Una sintomatología de lo social

Sebastián Carassai

conicet / Universidad Nacional de Quilmes

 

Un texto para homenajear —ante una audiencia informada como la que está presente hoy aquí— una larga labor intelectual (o más precisamente, algunos aspectos de ella), corre el riesgo de ofrecer una síntesis de sus principales tópicos y desarrollos y así simplemente suscitar, entre la confirmación y el aburrimiento, el recuerdo de lo que ya se sabía o una evaluación del resumen ofrecido. Un segundo riesgo que me gustaría conjurar es el de confundir el carácter de esta intervención. Un homenaje no llega a constituir un género pero sí es, diría, un tipo de discurso que, aun si considera contextos históricos o personales, fracasa si promete una historia o una biografía. El texto que escribí, entonces, es un homenaje que si, como creo, logra eludir los riesgos mencionados, seguramente no está exento de sucumbir a otros, como el de brindar una lectura demasiado emancipada de una justa síntesis y de una adecuada contextualización histórica y biográfica. Al elaborarlo, sin embargo, esos riesgos me inquietaron menos que otro, que en mi experiencia como asistente a homenajes a intelectuales considero el menos justificable: el de destacar en la obra del homenajeado solo aquello que coincide con el punto de vista de quien homenajea (y omitir lo que lo distancia). Teniendo todo esto en mente escribí este texto-homenaje.

Una posible vía de acceso al trabajo intelectual de Hugo Vezzetti es Punto de Vista, la revista en la que participó de principio a fin entre los años 1978 y 2008, dirigida por Beatriz Sarlo. Sus primeras contribuciones, a veces reseñas de libros, otras artículos, abordan problemáticas relacionadas con las disciplinas psi: el psicoanálisis, la psiquiatría, la locura, su historia, y también la (historia) de esas disciplinas en la Argentina. No me fue asignado a mí en este encuentro esa vertiente del pensamiento de Vezzetti, pero quisiera señalar tres características de esas contribuciones que iluminan los temas sobre los que sí me han invitado a decir algo. Un marcado interés por la historia de sus objetos de estudio, la intuición de que esa historia es mejor comprendida si se la analiza en relación con la sociedad, y cierta inconformidad con la deriva del psicoanálisis en la Argentina de la segunda mitad de la década del setenta en varias de sus expresiones, la lacaniana particularmente.1

Si decidí comenzar por aquí es porque la primera reflexión extensa sobre los años de la dictadura que publica en Punto de Vista aparece a propósito de la “situación actual del psicoanálisis” en la Argentina, en diciembre de 1983. Señala allí la presencia de un “obstáculo mayor” para dar cuenta de esa situación: existe, dice Vezzetti, “una censura, en sentido freudiano, hecha a la vez de amnesias y de reescrituras del pasado reciente, dictadas por las exigencias de ese período ominoso abierto en 1976”.2 De acuerdo con Vezzetti, a partir del Cordobazo el psicoanálisis salió al encuentro de la historia social con herramientas que provenían de otras disciplinas: el materialismo dialéctico e histórico, la filosofía, la lingüística, la antropología. La ruptura en la Asociación Psicoanalítica Argentina, en 1971, podría verse como síntoma y a la vez como acelerador de esa salida de la apoliticidad que implicó la renovación del espacio psicoanalítico, que a partir de entonces admitió, por ejemplo, visiones progresistas confiadas en el curso emancipatorio de la historia, la obra singular del primer Masotta y articulaciones entre psicoanálisis y marxismo más o menos ligadas a proyectos revolucionarios. La oleada reaccionaria y represiva que se abrió a fines de 1974, agravada despiadadamente durante la dictadura (que tendía a asociar psicoanálisis con terrorismo), en el plano más evidente había golpeado los ámbitos públicos formativos y asistenciales pero además, en uno menos visible, había creado las condiciones que favorecieron un divorcio entre el psicoanálisis y el medio cultural y político.3 Aunque más tarde matizará esta imagen y otorgará mayor peso a las relaciones internas al campo del psicoanálisis, de acuerdo con este primer Vezzetti la represión había contribuido más que cualquier otra cosa a definir los rasgos que lo caracterizaban ahora (mediados de los ochenta), bien alejados de aquel pasado crítico.

