Ricardo Laleff Ilieff,
El secreto de Edipo. Política y ontología lacaniana II,
Buenos Aires, Miño y Dávila, 2024, 108
páginas.
El libro que aquí se reseña forma parte de
una serie iniciada con una obra anterior, titulada Poderes de la abyección.
Como este, El secreto de Edipo es un libro de corta extensión pero
sumamente denso conceptualmente, y cuya lectura, al igual que en aquel caso, se
abre a cantidad de direcciones posibles. Ambos se inscriben, además, dentro de
un marco teórico común fundado en la idea de lo que podemos llamar, retomando
la expresión de Kurt Gödel,
“la incompletitud constitutiva de los sistemas”. Esta
indica la naturaleza radicalmente contingente de todo orden político-social,
así como conceptual. Esto es, que ninguno tiene un sustento puramente racional
o natural, sino uno históricamente articulado, por lo que su orden es siempre
precario, inestable. En definitiva, aquello en función de lo cual se articula
todo sistema es un centro vacío, una oquedad constitutiva suya. Pero esto es
también lo que ningún orden instituido puede admitir sin destruirse. La tarea
de constituir uno es así, no la de articular un determinado régimen de
prácticas o de discurso, sino que esto conlleva previamente la labor de
desarrollar aquellos puntos ciegos inherentes, ocluir el carácter infundado de
su misma institución (en palabras de Lacan, que “no hay Otro del Otro”, es
decir, que aquello que le sirve de fundamento carece él mismo de fundamento).
Encontramos aquí aquella premisa sobre la cual se desarrolla el argumento del
libro, la clave a partir de la cual Laleff Ilieff relee el mito de Edipo, y que lo lleva a
concentrarse en el sentido del secreto edípico.
El argumento del libro se
despliega a partir de una serie de contraposiciones, que se desarrollan en dos
planos: el de las interpretaciones del mito y el del propio mito. En el plano
de las interpretaciones, el autor comienza con el análisis que realizara Michel
Foucault en una serie de conferencias dictadas en Brasil en 1973, y publicadas
bajo el título de La verdad y las formas jurídicas. En su lectura de la
estructura de los mitos clásicos, Foucault descubre una alianza entre el saber
y el poder articulada en torno a una Verdad. Aquí relata lo que señala como la
novedad griega, desarrollada en la práctica jurídica y que subsiste hasta el
presente. El nuevo régimen de Verdad que entonces surge se opone al tradicional
régimen de prueba, según se expresaba en las justas y competencias:
aquel que se imponía habría sido el favorecido por los dioses, y por lo tanto
sería el poseedor de la Verdad. Sin embargo, los portentos y adivinaciones
podían ser engañosos, resultaban siempre ambiguos y oscuros. Es así que surge
el método del símbolo griego.
Ese método consiste en un
modo de indagación racional, fundado en la recolección de evidencia. El símbolo
sería el caso de, por ejemplo, un jarrón que se parte y cuyas piezas se
distribuyen por distintos lugares. La Verdad se nos revelaría en el momento en
que logramos reunir y hacer encajar todas las piezas. Ahora bien, dicho método,
señala Foucault, solo habrá de confirmar lo que los dioses habían ya revelado.
Se produciría así una alianza entre el saber y lo sagrado. De alguna forma,
Foucault retoma aquí lo que los escolásticos llamaban la doble vía de acceso a
Dios: a través de la fe y de la razón.
Laleff Ilieff hace a
continuación un repaso de las distintas lecturas del mito, aunque el eje de
esas lecturas es la contraposición que realiza entre la lectura de Foucault
recién señalada y la de Jean-Joseph Goux y Rocío Orsi. Aunque por distintas vías, ambas convergen hacia la
conclusión de que en un orden democrático la Verdad debe ser pública. Una
Verdad que permanece secreta da origen a una tiranía, se vincula a la idea
tradicional del arcano, que supone que quien ejerce el poder es el portador de
un saber recóndito. Así, para Laleff Ilieff, tanto Foucault como Goux
y Orsi ignoran el papel crucial del secreto en la
constitución de un orden comunal, que es lo que se propone este autor mostrar
en su propia lectura del mito de Sófocles.
