Naides es más que naides
El impulso igualitario en la trayectoria de la sociedad argentina
Juan Carlos Torre
Universidad Torcuato Di Tella
Premisa. Este ensayo tiene como objetivo resaltar que, más allá de los antagonismos políticos que dividieron una y otra vez la vida pública, la música de fondo que animó la trayectoria histórica del país fue la pasión por la igualdad.1
1Para ir poniendo en contexto estas páginas permítanme primero una anécdota personal. Pasé los años de la dictadura fuera del país. Pero en 1979 volví por unos meses. En mi viaje de regreso a Inglaterra, donde residía, decidí pasar por México: allí tenía amigos exiliados. El avión que me llevaba hizo una breve escala técnica en Lima y el comandante nos pidió que descendiéramos, para retomar el viaje en 30 minutos. Me dirigí entonces con los demás pasajeros al interior del aeropuerto. Allí me acerqué al mostrador de un bar y pedí un café. Me sirvieron el café, tomé el café, pagué el café y luego caminé hacia el avión. A los pocos pasos me detuve un instante bajo el impacto de la breve interacción en el bar. ¿Qué impacto? Quien me había servido el café no me había mirado a los ojos en ningún momento. Para mí fue toda una sorpresa. Estaba ante un mundo cultural que no me era familiar ya que aquí en Buenos Aires quienes están abajo en la escala social, tal el caso de los que prestan servicios personales como mozos de bar o restaurant, miran directamente a los ojos a quienes están arriba.
He ahí el gesto que condensa, como ha destacado el historiador Oscar Terán, la marca registrada de la Argentina al ser comparada con otros países de América Latina, esto es, el igualitarismo, esa actitud que tienen los argentinos de ser y sentirse iguales. Y continúa: quienes detentan un estatus social superior no encuentran en los de más abajo la mirada huidiza y obsequiosa, tan característica de las sociedades jerárquicas, sino la mirada franca y dirigida a los ojos.2 Para ampliar la perspicaz observación de Terán agrego: mirar a los ojos es un síntoma de la falta de deferencia entre los de abajo y los de arriba. Una sociedad levantada sobre la deferencia —sigo aquí a J. G. A. Pocock— es una sociedad en la que hay una élite y una no-élite y en la cual la no-élite considera, con frecuencia sin resentimiento alguno, a la élite como de un estatus superior; es decir, el miembro de la no-élite rinde deferencia a sus superiores porque toma su estatus superior como parte del orden natural de las cosas.3
En estas condiciones, se espera que la actitud deferente se exprese en forma espontánea y que no tenga necesidad de ser impuesta por la fuerza. Años de socialización en una tradición que asigna a cada uno su lugar dentro de un orden jerárquico convierten la deferencia en la manifestación de una desigualdad consentida. En los hechos, pues, la deferencia es el producto de una libertad condicionada ya que implica la aceptación voluntaria del liderazgo de la élite por parte de personas que no son parte de ella.
Ahora bien, cuando echamos un vistazo a su historia social y política, una constatación se impone: Argentina no fue un lugar propicio para que arraigara en ella la deferencia y que esta se convirtiera en una matriz de la psicología social de los argentinos. Dos fueron los rasgos del país que desde muy temprano se combinaron para bloquear esa posibilidad: su idiosincrasia democrática y su contextura social móvil. Este diagnóstico requiere ser justificado; con ese fin comienzo por el primero de ellos, recurriendo a una perspectiva muy compartida por la reflexión política del país en el siglo xix.
El punto de partida de esa perspectiva es un presupuesto: Argentina dio sus primeros pasos como un país democrático. Con la expresión “país democrático” estoy aludiendo a una manera del ser de la sociedad más que a un perfil del sistema político. Una vez rotos los vínculos con España, lo que sería Argentina, ubicada como estaba en una región marginal del régimen colonial, se desenvolvió sin la hipoteca de la rígida estratificación propia del antiguo orden, que sí conservó sus fueros en México y Perú; en estos países la trama social descansaba sobre verdaderas cortes coloniales, con sus condes y marqueses profesando un culto de la nobleza.
La trayectoria argentina hubo de ser claramente contrastante, como señaló Bartolomé Mitre en un texto clásico de 1876:
[…] solo las provincias del Río de La Plata estaban en un marco en el que […] por derecho, todos sus habitantes se consideraban iguales. Sin nobles ni mayorazgos, despreciando por instinto los títulos de nobleza y animados por un espíritu de igualdad nativa, forjaron una democracia rudimentaria, turbulenta, en la que la fuerza y la opinión tuvieron una eficacia mayor que en el resto de América.4
En esta semblanza me importa subrayar un postulado clave, el derecho a percibirse y sentirse iguales. Este es el presupuesto de lo que podemos definir como “un país democrático”, esto es, una manera de ser de la sociedad en la que no hay posiciones sociales reservadas por tradición para tal o cual grupo, ya que todos sus miembros pueden pretenderlas todas, y ninguna de ellas está en principio vedada para nadie. La creencia en que todas las personas estaban en un mismo pie de igualdad en materia de derechos y, por consiguiente, también de aspiraciones —“la igualdad nativa” de Mitre— estuvo en las antípodas del universo mental de la sociedad jerárquica.
