Andrés Gattinoni,
El mal moderno. La melancolía en Gran
Bretaña. 1660-1750,
Buenos Aires, Miño y Dávila, 2024, 484
páginas.
Este libro es el resultado de una
convergencia virtuosa de saberes y destrezas, ejercidos en el campo de los studia humanitatis.
Se trata de un despliegue de conocimientos y habilidades, por lo menos
seculares, si no remontables a lo acometido por los propios antiguos, a cuya
perduración y robustez la obra de Andrés Gattinoni
contribuye como pocas. Para demostrarlo ahora mismo, me ocuparé de siete
puntos:
1) el fichero dilatado
que acumuló y sistematizó el autor;
2) el corpus
enciclopédico y aggiornatissimo de la
bibliografía sobre la melancolía en todas sus facetas;
3) la cantidad y
pertinencia de las fuentes utilizadas, entre las cuales, me atrevo a decir, no
ha de faltar una sola referida a ese humor y temple del ánimo entre las
producidas en Gran Bretaña, no solo en el período definido desde la cubierta y
la portada sino bastante antes, en el Medioevo tardío, en el Renacimiento y en
la época barroca, de modo que el título bien podría llevar las fechas 1450-1750
(en este punto, digamos que leer El mal moderno puede rejuvenecernos,
sobre todo, porque reproduce, después de muchos años, el asombro y el deleite
intelectual provocados en nuestros espíritus por la lectura de algún libro
colosal de Christopher Hill, El mundo trastornado, AntiChrist
in 17th-century England o The
English Bible and the Seventeenth-Century Revolution);
4) la fineza del análisis
de esa montaña de fuentes, capaz de discriminar y describir cada una de las
capas de significados desde la literalidad hasta el simbolismo, desde las
emociones a flor de piel hasta los procesos de sublimación sugeridos
directamente por los autores estudiados o bien por una hermenéutica legítima,
fundada en las palabras y los conceptos ubicados en las temporalidades
correspondientes (es decir, los sentidos de las voces del pasado o de los
pasados –el siglo xv, el xvi, la Gran Bretaña de la era de sus
revoluciones, la de los tiempos de la Restauración, la Glorious
Revolution y, por fin, la instalación de un
régimen parlamentario bajo la hegemonía whig–);
5) la pulcritud, la
claridad y la elegancia del estilo, tanto argumentativo como narrativo;
6) nuestro aprendizaje de
cosas apenas conocidas antes de la edición de esta obra y ahora bien
delineadas, más las cosas nuevas, insospechadas, que introducen
perspectivas o caminos no transitados hasta hoy por la historiografía;
7) la síntesis final que
demuestra cómo la melancolía se incorporó a la idiosincrasia británica dentro y
fuera del país, al mismo tiempo que mutaron sus contextos, sus articulaciones
sociales y sus contenidos, pues de ser uno de los cuatro humores fundamentales
del ser humano terminó por convertirse en una patología, ora de raíz y
exteriorización psíquicas, ora de índole moral y finalmente religiosa. Ya al
referirnos al pasado de ese sentimiento patético, percibimos a los
intelectuales que vivieron en el período enunciado como personas
autoconscientes de transitar tiempos modernos, uno de cuyos rasgos emocionales
principales, su manifestación psicológica típica, era una forma de la
melancolía en constante expansión hacia las regiones más recónditas de la
conciencia y de sus acciones cotidianas. Me detendré en un ejemplo de cada uno
de estos caracteres, simplemente para justificar mi entusiasmo y demostrar la
veracidad, aunque siempre provisoria como en cualquier otro campo científico,
vale decir, un fenómeno de expresiones inmateriales pero válido hoy y mañana al
inscribirse en el recorrido presente de la disciplina de la historia e
imposible de soslayar en el futuro, vigente para la escritura de nuestra
disciplina entonces por largo tiempo, no tengo dudas.