Su lectura del mito de
Sófocles se ordena, a su vez, en función de la contraposición que realiza entre
sus tres protagonistas principales: Tiresias, Edipo y Creonte. Tiresias
representa la figura de aquel que se encuentra en una secreta complicidad con
los dioses, que actúa como su vocero en el plano mundano, y puede así reunir
ambos planos. De algún modo, este personaje se vincula con la lectura de
Foucault del mito y su idea del símbolo griego, en el cual se manifestarían una
añoranza y un intento por reestablecer la unidad perdida entre lo mundano y lo
sagrado, algo, en realidad, ilusorio. Nunca existió tal estado ideal
originario, “la fractura es siempre ya operante en lo simbólico” (p. 76),
señala Laleff Ilieff.
Edipo, por su parte,
representa el rechazo a este tipo de saber revelado y la búsqueda de la verdad
por la vía de la razón o la evidencia. En él se expresa el ideal de autarquía
de aquel que posee el poder y puede fundarlo exclusivamente en su propio saber,
en su capacidad para afrontar los embates de la contingencia. Laleff Ilieff establece aquí,
pues, una primera contraposición entre Tiresias, esto es, la figura del
clarividente, y Edipo, el héroe que se impone y domina el mundo. Este señala
así una ruptura con lo divino (de allí su antagonismo con Tiresias, a quien
acusa de pretender destruir su reinado). A diferencia de lo que señala
Foucault, en él ya no se observa el ideal de unidad entre dioses y hombres.
Pero, de este modo, con su afán de saber, Edipo termina destruyéndose, es
decir, perdiendo el poder. Busca esa roca en que asirse y solo encuentra el
abismo, ese que yace en el centro de nuestra existencia mundana. “En su
búsqueda de certezas –dice Laleff Ilieff–,
Edipo no encuentra ni el saber ni la racionalidad de lo real, sino el vacío que
lo constituye como sujeto; y hacia el vacío se dirige cuando se sabe maldito,
descentrado” (p. 60).
Creonte, el otro de los
personajes de esta trilogía sobre la que se enfoca este autor, será a quien le
tocará entonces recrear el lazo comunal. Pero este no lo hará ya sobre la base
de la Verdad, sino del Secreto. Solo así Creonte puede erigir un orden fundado
sobre el vacío, y de este modo “anudar la dimensión ontológica con la óntica, el vacío de la existencia con los muros que la política
recubre” (p. 84). La incompatibilidad entre Saber y Poder obliga, pues, a interponer entre ambos un tercer término:
el Secreto, el cual se instituye como aquel núcleo articulador de un sentido de
comunidad en un contexto de radical incertidumbre.
Creonte emerge de este
modo en el relato de Laleff Ilieff
como la figura que encarna y permite comprender aquello que distancia una
construcción política de una construcción de razón. Según señala, “el secreto
de la política consiste en el modo en que se teje una dominación que logre
conjurar sus amenazas” (p. 81). En cierta forma, es esta también la apuesta de Laleff Ilieff: rescatar un mínimo
de orden en un tiempo de caos, en el que el giro ideológico que ha adoptado una
buena parte de la sociedad amenaza devolvernos a los momentos más oscuros de la
historia.
Lo que nos muestra este
texto es, en fin, el vínculo complejo que se establece entre Saber y Poder, uno
al mismo tiempo indisociable y contradictorio. El poder supone un saber como su fundamento, una Verdad, ya que es ello lo que funda
el tipo de preeminencia que supone toda forma de dominación; la misma, como ya
vimos, no podría sostenerse sobre la pura contingencia: es esto, precisamente,
lo que debe permanecer forcluido. Pero, a la vez, lo
destruye: un poder limitado por el saber ya no es poder. Esto resulta del hecho
del carácter genérico de todo saber, al que se lo supone de carácter
impersonal, por definición. Es decir, lo mismo que da origen a la idea de
arcano deja también abierta la posibilidad de volverse públicamente disponible,
que algún otro sujeto, sea el pueblo, por ejemplo, pueda apropiarse de él e
invocar su Verdad para oponerla al poder. La Verdad funciona así como la idea
de Justicia en Derrida, esto es, aquello que funda el
orden legal y también amenaza con destruirlo (siempre se puede invocarla para
impugnar el orden normativo, esto es, alegar que una norma es legal pero no es
justa) o también como el concepto de derechos humanos para Lefort
(algo que se postula como un valor o un principio colocado por encima de todo
ordenamiento legal instituido y cuya invocación puede servir de base para
impugnarlo). En suma, el lugar del Saber con relación al poder será siempre
ambiguo, ambivalente. Lo mismo que hace nacer la tiranía permite el surgimiento
de un orden democrático, y viceversa.
