Samuel Moyn,

Liberalism against Itself. Cold WarIintellectuals and the Making of Our Times,

New Haven, Yale University Press, 2023, 240 páginas.

El último libro de Samuel Moyn anticipa sus conclusiones en el título. El liberalismo de Guerra Fría fue una “catástrofe” (p. 1), y, de acuerdo al autor, lo sigue siendo, porque incide en las maneras de entender y definir el liberalismo.

Estas afirmaciones revelan las inquietudes que sustentan el trabajo; provienen del presente antes que del pasado. Moyn aplica una versión personal de la máxima “toda historia es historia contemporánea” (p. 18). El estudio del liberalismo de Guerra Fría es relevante, no solo por lo que pueda aportar al conocimiento del contexto histórico en el que surgió, sino para entender la situación actual del liberalismo.

Según Moyn, esa situación es de debilidad y peligro. Donald Trump, por supuesto, es el fenómeno que, en el país del autor, lo expresa con mayor contundencia. Se manifiesta en la aparición de distintas versiones del antiliberalismo (llámense populismo, democracias iliberales, autocracias electorales, nuevas derechas), pero tiene una causa profunda en la falta de renovación del liberalismo. Y esto es así porque sigue capturado por su versión de Guerra Fría. En consecuencia, el libro es una investigación sobre el pasado motivada por circunstancias del presente, que contiene además un proyecto intelectual y político: renovar el liberalismo para el siglo xxi.

Si el libro tiene una forma de enhebrar pasado y presente, también tiene una elección espacial. El liberalismo de Guerra Fría de Moyn es angloamericano. Esta definición refiere a una geografía intelectual, más que a una nacionalidad. El libro de Moyn está estructurado en seis capítulos (más introducción y epílogo), cada uno de ellos dedicado a intelectuales que enseñaron e investigaron en universidades británicas y estadounidenses, pero que tenían como rasgo compartido (personal o familiar) la emigración desde Europa central u oriental: Judith Shklar, Isaiah Berlin, Karl Popper, Gertrude Himmelfarb, Hanna Arendt, Lionel Trilling (a ellos pueden sumarse otros, referidos aunque sin capítulo específico, como Jacob Talmon). Otro rasgo común, al que Moyn otorga especial importancia es su relación con el judaísmo, y en particular con el sionismo.

¿Qué es entonces el liberalismo de Guerra Fría, según Moyn? La respuesta más sencilla es conservadurismo. Por ello para el autor fue una catástrofe. Esta trasmutación se refleja en el principal postulado del “Cold War Liberalism”: la libertad debe protegerse más que ampliarse. La libertad no es un principio de transformación de la realidad, sino un atributo a resguardar. ¿Resguardar de qué? Del comunismo, del Estado, de la democracia, del progresismo. Para el liberalismo de Guerra Fría la libertad no tenía historia y no debía tenerla. Eran la moral o la religión las matrices para definir su significado, sus alcances, sus límites. El psicoanálisis, a través de Trilling, fue una fuente más novedosa para la misma operación: buscar principios inmutables (en este caso psíquicos) y hacer de la libertad un sinónimo del autocontrol a nivel personal, y de responsabilidad en la dimensión pública.

Una fuente importante para este retrato es uno de sus casos de estudio, Judith Shklar. Su libro After Utopia (1957) es para Moyn un ensayo pionero y preciso, y por ello una guía y a la vez un símbolo. Shklar fue una crítica del liberalismo de Guerra Fría que, sin embargo, no rompió plenamente con él. La noción de Shklar “liberalismo del miedo” se ajusta, como reconoce el autor, a su concepción de este liberalismo de Guerra Fría.

Por otra parte, Moyn advierte y estudia diferencias y contrapuntos entre los autores elegidos. Por ejemplo, acerca de las consideraciones sobre la Ilustración y el Romanticismo; el liberalismo de Guerra Fría, visto en su conjunto, fue a la vez antiilustrado y antirromántico (el racionalismo y el subjetivismo conducían al totalitarismo por caminos distintos), pero sus exponentes no necesariamente coincidieron en las críticas que hicieron a uno y otro.