Por cierto, la tendencia a construir diferencias entre unos y otros, tan propia de la convivencia social, siempre estuvo presente. Pero esas diferencias, y la distancia social que venía con ellas, operaron en conflicto dentro de una matriz cultural en la que la creencia en la igualdad delineaba un horizonte colectivo. Para una mayoría de la población esa creencia no fue equivalente a la expectativa de igualdad en las condiciones de vida; implicó otra cosa. Como cabía esperar en un país todo por hacerse, el énfasis estuvo puesto en el punto de partida y no en el punto de llegada. Y se plasmó en la demanda de igualdad de oportunidades, de modo tal que cada cual pudiera elevarse socialmente como lo permitieran sus habilidades y ambiciones. Esa demanda, alimentada por una ideología del esfuerzo individual y el mérito, habría de montar un exigente banco de pruebas del cual el país saldría airoso gracias a contar con una contextura social móvil.
Paso ahora a este segundo rasgo de Argentina, que fue muy característico de los países nuevos en el mundo, como los Estados Unidos y Australia. Para trazar su constitución e indicar luego sus efectos voy a dar un salto en esta reconstrucción de la historia e ir al último cuarto del siglo xix. Como sabemos, entonces tuvieron lugar dos procesos de duraderas consecuencias. El primero, la inserción del país al mercado mundial como productor de alimentos y el segundo, el flujo masivo de inmigrantes europeos. Cuando los examinamos de cerca comprobamos que, prácticamente, coexistieron en el tiempo. El período de la inmigración ultramarina coincidió con el despegue de la economía, esto es, no fue posterior sino simultáneo a la gestación de nuevas actividades. En toda la gama de oficios y empresas que proliferaban por detrás y a los costados de la expansión agropecuaria, los extranjeros tuvieron la primera palabra y sacaron partido de las oportunidades de trabajo y negocios que tenían a su alcance. La experiencia de movilidad social que habría de conocer una mayoría de ellos consistió, al principio, más en la creación y ocupación de lugares hasta entonces inexistentes que en el ascenso dentro de una estructura preexistente. Silvia Sigal ha destacado que la tan celebrada movilidad social del cambio de siglo respondió, en verdad, más a ese movimiento que a la debilidad de las barreras existentes en la pirámide social.5
Una sociedad en formación, como aquella de entonces, donde la arcilla estaba todavía fresca, despertaba grandes expectativas. A ellas se refirió José Moya, en su gran libro sobre la temprana inmigración española, en estos términos:
El mito de “mendigo a millonario” o de “changador a banquero”, que fuera ridiculizado en la época y visto como un mecanismo de control social, formó parte de la visión del mundo de los inmigrantes y sus familias. Como sucede con la mayoría de los mitos, pudo prosperar porque tenía algunas evidencias en su favor.6
Aunque se puede discutir a la distancia cuán amplias y efectivas eran esas evidencias, muchos inmigrantes las tomaron en serio y confiaron en que su futuro iba a ser mejor para ellos y sus hijos. Por años, en buena parte de la literatura sobre el período, fue un lugar común desmentir esos mitos como si en eso consistiera todo. Lo cierto es que los mitos tuvieron largo aliento y arraigaron. Allí entró a jugar un conocido axioma de la sociología: si las personas definen una situación como real, esta se vuelve real en sus consecuencias. Esa confianza en el futuro tuvo así el efecto de extender sus horizontes temporales y contribuyó a que sobrellevaran mejor los altibajos de la vida. Con un efecto adicional sobre los comportamientos colectivos: despejó la vía al impulso que movilizó a sucesivas generaciones a desafiar las jerarquías y sus privilegios allí adonde estos existieran.
