¿La historia del periodismo argentino no tiene quien la escriba? Algunas hipótesis

Sylvia Saítta

Universidad de Buenos Aires / conicet

 

 

Veinticinco años después de la publicación de Regueros de tinta, las investigaciones y las tesis realizadas durante tantos años muestran que el estado de la cuestión de los estudios sobre la prensa escrita argentina de los siglos xix y xx es otro. Se realizaron numerosas investigaciones y se escribieron tesis y libros que han consolidado un área de conocimiento que es imprescindible para pensar la historia política, cultural y artística argentina. No obstante, todavía es insuficiente; estamos todavía muy lejos de tener una historia del periodismo escrito en la Argentina.

Por aquel entonces, hace más de veinticinco años, existían varias historias generales sobre la prensa argentina, bastantes libros de memorias escritos por periodistas argentinos y algunos textos fundamentales para abordar la complejidad que exige asomarse al mundo del periodismo escrito: los numerosos trabajos del grupo conformado por Jorge Rivera, Eduardo Romano, Aníbal Ford y Jorge Lafforgue; Una modernidad periférica. Buenos Aires 1920 y 1930, de Beatriz Sarlo; El discurso criollista en la formación de la Argentina moderna, de Adolfo Prieto; el capítulo de Tim Duncan “La prensa política: Sudamérica, 1884-1892”, publicado en la compilación La Argentina del ochenta al centenario, de Gustavo Ferrari y Ezequiel Gallo; José Hernández y sus mundos, de Tulio Halperin Donghi, y no mucho más. Si bien escribí la tesis de doctorado, base de Regueros de tinta, en Letras, bajo la dirección de Beatriz Sarlo, la investigación sobre el diario Crítica pudo ser posible en el marco del Programa de Estudios de Historia Económica y Social Americana (pehesa), que había sido creado en 1977 por los historiadores Leandro Gutiérrez, Juan Carlos Korol y Luis Alberto Romero y el sociólogo José Luis Moreno, a quienes se sumaron Hilda Sabato en 1978 y Beatriz Sarlo, Juan Suriano y Mirta Lobato a comienzos de los años ochenta, y funcionaba en el Centro de Investigaciones Sociales sobre el Estado y la Administración (cisea), pero estableció su sede en el Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, de la Facultad de Filosofía y Letras, a partir de diciembre de 1992, incorporando a los tesistas de quienes lo integraban.

En la carrera de Letras yo había aprendido a leer un texto, a pensar sus estrategias narrativas y formales, a diferenciar géneros discursivos, a poner en diálogo una novela, un poema o un cuento con sus condiciones de producción y sus contextos de enunciación. Pero fue en el diálogo con historiadoras e historiadores, tanto en las reuniones que se realizaban mensualmente como en las muchas horas compartidas en las oficinas de la facultad, donde aprendí qué significaba “hacer” archivo, relevar materiales en hemerotecas, poner en discusión planes de trabajo, defender hipótesis de lectura. Y aprendí, sobre todo, que una investigación no es un camino solitario, sino que una investigación avanza, se modifica, retrocede para volver a avanzar, a través del diálogo y el intercambio compartido por quienes integran un espacio común, en sus acuerdos y desacuerdos. Gracias a la amabilidad con la que me recibieron mis colegas historiadores, pude escuchar, en vivo y en directo, las conferencias de quienes periódicamente visitaban el pehesa: Adolfo Prieto, Tulio Halperin Donghi, Natalio Botana, Oscar Terán, Jorge Dotti, Carlos Altamirano, Juan Carlos Torre, Dora Barrancos, Gastón Burucúa, Fernando Devoto, Diego Armus, Alejandro Cattaruzza, Lila Caimari, Agustina Prieto, Adrián Gorelik, Marcela Ternavasio, Alicia Megías, Graciela Silvestri, Ana Virginia Persello, entre muchos otros nombres.

Pensar estos veinticinco años es también pensar en cómo cambiaron los modos en que investigamos y, sobre todo, en cómo accedemos a las fuentes de nuestras investigaciones a partir del cambio radical que implicó el giro tecnológico del siglo xxi, principalmente para quienes realizamos trabajo de archivo. En aquellos años de mi formación, el acceso era sumamente complicado y requería de un tiempo y de unas destrezas que hoy parecen de la Edad Media. Cuando comencé como becaria estudiante, en 1987, mi tema de investigación era Roberto Arlt en el diario El Mundo. Conseguir las “Aguafuertes porteñas” –—muchas de las cuales están hoy en la plataforma digital de la Biblioteca Nacional Mariano Moreno— implicaba copiarlas a mano o leer en voz alta cada nota con un grabador en la hemeroteca para, después, desgrabarlas en casa, en una máquina de escribir. Cuando comencé mi investigación sobre el diario Crítica, a comienzos de los años noventa, no solo ya tenía una computadora, sino que habían aparecido dos modelos de unas maravillosas, y extremadamente rudimentarias, fotocopiadoras manuales que permitían levantar el material en la hemeroteca, pero que requerían de un minucioso trabajo: había que recortar los rollos de fax para que entraran en la máquina y, después, pegar esos recortes en una página para llevarla a fotocopiar porque el papel de fax se borraba rápidamente.