Si esa lejanía era adjudicada, en líneas generales, al modo complaciente con el que el psicoanálisis buscaba reunirse con los problemas de su tiempo, en ningún otro tema se volvía más cuestionable y creaba más perplejidad que en los del terrorismo de Estado y sus secuelas clínicas y sociales. A menos de tres años de recuperada la democracia Vezzetti revisa una serie de estudios psicoanalíticos sobre esos temas y postula que sus análisis aparecían “capturados” por una imagen del poder sintetizada en la díada torturador-víctima, tácita o explícitamente relegando a la sociedad al papel de un “pasivo sujeto colectivo sometido a los designios despóticos de un amo brutal y absoluto”.4 Propone, en su lugar, abordar la relación dictadura-sociedad “en términos de una trama, un dispositivo —en términos foucaultianos— que complica y trasciende un enfoque que solo vea coerción despótica”. “La dictadura no cayó sobre la sociedad argentina como un rayo en cielo sereno”, quizás la idea sobre este tópico que más reiterará en artículos, libros y entrevistas desde los ochenta hasta hoy, en 1986 sirve de preámbulo a un rápido inventario de todo lo que, a su juicio, unía sociedad y dictadura: el ideal de orden (frente al caos y al viejo fantasma de la desintegración nacional), el restablecimiento de las jerarquías y el principio de autoridad, la familia como sistema natural y vertical de obligaciones, el patriotismo militarista, el mito de un “ser nacional” amenazado por un enemigo externo, la catolicidad integrista. Frente a la imagen de la dictadura como “comienzo absoluto”, Vezzetti proponía subsanar la “palpable omisión” de la sociedad argentina en los análisis psicoanalíticos mediante la incorporación de investigaciones provenientes de las ciencias sociales, como las de Guillermo O’Donnell, cuyas tesis, escribe, son “un buen punto de partida” para analizar de modo distinto la relación entre dictadura y sociedad.

En la senda de Adorno, el Vezzetti de estos años pareciera reinterpretar el psicoanálisis como una ciencia social de tipo hermenéutico capaz de revelar latencias presentes y al mismo tiempo ocultas en el orden social y en la cultura.5 Que esa reinterpretación no estaba únicamente motivada por un interés por el pasado sino también, y en ocasiones fundamentalmente, por el porvenir, es algo que había quedado de manifiesto en un artículo anterior, escrito en ocasión del Juicio a las Juntas Militares y publicado en 1985. Si hasta entonces los textos de Vezzetti en Punto de Vista no tenían una interlocución explícita en las páginas de la revista, a partir del número 24, en el que aparece “El Juicio: un ritual de la memoria colectiva”, varias de sus intervenciones podrían leerse en diálogo con las de sus compañeros y demás colaboradores de la revista —una tarea que dejo a quienes se encarguen de ocupar mi lugar cuando la homenajeada sea Punto de Vista—. Sí quisiera mencionar una frase que en el mismo número y a propósito del mismo tema escribe Carlos Altamirano, porque condensa uno de los aspectos menos fáciles de presentificar desde nuestra actualidad tan remota para aquel grupo: “no sabemos por cuánto tiempo nos acompañará el temor de que [los ejemplos del infierno que hubo en la Argentina] se repitan”.6 El Juicio estaba ahí, los militares también. Podían desaparecer de la escena política nacional, como profetizaba una canción, pero no lo habían hecho.7

¿Qué era ese Juicio? “Para algunos e[ra] una batalla política más que, manteniendo la lógica de la guerra, solo se propon[ía] dar vuelta la correlación de víctimas y victimarios”, escribió Vezzetti. Para otros, él entre ellos, era la antítesis de una celebración; esos estrados escenificaban “un ritual doloroso antes que triunfal”.8 Ahora bien: ¿qué podía ser el Juicio? Responde Vezzetti: “Un rito de pasaje a un nuevo ciclo”, es decir, la posibilidad de construir una sociedad cimentada sobre los valores negados en la etapa que se quería dejar atrás. Más importante para el recorrido que sigo aquí: “El proceso a las juntas militares hace posible —casi impone— una revisión ordenada del pasado reciente que, como tal, conlleva una operación sobre la memoria colectiva. Algo del orden de un trauma debe ser reconstruido, rememorado y reflexionado”. “¿Qué ha sucedido?, ¿por qué sucedió?, ¿cómo ha podido suceder?”; si en el juicio podía hallarse respuesta a la primera de estas preguntas célebremente formuladas por Arendt (mencionadas más de una vez en las páginas de Punto de Vista), el juicio interpelaba “a la sociedad en su conjunto” y podía (o quizás mejor debía) iniciar un camino de introspección colectiva tendiente a explorar respuestas a las otras dos. “Prácticamente todas las instituciones de la sociedad mantenían sus vasos comunicantes con el régimen militar”, escribe Vezzetti, de modo que esa introspección podría servir para “rescatar […] un diagnóstico acerca de las cualidades de nuestras organizaciones políticas, eclesiásticas, sindicales, profesionales, jurídicas, de la prensa y la cultura”.