Para explorar ese impulso me remito a la ruta abierta por Gino Germani. Quien echara las bases de la sociología moderna en el país afirmó que la alta movilidad social que caracterizó a gran parte de la sociedad argentina de la época influyó sobre las actitudes de la población:
Solamente aquellos que no conocen el clima social y moral que acompaña a las sociedades verdaderamente cerradas, como muchas en América Latina, puede desconocer el impacto de la movilidad social. La Argentina que emergió a partir de ella fue una sociedad con una fuerte mentalidad igualitaria, cualesquiera que fuesen las diferencias de la población en cuanto ingresos, educación y otras dimensiones de la estratificación. Fue una sociedad en que las actitudes estuvieron muy influidas por una experiencia cristalizada a lo largo de muchas décadas que hizo verosímil la expectativa en que “todo era posible” y que el camino del éxito estaba abierto para quien lo buscara.7
A fin de examinar la relación entre movilidad social y mentalidad igualitaria propuesta por Germani, retomo aquí un teorema clásico enunciado por Alexis de Tocqueville y para ello empiezo esbozando el perfil típico de las sociedades jerárquicas.8 En ellas, la desigualdad es permanente y viene de lejos trayendo consigo su corolario: los que están abajo tienden a acomodarse desde muy temprano a la posición subalterna que ocupan. Cualquiera sea el lugar adonde dirijan sus ojos siempre encuentran frente a sí la imagen de la jerarquía y, junto con ella, la subordinación a quienes están arriba en la escala social. Cuando las diferencias son muy grandes y se apoyan en una tradición secular, la gente suele resignarse o sobrellevar su condición con una rebeldía solapada, silenciosa, como lo ha destacado magistralmente el politólogo James C. Scott en su estudio sobre “las armas de los débiles”.9
Ahora bien, cuando por obra de cambios estructurales la sociedad se torna más móvil y, en consecuencia, los estratos sociales se aproximan unos a otros, aquellos que están más abajo resienten más agudamente las diferencias existentes, las soportan menos y, más temprano que tarde, reclaman un acceso más igualitario a recursos y derechos. Esa aspiración a la igualdad será más intensa y movilizadora cuando se despliega en una sociedad en la que los contrastes sociales no pueden justificarse invocando posiciones de larga data o privilegios heredados.
Resumiendo, pues, el diagnóstico: la suma de una contextura social móvil y de una idiosincrasia democrática puso las bases del gran laboratorio donde se gestó la fuerte mentalidad igualitaria con la que Argentina ganó un lugar peculiar entre los países de América Latina en el siglo xx.
2Frente a esta visión muy panorámica de la trayectoria del país se imponen tres importantes precisiones. La primera: el paisaje de una sociedad móvil y más integradora no abarcó al conjunto del territorio nacional. En realidad, fue más característico de la Capital Federal y las provincias del litoral, el epicentro de la modernización económica del país y donde con el tiempo residieron los principales núcleos de la población; fuera de ese ámbito, sobre todo en las provincias del norte, fue mayor la persistencia de un orden jerárquico y su correlato, la actitud deferente de los estratos más bajos. Por cierto, de tanto en tanto dichos estratos levantaron la voz, pero como era esperable en el interior profundo del país, vertebrado por una dominación social sólida y arraigada, esos estallidos no alteraron las grandes asimetrías sociales, como quedó consignado en la obra clásica de 1904 de Juan Bialet Massé.10 La segunda precisión a realizar: donde se hizo visible la modalidad más horizontal en el trato social ella estuvo acompañada por actitudes prejuiciosas hacia la población nativa de perfil mestizo. Su piel más oscura les jugó con frecuencia en contra en el mercado de trabajo.
Hay, por fin, una tercera precisión. La mentalidad igualitaria no se desplegó raudamente a lo largo del tiempo, ni tampoco conquistó voluntades por doquier. Más bien, debió confrontar en forma periódica la previsible resistencia de quienes ocupaban posiciones prominentes en la sociedad preexistente, celosos por mantenerlas en exclusividad. Que esas resistencias terminaran cediendo y que, en definitiva, la aspiración social de nuevas mayorías continuara su marcha ascendente no hizo más fácil la situación para quienes debieron atravesar los momentos de tensión que esa experiencia implicaba.
Con el foco puesto sobre esos capítulos de la historia me propongo a continuación recorrer en forma sumaria el itinerario de Argentina en el siglo pasado. Y voy a hacerlo bajo el auspicio de un viejo aforismo criollo que puso a mi alcance el historiador Fernando Devoto en un texto muy esclarecedor sobre la Argentina en el siglo xx.11 En él, Devoto refiere a la visión de Juan Agustín García sobre las razones del clima hostil a las jerarquías y privilegios imperante en los años 1920. Para el titular de la primera cátedra de Sociología radicada en la Facultad de Derecho ese estado de cosas en la vida pública era el fruto de “el triunfo del viejo aforismo criollo que late en el fondo del alma popular: ‘Naides es más que naides’”.
A propósito de la cita, la literatura histórica se ha pronunciado sobre los orígenes de esa rotunda consigna. Con frecuencia se la atribuyó a José Gervasio Artigas, el caudillo político de Uruguay de la primera mitad del siglo xix, que habría puesto bajo ella a su empresa política. Otro que también la habría hecho suya fue Francisco “Pancho” Ramírez, el Supremo Entrerriano que, asesinado en 1821, fue enterrado envuelto en una bandera con esa consigna. Considerando la trayectoria de ambas figuras, grandes señores de la guerra y la política, resta por determinar si para ellos era una proclama en favor de un trato social más igualitario o, más bien, era un desafío federalista contra el centralismo de Buenos Aires. Ese interrogante no lo voy a despejar ahora.
