Arno Joseph Mayer

(1926-2023)

 

 

“Queridos luxemburgueses…”. Tras la inquietante invasión alemana del 10 de mayo de 1940 a Luxemburgo, el saludo inicial que desde el exilio la duquesa Carlota dirigió a sus compatriotas por la radio de la bbc se convertirá en todo un emblema. Pero en la madrugada de aquel mismo día, mientras el temible espectáculo de la Wehrmacht también avanzaba por Francia y por los Países Bajos —todo un despliegue simultáneo de carros blindados, aviones y lluvia de paracaidistas—, una familia judía, como tantas otras, solo atinó a subir a su Chevrolet de dos puertas y escapar a toda marcha del Gran Ducado. En aras de refugiarse en Francia, Carlota ya lo había hecho el 4 de mayo con el príncipe consorte, sus seis hijos y cinco ministros. Por su parte, la intención de la familia de Franz e Ida Mayer era conducir rápidamente a tierra francesa y también resguardarse allí, pero nada salió como esperaban. Carlota terminó su periplo en Inglaterra junto con su gabinete y envió a su familia a Estados Unidos, pero los Mayer, con las tropas alemanas en pleno ataque, se encontraban en un escenario muy delicado. Al pasar por Verdún, fueron sorprendidos por un primer bombardeo, pero el espanto no los amedrentó: siguieron su camino por Troyes, Avallon, Cannes, Montpellier y Bagnères-de-Bigorre esquivando las rutas que ametrallaba la fuerza aérea alemana. Poco después, tras la definitiva rendición de Francia el 14 de junio, decidieron ir a España a través de la comuna francesa de Hendaya, pero la guardia fronteriza se los impidió. Tras descartar un peligroso cruce por los Pirineos, prefirieron dar marcha atrás y dirigirse hasta Marsella pese a que ya estaba controlada por el régimen de Vichy. Tras casi medio año de peripecias, allí consiguieron billetes para cruzar el Mediterráneo, viaje que realizaron durante la noche del 19 al 20 de octubre con rumbo a Orán, en la Argelia francesa. Desembarcaron y, apresuradamente, subieron a bordo del ferrocarril transahariano con dirección a Casablanca, pero al llegar a Oujda, ciudad marroquí fronteriza con Argelia, los obligaron a descender: no tenían los visados marroquíes. Tras una semana en esa ciudad y asistir con cautela a los oficios de Yom Kipur en una sinagoga local, siguieron camino hasta Rabat, donde las autoridades los obligaron a quedarse. Pero había que llegar a Casablanca. Finalmente, lo consiguieron en noviembre: un primo lejano del padre de Franz que vivía en Alabama contactó al congresista demócrata Frank Boykin y así lograron obtener los visados de inmigración norteamericanos. En enero de 1941, solo Franz y su hijo Arno de catorce años arribaron a Nueva York: su hija Ruth aún hubo de convalecer en Marruecos luego de contraer la fiebre tifoidea. Tras una milagrosa recuperación, pocos meses después llegó con su madre a Estados Unidos.

Sin embargo, la familia nunca estuvo completa: cuando prepararon su huida, los padres de Ida se habían negado a salir de Luxemburgo y fueron deportados al campo de Theresienstadt. Berthold no logró sobrevivir, pero su nieto Arno, nunca quiso guardar esta amarga experiencia como simple recuerdo. Mucho más tarde diría: “Mi padre estaba políticamente muy informado. Lo que viví hasta ese 10 de mayo de 1940, todo aquello que había experimentado y no había comprendido, comenzó a cobrar sentido con el trauma de nuestra huida y exilio”. A tal punto fue así que Arno J. Mayer no solo objetivará ese pasado, sino que lo asimilará como parte de su obra. Con ella, terminará dando respuesta a todas y cada una de las situaciones que deparó aquel exilio y, por lo general, a contracorriente de las lecturas que ofrecerá la historiografía tradicional. A lo largo de su extensa carrera académica y casi recreando cada tramo de su vida, Mayer indagará cuatro grandes problemáticas de forma muy heterodoxa: las causas de la Primera Guerra Mundial en el marco de una nueva diplomacia, la resistencia de una aristocracia europea que durante el siglo xix se negaba a desaparecer y cuyo fin no sucederá hasta 1914, la vorágine de violencia y terror que desataron la Revolución francesa y luego la rusa, y la historicidad de la identidad judía mediante un análisis plenamente historiográfico del Holocausto y una historia crítica de Israel. Con una obra poderosa aunque no demasiado extensa, se convertirá en una referencia ineludible para la historiografía del mundo contemporáneo. Sin embargo, esa consagración solo advendría bastante tarde, tras una larga sucesión de rituales impuesta por una civilización norteamericana de la que siempre fue un crítico implacable.