Retorno de lo reprimido: lo social como síntoma

A mediados de los años noventa, los “muertos insepultos”, los desaparecidos, trascendieron los márgenes de los organismos de afectados y volvieron al centro de la discusión pública. Primero, en 1994, con el caso de los mellizos Reggiardo-Tolosa; dos años después, a consecuencia de la confesión de Scilingo, que conmocionó a un vasto sector de la opinión pública. Vezzetti escribió sobre ambos acontecimientos. “La publicidad del drama” de los hijos apropiados ponía en escena el “carácter conflictivo de la memoria, como un espacio de lucha y no un registro pacífico del pasado, sostenida por actores y canales que pugnan por actualizarla y reescribirla, desde tradiciones y constelaciones de valor”.9 A juicio de Vezzetti, el caso de los mellizos Reggiardo-Tolosa oponía dos imperativos, uno afectivo y otro social. El afectivo correspondía a las verdades del corazón; quienes las privilegiaban sostenían que era en ese plano, en el de la voluntad subjetiva de los involucrados, en el que debía dirimirse el conflicto. El imperativo social, en cambio, desplazaba el hecho de las verdades del corazón a las determinaciones de la ley, del plano de la voluntad subjetiva al del derecho objetivo. Vezzetti se pronuncia entonces a favor de la primacía del imperativo social: no los afectos sino el bien común.

Si esa intervención se situaba en un orden normativo, la que motivó el caso Scilingo retoma la cuestión de la memoria colectiva y en consecuencia cabe inscribirla en el terreno de la ética. “Me interesa explorar el núcleo duro, resistente, de una suerte de trauma colectivo, una herida profunda al ideal fundacional de cualquier comunidad humana”, escribe. La confesión de Scilingo actualizó lo que ya se sabía por el testimonio de los sobrevivientes; proveía un nombre propio más, añadible a la lista de ejecutores de la empresa criminal llevada a cabo por la dictadura. Ahora bien, “en otra dimensión —escribe Vezzetti— la secuela del horror compromete a la sociedad en su conjunto”. La confesión representaba una bofetada para los negacionistas de la tragedia, partidarios del “dar vuelta la página”. Pero había otro negacionismo en danza: el que seguía leyendo la realidad en clave de “retomar el combate en la misma escena congelada”. Entre la amnesia y la alucinación, Vezzetti propone poner en marcha “los mecanismos del duelo que reintegra algo como perdido e irrecuperable a la vez que lo traslada a otra dimensión: el crimen siniestro quedaría abierto a la elaboración, la simbolización, la redención en el presente”. Vuelven las preguntas de Arendt: ¿por qué?, ¿cómo? La patología de la memoria puede darse por ausencia o por exceso. “¿Qué recuperación es posible y necesaria?”, pregunta Vezzetti, y anota: “lo que pudo ser eficaz en 1984 hoy lo es menos”. Las exigencias de la memoria están siempre en el presente.

Lo conocido, precisamente por ser conocido, no es reconocido”, enseñan las filosofías de la autoconciencia. Detrás del telón de lo que conocemos no hay nada parecido a un noúmeno inalcanzable sino que estamos nosotros, mujeres y hombres capaces de reconocerse en lo que conocen. En estos textos de los años noventa, Vezzetti comienza a insistir en la necesidad de “poner en juego una operación de autoconocimiento de la sociedad”, de “autoesclarecimiento” —operación bien distinta a la de la denuncia: una oportunidad para que la sociedad se mire y piense a sí misma “incluso en sus facetas menos aceptables”—.10 Si hubiera que traducir esta insistencia a un método, diría que de lo que se trata (desde antes de los noventa y en más de una de las áreas del conocimiento que aborda) es de formularse una pregunta: “¿síntoma de qué aspectos de lo social es eso que provoca nuestro interés o nuestro asombro?”. Cuando a propósito de una reflexión sobre la práctica del escrache a los represores aborde el rol que hacia fines de los años noventa estaban desempeñando los organismos de derechos humanos, escribirá: “se hace necesario reflexionar sobre lo que [en esos organismos] se revela de la sociedad en la que nacieron y actúan”.11 Que lo mismo que había dado fuerza a esos organismos durante la dictadura (el estar integrados principalmente por familiares) siguiera teniendo el mismo peso a quince años de la reapertura democrática, revelaba más bien el débil papel, cuando no la ausencia, de una sociedad civil involucrada en la defensa de derechos universales. La memoria de grupo, sostenida en la sangre y los afectos, debía abrir paso a una memoria social, cimentada en un fundamento ético.

