Laura Prado Acosta,

Obreros de la cultura. Artistas, intelectuales y partidos comunistas del Cono Sur,
en las décadas de 1930 y 1940
,

Bernal, Editorial de la Universidad Nacional de Quilmes, 2023, 208 páginas.

En 1943, Raúl González Tuñón publica en Chile Himno de pólvora, un poemario que dedica en su mayor parte a los acontecimientos de la Segunda Guerra Mundial, luego de la invasión alemana a Francia y a la urss.1 Allí, incluye el poema “Saludo al partido comunista de Chile”, que, como apunta Laura Prado Acosta, también fue difundido en la prensa partidaria uruguaya:

Hermanos, hermanos, hermanos, bajo la estrella del Partido / estáis en Chile y en el mundo como un gran cuerpo repartido. / Somos internacionalistas, porque somos nacionalistas / que son el hombre y la esperanza iguales en tierras distintas. / Y bajo distintas banderas que al fin no son más que una sola, / “La Internacional” es un himno que sabe todos los idiomas (p. 198).

El poema está en consonancia con algunas de las hipótesis y de los planteos más relevantes de Obreros de la cultura. Ilumina algunas aristas de esa “zona cultural comunista” que Prado Acosta delimita en su investigación; una zona que, a través de múltiples circulaciones y rutas de agentes, ideas y obras, alcanza una dimensión regional y transnacional y cuyas fronteras, por esta razón, son lábiles y movedizas, en sentido geográfico, pero también ideológico y temporal. González Tuñón, en Chile por esos años, escribe desde las páginas de El Siglo, el periódico del comunismo chileno, sobre la guerra que sucede al otro lado del mundo y sobre los acontecimientos de su propio país; de hecho, contemporáneamente, difunde una versión en plaqueta de Primer canto argentino, que dos años después publicará en una edición de autor en la Argentina. En Chile escribe también estas loas al Partido de ese país, que luego envía para difundir en Uruguay. El recorrido de sus textos arma un itinerario intelectual que va de lo nacional a lo regional y lo internacional, no en escala ascendente sino en circulaciones y proyecciones horizontales y transversales: organiza un mapa que une Argentina, Chile, Uruguay, Stalingrado, París. El comunismo es, como dice el poema, un “gran cuerpo repartido”, un himno que se canta en todos los idiomas, es decir, traza redes de relaciones transnacionales e interregionales; conforma una “zona” que no puede pensarse, como muestra Obreros de la cultura, de manera aislada ni en términos de recepción pasiva o unilateral. Prado Acosta afirma: “Los comunismos partidarios de la región del Cono Sur no aparecen, en esta perspectiva, como desviaciones o copias infieles de un ‘tipo ideal’ de comunismo sino como parte constitutiva de una historia del comunismo en plural” (p. 27). “Somos internacionalistas porque somos nacionalistas”, escribe González Tuñón, lo que desde la perspectiva que abre esta investigación permite revisar ciertas ideas esclerosadas en torno al internacionalismo de los partidos comunistas que, lejos de constituirse en meros receptores pasivos de las directivas soviéticas, atendieron a las demandas que imponían las coyunturas nacionales y regionales, de modo que los procesos locales ya no se explican solo por la determinación de las resoluciones de los congresos de la Internacional Comunista o los lineamientos soviéticos.

Para indagar esa zona en el Cono Sur es necesaria, entonces, una mirada atenta tanto al horizonte internacional y regional como a los contextos nacionales, con sus propias idiosincrasias, en la medida en que esta “articulación entre lo local y lo extranjero” es un factor constitutivo de cualquier fenómeno cultural, y de la cultura comunista en particular (p. 33). En este sentido, que la visita de David Alfaro Siqueiros a la Argentina en 1933, estudiada con detenimiento en el capítulo 3 del libro, genere tanto revuelo y, en cambio, su estadía anterior en Uruguay haya provocado tan escasas repercusiones se explica a través del impacto de muchos factores: las coyunturas nacionales, las disputas singulares de los agentes y los grupos artísticos locales (es decir, las estrategias y posiciones propias de un determinado estado del campo cultural) y las dinámicas políticas. En un momento en que el comunismo uruguayo lidiaba contra la represión estatal, Siqueiros no pudo tener, a pesar de rol activo como gestora que asumió su compañera Blanca Luz Brum, uruguaya de nacimiento, la recepción esperada. Pero, una vez en Buenos Aires, el revuelo suscitado por la clausura de su muestra en Amigos del Arte y por los conflictos con el gobierno de Justo y la acogida de Botana, quien le encarga el famoso Ejercicio plástico, propiciaron que su figura cobrara un importante protagonismo en la prensa –entre otros medios, Contra asumió con destacado esfuerzo la defensa de Siqueiros– y otros espacios de sociabilidad cultural del comunismo.

