José E. Burucúa,
Civilización. Historia de un concepto,
Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica,
2024, 752 páginas.
El libro más reciente de José E. Burucúa aborda un tema importante en tiempos de crisis,
cuando las preocupaciones ciudadanas respecto del pasado, el presente y el
futuro de las civilizaciones reaparecen en el debate público. También, cuando
el término civilización es objeto de manipulaciones propagandísticas por parte
de los poderes del Estado.1 A diferencia de estos casos, Civilización. Historia de un
concepto es un libro que no elude la polémica, pero se aproxima a ella con
evidencias y erudición. Así, el autor da muestras de lo que, en otras
circunstancias, él mismo llamó “excesos lectores”, compartidos con quienes se
aventuren en este volumen.
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Es imposible y sería
tedioso sintetizar las 700 páginas escritas por Burucúa
en pocas líneas. Sin embargo, indicaré algunas coordenadas como invitación a la
lectura. El libro está estructurado en un prólogo, 37 capítulos, un epílogo y
un apéndice iconográfico. El autor no lo hace, pero creo que es posible
imaginar una organización que agrupe esos capítulos en cinco o seis partes:
1. Está, en primer lugar,
el desarrollo de la historia político-intelectual del concepto y de la palabra
en Europa, desde antes de que existiera el término (su “protohistoria”, según
se la denomina) hasta el siglo xix.
Uso la expresión extraña “historia político-intelectual del concepto y de la
palabra” adrede, porque Burucúa atraviesa las
fronteras entre campos y subdisciplinas con avidez.
Propone la existencia de la cosa en Occidente antes de que se encarnara en una
palabra. Constata que esa palabra puede definirse y tiene una historia. Al
mismo tiempo, demuestra que el concepto de civilización es plurívoco, está
hecho de capas de sentido superpuestas y paradójicas; que nunca perteneció
solamente al contexto cultural donde adquirió centralidad y que, más tarde,
impuso su universalización. Nuestro autor sigue la huella de grandes figuras
que exploraron el concepto, sus raíces y ramificaciones modernas (Lucien Febvre, Norbert Elias, Émile Benveniste, Jean Starobinski).
Aparecen entonces sus múltiples sentidos. Civilización fue ideal universalizante de vida común y estado alcanzado del
desarrollo, pero también proceso por el cual se avanza en esa dirección, de
manera que se ligó íntimamente con la noción de progreso y la de historia. Fue
también descripción de un área sociogeográfica amplia
pero individualizable y, en consecuencia, pudo hablarse de civilizaciones en
plural. Aquel ideal se materializó enfrentado a sus opuestos (salvajismo,
barbarie) y Occidente propuso e impuso su expansión global.
2. Entre el capítulo xv y el xviii
se examinan las tensiones entre civilización y barbarie en la Argentina,
Estados Unidos y África, donde aparecen con fuerza la politicidad
del concepto y sus apropiaciones. También sus contradicciones, que Burucúa describe en detalle: la barbarie de los civilizados
y la civilización como camuflaje de los más terribles sometimientos, desde la
esclavitud al genocidio, fueron criticadas desde adentro (en Europa y América)
y desde afuera.
3. En los capítulos xix-xxiv, tal vez los más apasionantes
del libro, junto con los pasajes dedicados a Simone Weil
y a María Zambrano, Burucúa examina la civilización
vista desde otros contextos culturales, no euroatlánticos. Explora el modo en
que esos horizontes produjeron palabras y nociones que tradujeron, fueron
traducidas o podrían asimilarse con “civilización” en Occidente: Rusia, Japón,
China, India y el mundo árabe se estudian para dar cuenta del acercamiento
ilusionado y de la crítica radical con buenos fundamentos.