Volveré sobre un aspecto que estoy dejando a un lado en estos artículos, el de los problemas derivados de la mirada complaciente, cuando no la reivindicación, que muchos de estos organismos traslucían sobre la lucha armada de los años setenta. Lo menciono simplemente para notar que, si varios de los trabajos de Vezzetti, desde la reapertura democrática en adelante, caben bajo el signo de cierta inconformidad con la deriva social que verifica en los temas sobre los que escribe, hacia finales de la década del noventa, quizás motivado por el impacto de las memorias y documentales militantes que comienzan a ganar audiencias cada vez más amplias, ese signo se intensifica.

Eso puede verse en cuatro artículos publicados entre 1999 y 2001, tres en Punto de Vista, el cuarto en la revista Iberoamericana. Dos son intervenciones sobre intervenciones. En un caso, critica que un texto publicado por Eudeba como herramienta pedagógica para la enseñanza media, destinado explícitamente a promover en las nuevas generaciones la recuperación de los ideales de la juventud de los setenta, omita “el componente esencial de aquella acción colectiva: el cemento de la política y el mito revolucionario como garante, en el orden de los fines, de los medios diversos (incluyendo los peores) en la justificación de esa acción”.12 En el otro —que aparece en el mismo número en que Héctor Schmucler alude al mandato bíblico del “no matarás” como “fundamento de cualquier ética”, varios años antes de la célebre polémica— repasa críticamente representaciones de los centros clandestinos de detención y, otra vez, propone leerlos como síntomas de lo social, es decir, en función de lo que “revela[n], reproduce[n] en algún sentido, [de] la dinámica de la sociedad”.13 Las “zonas grises” que Primo Levi identificó al interior del campo de concentración nazi, en el caso argentino también existían en la propia sociedad. La tarea que nos toca no es, para Vezzetti, pensar lo que separaba sino lo que comunicaba, por ejemplo, la esma y la ciudad de Buenos Aires; pensar lo que el centro clandestino revelaba de la sociedad.14

En el tercero de estos artículos el síntoma es la conmemoración de los 25 años del golpe de Estado de 1976. Lo sucedido ese día en Plaza de Mayo es analizado como “signo de cierto estado de la memoria pública sobre una etapa y una experiencia que han marcado profundamente a la sociedad”. El artículo se titula “Lecciones de la memoria”, porque se pregunta por el valor ejemplar que adquiere en el espacio público la rememoración del pasado trágico. Lejos de ser pensado como un “acontecimiento y una experiencia límite” que puso a prueba a toda la comunidad, más lejos de una interrogación sobre su carácter revelador de elementos presentes en la sociedad, la consigna convocante del más numeroso de los varios actos que tuvieron lugar el 24 de marzo de 2001 establecía una línea de continuidad entre el “genocidio de ayer y el de hoy” que hacía que Massera y Cavallo aparecieran como dos actos de una misma obra. “Es importante señalar y refutar esa idea simplificada de la continuidad de una dominación”, escribe Vezzetti. Advierte en ella ya no un relato sobre la dictadura sino sobre los dieciocho años de democracia y la considera a su vez un síntoma de las promesas frustradas, de Alfonsín a la Alianza. Discute, creo que por primera vez, la pertinencia de la palabra “genocidio” para referirse a lo que prefiere llamar “masacre” o “plan de exterminio”, términos que permiten poner de relieve el carácter político de la represión. Retoma también, creo que por primera vez, la idea de Tulio Halperin Donghi de “guerra civil larvada”. Ve en la “casi” desaparición de la consigna “Nunca Más” en los pronunciamientos públicos de los organismos de derechos humanos un síntoma inequívoco de que las consignas radicalizadas de sus sectores minoritarios han conquistado también el sentido común de las dirigencias más moderadas.15 Lamenta que los derechos humanos, alguna vez cimiento de la fundación de una comunidad democrática, tengan ahora como horizonte la secta y el espíritu faccioso.

El cuarto de estos artículos regresa sobre el Juicio a las Juntas (a esta altura del partido, “marca” inequívoca de un “cambio histórico”), como punto de anudamiento del imperativo de memoria y la demanda de justicia. Leído en conjunto con los tres artículos de estos años de entre siglos, este análisis de lo que el Juicio representó en la historia argentina permite imaginar una historia contrafáctica fundada en las potencialidades allí inauguradas. El Juicio, escribe Vezzetti, “promovía una deliberación pública, abría un espacio novedoso de participación en una discusión colectiva […] [que] promovía la solidaridad pública”, escenificaba “un nuevo pacto del Estado y la sociedad que quedaba plasmado en la fórmula Nunca Más”.16 Una dimensión del Juicio, además, excedía su carácter de espectáculo público: simbolizaba “una reconstrucción de las instituciones y el Estado”. Ahora bien, dice Vezzetti, al mismo tiempo que reestablecía nada menos que el Estado de derecho en la Argentina, fijaba ciertos límites a una intelección “propiamente histórica” de los años que desembocaron en el golpe de 1976. El límite que más le importa señalar es el que impuso a la posibilidad de “interrogarse sobre las condiciones” sociales que contribuyeron a favorecer y admitir el golpe.17