Volviendo al mito de
Edipo, un ensayo de Martha Nussbaum, La fragilidad
del bien, puede ayudar a comprender mejor el sentido de la interpretación
propuesta por Laleff Ilieff,
y el tipo de apuesta política que se juega por detrás de ella. Nussbaum analiza allí la naturaleza de la tragedia clásica,
y en particular del dilema que atormenta en ella al héroe. Este, dice, se
encuentra siempre atravesado por axiologías contradictorias pero igualmente
necesarias. Por ejemplo: ¿debo salvar a mi familia al precio de que se hunda mi
nación, o debo defender a mi nación dejando que se destruya mi familia? El
héroe siempre termina decidiendo por uno u otro curso de acción, pero no por
ello resuelve el dilema. De allí que se vea siempre inevitablemente desgarrado,
siempre culpable sin saber por qué, qué ha hecho mal. La función del coro es
revelar la insolubilidad última del dilema, porque la acción del héroe solo fue
posible como resultado del estrechamiento de su universo ético, el haber
simplemente ignorado, o dejado de lado, un principio igualmente valioso,
necesario, por lo que estará condenado a morir, será guiado por el fatum a su desenlace fatal. No cabe, sin
embargo, para Nussbaum, juzgar su accionar, lo único
que podemos hacer es acompañarlo en la gravedad de su predicamento.
En la interpretación de Laleff Ilieff, Edipo se comporta
como un héroe trágico, opta por el saber al precio de perder el poder. En él se
nos revela así la necesidad de la ignorancia, el secreto, para poder constituir
una comunidad. Su vocación indeclinable de saber terminará destruyéndolo. Pero
lo mismo ocurre con el personaje de Creonte: él también opta, en su caso, por
el poder a costa de renunciar al saber. De este modo, sin embargo, tampoco resuelve
el dilema, solo puede actuar al precio del engaño o el autoengaño. Y esta
irresolución última del dilema plantea un problema no meramente teórico.
Encontramos aquí lo que
podemos llamar la aporía del secreto. Como vimos, la pretensión de saber
instaura relaciones de dominación. Pero también lo hace el secreto. Aquel que
posee ese secreto se sitúa en una posición de preeminencia respecto del resto
de la sociedad, aun cuando este secreto ya no encubre un saber sino no-saber,
no una Verdad sino la no-existencia de una Verdad, la Verdad de la no-Verdad.
“El secreto de la política radica –dice– en la propia forma en que la política
se despliega para ocultar que no hay secreto, que el único secreto remite a
cómo anudar de manera efectiva la contingencia; y es así que se puede hablar de
“verdad” (p. 51).
El punto es que ese
secreto, esa Verdad de la no-Verdad que no se puede revelar como tal sin que se
destruya todo sentido de comunidad, resulta igualmente destructivo de la misma.
De hecho, la actitud de Creonte recuerda al planteo de Leo Strauss, quien
distingue entre una filosofía esotérica y una filosofía exotérica. La carencia
de fundamentos del orden comunal no es, para ese autor, algo que pueda hacerse
público, es un conocimiento que debe permanecer recluido en el interior del
ámbito de los iniciados (cabe recordar que Leo Strauss fue el ideólogo de la
derecha norteamericana; en particular, del círculo de asesores reunido en torno
a George Bush hijo).
Laleff Ilieff no ignora
los peligros implícitos en la opción de Creonte de los usos del secreto. Lo que
valora de él no es el hecho de que aporte una solución (imposible) al dilema
trágico, sino el que provea al menos una salida coyuntural en un contexto
particular, que es la apuesta de este autor en un terreno incierto y plagado de
amenazas. Podemos o no compartir su opción, pero no cabe aquí juzgarlo. Solo
cabe acompañarlo, como al héroe trágico, en la gravedad de su predicamento. En
todo caso, en su transcurso, nos deja un texto exquisito, lleno de ideas sumamente
sugerentes y lecturas sutiles e innovadoras de un mito que, como sabemos, ha
sido seguramente el más visitado por la crítica, y abordado desde los más
diversos ángulos y tradiciones disciplinares.
Elías Palti
Universidad Nacional de Quilmes