción: “para entender hay que describir: captar un hecho en sus aspectos
menos previsibles, sobre todo, descubrir los detalles, el revés de las
generalizaciones y de las ideas recibidas”.
Aun así, la incomodidad
de la primera persona persiste en su último libro y se traduce en la
contradicción que se anuncia en la primera portadilla de No entender.
Dice Sarlo: “No es un libro de recuerdos. Es un libro
de recuerdos. Entre estas dos proposiciones se moverá el texto”. Se podrían
agregar proposiciones parecidas: es un relato autobiográfico, no es un libro
autobiográfico; es una autobiografía, no es una autobiografía. Lo cierto es que
su título dice que son las “memorias de una intelectual”, pero no son las
memorias de una intelectual porque, como también aclara en la portadilla, el
libro describe, narra y se detiene, arbitrariamente, en personajes o episodios
que Sarlo considera fundamentales en la formación de
una intelectual. No son, entonces, las memorias de una intelectual, sino las
memorias de la formación de una intelectual.
Desde el comienzo, el
libro exhibe las decisiones que Sarlo tomó con
respecto a lo que quedará afuera: no habrá “ningún sentimentalismo cheap”, ni “efusiones subjetivas”, ni “nostalgia
nebulosa”. “Todo es duro y nítido”, aclara. No entrarán ni la política, ni el
feminismo, ni la sociedad y la cultura: “Nada de mi vida política ha pasado a
este libro […] No voy a contar esa historia en este libro”; “En este libro
tampoco entra el feminismo”; “Sociedad y cultura. […] Tampoco hablaré de ello
en este libro. Ya se ha insistido bastante en que esa perspectiva, la de
sociedad y cultura, es la única que conozco”.
Ni
sentimentalismo, ni nostalgia, ni política, ni feminismo, ni sociedad y
cultura. Lo que Sarlo no aclara, lo que no dice, lo
que esconde, es que estas memorias de una intelectual dejan afuera, además de
sus intervenciones políticas, todo aquello que hizo de Sarlo
una intelectual: la docencia universitaria, la crítica literaria y el análisis
cultural. Nada de esto leemos en No entender, un libro dividido en cinco
capítulos, cuyo capítulo central, titulado “No entender”, lo parte,
literalmente, al medio. Los dos primeros están dedicados a la infancia y
adolescencia, a los lazos sociales y afectivos con familiares, compañeras de
colegio, maestras. Son, desde el punto de vista genérico, los capítulos más
clásicos de una autobiografía. Cuentan, con el estilo “duro y nítido” de Sarlo, la historia de los comienzos de una vida, en escenas
que se suceden con descripciones minuciosas y fragmentarias que son
abruptamente interrumpidas por el tercer capítulo, “No entender”, que cambia el
tono y anuncia el viraje que se produce en los dos últimos.
Para Sarlo,
el “no entender” es lo que vale la pena en toda experiencia artística y en todo
desafío intelectual; el “no entender” es la experiencia primera que la lleva a
proponer la resistencia estética y la opacidad del sentido como punto de
partida para todo aprendizaje. Tal vez, precisamente por eso, ese “no entender”
deja su marca en el libro, también en términos formales: en los dos últimos
capítulos se abandona la narración más o menos cronológica de una vida y se
abren paso la dispersión y los saltos temporales que recuperan escenas,
historias de amistad y de amor, algunos retratos (el de Tulio Halperin Donghi, el de Susana Zanetti, el de David Viñas, el de Juana Bignozzi)
de los años sesenta y algunos de los ochenta, y que subrayan —propongo como
hipótesis— el no entendimiento de toda una vida. O, para decirlo en otras
palabras, la imposibilidad de narrar las memorias de una intelectual, que
necesita dejar afuera lo que efectivamente entendió.
