Alejandra Laera,

¿Para qué sirve leer novelas? Narrativas del presente y capitalismo,

Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2024, 191 páginas.

Ya desde su mismo título, Alejandra Laera parece decidida a interpelar y reconfigurar nuestra forma de leer novelas mientras, a su vez, escribe un estupendo capítulo de lo que podríamos denominar una historia reciente o inmediata de la literatura argentina. Ese gesto sugiere, además, dos acercamientos diferentes a la narrativa argentina de los últimos años. Si, por un lado, es dable sospechar allí un sesgo de utilidad con relación a ciertos modos de lectura, esa misma utilidad se desvía además en aquello que la novela también suele ofrecer, es decir, una suerte de moneda de cambio entre la letra impresa y un lector, ambos situados bajo las garras de un capitalismo neoliberal y punitivo. Pero también se trata de una relación que podría enfocarse como un espejo que deforma las relaciones entre los sujetos ficticios de cada narrativa explorada. Una de las palabras que usa Laera de forma reiterada e innovadora en esta obra es “imaginación”, palabra que, si bien tiene una extensa tradición en tanto creación literaria, aquí logra diseminarla a través de diferentes teorías de la escritura poética, por ejemplo a partir de la imagination o fancy de William Blake o de Samuel Taylor Coleridge. Cabe preguntarse, entonces, ¿qué proporciona la imaginación en este nuevo contexto donde lo alegórico se vio desplazado hacia un materialismo simbólico ligado al dinero y a la utilidad fútil y no productiva? En realidad, Laera no solo quiere dar cuenta de aquel proceso de creación poética sino también reflexionar sobre el modo en que se involucran e interactúan diferentes saberes, como la economía o la sociología, con la crítica literaria, para observar de qué manera se entremezclan “opiniones personales y mediáticas, estilos y modos de vida”. Y tal es su objetivo central: ver cómo podrían conectarse de manera crítica la narrativa con el capitalismo por medio de otro tipo de imaginación literaria.

Sin embargo, “imaginar” no se reduce aquí a construir una imagen del mundo, una suerte de Weltanschauung, sino también, a componer un orden económico marcado por el desgaste y la degradación. En este sentido, esta “imaginación” también funge como una presencia ineludible de la ideología de los autores examinados dado que, como recurso, nace de un sujeto creador (tal como también lo entendía el Romanticismo) alentado, no por un mero individualismo, sino por una perspectiva plural de lo político que siempre deriva en una problemática social y colectiva. De allí que la “imaginación” se vuelva tanto diálogo como crítica: diálogo con el lector y crítica hacia el sistema de ideas imperante. A partir de esta perspectiva, Laera se acercará a una vasta serie de novelas contemporáneas argentinas publicadas en los últimos años, en las que el “discurso crítico” deviene “discurso sobre la crisis”, dos términos que comparten un mismo origen genealógico y etimológico. Es por ello que esta obra también podría leerse como una suerte de continuación de Ficciones del dinero. Argentina, 1890-2001 (2014), donde Laera colocaba el eje de la mirada crítica en consonancia con las crisis económicas. Si, como dice Jacques Rancière, la novela moderna devela una escritura cifrada del cuerpo social, en las escrituras narrativas que analiza Laera aparecerá esa misma perspectiva crítica como síntoma de nuestra contemporaneidad. Entonces, ¿cuáles son las nuevas representaciones del dinero y de qué manera su naturaleza simbólica se convierte en objeto de nuevos experimentos narrativos mediante tramas y procedimientos de la nueva novela? Para responder estas preguntas, Laera nos ofrece un virtuoso y copioso acervo de información tanto teórica como práctica y una lectura novedosa: una obra cuya estructura parece funcionar como una especie de acumulación “primitiva” y productiva que, a su vez, se opone y resiste las operaciones estériles del capitalismo financiero a través de la lentitud de lo antimoderno, tal como resuenan tras los ecos de Bruno Latour en Nunca fuimos modernos.

¿Para qué sirve leer novelas? se organiza en tres partes y una suerte de introducción teórico-crítica: “¿Qué hacer con el capitalismo hoy? Sondeos de la imaginación narrativa”, donde Laera expone los lineamientos de toda la obra, las novelas que tratará y el marco teórico de sus argumentos compuesto, entre otros, por la crítica económica de David Harvey, la crítica cultural de Mark Fisher o la ecocrítica de Carolyn Merchant. La primera parte se centra en el valor del dinero como motor de lo que denomina “relatos calendarizados”, donde tiempo y valor económico se entrecruzan con el factor político en las tramas sociales de las narraciones propuestas, tal como ocurre en Ricardo Piglia o en Alan Pauls. Podemos leer: “en Argentina, en los últimos cincuenta años, la carga temporal del dinero es tan poderosa que contribuye, también, a modelar específica y localizadamente la imaginación narrativa, tanto como exige activar las tretas de la imaginación económica para sobrevivir” (pp. 53-54). Esta afirmación se quiere extensiva al análisis del resto de las novelas en tanto que “la carga temporal del dinero” va configurando modos de resistencia y correlatos narrativos que funcionarán como contrapunto crítico de la propia historia del país y de la literatura. Y ello no significa que las novelas sean necesariamente realistas, sino que se apoyan –y volvemos a esta palabra– en una “imaginación narrativa activista” cuyos dispositivos, tanto formales como temáticos, deberían dar alternativas para encontrar formas de supervivencia, tal como también sucede con la crítica.