Así, Moyn resalta la singularidad de Isaiah Berlin, pues incluyó al Romanticismo en la historia del liberalismo, aunque se convirtió en el “héroe del liberalismo de Guerra Fría” (p. 41) por su concepción de libertad negativa, opuesta a la noción romántica de agencia creativa. El repudio compartido a Jean Jacques Rousseau, a su vez, coexistió con las discrepancias acerca de si debía ubicárselo en la Ilustración o en el Romanticismo (vale acotar que Moyn afirma que el Romanticismo se convirtió en una categoría de la historia del pensamiento político con el liberalismo de Guerra Fría –hasta entonces era un concepto propio de los estudios artísticos y literarios, p. 42–). De igual manera, el autor señala las diferencias entre el autocontrol de Trilling y la no interferencia de Berlin, o entre esta noción de libertad y la neorromana postulada por Hanna Arendt.

A causa de todo ello, el liberalismo de Guerra Fría se define, fundamentalmente, por aquello a lo que se opuso. Las coincidencias radicaron en los objetos de crítica y repudio, más que en las propuestas teóricas. El liberalismo de Guerra Fría fue eficaz en consagrar un “anticanon”: la Ilustración, el Romanticismo, la Revolución Francesa, Rousseau, Hegel, todo ello fue expulsado del liberalismo. Como se dijo, Rousseau, o también Hegel, fueron a menudo las bisagras para vincular racionalismo e historicismo, Ilustración y Romanticismo.

De hecho, Moyn afirma que todos estos autores estuvieron más interesados en la crítica a la filosofía continental que en desarrollar la tradición con la que se identificaron, la angloamericana (p. 39). A pesar de la reivindicación de la Revolución norteamericana frente a la francesa, o de la recuperación de autores como Lord Acton, ninguno de ellos, afirma Moyn, escribió por ejemplo sobre John Locke, cuya canonización liberal fue producto también del siglo xx (pp. 63-64).

Otra de las coincidencias fue la identificación con el sionismo. Este rasgo compartido, agrega, refleja una de las mayores imposturas del liberalismo de Guerra Fría. El rechazo a una noción emancipatoria de libertad y a la importancia del Estado para su consolidación tuvo una excepción de relieve en el apoyo a Israel. Esta excepción es aún más notoria porque fue contemporánea al desinterés, cuando no la crítica, a los movimientos de descolonización (pp. 9-10, 132-133).

Un último argumento a resaltar es su distinción del liberalismo de Guerra Fría respecto del neoliberalismo y del neoconservadurismo. Es una distinción reiterada, aunque no completamente explicada o desarrollada, en parte porque, como se dijo, el liberalismo defensivo de Guerra Fría se recorta como una forma de conservadurismo.

En todo caso, es una distinción intelectual, filosófica o teórica, más que política. Por ejemplo, la importancia del mercado para definir la libertad, propia del neoliberalismo, no tuvo relevancia en el liberalismo de Guerra Fría, al menos en los autores trabajados por Moyn. En otros casos, es una distinción más borrosa, como ocurre con la versión agustiniana del cristianismo, que fundamentó el interés por el liberalismo de Lord Acton en autores como Himmelfarb, y que a su vez cimentó el neoconservadurismo, del que la propia Himmelfarb fue una referente. De igual manera, el libro muestra los vínculos entre liberales de Guerra Fría como Popper y neoliberales como Hayek. De hecho, Moyn deplora que el liberalismo de Guerra Fría haya terminado convergiendo con el neoliberalismo y el neoconservadurismo. No logró, no pudo o no quiso distinguir y rebatir esas alternativas. El triunfo neoliberal y neoconservador es, para Moyn, consecuencia de la declinación conservadora del propio liberalismo de Guerra Fría (pp. 40-41, 171).