Pasado y presente

Si elegí recorrer esta serie de reflexiones no es solo porque asumo que una mayoría de las personas aquí presentes leímos Pasado y presente. Guerra, dictadura y sociedad en la Argentina (Siglo XXI, 2002), sino porque ese recorrido muestra que este libro no cayó como rayo en un cielo sereno en las preocupaciones de Vezzetti. Siguiendo la interpretación que propongo, podría decirse que lo que en este libro ocupa el lugar de síntoma, de epifenómeno revelador de fuerzas que están allí pero no siempre se ven, es no “la dictadura” sino propiamente el terrorismo de Estado, es decir, la práctica de la desaparición sistemática de personas. Pero si ese es el síntoma principal, no es el único. Veamos cómo se presenta el libro: “Este trabajo se propone indagar […] la experiencia social de la irrupción de la violencia y el terrorismo de Estado en la Argentina”. Esa experiencia no se concibe hecha solo de acontecimientos sino también (y en lo que toca al análisis que propone, quizás fundamentalmente) de representaciones, entendidas como “sustrato determinante de la percepción y la experiencia”. Una “idea fuerte”, nos dice, recorre el libro: la “extrema barbarie” no solo expuso los peores rasgos de las ff. aa., responsables de la criminalización del Estado, también sacó a la luz “lo peor de la sociedad”. Inspirado en Norbert Elias, sugiere que el terrorismo de Estado exhibió “las condiciones de un derrumbe civilizatorio”. Menciono algunas representaciones señaladas en este libro como operantes tanto en la sociedad como en el Estado: “la fuerza del imaginario de la revolución”, la “captura de la política por la visión mesiánica de los objetivos últimos”, “el poder redencional” atribuido a la violencia. Nada de esto significa igualar el terrorismo de Estado y el terrorismo insurgente, incomparables no solo en su poder sino en su naturaleza. Pero en tanto este libro es también un estudio de la memoria social, sí caen bajo su lupa las formas de hacer inteligible el pasado, entre las cuales el “mito explicativo” de los “dos demonios” adquiere importancia por “lo que es capaz de señalar como problema”.

Retornan las preguntas de Arendt (¿se irán alguna vez?): “¿por qué sucedió?”, “¿cómo ha podido suceder?”. No voy a reiterar aquí todo lo que el libro condensa y a la vez desarrolla de las ideas mencionadas en los artículos que repasé. Menciono algunas que se agregan o que completan las argumentaciones previas: la entronización de formas primarias del poder y la autoridad evidencia “un derrumbe moral largamente incubado”; los partidos políticos no encabezaron la oposición al régimen militar porque “mayormente adhirieron a los objetivos de la ‘guerra sucia’ (aunque no necesariamente a su metodología)”; la sociedad “acompañó la mayor parte del período de la gestión militar” con un “humor conformista”; las representaciones de la “guerra” contribuyeron a cerrar los caminos institucionales para resolver los conflictos. En síntesis, siguiendo la distinción propuesta por Karl Jaspers, si la “culpabilidad criminal” había comenzado a desnudarse en el Nunca Más y en el Juicio, Pasado y presente venía a contribuir al conocimiento de las otras dos culpabilidades señaladas por el filósofo alemán: la política (que incluía principalmente a los partidos y a los grupos insurgentes) y la moral (que abarcaba a toda la sociedad). Tanto esa sociedad política como esa sociedad civil son responsables no solo por lo que promovieron sino también, afirma Vezzetti, “por lo que fueron incapaces de evitar”.