Cuando en 1941 la familia Mayer logró reunirse en Nueva York, se instaló en el barrio de Washington Heights en el alto Manhattannllamado sarcásticamenteIV Reich” por la cantidad de refugiados alemanes de origen judío que albergaba—, en unos edificios muy baratos de seis pisos que había construido el gobierno durante la Gran Depresión. Mientras que Franz comenzó a trabajar con otro refugiado en la venta al por mayor de camisas, surgió la necesidad de asegurar la escolaridad de Ruth y de Arno. Si bien ella hablaba un poco de inglés, Arno aún no lo dominaba, pero logró compensarlo con su alemán, su buen francés y un mínimo de italiano y latín. Así, ambos fueron enviados al cine tres veces por semana —para “sensibilizar el oído”— y a la George Washington High School, donde Arno fue inscripto como “Joseph” frente al desconcierto que generó su único nombre en la administración de la escuela. Enardecido, exigió que lo apodaran “Joe”, pero cuando reparó en que, ante cualquier llamado de atención, eran casi diez “Joe” los estudiantes que se volteaban al unísono en señal de respuesta, pidió regresar a su nombre de siempre. Tras culminar sus estudios secundarios, Arno se decidió a trabajar en el negocio de los minerales para ayudar a su familia y no tardó en convertirse en un experto en fluorita, habitualmente utilizada como catalizador en la producción del acero. Entretanto, asistía por la noche al City College School of Business and Civic Administration de Nueva York (luego conocido como Baruch School of Business) para estudiar Administración de Empresas, hasta que, imprevistamente, en 1944 fue alistado. Se lo trasladó a la base militar de Fort Dix en Nueva Jersey, y luego a Fort Knox en Kentucky, donde lo entrenaron en una compañía de tanques medianos para la guerra blindada. En febrero de 1945 recibió la ciudadanía norteamericana, dado que, sin ella, de acuerdo con la ley de aquel momento, no podría ser enviado como soldado al extranjero. Sin embargo, cuando los oficiales comprobaron que el alemán era su lengua nativa, lo destinaron a Camp Ritchie donde formó parte de los llamados “Ritchie Boys”, un grupo de veintiocho jóvenes húngaros, austríacos, alemanes (y un texano) —casi todos de origen judío con formación universitaria—, para ser entrenados en espionaje e inteligencia de combate. Pero el objetivo, cual siniestra ironía, era enviarlos a Fort Hunt Park. Más conocido por su dirección postal, P.O. Box 1142, y situado a veinte minutos de Washington D. C., aquel lugar se veía por fuera como un club deportivo, mas sus muros y alambres de púa insinuaban otra cosa: en efecto, ya desde 1942, no era sino el campo secreto de una unidad de inteligencia donde se aislaba a todo nazi capturado. Su función era doble: por un lado, obtener información de los generales de la Wehrmacht y las SS sobre el despliegue del Ejército Rojo y, por otro, convertir a sus científicos en aliados del gobierno norteamericano para que sus investigaciones no cayeran en manos soviéticas (y, a su vez, ellos mismos en algún gulag). Mayer llegó a Fort Hunt, precisamente, cuando la guerra ya había concluido. Le asignaron un puesto solo reservado a los soldados más jóvenes conocido como morale officer: debía velar por la “moral” de todos ellos, evitando a toda costa rebatir cualquier alegato que ofrecieran los prisioneros sobre sus servicios a Hitler. Pero tiempo después, tras un inevitable altercado con algunos de ellos, que habían aludido de forma ambigua a los judíos, fue trasladado a Fort Strong, en Boston. Más tarde confesó: “Tendría que haberles dicho que se fueran al diablo, pero no lo hice. Fui un cobarde. Solo exploté una vez. Podría haberlo hecho muchas veces”. Según recuerda, todos apelaban al argumento que, cuarenta años después, utilizarían los historiadores revisionistas alemanes durante el Historikerstreit: el nazismo solo trataba de salvar a Europa del “azote comunista”. Era evidente que, para Mayer, la Guerra Fría (una coyuntura ineludible para comprender su obra) había comenzado mucho antes y en Fort Hunt. En todo caso, nada se supo sobre esta unidad de inteligencia hasta 2006, año en que se desclasificaron los documentos que probaban su existencia.1