4. Las encrucijadas del
siglo xx, desde la Primera Guerra
Mundial hasta el proceso de descolonización, permiten a Burucúa
estudiar, entre el capítulo xxv y
el xxvii, y entre el xxxi y el xxxiii, el empleo polémico de la “civilización” contra el
fascismo (Benedetto Croce), las relaciones tensas del
concepto con las expectativas de revolución social, las impugnaciones desde
Asia, África y América, y las consecuencias que la guerra y el genocidio
tuvieron sobre la posible supervivencia de la palabra, la idea, la cosa y el
proyecto.
5. Nuestro autor dedica
largos pasajes, exhaustivos y complejos, a estudiar la aparición de la idea de
civilización en las ciencias sociales y las humanidades: la antropología de
Claude Lévi-Strauss; la sociología, de Émile Durkheim a Alfred Weber; la historiografía
profesional de Fernand Braudel
a la historia global; la filosofía comprometida de Simone Weil
y María Zambrano, dos autoras antes mencionadas y aquí abordadas con mayor
profundidad (xxviii-xxx; xxxiv).
6. En una última sección
imaginaria, aparece el interrogante respecto del espacio que queda para la
esperanza. Tras la crítica mordaz de las instrumentalizaciones belicistas
contemporáneas del concepto (Samuel Huntington), Burucúa
no solo imagina la posibilidad de una utilización consciente y benévola de la
tensión entre universalidad y particularidad (Paul Ricoeur,
Souleymane Bachir Diagne) sino que articula sus experiencias personales con
la búsqueda de aquello que podría y merecería sobrevivir de una noción y un
conjunto de prácticas en crisis.
Espero que esta síntesis
no haya sido demasiado farragosa. Me gustaría, a continuación, intentar
capturar el espíritu del libro a partir de un silencio o, para retomar la
metáfora inicial, el “ascetismo iconográfico” que lo caracteriza. Burucúa eligió como portada del libro este Paisaje de
invierno, pintado en torno a 1927 por Kazimir Malévich, que se conserva hoy en el Museo Ludwig de
Colonia, en Alemania. Es un óleo sobre tela de 48,5 x 54 cm. Desde un bosque
entre negro y rojizo, y gracias a la distancia que nos ofrece la perspectiva
lineal, vemos algunas casas coloridas, que sugieren los confines de una pequeña
ciudad. Los árboles de tronco rojo y copas azules parecen haber sido plantados
en una línea, lo que sugiere un parque o jardín y no la naturaleza liberada a
su arbitrio. En el texto se analizan algunas imágenes, incluso se hace lugar a
un apéndice iconográfico donde se estudian unas pocas alegorías de la
civilización (la escasez de esta clase de representaciones es en sí misma
sorprendente, si consideramos la importancia del concepto en la modernidad
occidental). Pero no pude encontrar referencia alguna a Malévich
y su paisaje de invierno en todo el libro, aunque aseguro haberlo leído con
atención casi obsesiva. En tanto el historiador del arte nos deja a los
historiadores con ese silencio, me atrevo a interpretar la elección de la
portada.
En más de una ocasión a
lo largo del libro, Burucúa propone la posibilidad de
un segundo volumen que curiosamente rechaza escribir. Allí, se daría a sí mismo
la tarea imposible de fundar una nueva idea de civilización. En esa búsqueda,
intenta evitar la trampa por la cual “una cultura engendra ideas enaltecedoras
que, al ser proyectadas sobre realidades ajenas al mundo de partida, igual que
el sueño de la razón, produce monstruos” (p. 390). Las bases de la recreación
del concepto deberían buscarse, entonces, en la apertura a otras tradiciones,
lo que permite proponer estos caracteres fundantes para la nueva entelequia: la
curialización de los guerreros, el cultivo de las
flores y la gastronomía, la poesía lírica, las traducciones y administración de
la misericordia. El paisaje de Malévich es, entonces,
un paisaje civilizado, visto desde los confines de la civilización. El negro de
las copas de los árboles quizás indique la oscuridad des-civilizadora que se
cierne sobre ese horizonte, hasta el punto de amenazar incluso con la
destrucción de la naturaleza. El hombre que camina por la frontera entre ambos
mundos busca edificar la civilización sobre esas bases nuevas. De hecho, Burucúa termina su libro con un epílogo donde reflexiona
sobre la naturaleza, las variedades históricas y los destinos de la
civilización. Aunque reconoce la dificultad de su propia empresa en el contexto
actual (se atreve a considerarla “ridícula”), cree encontrar todavía a la
civilización, robusta, contradictoria y amenazada, entre Chilecito y Famatina. En ese invierno crudo, busca la esperanza de
Dante: la “necesidad de la civiltade humana orientada
hacia un fin, esto es, una vida feliz” (p. 656).