Sobre la violencia revolucionaria

En agosto de 2003, todavía en los estertores de la crisis de 2001, a la que otorga dimensiones de “catástrofe”,18 Vezzetti advierte que se “ha abierto un nuevo clima público”. Imagina que lo que seguirá a la catástrofe es una “empresa de reparación institucional y de moralización estatal” y, en lo que hace al pasado trágico, opina que “el setentismo irredento hoy es solo un resto arcaico”.19 No transcurrirá mucho tiempo para que cambie esta opinión. En agosto de 2004 intervendrá en el debate originado a partir de las iniciativas del gobierno de Néstor Kirchner de construir un Museo de la Memoria, símbolo y, otra vez, “síntoma mayor del estado de la democracia”.20 Lo que preocupa a Vezzetti es la posibilidad de que un museo de esas características, que en tanto conciencia histórica materializada habla al porvenir, quede limitado a una experiencia estrecha que solo convoque a los convencidos. Los organismos de derechos humanos, que durante la dictadura debieron ocupar el lugar vacante dejado por la política y por el Estado, ahora no debían ser la única voz a ser escuchada porque no representan el “interés general” sino el de un sector de la sociedad. Su posición es que el Estado y la política de partidos ocupen el lugar que les corresponde, que no vuelvan a abdicar, que conduzcan un proceso de elaboración de un consenso.21

Volvamos brevemente a los años previos a Pasado y Presente. En 1997, a propósito de una reflexión acerca del cuerpo de Eva Perón, Vezzetti afirma que lo que subyace al destino que ese cuerpo siguió es una “interrogación fundamental” sobre la relación propiamente trágica “que en la sociedad argentina se ha ido constituyendo entre la política y la muerte”. Anota, además, que con esa afirmación intenta solamente “marcar una problemática”, en tanto duda “anticipadamente” de las respuestas que entonces pudieran ensayarse.22 Al año siguiente, en un artículo ya citado, una consideración acerca de una de las formas del escrache, no de aquella que ocupaba el lugar ausente de la ley sino de la que descreía de los resortes institucionales de la política, desemboca en una meditación acerca de la actualización de la violencia revolucionaria. Me interesa lo que sigue: “aunque es muy difícil avanzar en este terreno de análisis, no puede dejar de verse que allí se anudan complejas relaciones entre mitologías políticas y representaciones familiares”.23 En 2001, en el artículo sobre los 25 años del golpe, luego de afirmar que la campaña de provocación terrorista contra oficiales de las ff. aa. en los setenta no había hecho más que “favorecer una revancha corporativa brutal y desmesurada”, agrega: “no voy a avanzar más en un terreno que evidentemente pone en juego problemas que deberían quedar abiertos por mucho tiempo”.24

Los artículos de entre siglos recién citados son todos previos a 2003. El camino por el que entonces Vezzetti no prefería avanzar será largamente transitado en Sobre la violencia revolucionaria. Memorias y olvidos (Siglo XXI), que apareció en 2009. No estoy diciendo que la cuestión de la responsabilidad de las guerrillas en la producción del régimen dictatorial no haya sido mencionada antes. Como yo mismo recordé hace unos instantes, aparece en Pasado y presente y en los artículos previos. Digo, en cambio, que la extensa reflexión en Sobre la violencia revolucionaria sobre varios de los problemas relativos a esa cuestión, tanto en lo que hace a la historia como a la memoria, quizás haya encontrado un incentivo para actualizarse en la nueva coyuntura abierta en mayo de 2003. Los artículos sobre monumentos y memoriales reeditados en el Apéndice del libro son también posteriores a ese año.

Como sea, si tomamos como válida la máxima que postula que “un texto vale por los problemas que suscita”, que el propio Vezzetti utiliza en los ochenta para saludar la aparición de Historia del psicoanálisis en Francia, de Élisabeth Roudinesco, creo que propios y ajenos coincidirían en atribuir a Sobre la violencia revolucionaria un valor incuestionable.25 Voy rápido: allí Vezzetti alerta, con Ricoeur, sobre esa forma de olvido que “adecúa” la imagen presente con las huellas del pasado y, con Todorov, sobre la memoria “literal”, que somete el presente al pasado. Aboga por una “memoria ejemplar” (Ricoeur), capaz de extraer enseñanzas del presente y abrir una reflexión que involucre la propia responsabilidad. Distingue entre dos sentidos del “trauma”: el que victimiza a la sociedad en su conjunto y se sufre pasivamente y el que lo relaciona con lo inolvidable y lo que retorna en el trabajo de la memoria.26 Recupera “lo que retorna en síntomas diversos”: en la Argentina, el reconocimiento de que hubo otras víctimas, comenzando con las que la guerrilla produjo en sus propias filas, abrió la posibilidad de incluir a todas las víctimas producidas por el terrorismo insurgente. Que estos crímenes no sean equiparables a los cometidos desde el Estado “no significa que sean insignificantes o prescindibles para la conciencia histórica”. Niega que exista ni se esté construyendo en la Argentina una cultura de los derechos humanos, ni en el Estado ni en la sociedad. “El presente es el tiempo del reconocimiento”, escribe. La apuesta del libro es la “memoria justa”, cuyo fundamento no son los afectos sino lo ético-político, e implica un trabajo de elaboración no ya de la identidad sino de la diferencia. Subyace a esta idea un ideal en el sentido kantiano: el horizonte de una conciliación tan amplia como sea posible sobre la historia reciente para de ese modo alcanzar una reconciliación, no entre antiguos enemigos, sino de la comunidad con su pasado.