Prosigo, pues, con el veredicto de Juan Agustín García y la sentencia que lo acompaña: el aforismo criollo era un aforismo viejo. A su juicio, la aspiración a la igualdad que este transmitía animaba desde hacía muchos años el fondo del alma popular. En su búsqueda a través del tiempo tenemos una primera estación; nos la propone Bartolomé Hidalgo, todo un nombre en la poesía gauchesca, que en 1822 preguntó, desafiante, “¿Por qué naides sobre naides ha de ser más superior?”, haciéndose eco de la voz del mundo de los sectores populares que cultivaba y recogía por tradición oral.12 A la distancia podemos conjeturar que esa interpelación tenía sus raíces en una existencia bajo el imperio de la necesidad. Esa fue la visión que en 1817 sugirió un visitante extranjero, Chas Brand:
Siendo obligados a vivir de sus propios recursos, los nativos de la pampa han adquirido un aire independiente; y por vivir casi todos sobre el lomo del caballo ese aire se aproxima a la nobleza. Viviendo tan libres e independientes no pueden reconocer ni reconocerán la autoridad de ningún otro mortal. Sus ideas son todas de igualdad.13
La contribución de las condiciones de vida en la pampa a la formación de un espíritu igualitario podemos enviarla al terreno de las hipótesis. Pero lo que sí tuvo el valor de un aporte más cierto fue la activación de los sectores populares durante las campañas por la independencia y, luego, las guerras civiles. Quienes eran convocados a las armas no seguían siendo los mismos al cabo de esa experiencia límite; de allí el lugar central que ocupan en el relato de los historiadores de esos tiempos las imágenes de una plebe díscola y politizada.
Cuando en la introducción de 1845 a Facundo. Civilización y barbarie, Sarmiento hizo un inventario de los factores que a su juicio provocaban las convulsiones internas del país, en el último lugar de la lista computó: “su parte a la democracia consagrada por la Revolución de 1810, a la igualdad, cuyo dogma ha penetrado hasta las capas inferiores de la sociedad”.14 En el tramo final de su dictamen, Sarmiento colocaba así el foco sobre una inquietud de la época: qué hacer frente a uno de los desafíos políticos abiertos por la revolución de 1810 como era el de la movilización popular que, con sus bríos siempre alertas, constituía una fuente de preocupación en los círculos dirigentes. Con una perspectiva parecida, aquel que a la sazón era su némesis política por excelencia, aludimos a Juan Manuel de Rosas, aplicaba sus artes de conducción para contener y dirigir a “los hombres de clases bajas, que siempre están dispuestos contras los ricos y superiores”, según la confesión que hiciera en 1829 a un enviado extranjero.15 Mientras hacía profesión de fe de igualdad y exaltaba el entusiasmo popular, Rosas se proponía y lograba poner bajo control la movilización tan temida.
Ese éxito tuvo sus secuelas y las habrían de soportar los que pusieron fin a su poder autoritario. En su libro de 1889, Memorias de un viejo, Vicente Quesada dejó registrado el cambio que se había operado en la relación de las élites con su personal de servicio: “Ya no se podía reconvenirles ni mirarlos con severidad”.16 Parecía que, finalmente, había llegado la hora de trasladar al trato social, como reclamara Bartolomé Hidalgo también en 1822, el mandato de la ley para la cual no debía haber distinciones “de rico ni pobretón, para ella es lo mesmo el poncho que casaca y pantalón”.17
La aspiración a ser tratados como iguales no habría de ser incompatible con la obediencia política. Así, se verá a los sectores populares encolumnados detrás de figuras públicas que supieron ganar su confianza y forjar a partir de ella lazos de lealtad. El escenario propicio para estos intercambios lo proveyó la temprana existencia del sufragio en el país y las condiciones más bien generosas que regulaban el derecho a votar (es innecesario aclarar que hablamos de la población masculina). En sociedades más jerárquicas, donde los patrones coloniales continuaron en gran medida vigentes, tal los casos de Perú, Colombia, México, hubo marchas y contramarchas con respecto a los requisitos para poder votar. En cambio, desde un comienzo, en la Argentina no existieron restricciones; de acuerdo con la legislación, primero en la provincia de Buenos Aires en 1821 y, a partir de 1857 en el conjunto del país, todos los varones adultos podían votar.18
La amplitud de la franquicia electoral respondió a la gravitación de dos circunstancias. La primera, de carácter simbólico, fue la que destaqué en este texto cuando caractericé a la Argentina como un país con una idiosincrasia democrática; en el contexto definido por esa matriz cultural se hizo muy difícil para las élites dirigentes justificar restricciones al sufragio. Ciertamente, entronizar la igualdad como eje clave de la representación política dio lugar a un proceso de discusión y confrontación en las alturas del poder político. El desenlace de ese arduo proceso, en el que se pasó revista a diversas fórmulas, culminó con la temprana ampliación del derecho al voto. La segunda circunstancia, de índole más instrumental, fue una consecuencia de la decisión de esas mismas élites de dirimir sus pujas políticas a través de la competencia electoral. En ese marco, las reglas vigentes forzaban a los candidatos en pugna a llevar más votantes que sus rivales a las mesas de sufragio. Repasando los avatares electorales del país hacia finales del siglo xix y principios del siglo xx, se comprueba el lugar subordinado de esos apoyos en las máquinas políticas montadas por las élites. Pero no es ese el aspecto que me interesa subrayar en esta digresión sobre las prácticas electorales. La cuestión que quiero traer al primer plano es que la movilización de los apoyos populares era un recurso estratégico en la dinámica de la escena política de la época. Si cabe hablar aquí de masas subalternas es a condición de destacar que eran masas en movimiento hasta las que había llegado el dogma de la igualdad entrevisto por Sarmiento.