Fichar el diario Crítica implicó entonces escribir a mano, o grabar y desgrabar muchas notas, relevar títulos en fichas de papel, fotocopiar con la minifotocopiadora las notas que parecían importantes. En otras palabras: implicó leer la colección del diario completo en la hemeroteca, mientras fichaba sin saber demasiado lo que estaba buscando, para después volver a mirar la colección completa del diario cuando empecé a saber qué era lo que buscaba. Me resulta hoy inverosímil —pero es verdad— haber leído dos veces los ejemplares del diario Crítica desde 1914 (porque 1913 no está coleccionado en ninguna institución) hasta 1933, página por página, y título por título, en la Hemeroteca de la Biblioteca Nacional.

Muchos años pasaron desde entonces. No obstante, comprendí bastante después de que se inventaran las cámaras digitales lo que Umberto Eco había afirmado, en esa especie de biblia que era Cómo se hace una tesis en aquellos años, al observar los posibles efectos del uso masivo de las fotocopiadoras:

 

Frecuentemente las fotocopias son una coartada. Uno se lleva a casa cientos de páginas fotocopiadas y la actividad manual que ha ejercido sobre el libro fotocopiado le da la impresión de poseerlo. La posesión de la fotocopia exime de la lectura. Esto les sucede a muchos. Una especie de vértigo de la acumulación, un neocapitalismo de la información. Defendeos de las fotocopias: en cuanto las tengáis, leedlas y anotadlas. Si no tenéis prisa, no fotocopiéis nada antes de haber poseído (esto es, leído y anotado) la fotocopia precedente. Hay muchas cosas que no sé por haber podido fotocopiar cierto texto, pues me he tranquilizado como si lo hubiera leído.1

 

Efectivamente, cuando años después de mi investigación sobre Crítica volví a la hemeroteca con una cámara digital, la diferencia fue evidente: cuando no existía la cámara digital yo regresaba a casa sabiendo algo más sobre Crítica; después, ya con una cámara, volvía a casa con muchísimas fotos de los diarios o revistas que estaba consultando. Y no mucho más. Algo parecido podría decirse del acceso a las muchas plataformas de colecciones completas de diarios, revistas o archivos digitalizados. Bajamos en nuestras computadoras miles y miles de pdf o fotos; los ordenamos en diferentes carpetas ¿y después? ¿Cómo abordamos esa inmensa cantidad de material que fuimos acumulando? ¿Por dónde comenzamos? O lo que es peor: ¿cuándo dejamos de buscar? Estoy convencida de que no hubiera todavía terminado de escribir mi tesis sobre Crítica o la biografía de Roberto Arlt si hubiera tenido el acceso que tengo hoy a los archivos digitalizados; armar un mapa de China tan grande como China, ya lo advirtió Jorge Luis Borges, es siempre una tentación, y un riesgo.

No obstante, a diferencia de lo que sucede con las revistas y las publicaciones periódicas, el acceso a los diarios continúa siendo complejo, difícil, y muchas veces tan artesanal como hace veinticinco años. Mientras que diferentes plataformas argentinas autogestionadas permiten consultar colecciones completas de revistas y semanarios digitalizados, es poco probable que plataformas similares existan para colecciones digitalizadas de los diarios y periódicos de los siglos xix y xx sin la intervención de instituciones nacionales, como la Biblioteca Nacional Mariano Moreno o la Biblioteca del Congreso de la Nación, a las que se les tendrían que destinar los fondos y la infraestructura necesarios para realizarlas. Que la tarea es extremadamente compleja lo demuestra el hecho de que son pocos, muy pocos, los diarios digitalizados en la Argentina y en otros países del mundo.

Pese a las dificultades, con menos de 30 años de edad, un cuaderno, un grabador, fichas de papel y una fotocopiadora manual, pude escribir una tesis sobre el diario Crítica, o, más precisamente, una tesis sobre un período del diario Crítica. Los motivos por los cuales esa investigación no avanzó hasta 1951, cuando la familia Botana vendió el diario, o hasta su cierre en 1962, responden a límites externos, ajenos al plan de investigación: en primer lugar, la mudanza de la Biblioteca Nacional durante el gobierno de Carlos Menem, en 1992, que mantuvo a los diarios sin acceso posible durante dos años; en segundo lugar, María Kodama, quien, para digitalizar la Revista Multicolor de los Sábados, el suplemento cultural de Crítica dirigido por Jorge Luis Borges y Ulyses Petit de Murat en 1933, obtuvo el permiso de retirar los volúmenes del diario de la consulta pública de la Biblioteca Nacional durante más de un año. Fue entonces que, sin las fuentes, reordené mis hipótesis y decidí finalizar la investigación con el regreso de Crítica a la calle el 20 de febrero de 1932, después de su clausura del 6 de mayo de 1931, durante la dictadura del teniente general José Félix Uriburu.