En el libro se discuten otras interpretaciones de la relación entre política y violencia en las organizaciones insurgentes; analiza el rol de Perón, el peronismo y otras fuerzas políticas, y de sectores influyentes de la prensa; revisa las elaboraciones de los exiliados, contemporáneas a la dictadura; regresa sobre el tema de “los dos demonios”, al que considera en su ocaso; contrasta el origen (universalista) de los organismos de derechos humanos con su presente (más bien sectario); propone una clave para leer las relaciones entre política, pulsión erótica y religión; repasa lo que yo llamaría una sensibilidad característica del combatiente revolucionario de los setenta; objeta que la consigna “matar o morir” pueda interpretarse como simple reacción; aborda las relaciones entre política, sacrificio y muerte, y los mitos asociados al significante amo de la “revolución”; propone una genealogía del “hombre nuevo”, principio y horizonte del guevarismo, en la que sobresalen los vasos comunicantes con el fascismo.

A menudo, en el transcurso de cualquier vida intelectual, los conceptos que se utilizan van cambiando o se van reformulando. En el caso de Vezzetti cité ya la categoría de trauma. No quisiera terminar este homenaje sin incluir un concepto que adquirió importancia en los trabajos publicados después de Sobre la violencia revolucionaria, aunque allí también aparezca. Lo mencioné a propósito del análisis de su posición respecto de los memoriales. Me refiero a la noción de “conciencia histórica”, que Vezzetti toma de José Luis Romero. Podríamos preguntarnos: ¿síntoma de qué es este deslizamiento de la “memoria” a la “conciencia histórica” en Vezzetti? Probablemente de una nueva insatisfacción, ahora con lo escrito y también filmado bajo la sola pulsión del deber de memoria.27 La memoria es una noción equívoca, escribe en 2011, demasiado apegada a la vivencia personal, demasiado prescindente de la producción historiográfica. La conciencia histórica no es la que produce el historiador sino la que produce la sociedad.28 De ahí la importancia de intervenir en el debate público.

Palabras finales

Algo se reitera —insiste, dirían los psicoanalistas— en muchos de los textos de Vezzetti. Sea Freud, Foucault, Lacan, el psicoanálisis, los años setenta, la dictadura, la memoria o los derechos humanos, lo que una y otra vez aparece es un vocabulario que estructura la argumentación: “trama”, “núcleo”, “zona”, “área”, “fondo”. Si aplicáramos su método, podríamos preguntar: ¿síntoma de qué vendría a ser esa insistencia? Aunque se escriban en singular, esas palabras remiten a una hermenéutica plural, abierta e inacabada de los objetos bajo análisis. Advierten al lector que la problemática en cuestión no es unidimensional. La pluma de Vezzetti no se privará de afirmaciones contundentes, a veces provocadoras. Pero la argumentación descansa en esas palabras. Una conjetura: quizás ellas sean síntoma de una manera de pensar para la que el conocimiento (histórico, social o psíquico) es fragmentario y a largo plazo inestable, por lo que su arte consistiría no en clausurar sino más bien en ramificar una discusión exenta de ortodoxias. o

1 Véase, por ejemplo, “Jacques Lacan”, Punto de Vista, n° 13, noviembre de 1981.

 

2 “Situación actual del psicoanálisis”, Punto de Vista, n° 19, diciembre de 1983.

 

3 En este artículo denuncia el “silencio” y la “ceguera” de psicoanalistas que todavía en 1980 celebraban los “espléndidos honorarios en dólares” de la época de Martínez de Hoz, así como la ausencia de diversidad, de debate y la falta de creatividad al interior del campo psicoanalítico en términos teóricos. “Situación actual del psicoanálisis”, Punto de Vista, n° 19, diciembre de 1983.

 

4 “Derechos humanos y psicoanálisis”, Punto de Vista, n° 28, noviembre de 1986.

 

5 Véase el elogio contundente que hace Vezzetti de la Teoría crítica del sujeto (México, Siglo XXI, 1986) de Adorno, que reúne tres artículos sobre psicoanálisis publicados entre 1946 y 1966: “Adorno y el psicoanálisis”, Punto de Vista, n° 30, julio-octubre de 1987.