1 y 3) El fichero tiene
366 fuentes de época, de más de 250 autores, y 811 libros y artículos producidos por la erudición contemporánea. Es obvio que nuestro autor no pudo haber
leído la totalidad de las producciones de la bibliografía secundaria, pero
estoy seguro de que las fuentes han sido recorridas en su totalidad o muy cerca
de ello, con una precisión extraordinaria a la hora de traducirlas para
entretejerlas en el texto principal. Pero nunca las citas son demasiado largas
y apabullantes, sino que su regesto está hecho con
especial cuidado hacia la transmisión nítida de las ideas y la concatenación
del razonamiento. La sensación, igual que cuanto ocurre con Christopher Hill,
es que nuestro hombre ha leído todo lo escrito y publicado en el siglo xvii. Entre las fuentes, descuellan Richard Blackmore, Robert Burton, por supuesto, el newtoniano
Samuel Clarke, Jeremy Collier, Anne
Kinsmill Finch, el pintor
William Hogarth, William Lax,
Martín Lutero, el platónico Henry More de Cambridge, John Sharp, William Stukeley, Jonathan Swift, Jeremy Taylor, William Temple, Susanna Wesley, Thomas Willis, es decir, teólogos, hombres
de letras, médicos y viajeros.
2) El corpus
bibliográfico abarca las obras de Lawrence Babb, el
famoso trío de Klibansky, Saxl
y Panofsky, Peter Burke,
Angus Goeland, los argentinos Fabián Campagne y Nicolás Kwiatkowski,
Anita Guerrini, el ya bien mentado Christopher Hill,
Roy Porter, Charles Webster.
La mención de estos autores es siempre generosa, pero sin privarse de la
confrontación entre ellos o de la crítica propia cuando Gattinoni
lo juzga necesario. Algo resulta muy notable: el hecho de que, por cada ítem
cuyos desenvolvimientos componen los capítulos, hay un estado de la cuestión
parcial, trátese de temas nodales –melancolía y
salvación, las diferencias y articulaciones entre los conceptos de melancolía y
spleen, el papel de los médicos en las redefiniciones del mal del que
tratamos, las diferencias entre melancolía y sufrimiento cristiano, los
vínculos entre funcionales y problemáticos de la melancolía y la risa desde la
Antigüedad hasta comienzos del siglo xviii–, trátese de autores que se destacan entre el correr y
entremezclarse de los hechos, por ejemplo: el tándem Temple y Collier, el tándem médico Stukeley-Blackmore,
Sharp, Blakeway y Samuel Clarke en cuanto concierne a
las relaciones complejas, por lo general antagónicas, entre el temple
melancólico, los deberes y la moral cristiana. De todos esos personajes,
conseguimos saber por qué y cómo sus carreras intelectuales y religiosas se
vincularon a las realidades personales de la melancolía.
4) Elijo en este punto
un ejemplo notable de la multiplicidad de las perspectivas de análisis, como es
la exposición de la concurrencia de filosofía, literatura e imaginación
desbordada a la hora de desenvolver los pliegues que aparecen en el tejido de
la risa y la melancolía. La historia de Demócrito e Hipócrates en Abdera, reescrita en el siglo xvi por Laurent Joubert,
se encadena con los episodios e ideas fundamentales del Tale of a Tub, sigue con el diseño de la personalidad esplenética de Tristram Shandy, la semántica de vientos y flatulencias en los
textos de Jonathan Swift, especialmente en Los viajes de Gulliver,
como signos inconfundibles de la melancolía, para coronarse con los delirios
corporales, psíquicos y salvíficos que muestran los casos psicopáticos en que
pudieron convertirse las personas melancólicas: seres humanos de barro o de
vidrio, personas que se creían animales, individuos que afirmaban haberse
comido una serpiente, personas con delirios de grandeza o inferioridad, con
delirios de negación del alimento o de la propia vida y, por último, los
afectados de melancolía religiosa que ya había descripto Robert Burton.