Así pues, tras dos años en el ejército, Mayer obtuvo la baja. Gracias a la política de reinserción para los soldados, conocida como GI Bill of Rights, y pese a no haber culminado sus estudios en el City College, la Universidad de Yale le permitió inscribirse en el máster de Relaciones Internacionales y, luego, en el doctorado en Ciencias Políticas. Sin embargo, antes de continuar, decidió partir a Israel con el fin de instalarse durante dos meses en el kibutz del movimiento socialista Hashomer Hatzair: fue allí donde conoció a Martin Buber y a Ernst Simon. Sus lazos con la cultura judía fueron, no obstante, muy particulares. Su padre fue un sionista de izquierda muy activo y en 1959 regresó con Ida a Luxemburgo donde fue nombrado cónsul general honorario de Israel. Pero la familia siempre se había reconocido en un “judaísmo reflexivo” tal como Arno lo denominaba: se respetaba el bar mitzvá, celebraban el Séder de Pésaj y Yom Kipur, pero, según confiesa, “nunca encendimos una sola vela en sabbat, tampoco asistimos a los servicios religiosos los sábados por la mañana, ni observamos las leyes del kashrut. La Biblia judía era literatura: ninguno de nosotros creía que Dios le hubiera revelado a Moisés los diez mandamientos en el monte Sinaí ni que formásemos parte de un pueblo elegido. Nos guiábamos por una moral y una ética seculares, independientes de la Torá y del Talmud”.

Tras su regreso de Israel, retomó el doctorado y en 1953 defendió su tesis bajo la dirección de un historiador emigrado de Alemania, discípulo de Meinecke, Hajo Holborn, fascinado con la intersección entre diplomacia, política e ideas. Así, seis años después, Yale University Press publicará Political Origins of the New Diplomacy, 1917-1918 (reimpresa en 1964 por Meridian Books, pero con el título del epílogo original, Wilson vs. Lenin) donde, al igual que Fritz Fischer, demuestra que la política doméstica suele determinar los conflictos internacionales. Hasta 1917, la diplomacia occidental estuvo dominada por las fuerzas políticas delordenasociadas con un tipo de secretismo que no encontraba ninguna razón para informar a la opinión pública cuáles eran los objetivos de la guerra. Tras la Revolución bolchevique, las fuerzas delmovimiento” (encarnadas por los sectores más radicales y progresistas de cada expresión nacional) tomaron la delantera e impusieron nuevas reglas: debían imperar losprincipios” y no losintereses”, pero, básicamente, una “nueva” diplomacia pública, regida por la autodeterminación y el arbitraje de las contiendas con la mediación de las organizaciones supranacionales. Los “Catorce Puntos” de Woodrow Wilson y la apertura pública de los tratados secretos durante la conferencia de Brest-Litovsk devinieron, así, los newcomers de una nueva concepción de las relaciones internacionales. Pese a la fuerte base empírica, conceptual y comparativa de su tesis (siempre reivindicó el artículo de Marc Bloch sobre historia comparada de 1928), Mayer a menudo suele verse tentado, tanto aquí como en el resto de sus seis obras, a elaborar un fuerte marco teórico que, por momentos, parecería entumecer sus interpretaciones y dejar poco margen para los casos más excepcionales. Es cuando asoma, en realidad, el politólogo que practica la historia, relación que, por lo general —si bien nunca ocurre a la inversa— tiene siempre por objetivo desbaratar preconceptos en ambas direcciones. El contexto académico de Yale también contribuía con lo suyo: desde 1948, la revista World Politics se había convertido en un faro para este tipo de enfoque, en particular tras figuras como William Fox o Bernard Brodie.