3Con el telón de fondo del aliento social y político proveniente de los sectores populares, galvanizado a su vez por las prácticas del sufragio, entramos a la segunda etapa de nuestra incursión por la historia. Sus rasgos generales ya los anticipé antes, me refiero a la que despuntó con la ola masiva de inmigrantes europeos que arribó al país entre 1880 y 1914. Este fue un evento de considerables proporciones porque cambió la demografía: Argentina se convirtió en el país del mundo en el que la proporción de la población extranjera sobre la población nativa fue la más alta.
Como sabemos, en el tramo final del siglo xix estaba en curso en Argentina un proceso de rápido crecimiento: de ser un país importador de alimentos, en pocos años había creado una economía agropecuaria que era altamente competitiva en el mundo. Sus efectos expansivos atrajeron a multitudes de inmigrantes europeos en busca de un futuro mejor que aquel al que podían aspirar en sus lugares de origen. Por cierto, la parte del león de la prosperidad económica se la llevaban los dueños de la tierra y los recién llegados quedaban a la cola. Pero antes de partir de esta constatación y hablar de desigualdad es preciso tomar en cuenta un dato capital: para la mayoría de los inmigrantes el marco de referencia para evaluar su situación estaba en los países que habían dejado al otro lado del Atlántico. Considerada desde este ángulo la Argentina ofrecía trabajos e ingresos muy superiores. Sobre todo, se presentaba como una sociedad más abierta, sin los obstáculos materiales y las diferencias jerárquicas propias de los países de donde provenían. A fin de apreciar ese contraste, veamos un párrafo de la carta que uno de ellos le escribió desde aquí a su familia:
Si Dios me da la vida tengo la esperanza de volver a la patria, pero por ahora mi familia no irá a Italia. Pero quiero que sepan que aquí todos mis hijos comen pan y toman sopa hasta saciarse como lo hacen los señores en nuestras aldeas.19
La referencia a “los señores de nuestras aldeas” ilustra bien el mundo social sistemáticamente excluyente que habían dejado atrás al cruzar el océano. Un panorama similar nos lo brinda el escritor Edmundo de Amicis, luego de recorrer como corresponsal de prensa las colonias italianas de Santa Fe en 1885.
Yo ya no reconocía en ellos a los campesinos piamonteses. Es una transformación sorprendente la que se ha producido. Las ropas, los rostros siguen siendo los de aquellos, pero todo el resto ha cambiado. Los modos son más sueltos y más cordiales. Parecía que la envoltura que los tenía comprimidos se hubiese roto. Allí en Santa Fe como habitantes de una región que prácticamente habían creado ellos mismos no parecían tener ninguna clase social encima. En cambio, en Italia, sentían sobre sus espaldas todo el peso jerárquico de la antigua sociedad.20
Siguiendo la pista de De Amicis con un concepto de la sociología, diríamos que la emigración comportó para quienes participaron de ella y arribaron al país una suerte de liberación cognitiva que suprimió antiguas reservas y servidumbres y amplió las fronteras de lo que pensaban que era posible. Sarmiento, siempre alerta, supo capturar con un retrato la transformación del inmigrante al llegar:
Se lo ve desembarcar, atravesando en silencio las calles, y al poco tiempo se opera la transformación del inmigrante oscuro, encorvado al llegar, primero en un hombre que siente su valor, después en italiano, francés o español, según su procedencia, y enseguida en extranjero como un título y una dignidad.21
Con esa nueva mentalidad los recién llegados se movilizaron para fare l´America, la voz de orden que mandaba aprovechar y explotar lo que el país ponía a su alcance, trabajando duro y postergando las gratificaciones inmediatas. No todos tuvieron suerte al principio, y hubo quienes hicieron de sus frustraciones el motor de la protesta social. Vistos en su contexto, los animadores de esa protesta social tuvieron sus dificultades para gestar a partir de ellas organizaciones sólidas y estables porque ¿qué futuro podía tener un proselitismo proletario dirigido como estaba a una masa de inmigrantes que tenía por principal objetivo escapar a su condición proletaria? Solo una minoría permaneció en la misma posición por más de una generación. Una gran mayoría de los inmigrantes que, al arribar, se ubicaron en los escalones más bajos de la pirámide social, pudo dar un salto hacia arriba. Según quedó registrado en el censo de 1914, la primera fotografía de una novel sociedad, dos tercios de ellos ya habían nutrido las filas de los estratos medios. Ese itinerario hasta allí exitoso tropezó con escollos en el camino y luego debió confrontarse a otros para ir abriendo las puertas a una mayor integración social.