La segunda parte, “Trabajo escrito”, se focaliza en las relaciones entre el escritor y el marco laboral bajo un sistema que tiende a precarizar su tarea y su imaginación. Allí donde el capitalismo ve una mercancía, el escritor ve un cuerpo y una forma de resistencia. En ese aspecto, para Laera, la crítica como género literario opera, a partir de esta dicotomía, como una crítica de la economía política de la propia narración. La precariedad atañe tanto a los jóvenes trabajadores (por ejemplo, en Alta rotación de Laura Meradi) como en los autores que hacen de la escritura no solo un trabajo para subsistir, sino también un modo de resistencia a la noción misma de mercancía. Y, frente a esta situación, llegamos a la “imaginación del mercado”, la cual no solo se apropia de todo, incluso de la literatura y del arte, sino que también deforma y resignifica su valor en el ámbito donde se produce y circula. Algo que no deberíamos pasar por alto es el choque y la tensión entre dos imaginaciones que no solo combaten por un sentido, sino también por las formas de circulación de las obras. Los autores se hacen eco de estas apropiaciones y utilizan sus parámetros para poder difundir sus novelas. La tensión, entonces, es aquel extrañamiento que el mercado produce con su propia obra, es decir, como señala la autora, la “desfiguración”. Es aquí donde queda en evidencia de qué modo el espacio de lo público funciona como correlato de una resistencia tan propia de las nuevas narrativas argentinas.

Por último, la tercera parte nos propone una lectura sobre las representaciones del tiempo y las temporalidades. Frente a esta temática, la tonalidad del ensayo crítico diverge a través de dos términos que proponen nuevas maneras de pensar las narraciones: la aceleración y la desaceleración, conceptos que vinculan progreso, tecnología y capitalismo y cuyo impacto también recae en las nuevas formas de la crítica para una narrativa que intenta apropiarse y subvertir estos sistemas de interacción. En este aspecto, la imaginación ofrecerá una imagen invertida para leer estas novelas, es decir, “comprender mejor el mundo que habitamos” cuando estas funcionan como “activadores de prácticas de vida” (p. 154). Una de las maneras en que Laera efectiviza estas formas de imaginación narrativa es a través de un acercamiento a la ecocrítica, tal como ya lo señalaba Lawrence Buell en el año 1995, a través de una relación cercana entre la literatura y el medioambiente, pero, en este caso, estableciendo una nueva vuelta de tuerca frente a un capitalismo que se ha esforzado, incluso, por apropiarse de nuestra imaginación. Así, lejos de los tiempos narrativos del siglo xix, pero lejos también de los tiempos que maneja Roberto Arlt en sus novelas, por ejemplo, nos encontramos aquí con otro tiempo cronológico, de tipo capitalista y ligado al progreso y la ganancia, que se va desdibujando en una suerte de “transtemporalidad” donde el desajuste y la lentitud comienzan a tener otro valor. Titulada “Tiempo imaginado”, es en esta tercera parte donde Laera analizará el modo en que el presente se proyecta hacia el pasado o el futuro, no solo desarticulando la noción de cronología y, por lo tanto de progreso, sino también estableciendo a través de esta nueva forma de imaginación nuevas relaciones políticas con las coordenadas de acción de la narración. Recordemos que Laera ya había indagado el tópico del tiempo en un proyecto de mayor calado, así como también en su primer libro, producto de su tesis doctoral, El tiempo vacío de la ficción. Las novelas argentinas de Eduardo Gutiérrez y Eugenio Cambaceres (2004). Es allí donde aparece por primera vez este tipo de reflexión sobre una temporalidad sin referente, es decir, desligada de una obligación referencial sobre su contexto de producción como prerrequisito de la ficción imaginativa del xix argentino.

En suma, a partir de la pregunta ¿Para qué sirve leer novelas?, Laera no solo proporciona una serie de nuevas preguntas que actualizan los conflictos ideológicos y narrativos entre dinero y producción, capitalismo y narración, imaginación y aceleración, sino que, tras su respuesta, nos interpela como lectores frente al comentario crítico y frente a una acción que se activa bajo un paradigma materialista antes, incluso, de que se torne una simple especulación vacía.

Lucas Margarit

Universidad de Buenos Aires