En todo caso, el esquematismo de Political Origins será parcialmente remozado con su obra de 1967, Politics and Diplomacy of Peacemaking. Containment and Counterrevolution at Versailles, 1918-1919, y con Dynamics of Counterrevolution in Europe, 1870-1956. An Analytic Framework, publicada cuatro años después. Más interesado por las resistencias que por los acuerdos, en la primera explora “la dialéctica entre revolución y contrarrevolución a nivel interno y externo sobre los procesos diplomáticos” a partir de un tipo de historia que dejase atrás las perspectivas nacionales o bilaterales por un enfoque “multilateral, comparativo y transnacional”. Empero, con el “compacto” y criticado Dynamics of Counterrevolution, Mayer vuelve a la carga conceptual con una “construcción heurística”, ávido nuevamente por “establecer una tipología de las resistencias”. De allí la novedosa taxonomía que propone: reaccionarios (aquellos que desprecian el presente y añoran un pasado idealizado), conservadores (quienes defienden una estabilidad no necesariamente inmóvil) y contrarrevolucionarios (es decir, los radicales de derecha, adictos a una política de masas que, en definitiva, no es más que antirrevolucionaria y cuya pseudodoctrina “crea la impresión de que buscan cambios fundamentales en el gobierno, la sociedad y la comunidad”).

Con esta obra, Mayer cierra un primer ciclo historiográfico sumamente relevante y polémico que, de aquí en más, se caracterizará por defender los marcos contingentes y, como ha señalado Greg Grandin, un marxismo más congruente con la idea de conflicto y el Marx del 18 Brumario que con vertientes economicistas, frankfurtianas o estructuralistas. Su formidable artículo “The Lower Middle Class as Historical Problem” (1975) tal vez haya sido donde ese antidogmatismo fue más explícito. Mientras tanto, ya había puesto en marcha su carrera como profesor universitario: comenzó su andadura en la Wesleyan University entre 1952 y 1953, luego pasó a la Brandeis University entre 1954 y 1958, partió a la Harvard University donde fue profesor adjunto hasta 1961 y, finalmente, entre ese año y 1993, mantuvo su cargo en la Universidad de Princeton.

Sin embargo, podríamos decir que con La persistencia del Antiguo Régimen (1981), Mayer se lanza a un segundo momento historiográfico de gran radicalismo hermenéutico. Más preocupado por responder preguntas y romper con esquemas prefijados que por detenerse en las anomalías de archivo, se presenta con toda franqueza bajo algunas variables controvertidas: como un “ardiente genera-lizador” que propone una “historia marxista desde arriba” (aunque con la ayuda de Gramsci y Schumpeter), en base “casi exclusivamente a fuentes secundarias”. Allí plantea tres hipótesis: que las dos guerras mundiales estaban “umbilicalmente” unidas cual segunda Guerra de los Treinta Años, que la Gran Guerra fue una movilización de último momento perpetrada por los Antiguos Regímenes europeos (una expresión de su inevitable decadencia) y que, a su vez, estos fueron, a lo largo de todo el siglo xix, completamente preindustriales y preburgueses. En continuidad con su obra de 1971, presenta toda una saga para la aristocracia terrateniente europea que, cual “jinetes del apocalipsis, dispuestos a lanzarse hacia el pasado, no solo con espadas y cargas de caballería, sino también con la artillería y los ferrocarriles del mundo moderno que los acosaba”. Esta interpretación —con la cual demolía las periodizaciones tradicionales— siempre contó con mayores adeptos entre los teóricos sociales y con fuertes resistencias en historiadores de oficio como Geoff Eley, quien llegó a afirmar que Mayer “arruina un buen caso al univer-sa-li-zarlo”.2 De hecho, pese al temple audaz y disruptivo de su interpretación, la emergencia por entonces de los análisis micro, el rol de la agencia y los recelos hacia los relatos de larga duración fueron acorralando la obra en una singladura cada vez más lejana.

Pero Mayer desestimaba las modas. Tras una iconoclasia similar, con Las Furias. Violencia y terror en las Revoluciones francesa y rusa (2001), acude nuevamente al estudio comparativo e historicista en aras de —en consonancia con otros estudios como los de David Andress, Jean-Clément Martin o Timothy Tackett— desideologizar las circunstancias que rodearon al jacobinismo y situarlo en su contexto político concreto. En este sentido, Mayer busca dejar atrás la lectura furetiana y se concentra en la dialéctica revolucionaria y antirrevolucionaria, recuperando la línea de investigación que comenzó con Dynamics of Counterrevolution. Y es en las primeras doscientas páginas de Las Furias donde despliega con particular maestría un ensayo que oscila entre la historia de las ideas y la historia conceptual.

