Ezequiel Adamovsky,
La fiesta de los negros. Una historia del
antiguo carnaval de Buenos Aires
y su legado en la cultura popular,
Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2024,
286 páginas.
¿Cómo se construye un imaginario nacional?
¿Con cuántos hilos se teje la misteriosa trama de una identidad? Si la
invención de la patria se funda en el discurso de la “ciudad letrada” y en la
solemnidad de sus símbolos y ceremonias oficiales, ¿en qué medida la vivencia y
el sentimiento cotidiano de la nacionalidad también son tributarios de relatos
y representaciones acuñados en los circuitos periféricos de la cultura popular
y de la memoria colectiva?
Durante décadas,
preguntas como estas han estado en parte ausentes de las preocupaciones de
nuestras ciencias sociales, pese a que resultan ineludibles en la perspectiva
de una historia cultural de lo político o, mejor, de una historia cultural a
secas. Como investigadora que desde años estudia casi en solitario los
itinerarios y la evolución histórica del carnaval montevideano, quizás debería
circunscribir ese diagnóstico al Uruguay. Sin embargo, me animo a hacerlo
extensivo a la academia argentina y por lo tanto celebro con especial
entusiasmo la aparición del libro de Ezequiel Adamovsky
La fiesta de los negros.
En un ejercicio que
confirma la proyección de las fiestas como dispositivo fundamental para la
construcción de las naciones y sus identidades, el autor recrea la historia del
carnaval de Buenos Aires y estudia su legado en la cultura popular, buscando en
la fiesta claves interpretativas para entender a la sociedad que la
protagoniza. El resultado de esa búsqueda es una historia fascinante y
compleja, tan ambigua y ambivalente como el propio carnaval.
Entre otras miradas, el
relato revela los múltiples usos y significaciones presentes en una celebración
polisémica que no admite encasillamientos y, al dar cuenta de sus dualidades,
advierte sobre los riesgos que supone circunscribirla a la oposición binaria entre
orden y desorden, entre caos y fortalecimiento de la norma. Atento a esa
bipolaridad, el texto de Adamosvky pone el foco en la
proyección del carnaval como lugar en el que se disputa la hegemonía,
explorando los alcances de la fiesta como puesta en escena de espacios de poder
en los cuales los sujetos debaten sentidos y negocian diferentes aspiraciones
de legitimación. Todo ello en el marco del efímero “mundo del revés” que
durante tres días invierte rangos y dignidades y trastoca el ordenamiento
jerárquico del mundo mediante la fuerza liberadora del juego y de la risa.
Al indagar en las
alternativas de la fiesta y en el perfil que asumió en el Buenos Aires del
siglo xix, el autor descubre con
sorpresa la trascendencia y la convocatoria de una celebración que ocupó un
lugar central en la vida de la ciudad pero que, poco a poco, terminó
diluyéndose en la memoria de sucesivas generaciones de porteños y porteñas.
Fiesta masiva en la cual sus antepasados todos –chicos y grandes, hombres y
mujeres, jóvenes y viejos, pobres y ricos, blancos y negros, criollos e
inmigrantes– vivieron intensamente las alternativas del ritual carnavalesco y
de la infinidad de transgresiones que habilita.
Merced a un pacto tácito
de “agresión consentida” –según la definición del autor–, desde los tiempos de
la colonia y durante buena parte del siglo xix,
el juego desenfrenado con agua y con proyectiles de mayor o menor contundencia
fue promotor de las verdaderas batallas campales desplegadas a lo largo y ancho
de toda la ciudad. Con el beneplácito de muchos y la indignación de otros,
tales prácticas hicieron las delicias de una sociedad que todavía no estaba
sujeta a los rigores del posterior proceso de disciplinamiento
social y cultural. Además, para los estratos más bajos de los sectores
populares –incluidos negros esclavos y libertos que gozaron de la prerrogativa
de empapar a diestra y siniestra a amos y señores–, la permisividad instaurada
por el carnaval también representó una suerte de revancha simbólica –tan fugaz
como significativa– que se extendió a los más diversos escenarios de la fiesta:
desde los encuentros e inusuales contactos que transgredían momentáneamente los
límites de posición social, de clase, de género y de etnia en el recinto
cerrado de los bailes de máscaras, hasta las libertades en que se amparaban las
mujeres y las clases bajas para escapar a la sujeción de sus roles subalternos
en las mil instancias y escarceos callejeros habilitados por el jolgorio y el
disfraz.