Porque lo que
efectivamente entendió, mejor que nadie, pero no cuenta —porque no puede, o no
quiere o elige no contar—, es cómo ser profesora de Literatura Argentina en una
universidad pública durante dieciocho años e intervenir, desde el aula, en la
formación del denominado “canon Sarlo” de la
literatura argentina; cómo fue la experiencia de dirigir una de las principales
revistas culturales argentinas, como Punto de Vista, entre 1978, años de
dictadura, y el 2008, cuando decidió cerrarla en su número 90; qué significó el
pasaje de ser docente universitaria e investigadora del Conicet para
convertirse, después, en periodista y ganarse la vida escribiendo en diarios y
revistas; y principalmente cómo ser, cómo es ser, cómo fue ser, la intelectual
más admirada y temida y también odiada de la Argentina durante décadas. Cómo
fue ser Beatriz Sarlo; qué significó para Beatriz Sarlo ser quien era.
La promesa no cumplida
de un título en el que se prometen las “memorias de una intelectual” puede
enojar a quienes leen el libro, como le sucedió a Daniel Link, quien publicó
una carta dirigida a una Sarlo ya muerta, en el
diario Perfil del 7 de marzo de 2025, para reclamarle todo lo que falta.
Dice Daniel Link: “esperaba de tu libro muchas más ‘revelaciones’ que las que,
en definitiva, terminás entregando”; “No dedicás ni una página a tu experiencia
en la Facultad de Filosofía y Letras y muy pocas a tu relación con la
literatura argentina”; “De tu pasado seleccionás fragmentos que carecen de la
intensidad y el poder de evocación de Viajes”. Un Link, triste y
enojado, que cierra su carta diciendo: “Te extraño, Beatriz. No sos vos la de
este libro”.
Lo que a Daniel Link o a
otros lectores puede enojar, y con razón, es, en cambio, lo que me gusta de
este libro, porque el desafío de entender quién fue Beatriz Sarlo
queda abierto. Sarlo decidió no darnos la respuesta
de quién fue y qué significó ser una de las intelectuales más importantes del
siglo xx y también del siglo xxi. Y como la gran docente y directora
de tantas investigaciones que fue, nos devuelve, a quienes leemos el libro, la
pregunta, y nos impulsa a tratar de entenderlo.
El legado de veintiocho
libros, cientos de prólogos, estudios preliminares, artículos periodísticos,
entrevistas, intervenciones en radios y programas televisivos, es más que
suficiente para empezar a entender qué significa ser una intelectual argentina,
que eligió, como reitera varias veces en su libro, quedarse en la Argentina,
pudiendo vivir en otro lado. A ese inmenso legado de textos escritos e
intervenciones públicas, se suma la intensa cantidad de relatos sobre Beatriz Sarlo. Si algo se le reconoció, de manera unánime, en las
redes sociales, en los pasillos de una facultad, en las mesas de café, con
admiración o con desdén, es que Sarlo “ponía el
cuerpo”. Es quizá la zona menos previsible de la impronta de David Viñas en la
imaginación política de Sarlo. Porque Sarlo, como los personajes situados del Viñas novelista,
“pone el cuerpo”. Asiste a las manifestaciones públicas, aun cuando su
presencia no fuera bienvenida (como sucedió en el acto de Hugo Chávez en Ferro
o en el funeral de Néstor Kirchner). Enfrenta a los panelistas de 678 o
sube al escenario de la Biblioteca Nacional para despedir a Viñas, ante la
mirada desconfiada de muchos integrantes de Carta Abierta, que sesionaba en la
biblioteca. Si Sarlo nos enseñó a analizar los modos
en que los mecanismos del mundo del espectáculo pasaron a la política, nos dio
también las herramientas para estudiar su propia presencia en la televisión y
analizar cómo esos mismos mecanismos del mundo del espectáculo pasaron a su
intervención intelectual, no por escrito, sino poniendo el cuerpo. Por ejemplo,
a comienzos de los años noventa, en una entrevista televisiva, Jorge Lanata le reclamaba a Sarlo que
fuese más sencilla en sus explicaciones, y Sarlo le
respondía que no se podía simplificar lo que era complejo; sin embargo, conocemos
sus gestos de diva ofendida y sacándose el micrófono cuando se retira en vivo
del histórico programa televisivo Los siete locos, de 1997, cuando
confronta con Viñas; la vimos explicándole la obra de Juan José Saer a Alejandro Fantino y
escuchamos el slogan reiterado en ringtones e
inscripciones de remeras que decían: “Conmigo no, Barone”.