Un primer escollo tuvo que ver con la nacionalidad.22 El mundo de los inmigrantes, heterogéneo en su composición por la diversidad de costumbres, lenguas y vínculos étnicos, tuvo, no obstante, una actitud común, la negativa generalizada a volverse argentino. De acuerdo al censo de 1914, solo el 1,4% de los extranjeros había adquirido la ciudadanía. Las razones de esa resistencia han sido objeto de una variedad de conjeturas y todas coinciden en ver en ella un comportamiento racional ajustado a su condición de inmigrantes.
Para una mayoría, la experiencia migratoria era el paso de un trabajo a otro y no de un país a otro, y por lo tanto no tenían previsto radicarse aquí; a su vez, abandonar la nacionalidad implicaba perder la protección de sus agentes consulares y quedar a merced de los avatares siempre más riesgosos de la justicia local; otra pérdida adicional e igualmente crítica era no contar con el sostén de las sociedades de ayuda mutua de carácter étnico que los acogían al llegar. Por lo demás, la generosa legislación vigente no establecía diferencias entre argentinos y extranjeros en el desempeño de actividades en la economía, que era la motivación excluyente de la migración.
Fue así que, en la coyuntura ante la que se hallaron, prefirieron optar por ser habitantes y no por ser ciudadanos. Para hacerse escuchar por los poderes públicos no necesitaron sacar la carta de ciudadanía ya que contaban con un vasto movimiento asociativo, conducido por dirigentes muy reconocidos, que les proporcionaba un recurso de presión de primer orden. Y desde allí también participaron en los eventos de la vida política nacional. Aquí es oportuno evocar un contraste muy revelador hecho por Samuel L. Baily. Me refiero al que distinguió la experiencia de los inmigrantes italianos en Buenos Aires respecto de los que se radicaron en Nueva York: estos últimos, ubicados como estaban en la base de la pirámide social, carecieron de una vía alternativa de presión a la que ofrecían las máquinas políticas que manipulaban el voto étnico; de allí que se nacionalizaran en grandes proporciones y votaran al Partido Demócrata.23
Retomando el hilo de la historia. Esa población de extranjeros, tenazmente apegados a sus países de origen, hizo que cundiera una previsible inquietud en las élites dirigentes, por entonces empeñadas en crear un sentimiento de identificación con una nación que recién en 1880 había conseguido su unificación política. Las voces de alarma se multiplicaron. Entre tantas cito una, Roque Sáenz Peña, que en 1909 y desde el púlpito de la presidencia del país alertó:
Antes de cinco lustros si nuestra prosperidad sigue con su vértigo actual y continúa atrayendo extranjeros, el elemento nativo va a quedar en minoría. Tratemos por lo tanto que no quede en inferioridad.24
La población objetivo a la que apuntaba esa advertencia eran los hijos de los inmigrantes nacidos en el país que estaban entrando a las aulas de la escuela primaria. Quien habría de ser el que brillara en la misión de convertir a la educación en el arma para conjurar la amenaza del cosmopolitismo fue el médico e historiador José María Ramos Mejía. En 1908, a cargo de la cartera de Educación, lanzó una campaña de gran impacto, con más horas de clase dedicadas a la historia y la geografía nacional y la creación de un ritual escolar hecho de cantos patrióticos, culto a la bandera, celebración de efemérides nacionales.
Juzgada en sus propios términos —producir argentinos— fue en muy corto plazo una empresa exitosa gracias a la poderosa plataforma montada por la ley 1420 de 1884: la escuela laica, gratuita y obligatoria. La religión cívica, impartida en gran escala, hizo sentir sus efectos ya en la primera generación de hijos de inmigrantes, que empezaron a aflojar los lazos afectivos con la patria de sus padres y a identificarse con su país de nacimiento. Como toda construcción de una identidad nacional y, por lo tanto, ciega y sorda a la diversidad, la argentinización tuvo sus costos, hubo en ella mucho de imposición. Sin embargo, considerados más de cerca, esos costos, esta imposición, fueron secretamente autorizados en la intimidad de los hogares de los inmigrantes con un propósito: hacer que sus hijos salieran sin hipotecas identitarias en la búsqueda de las oportunidades de progreso personal que el país prometía.