Por cierto que, pese a
las contradicciones derivadas de su afición a algunas de sus alternativas, las
clases dominantes siempre recelaron de las amenazas latentes en una fiesta
potencialmente peligrosa, siempre pronta a salirse de control. Entre los
numerosos reglamentos y normativas tendientes a limitar sus desbordes, se
destaca la prohibición que rigió para el carnaval porteño entre 1844 y 1854.
Pero si resulta llamativo que la misma fuera impuesta por el gobierno de Juan
Manuel de Rosas, proverbialmente asociado a lo popular y a la visibilización de la comunidad afroporteña,
es más llamativo todavía que hayan sido las élites liberales las que
reimplantaron la celebración luego de la caída del Restaurador. Singular
indicio de las ambivalencias que confirman la naturaleza eminentemente ambigua
del ritual.
En este sentido, y merced
a los “usos políticos de la fiesta”, carnaval y oficialismo no son términos
necesariamente antagónicos. Por el contrario, dada su convocatoria masiva y su
potencial escenificación de un festejo ofrecido al pueblo desde el poder, la
versión “civilizada” y disciplinada de la celebración puede resultar funcional
al orden establecido. Dentro de esa estrategia parece inscribirse el giro
operado en 1869 por las élites dirigentes que, en lo que el autor define como
una suerte de “toma de la fiesta por asalto”, prohíben el juego con agua y
sustituyen su caos desenfrenado y nivelador por ordenados corsos y desfiles al
estilo europeo.
El experimento resultó
efímero y, hacia fines de siglo, mientras el agua volvía a las calles de la
ciudad, las clases altas porteñas tomaron distancia definitiva de una
celebración cada vez más ajena a sus pretensiones de refinamiento y
exclusivismo. Tal el entorno en el cual, con el telón de fondo de esas
transiciones, el texto de Adamovsky ilumina otros escenarios
carnavaleros. Desde esa nueva dimensión, pone el foco
en “la fiesta de los negros” y analiza, desde una perspectiva de cultura
popular, los alcances de la peculiar función nacionalizadora que cumplieron sus
comparsas en tiempos fundacionales para la conformación de un imaginario
argentino.
Si las prácticas festivas
configuran siempre un formidable vehículo de simbolización de las identidades,
esa proyección se torna aún más decisiva en el caso de sociedades aluvionales como las nuestras, donde los imaginarios
colectivos son el resultado del encuentro, la interacción y la síntesis de una
pluralidad de cosmovisiones diferentes. Atento a ese otro sentido de la
celebración, Adamosvsky sostiene que el carnaval
porteño del siglo xix “fue mucho
más que una fiesta: constituyó una arena central en la que se negociaron
diferencias y se tramitaron tensiones, […] un evento indispensable para la
forja de un sentido de pertenencia entre personas que todavía no lo tenían”.
En una ciudad en la que
hasta entrado el siglo xx la mitad
de la población estuvo conformada por inmigrantes o por hijos de extranjeros,
el carnaval se hizo cargo de semejante heterogeneidad demográfica y la gestionó
a su manera. Comparsas de italianos ejecutando fragmentos de ópera pero, en otros
casos, parodiando a los gallegos; españoles bailando la jota o hablando en
cocoliche; criollos profiriendo interjecciones guturales y burlándose de los
vascos; comparsas filarmónicas de negros que emulaban la estética y la música
europeas junto a otras que apelaban a la fiesta como espacio de legitimación
para el candombe; blancos tiznados que imitaban o se burlaban de las danzas y
los ritmos afroporteños
Si la caricatura y la sátira
también suponen una apertura al sentimiento de la alteridad compartida, aquel
universo infinitamente plural y colorido contribuyó a sellar la tácita
incorporación del inmigrante al imaginario nacional, mediante un ambivalente
mecanismo que recurre al expediente de la parodia y del estereotipo como forma
de legitimar al otro y otorgarle carta de ciudadanía.