Burucúa podría ser hoy como aquellos hombres de la
modernidad temprana que buscaron la Atlántida platónica. Seguramente
conscientes de que esa república ideal concebida por Platón no había existido
nunca, imaginaron su presencia en los mares a los que se aventuraban sus
contemporáneos (los filósofos viajan rara vez, salvo en sus libros). En la Nueva
Atlántida, publicada póstumamente en 1626, Francis Bacon propuso un futuro
venturoso de descubrimiento y saber para la humanidad, en una tierra donde “la
generosidad, la ilustración, la dignidad y el esplendor, la piedad y el
espíritu público” son cualidades compartidas por los habitantes de una Bensalem mítica, donde se encuentra un colegio imaginario,
la Casa de Salomón, linterna de ese reino. En su Mundus
subterraneus, de 1664, Athanasius
Kircher ubicó la Atlántida perdida en medio del
océano Atlántico, en un mapa imaginario, con el sur arriba, que la sitúa entre
África e Hispania al este y América al oeste, con un barco que se dirige hacia
el Nuevo Mundo. En ese mapa, Kircher articula mundo
humano y mundo natural, pues no solo retrata la isla a partir de fuentes
presuntamente platónicas y egipcias, sino que también ilustra su teoría
respecto de la estructura del mundo físico; la protuberancia de la Atlántida
sería evidencia de una larga cordillera que serviría de esqueleto al cuerpo del
planeta.3 Como Bacon y Kircher,
quizás, Burucúa, solo ante las inclemencias igual que
el personaje del paisaje invernal de Malévich, sigue
las huellas de un ideal que ya no existe. A diferencia de Bacon y Kircher, nuestro autor no oculta ni ignora, sino que exhibe
con crudeza los dobleces y las contradicciones de ese proyecto que trajo consigo
muchos logros, pero indudablemente también tantísima opresión, muerte y
explotación.
Al inicio del libro, Burucúa se propone imitar el estilo de Roberto Calasso y creo que lo logra, porque sus páginas siguen los
meandros de la civilización y de sus interpretaciones. En todo caso, es posible
que la inspiración del italiano estuviera también presente en la empresa misma
de explorar el concepto de civilización. Burucúa,
moderno al fin, no elude la crítica tenaz, pero se esfuerza por registrar
también los ideales y las esperanzas. En ese sentido, como decía Calasso del mito a partir de Salustio,
quizás la civilización sea también una de esas cosas que “no ocurrieron jamás,
pero son siempre”.4
Nicolás Kwiatkowski
Universidad de San Martín / conicet / Universitat Pompeu Fabra
1 Véase por ejemplo esta campaña del
gobierno argentino:
https://www.lanacion.com.ar/politica/el-gobierno-volvio-a-utilizar-dia-de-la-raza-pese-a-un-decreto-de-cristina-que-le-cambio-el-nombre-nid12102024/.
2 José E. Burucúa,
Excesos lectores, ascetismos iconográficos, Buenos Aires, Ampersand, 2017.
3 John E. Fletcher, A study of the
life and works of Athanasius Kircher, Boston y
Leiden, Brill, 2011, p. 172.
4 Roberto Calasso,
Las bodas de Cadmio y Harmonía, Barcelona, Anagrama, 2019, p. 7.