La escuela pública les suministró además un instrumento concebido para facilitar ese propósito: el guardapolvo blanco. Con el fin de evitar poner de manifiesto la condición social de los alumnos y que se generaran así divisiones entre ellos —tal fue el argumento de la ordenanza aprobada en 1919— se estableció que todos debían concurrir a las aulas con sus guardapolvos blancos.25
Al impacto de la empresa pedagógica se sumó otro dispositivo gestado desde los usos y costumbres de la sociedad: las burlas tan populares contra el extranjero también promovieron la tarea de integrar a los hijos de inmigrantes. Epítetos como “gallego”, “tano”, “gringo” o “ruso” podían rebotar a los oídos de los inmigrantes, ha destacado el historiador James R. Scobie; sin embargo, penetraban profundamente en los oídos de sus hijos.26 Las bromas sobre la torpeza o la estupidez atribuidas al inmigrante en general fueron calando hondo en los hijos, que poco a poco procuraron cancelar e inclusive despreciar los rasgos más vistosos de su origen familiar. Hablar en dialecto como sus padres era sinónimo de rústico, de pobre, y todos querían dejar de ser rústicos y pobres. Junto con la educación patriótica la coerción informal operó como otro mecanismo formidable de integración.
Las alarmas por la salud de la cohesión nacional visibles en los tiempos del primer Centenario impidieron detectar que su razón de ser estaba ya en retirada: el abigarrado y polifónico mundo de las colectividades extranjeras había iniciado un lento pero irreversible proceso de desintegración. Las escuelas comunitarias perdieron alumnos, la tirada de la prensa étnica disminuyó, las pautas matrimoniales se volvieron más abiertas. Para los inmigrantes, las redes sociales construidas a partir de sus lugares de origen fueron una suerte de santuario que les brindó abrigo y sostén al llegar; en cambio, sus hijos tendieron a tomar distancia de ellas, incursionando en ámbitos de sociabilidad más amplios con el fin de aprovechar la variedad de ofertas que la sociedad tenía para ellos en el mercado de trabajo, en la vida social, en el atractivo mundo de la recreación y del deporte.
Para abrir otra ventana a ese cuadro de época, retrocedo en el tiempo y vuelvo por un momento a Ramos Mejía, pero ahora no en su papel de educador sino en su condición de sociólogo amateur. En 1899 publicó el libro Las multitudes argentinas en el que, con la perspectiva de la psicología de masas por entonces en boga, exploró la mutación social promovida por la ola inmigratoria. Allí identificó un problema y sugirió una solución. El problema eran los extranjeros que habían comenzado la carrera del ascenso social y que no pocos de ellos, los más audaces, pujaban por ser admitidos en los círculos prestigiosos de la alta sociedad. Por su espíritu materialista y su nulo patriotismo comportaban todo un riesgo para el mundo de las élites dirigentes desde donde se contemplaba el cambio en curso. Conocemos la solución y es la que, con carácter perentorio, inspiró luego su cruzada pedagógica desde la cartera de Educación. El riesgo que se corría sería “terrible si la educación nacional no lo modifica con el cepillo de la cultura y la infiltración de otros ideales no lo neutraliza a tiempo”.27 De estas palabras de Ramos Mejía rescato la operación civilizatoria que él resume en la expresión “pasar el cepillo”. Y me interesa hacerlo para llamar la atención sobre un proceso paralelo: en la Argentina del 1900 se estaban llevando a cabo dos y no solo una operación civilizatoria. La segunda era la que tenía lugar dentro de la alta sociedad.
Gracias a la prosperidad económica del país, los terratenientes de la pampa, que eran un sector social de costumbres provincianas y modesta fortuna, se convirtieron en una de las clases propietarias más ricas de América Latina. Careciendo de linajes prestigiosos con raíces en el mundo colonial, como ya indicamos, debieron buscar en otro lado las razones de su primacía en la pirámide social. Debemos a Leandro Losada una excelente reconstrucción de esa búsqueda que terminó dando lugar a una gran reinvención de carácter simbólico.28 Con la mirada puesta en los grandes referentes culturales de la época, las aristocracias de Francia e Inglaterra, los miembros de la élite procuraron hacer suyos esos prestigiosos estilos de vida y se embarcaron en un acelerado curso de refinamiento. A través de la imitación buscaron parecerse a sus modelos a la par que se convertían en sujetos nuevos. El objetivo de esa operación civilizatoria fue “cepillar” a los nuevos ricos de la pampa, de gestos toscos y faltos de gusto, para levantar a partir de ellos el perfil de una clase aristocrática. Sus grandes mansiones, sus viajes a Europa, sus consumos ostentosos, sus modales sofisticados, todo se combinó para subrayar y exaltar su preeminencia social respecto del resto de la población.
Durante un buen tiempo esa aspiración pudo hacerse realidad, un logro destacable considerando que el clima de la vida pública no era propicio para desplegar y exhibir jerarquías sociales. Veamos al respecto el testimonio de Santiago Calzadilla, activo animador de los salones porteños en 1891.