Estas circulaciones regionales y transnacionales que Prado Acosta estudia en las décadas del 30 y del 40 resultan muy productivas también para repensar lo que sucede en los años 50. En tanto la recepción del zhdanovismo –que combustiona, en el caso de la Argentina, con la agenda de problemas que impone el peronismo–, favoreció un renovado interés del comunismo hacia las literaturas y otras expresiones culturales de las provincias: nuevamente se impone la pregunta por las tramas de circulaciones y las fronteras de la “zona”. Como en las décadas anteriores, este proceso de recepción no es pasivo, sino que posibilita que el comunismo, sin quedar atado a la copia del modelo soviético, proyecte su mirada hacia el interior del país y hacia la región, en la búsqueda por pensar lo distintivo de la cultura nacional.

Además de revelar las lábiles fronteras geográficas de esa zona, Obreros de la cultura muestra sus permeabilidades ideológicas y los diferentes grados de compromiso intelectual de los agentes y las materialidades involucrados. Esta zona “condensó”, afirma Prado Acosta, “un modo específico de articulación entre lo intelectual, lo artístico y lo político” a través de editoriales, publicaciones periódicas y agentes intelectuales y artísticos que conformaron “instancias de consagración, premios y castigos” basados en criterios ideológico-políticos y estéticos, pero también personales (las amistades y las rivalidades cobraron un rol relevante) (p. 84). A su vez, lejos de constituirse como un grupo sectario o cerrado, interactuó con los espacios políticos partidarios, pero también con el resto del campo cultural. En este sentido, Prado Acosta destaca la importancia que tuvieron no solo las redes de difusión y prensa partidarias, orgánicas, sino aquellas filopartidarias o cercanas a la órbita del partido sin formar parte de su estructura. Y, fundamentalmente, se detiene en el análisis de una figura que va a asumir un rol central, articulador, al propiciar diálogos y aperturas con otros espacios culturales: la del “compañero de ruta” –Arlt es una figura de fuerte presencia en la zona, que Prado Acosta estudia con especial atención–, que participó de los espacios de sociabilidad comunista, se comprometió con su firma en diferentes reclamos pero que se mantuvo al margen de la estructura partidaria. De este modo, el prestigio y la visibilidad de los intelectuales comunistas estarían dados por instancias de legitimación internas, pero también externas a esa “zona”. Si bien Prado Acosta señala los cambios que se producen con la posguerra, lo cierto es que sus hipótesis también abren vías nuevas para indagar los años 50. Si tenemos en cuenta, por ejemplo, que el poeta más difundido en esa década en la revista Cuadernos de Cultura, el principal órgano de difusión cultural del partido, es el santafesino José Pedroni, cercano a esa “zona” comunista, pero “sin carnet”, se impone la necesidad de volver a examinar las periodizaciones y las dinámicas que propiciaron redes de relaciones que se proyectaron más allá de los límites del Partido.

Además de cuestionar la creencia en la cerrazón sectaria de esa “zona” y examinar las modalidades de los procesos de recepción de las ideas, el libro revisa las periodizaciones más habituales de la historiografía, lo que le permite matizar algunos juicios extendidos sobre la participación de los artistas e intelectuales en los procesos políticos, y abrir el juego a temporalidades más laxas. En esta dirección, Prado Acosta relativiza la contraposición entre el obrerismo y la participación intelectual del período –de “clase contra clase”–, período al que se caracterizó por su “antiintelectualismo”. Sin desconocer las tensiones entre el enfoque obrerista y las prácticas intelectuales, ni el influjo catalizador que ejerció el cambio de línea partidaria de 1935, al fomentar la integración de sectores políticos e intelectuales más amplios bajo la bandera de la defensa de la cultura contra la barbarie fascista, Obreros de la cultura muestra que el tópico del antiguerrerismo, que adquirió fuerza en el marco de la guerra del Chaco, operó como una “suerte de llave” (p. 47) para el ingreso de los intelectuales al mundo comunista. La autora rastrea, entonces, las diferentes respuestas intelectuales a la pregunta en torno a cómo lidiar, cómo pensar la función intelectual en el marco de la lucha obrera, en un contexto partidario de sospecha al intelectual, al que se consideraba pequeñoburgués. En las décadas del 30 y 40, señala, “la sensibilidad ligada al antifascismo, el antiguerrerismo, el antiimperialismo y el obrerismo dieron forma a ese acercamiento entre intelectuales, artistas y política partidaria comunista” (p. 32).