Regueros de tinta abarca entonces los años 1913 a1932. El corte externo me permitió comprender que continuar estudiando Crítica implicaba, además de un mapa de Crítica tan grande como Crítica, otras hipótesis de lectura: por un lado, hacia 1932, Crítica ya era el diario más popular de la Argentina, y ya había inventado muchos de los procedimientos del periodismo sensacionalista —tanto para la nota policial como para la campaña política— que marcan un antes y un después en la historia del periodismo escrito argentino, como también los modos de escribir una noticia en el cruce del discurso periodístico y los procedimientos de la ficción. Por otro, en ese 1932, “la voz del pueblo”, con la llegada del general Agustín P. Justo al gobierno después de la proscripción del Partido Radical, era, por primera vez en toda su historia, “la voz oficial” del Estado y disputaba, también por primera vez, un mismo universo de lectores con otro vespertino, Noticias Gráficas.

Mi proyecto de volver a Crítica y terminar de contar una historia que había quedado inconclusa, o de comenzar a estudiar Noticias Gráficas —diario sobre el que escribí tan solo unos apuntes preliminares— fracasó. Las razones de ese fracaso responden, más que a mi pobre individualismo, a las condiciones mismas de posibilidad de investigaciones que requieren del reposado y obsesivo tiempo de la larga duración en archivos y hemerotecas que es contrario al ritmo de producción académica, nacional e internacional, que impuso el siglo xxi.

Mientras que los avances tecnológicos abrieron las puertas al paraíso —y accedemos muy rápidamente a miles de archivos digitalizados o fotografiamos diarios completos en pocos días—, las condiciones de trabajo cambiaron. No se trata de nostalgia ni de pensar que los tiempos de antes eran mejores, cuando no existían el referato doble ciego y las revistas académicas indexadas bajo normas internacionales. Se trata, más bien, de defender los tiempos largos de la investigación, no interrumpidos por la obligación de publicar artículos, escribir ponencias, participar en congresos, evaluar o ser evaluados, mientras investigamos. ¿Cómo se investiga y se publica al mismo tiempo? ¿Cómo se escribe la historia de un diario que, no solo no está digitalizado, sino que cubre décadas completas del siglo xix o del siglo xx? ¿Cuándo y cómo se ficha esa inmensidad de páginas y páginas que, además, plantean la inmensa complejidad que significa trabajar con un tipo de fuente, el diario, que abre preguntas, problemas y desafíos, como queda excelentemente demostrado en los trabajos de Martín Albornoz, Pilar Cimadevilla y Juan Buonuome, quienes reflexionaron sobre Crítica a través de Regueros de tinta?

Creo que la respuesta está en el trabajo en equipo. Es más que probable que una sola persona no pueda, en las condiciones actuales de trabajo, escribir una tesis o un libro sobre el diario La Prensa o el diario La Razón. Más aún, me resulta casi inverosímil pensar en una sola persona escribiendo una historia del periodismo escrito argentino porque faltan, todavía, muchos estudios de caso. Pero sí creo que es posible hacerlo entre muchas y muchos, sobre todo porque los diarios son objetos que invitan —por no decir que exigen— miradas y saberes provenientes de perspectivas de análisis y disciplinas diferentes. No es lo mismo estudiar la página de policiales que la página literaria de un mismo diario; es equivocado pensar que la opinión política de un diario reaparece necesariamente en las notas sociales o deportivas; es imprescindible analizar la puesta en página de las noticias: las ilustraciones, los tipos de letra, las fotografías, además de los textos escritos.

La creación del Programa de Historia de la Prensa, en la Universidad Nacional de San Martín, que se suma a los numerosos equipos de investigación, provenientes de distintas disciplinas, dedicados al estudio de la prensa escrita, demuestra que, a pesar de este presente aciago para la investigación científica y la universidad pública, una historia del periodismo escrito en la Argentina podrá ser nuestra, y no solo por prepotencia de trabajo. o

1 Umberto Eco, Cómo se hace una tesis. Técnicas y procedimientos de estudio, investigación y escritura [1977], Barcelona, Gedisa, 1988, p. 156. Traducción de Lucía Baranda y Alberto Clavería Ibáñez.