Si no entender —dice Sarlo— “puede producir con
fortuna el reconocimiento de lo que falta para entender [y] abre un paisaje
nuevo porque obliga a mirar en otras direcciones”, hay un mundo de preguntas,
temas y escenas que podemos investigar si queremos entender qué significa ser
una intelectual en la Argentina. O quién fue Beatriz Sarlo.
No
entender invita, entonces, a leer o releer la obra de Sarlo
desde otra perspectiva. Leer o releer, por ejemplo, su estudio sobre el cuerpo
de Eva Perón y la construcción de la imagen pública de ese cuerpo en relación
con el mundo del espectáculo, de La pasión y la excepción, en diálogo
con la mirada fascinada de la niña que no solo miraba sus fotografías y sus
collares y sus atuendos similares a los de una modelo o una actriz, que no solo
recibe los regalos de Navidad de la Fundación Eva Perón cuando estaba internada
en un sanatorio a los ocho años, sino que participa de una competencia nacional
de escritos sobre Eva Perón a los once años y gana una mención en ese
concurso. Leer, o releer, sus lecturas sobre Don Segundo Sombra y la
utopía rural de Ricardo Güiraldes a partir de su propia experiencia en los
campos de Deán Funes, cuando montaba a caballo, aprendía a cebar mate o
acompañaba a su padre al almacén de ramos generales del pueblo. O a entender,
de otro modo, la obstinada recurrencia de muchos de sus temas de investigación:
la escuela pública en relación con esa madre y esas tías maestras y directoras
de escuela; el peronismo en la tensión familiar de un padre furiosamente
antiperonista y su tío militante de forja;
los malentendidos culturales en el cruce de clases entre una niña proveniente
de un hogar con bibliotecas, pero con poco dinero, y sus compañeras de familias
aristocráticas.
Y, sobre todo, a
comprender el objetivo de convertirse en una intelectual, “una palabra, leída
al pasar en el diario El Mundo”, que le dio, a esa niña, el nombre de lo
que de-seaba ser, aunque ignoraba qué debía hacerse
para recorrer ese camino abierto por palabras cuyo significado era el primer
enigma: “Nadie pudo aclararme qué era un intelectual; abundaron falsos o
aproximativos sinónimos, entre los que prevaleció el de escritor; pero la
diferencia en el uso de una palabra y otra era tan evidente como inexplicable.
Al elegir ser, en el futuro, una intelectual, enunciaba un de-seo, pero no
sabía definirlo. Esa palabra, sin embargo, terminó por trazar mi ruta sobre un
mapa: tenía que ser culta y saber escribir para llegar a intelectual.
Alcanzaría esa condición por mis esfuerzos, no simplemente por mis cualidades.
Cuando comprobé que Sartre era bastante feo, y no pude decidir si Simone de Beauvoir lo era, me tranquilicé sobre el aspecto de los
intelectuales, que al parecer no planteaba problemas”.
De más está decir que la
“escuchimizada”, “la que se hacía la moderna”, la insoportable a quien “había
que bajarle el copete”, la que no entendía nada, no tuvo los problemas que tal
vez imaginaba para convertirse en una de las grandes intelectuales argentinas.
De más está decir que, si no fue posible que Beatriz Sarlo
escribiera su propia historia, podemos escribirla, porque esa historia está en
el futuro. Y no entender es su primer desafío.
Sylvia Saítta
Universidad de Buenos Aires / conicet
Ciudad de Buenos Aires, 16 de junio
de 2025