5) Todo el texto está
recorrido por un estilo nítido de frases principales sin aposiciones
innecesarias y con una sola subordinada, sea esta introducida por un pronombre
relativo o bien por una conjunción, que puede ser adversativa, temporal,
espacial, modal…, pero raramente más de una, gracias a lo cual el estilo
resulta claro y atractivo. Esta sintaxis domina la totalidad del texto de Gattinoni, si bien, en el caso de los fragmentos
traducidos, nuestro autor intenta mantener la sucesión del original y lo hace
con una habilidad notable, pues conserva las complejidades de la prosa de época,
caracterizada por cierta complicación propia de la literatura barroca. Creo que
los mejores ejemplos de todo este entramado lingüístico y gramatical se
encuentran en el bello Glosario crítico del final, consagrado a definir
el vocabulario del saber acerca de la melancolía, los cambios semánticos de
cada palabra-concepto y, de tal suerte, describir la deriva de los
significados. En este caso, se advierte la pertinencia de la ubicación de las
citas de fuentes y no molesta en absoluto el acto de remitir al nombre del
autor, a los títulos originales y a las coordenadas de la edición consultada en
las notas abundantes a pie de página. Uno puede leer el contenido de la nota
por vasto que sea sin perder el hilo del texto principal. Sospecho que Gattinoni ha tenido en cuenta el ejemplo insuperado del
sistema de exposición y notas utilizado por Pierre Bayle
en su famoso Dictionnaire historique et critique.
6) Acerca del
aprendizaje de fenómenos históricos que, probablemente, muchos de nosotros
conocíamos de mentas y de modo impreciso, resulta asombrosa la reunión de tres
figuras en el capítulo destinado a la cuestión del “sufrimiento ortodoxo” y de
la melancolía religiosa –John Sharp, Robert Blakeway,
Samuel Clarke– que se asocian con facetas distintas del fenómeno histórico y
conceptual: la cura de los afligidos mediante el sacramento en la Iglesia
anglicana, la definición del deber cristiano perfecto que arrincona y dispersa
el pesar de los melancólicos y, por último, la concentración de la experiencia
cristiana en el acogimiento y la práctica de una religión centrada en la
virtud. En cuanto al conocimiento de cosas nuevas, consideremos el
despliegue del tema de la risa como curación de la melancolía entre lo que Gattinoni llama, por una parte, el “gabinete de monstruosidades”
y desarrolla, por otro lado, en la curiosa y exhaustiva tabla de las píldoras y
antídotos contra el mal moderno de los británicos.
7) En el epílogo, Gattinoni es muy astuto a la hora de llamar a la melancolía
de los ingleses “un mal intraducible” para terminar su enjundiosa investigación
histórica. En primer lugar, en 404 páginas, no tengo dudas de que nuestro autor
ha explicado enciclopédicamente qué cosa es aquella inflexión particular del
humor clásico, del temple de ánimo, del pecado cristiano y de la enfermedad
somática y psíquica que la ciencia del alma o de la mente todavía hoy llama con
el nombre de “melancolía”. De manera que ha explotado con creces la que Barbara Cassin señaló como una
manera de sortear las dificultades de los intraducibles: la descripción
explicativa del campo de una palabra, tal cual nos la proporciona el
diccionario. El colofón es, quizás, un intento de reeditar la subtilitas applicandi
en procura de demostrar el vínculo entre el estudio del pasado y las
angustiantes perplejidades del presente, provocadas por la última pandemia. Así
es como el parágrafo del final replantea el objetivo de Hans Blumenberg de dar respuesta a la cuestión de la
originalidad histórica y de la legitimidad existencial y colectiva de la
modernidad: “El estudio de la historia no puede
contener epidemias ni sanar a los enfermos. Su utilidad es más modesta, pero no
menos relevante. De sus frecuentes visitas al país extraño del pasado, trae una
mirada que desnaturaliza los presupuestos del presente y relativiza sus
excepcionalidades. En tiempos en que nuevas epidemias se presentan como el
costo de la modernidad, la perspectiva histórica permite pensar críticamente
esos diagnósticos. Pues ellos no ponen en juego únicamente teorías y
representaciones acerca de la enfermedad o la salud, sino también ideas sobre
‘la legitimidad de los tiempos modernos’” (p. 404).
José Emilio Burucúa
Universidad Nacional de San Martín