Al comienzo del trabajo, Moyn plantea que toda investigación sobre el liberalismo (en realidad, sobre cualquier fenómeno histórico) debe tomar una decisión metodológica clave, si se basa en una perspectiva conceptual o en una nominalista. Es decir, en una definición predeterminada de qué características definen el fenómeno a estudiar, o en las categorías usadas por los actores (pp. 16-17).

En el libro prevalece una perspectiva conceptualista. El liberalismo de Guerra Fría es una construcción del autor, y, cabe recordar, circunscripta al mundo intelectual angloamericano. Nada de ello es objetable, como tampoco lo es que los casos elegidos no sean los obvios o esperables, como reconoce el propio Moyn (p. 8). Sí cabe preguntarse por qué el liberalismo de Guerra Fría incluye autores que no pueden definirse como liberales, como la ya mencionada Himmelfarb, Hanna Arendt, o la figura que oficia como vector del libro, Judith Shklar. Una consecuencia de ello, como ya se marcó, es que, a pesar de las distinciones entre liberalismo de Guerra Fría, neoliberalismo y neoconservadurismo, las mismas no sean del todo claras.

Hay una segunda dimensión en la que se advierte la perspectiva conceptualista. Y es que Moyn propone su versión del liberalismo. Y esta es todo lo contrario al liberalismo de Guerra Fría. Para Moyn, el liberalismo es historicista, progresista, perfeccionista, emancipatorio, otorga al Estado un papel central en la afirmación y ampliación de libertades, está comprometido con la justicia social y las políticas de bienestar, y a raíz de ello, su genealogía incluye la Revolución francesa, la Ilustración, el Romanticismo, Rousseau, Hegel e incluso Marx. A lo largo del libro, Moyn afirma que la renovación que necesita el liberalismo encuentra referentes y tradiciones más valiosas en el siglo xix que en el xx. Así, también revindica autores familiares al liberalismo de Guerra Fría, como Benjamin Constant, John Stuart Mill o Alexis de Tocqueville (claves en la obra de Isaiah Berlin, por ejemplo), pues los concibe ante todo como exponentes del Romanticismo. Vale acotar la ausencia de referencias a Joseph Raz, contemporáneo de varios de los autores estudiados por Moyn, y exponente de un liberalismo perfeccionista.

Se abre, por lo tanto, una pregunta: ¿el liberalismo de Guerra Fría fue una catástrofe para el liberalismo, o para lo que Moyn entiende por liberalismo? Se puede coincidir con el diagnóstico y con las inquietudes de Moyn. También reconocer algo evidente, que el liberalismo fue, es y seguirá siendo objeto de polémica intelectual y política porque tiene múltiples genealogías y versiones posibles. Pero todo ello no implica acordar con la manera en que se acude a la investigación histórica para intervenir en esos debates. Otros trabajos dedicados a temas y autores conectados con los de Moyn, por ejemplo, el de Enzo Traverso sobre el totalitarismo o el más reciente de Quinn Slobodian sobre el neoliberalismo, ofrecen referencias para reflexionar al respecto.1

De hecho, el libro de Moyn puede ser funcional a aquello que critica. Es decir, concederle al liberalismo de Guerra Fría posiciones y argumentos que no le fueron exclusivos, ni patrimonio de las derechas, del conservadurismo o de los intereses geopolíticos de Estados Unidos. El antitotalitarismo, la crítica a la revolución, y la libertad individual como un valor no negociable, tal como lo formuló por ejemplo Claude Lefort (sin menciones en el libro) muestran que ideas semejantes a las de los autores estudiados por Moyn tuvieron otras modulaciones posibles en ese mismo momento histórico. Ello quiere decir que la relación entre izquierda y liberalismo es también un capítulo importante del liberalismo de Guerra Fría, y que bien podría ser relevante para renovar el liberalismo en el presente.

Leandro Losada

conicet / Universidad Nacional de San Martín

 

1 Enzo Traverso, El totalitarismo. Historia de un debate, Eudeba, 2001; Quinn Slobodian, Globalists. The End of the Empire and the Birth of Neoliberalism, Harvard University Press, 2018 (edición en español de Capitan Swing, Madrid, 2021).