Existe también un tercer momento historiográfico, coetáneo del segundo, en el que Mayer regresa a su identidad judía para examinarla como historiador y en calidad de “judío no judío” (o de “sionista no sionista”) al estilo del gran Isaac Deutscher, otro historiador marxista y desterrado como él con quien siempre se sintió identificado. Este distanciamiento le permitirá, a fines de los años 1980, convertirse en una voz muy polémica frente a los debates entre “intencionalistas” y “funcionalistas” sobre la memoria del Holocausto, un culto del que siempre sospechó por el modo en que impide su objetivación como hecho histórico. Es por ello que con Why did the Heavens Not Darken? The “Final Solution” in History (1988) propondrá un análisis historiográfico donde combinará narración y explicación causal a través de dos hipótesis: por un lado, sostendrá que el antijudaísmo de Hitler provenía de su antibolchevismo y no al revés y, por otro, que el “judeicidio” (concepto de su cosecha) solo se precipitó tras el fracaso de la operación Barbarroja frente a lo cual debería entenderse como un subproducto de la guerra. La obra —un indudable punto de inflexión que, en 2019, Dan Stone recuperó y situó en una dirección historiográfica menos emocional y en confluencia con las interpretaciones de Gerhard L. Weinberg y David Cesarani— le valió a Mayer, en pleno Historikerstreit, algunos elogios de Pierre Vidal-Naquet o de Nechama Tec, pero durísimas detracciones de David Goldhagen, de la Liga Antidifamación (la cual en 1993 lo incluyó en la lista de los apologistas de Hitler) y hasta boicots contra su curso en la universidad.3

Podría decirse lo mismo con relación a El arado y la espada. Del sionismo al Estado de Israel (2008), su última obra, más orientada al ensayo que a la investigación, donde trazará la historia del sionismo desde el siglo xix hasta la actualidad: más allá de sus simpatías por los orígenes del movimiento, condenará sin medias tintas a Israel por haberse convertido en un Estado colonial con pretensiones de pureza racial. En el descargo que aceptó ofrecer a los estudiantes de Princeton que lo acusaron de revisionista, volvió al hecho que lo marcaría para siempre tras su destierro de Luxemburgo: “Mi punto de vista está influido por el hecho de que soy judío y, aunque no soy religioso, tampoco niego mi judaísmo. Pero también por la muerte de mi abuelo materno en Theresienstadt. Y acepto plenamente mi posición de historiador contemporáneo disidente, más crítico que servidor del poder”.

Arno J. Mayer falleció el 17 de diciembre de 2023 a los 97 años, en una residencia de ancianos de Princeton, New Jersey, acompañado por sus dos hijos.

Andrés G. Freijomil

Universidad Nacional de General
Sarmiento / conicet

 

1 En septiembre de 2008, Arno Mayer fue entrevistado por Brandon Bies y Vincent Santucci en el marco del proyecto “Fort Hunt Oral History: P.O. Box 1142”, del George Washington Memorial Parkway, junto con decenas de testigos. El audio y la desgrabación de la entrevista están disponibles en la página web del National Park Service del Departamento del Interior del gobierno norteamericano. Asimismo, en 2021, Netflix dio a conocer un documental titulado Camp Confidential: America’s Secret Nazis, dirigido por Mor Loushy y Daniel Sivan en el que se recoge otra entrevista a Arno Mayer y al dramaturgo Peter Weiss.

 

2 Geoff Eley, “The Persistence of the Old Regime. Europe to the Great War, by Arno J. Mayer” (reseña), The Journal of Modern History (Chicago), vol. liv, n° 1, marzo de 1982, p. 97.

 

3 Véase Dan Stone, “The Course of History: Arno J. Mayer, Gerhard L. Weinberg, and David Cesarani on the Holocaust and World War II”, The Journal of Modern History (Chicago), vol. xci, n° 4, diciembre de 2019.