 

6 Carlos Altamirano, “Sobre el Juicio a las Juntas militares”, Punto de Vista, n° 24, agosto-octubre de 1985.

 

7 Cuando en 1987 se produzcan los levantamientos carapintadas, Vezzetti escribirá que la ley de obediencia debida “clausura[ba] el ciclo ascendente de reparación ética de la sociedad abierto con la conadep, el Nunca Más y el Juicio”: “La democracia posible”, Punto de Vista, n° 30, julio-octubre de 1987. Todavía entonces juzgaba que a la transición democrática “aún le aguarda[ban] momentos muy graves”.

 

8 “El juicio: un ritual de la memoria colectiva”, Punto de Vista, n° 24, agosto-octubre de 1985.

 

9 “La memoria y los muertos”, Punto de Vista, n°. 49, agosto 1994.

 

10 “Variaciones sobre la memoria social”, Punto de Vista, n° 56, diciembre de 1996.

 

11 “Activismos de la memoria: el escrache”, Punto de Vista, n° 62, diciembre de 1998.

 

12 “Memorias del Nunca Más”, Punto de Vista, n° 64, agosto de 1999. El libro motivo de este artículo es Haciendo memoria en el país del Nunca Más (Buenos Aires, Eudeba, 1997), de I. Dussel, S. Finocchio y S. Gojman, que para Vezzetti resulta una confirmación de un “sistema de creencias”: básicamente, que el involucramiento de la juventud en la política de los sesenta/setenta fue meramente una reacción a la represión y violencia institucional que sufría desde Onganía.

 

13 El texto de Schmucler: “Las exigencias de la memoria”, Punto de Vista, n° 68, diciembre de 2000.

 

14 “Representaciones de los campos de concentración en la Argentina”, Punto de Vista, n° 68, diciembre de 2000. Se trata de un comentario crítico al artículo de Andrés Di Tella, “La vida privada en los campos de concentración” (en Devoto y Madero, Historia de la vida privada en la Argentina, tomo 3, Buenos Aires, Taurus, 1999) y al libro de Pilar Calveiro, Poder y desaparición. Los campos de concentración en Argentina (Buenos Aires, Colihue, 1998).

 

15 “Lecciones de la memoria. A los 25 años de la implantación del terrorismo de estado”, Punto de Vista, n° 70, agosto de 2001.

 

16 “El imperativo de la memoria y la demanda de justicia: el Juicio a las Juntas argentinas”, Iberoamericana vol. I, n° 1, 2001.

 

17 En 2014 regresará sobre este juicio. Véase “El juicio a las juntas, treinta años después”, en H. Vezzetti, Memoria, Derechos Humanos y Democracia. Textos e intervenciones, Buenos Aires, SB Editorial, 2023.

 

18 “Apuntes para un debate sobre el presente: Estado y ciudadanía”, Punto de Vista, n° 75, abril de 2003.

 

19 “Aniversarios: 1973/1983”, Punto de Vista, n° 76, agosto de 2003.

 

20 “Políticas de la memoria: el museo de la esma”, Punto de Vista, n° 79, agosto de 2004.

 

21 Una posición similar sostiene en “Memoria histórica y memora política: las propuestas para la esma”, Punto de Vista, n° 86, diciembre de 2006.

 

22 “El cuerpo de Eva Perón”, Punto de Vista, n° 58, agosto de 1997.

 

23 “Activismos de la memoria: el escrache”, op. cit.

 

24 “Lecciones de la memoria…”, op. cit.

 

25Roudinesco, el psicoanálisis y la historia”, Punto de Vista, n° 34, julio-septiembre de 1989.

 

26 La categoría de “trauma” o de “pasado traumático”, que como se vio él mismo utilizó desde 1983 para aludir a la experiencia de la represión en la última dictadura, comienza por estos años a ser cuestionada por su connotación de exterioridad (del acontecimiento) y de pasividad (de la sociedad). Sobre este tema volverá más adelante en “Memoria e imaginación histórica: los usos del trauma” (2014), en H. Vezzetti, Memoria, Derechos Humanos y Democracia, op. cit.

 

27 Sobre la crítica a la producción cinematográfica que trata o evoca los años setenta, véase “Archivo y memorias del presente. Elefante Blanco de Pablo Trapero: el padre Mugica, los pobres y la violencia” (2014) y “El terror en escenas. Un estudio arqueológico del cine argentino en la post-dictadura” (2015), ambos en H. Vezzetti, Memoria, Derechos Humanos y Democracia, op. cit.

 

28 Sobre este tema véase “Los sesenta y los setenta. La historia, la conciencia histórica y lo impensable”, Prismas. Revista de Historia Intelectual, n° 15, 2011.