Siguiendo estas hipótesis, Prado Acosta realiza un recorte selectivo de “escenarios y episodios significativos e intensos”, que le permiten explorar la relación entre intelectuales y política en el marco de la cultura comunista del Cono Sur. En esta dirección, una de las cuestiones que sobrevuela todo el libro es el problema de la autonomía de las prácticas que, según afirma en la introducción, necesitan complejizarse en la medida en que la “zona cultural comunista” desafía la distinción clara entre la esfera cultural y la política (p. 25). Para ello, no solo indaga la participación que escritores y artistas, devenidos intelectuales, tuvieron en acciones políticas concretas, y las respuestas que, desde sus prácticas creativas, dieron a la pregunta por esa relación, sino también la experiencia de la cárcel, el tema del último capítulo, como espacio de lucha y de producción intelectual. Algunas de las modalidades que asumió la figura del “obrero de la cultura” son estudiadas por Prado Acosta en el primer capítulo a partir de tres escenarios: el Congreso Antiguerrero de Montevideo, de 1933; los emprendimientos gremiales argentinos, y las asociaciones gremiales intelectuales creadas en Chile.

En el segundo y el tercer capítulos estudia las respuestas que los escritores y artistas plásticos ligados a esa “zona” comunista dieron a la pregunta acerca de la eficacia política de la literatura y del arte, o en otras palabras, cómo dirimieron las tensiones entre la necesidad de cumplir con una misión política, las búsquedas estéticas individuales y las demandas partidarias. En este punto, Prado Acosta muestra que no hubo un modo comunista único de “escribir” o de “pintar”, sino más bien búsquedas creativas –no siempre compatibles, muchas veces en conflicto– en las que el problema del realismo cobró especial relevancia. La reconstrucción de los debates, las polémicas y las diversas versiones singulares del realismo que, en los textos programáticos, expusieron los escritores y artistas de la “zona” hace posible mostrar que no pueden pensarse como meras adopciones acríticas de los lineamientos del realismo socialista sino, en todo caso, como apropiaciones originales, que exploraron modos posibles de vinculación de las expresiones estéticas singulares con la finalidad política, sin perder de vista las peculiaridades sociales, económicas y políticas del contexto latinoamericano –distante de aquel “nuevo mundo” que se había iniciado en la urss– y que dieron su propia coloración a las estéticas “comunistas”.

Quisiera cerrar con lo que creo que la publicación de este libro puede aportar en la actualidad, cuando “comunismo” y “soviético” aparecen como una marca del “zurdo”, enemigo público que los discursos oficiales “libertarios” y vastos sectores de la opinión pública vienen construyendo desde hace tiempo. En este contexto, la publicación de Obreros de la cultura deviene, aun con una cuota de azar (característica de todo proceso histórico), una intervención intelectual.

A comienzos de este siglo, en las palabras finales con que Claudia Gilman cierra Entre la pluma y el fusil, advierte que, tras el “proceso brutal” que va desde los años 60 a los 2000, si algo ha sobrevivido de la autoimagen que los intelectuales construyen de sí mismos es “el ideal crítico”, una “obstinación” que se conserva “casi indemne”.2 Dichas observaciones mantienen vigencia. Este libro nos orienta en esta dirección, al revelar la importancia que el comunismo –muchas veces deshistorizado, actualmente convertido en un significante vacío para señalar al enemigo de turno– tuvo en la construcción de nuestra cultura, de nuestras artes, de nuestra literatura, y sin el cual se nos pierde una parte significativa de nuestra historia.

María Fernanda Alle

Universidad Nacional de Rosario / conicet

 

1 Raúl González Tuñón, Himno de pólvora, Chile, Editorial Nueva América, 1943.

 

2 Claudia Gilman, Entre la pluma y el fusil. Debates y dilemas del escritor revolucionario en América Latina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2003.