En esa abigarrada
multitud, no faltaron los gauchos émulos de Juan Moreira que el imaginario
popular se encargó de incorporar al panteón cívico, antes incluso de que,
previo operativo de neutralización, la élite dirigente lo rescatara de su largo
ostracismo. Otro tanto puede decirse de la comunidad afrodescendiente que, a
contrapelo del discurso hegemónico que pugnó por imponer la imagen de una
Argentina blanca y europea, encontró en el carnaval un formidable escenario para
promover el encuentro entre diversas etnias y colores de piel.
Como lo ha señalado Adamovsky en más de una oportunidad, una de las
interrogantes que operó como punto partida para abordar sus investigaciones en
torno al carnaval tiene que ver, precisamente, con el estudio de las formas en
que se tramitaron los cruces y la transgresión de fronteras entre negros y
blancos en aquel contexto. ¿Cuáles son los significados que anidan en este
juego de blancos que se tiznan el rostro para parecerse a los negros, de negros
que se oscurecen más la piel para resaltar su color, de blancos y negros que
organizan comparsas mixtas y mezclan melodías e instrumentos europeos con
tambores y ritmos africanos? Sin perjuicio de otros aportes igualmente
novedosos, buena parte de la originalidad de este libro está en la agudeza con
que el autor desentraña la significación contrahegemónica
de tales prácticas y el peso que tuvo su centralidad en la formación de un
concepto de nación que desafía representaciones esenciales del discurso
oficial, blanqueador y europeizante.
Asimismo, en relación con
la simulación de negritud promovida por los blancos tiznados del carnaval
porteño –equivalente argentino de los “lubolos”
uruguayos–, el aporte de Adamovsky vuelve a ser clave
cuando aborda el fenómeno desde la perspectiva de los debates vinculados al blackface en los Estados Unidos. Poniendo el
énfasis en la interpretación de sentidos irreductibles a una única lectura, el
autor advierte de los riesgos inherentes al traslado mecánico de ciertas
visiones que omiten la debida contextualización de esos sentidos.
Mientras que el género
teatral y musical conocido como blackface es
un indicio más de la violencia con que la sociedad norteamericana ha tramitado
sus heterogeneidades étnicas a lo largo del tiempo, los cruces interraciales
propios de la cultura popular y de los carnavales rioplatenses reflejan
procesos históricos y realidades bien distintas. Por cierto que eso no alcanza
a disimular el racismo latente y manifiesto que afecta a nuestras sociedades.
Sin embargo, lejos de configurar señales discriminatorias, las circularidades e
interacciones culturales fraguadas desde abajo parecen ser emblema de los
tradicionales lazos de hermandad tejidos por blancos y negros en los
conventillos y en los barrios pobres de la gran ciudad.
La prensa conservadora de
entonces refleja puntualmente el disgusto de las élites dirigentes ante
manifestaciones carnavaleras que desafiaban el modelo
de nación blanca y europea que pretendían promover. Por eso arremetieron contra
los atisbos de esta otra nación plural y mestiza, y en 1894 dieron a conocer la
prohibición policial de las comparsas candomberas en todas sus versiones. Vano
intento por borrar la memoria de una “negritud” argentina que, desde el plano
de lo simbólico, trasciende etnias y colores de piel y, a lo largo del tiempo,
ha definido y sigue definiendo tramos esenciales de un imaginario popular.
De esa otra nación nos
habla Ezequiel Adamovsky en este libro removedor y
deslumbrante, que no en vano se llama La fiesta de los negros.
Milita Alfaro
Cátedra Unesco Carnaval y Patrimonio de Uruguay / Universidad de la República