El tranvía ha venido a ser para los argentinos el “federis Arca”. En él se ve muchas veces en la más íntima postura y codeándose una gran dama con su riquísima toilette, al lado de una fregona con su canasta y sus chismes, un peón de fábrica al lado de un teniente general, un sacerdote austero frotándose con una lavandera, la verdulera, la modista, la planchadora, la mucama, cada una con su atadillo, bandeja o canastillo, símbolo del oficio, junto con un gerente del Banco, con un sportman, con un presidente de la Sociedad Rural o una hermana de caridad al lado del empresario del conventillo… ¡Oh triunfo de la democracia! “Oíd el ruido de rotas cadenas. Ved el trono a la noble igualdad!”. ¿Quieren ustedes ver nada que sintetice mejor que los tranvías el verdadero trono de la noble igualdad? Cuéntenmelo ustedes cuando lo descubran.29
El libro de Calzadilla, Las beldades de mi tiempo, es un inventario nostálgico de las aficiones y prácticas de la clase alta porteña durante la primera mitad del siglo xix. Quizás sea esa perspectiva la que coloree críticamente la transformación que paso a paso trastocaba la vida social; por lo tanto, es probable que la postal de los pasajeros del tranvía —un amontonamiento en un espacio reducido— magnifique la falta de distancia social. Pero cualesquiera sean las enmiendas que haya que introducir, su testimonio nos habla de un estilo de vida muy distinto al que, según anticipamos, prevalecía en esos mismos años en el interior profundo del país, menos tocado por las novedades de la época y el impacto de la inmigración. Así se desprende de una práctica corriente en la ciudad de Salta:
Durante la retreta de la banda en la plaza por un costado pavimentado por piedra laja paseaban exclusivamente señores, señoras y “niñas bien”, el resto tenía que hacer su paseo por el piso de tierra en los tres costados restantes de la plaza, un privilegio que el pueblo miró con indiferencia.30
Entre tanto, en Buenos Aires los privilegios estaban lejos de ser acogidos con indiferencia. Uno de los rituales distinguidos creados por los sectores encumbrados consistió en el paseo en grandes carruajes y con sus mejores galas los jueves y domingos por los bosques de Palermo. Como tal, el paseo fue una puesta en escena de su pretendida superioridad social, ostentando opulencia y sofisticación con un estricto protocolo. En sus impresiones de Buenos Aires, luego de la visita que hiciera en 1910, el periodista francés Jules Huret escribió: “Palermo se democratiza. Ciertos días son tan numerosos los coches de alquiler como los carruajes de lujo”.31
La iniciativa de los cocheros, en su mayoría italianos, según sabemos también por Huret, al servicio de una clientela menos encumbrada, fue quizás entonces apenas una nota de color que no alteró la vida mundana de la clase alta porteña. Pero consistió en una señal premonitoria de los tiempos por venir bajo el aura de la idiosincrasia democrática: esa matriz cultural para la cual no había posición ni ámbito social que estuvieran en principio reservados para unos pocos. Lo que sucedió después, ya entrando en la década de 1920, fue obra de una bonanza económica que se filtró como nunca antes a través de la pirámide social. Nuevos sectores sociales comenzaron, pues, a entrar por la puerta de atrás de los recintos de distinción hasta allí exclusivos; en corto tiempo su presencia fue abrumadora al compás del viejo aforismo criollo que recorría a buena parte de la sociedad argentina.
A continuación, voy a evocar un momento de esa carga de caballería sobre bastiones de la alta sociedad y lo haré recurriendo a un capítulo de la historia del balneario de Mar del Plata, sobre la que he escrito un libro junto con Elisa Pastoriza. Construido hacia 1885 para servir de solar veraniego a la clase alta porteña, se convirtió muy pronto en una aspiración de prósperos sectores medios. Y hacia allí comenzaron a viajar, trastocando la escenografía del veraneo marplatense. Ya en 1917 el corresponsal de un diario porteño escribía:
En otros años, cuando Mar del Plata era el centro de unas pocas familias adineradas, la presencia de una persona que no formara parte de ese núcleo llamaba la atención. Ahora la situación ha cambiado, y llega aquí todo el que tiene deseo de hacerlo y se encuentra a gusto, sin llamar la atención.32
La creciente visibilidad de los nuevos veraneantes introdujo un motivo de preocupación: que Mar del Plata se democratizara. Esa inquietud se hizo más fuerte hacia 1928, cuando los comerciantes y los hoteleros lanzaron una gran campaña con un slogan audaz, en sintonía con el pulso de la época: “Por la democratización del balneario”.
La campaña de propaganda potenció el flujo de nuevos veraneantes. Que los tiempos estaban cambiando lo consignó un artículo publicado ese mismo año 1928:
Hace algunos años si a cualquiera se le hubiese ocurrido hablar del gran balneario argentino como lugar de fraternización democrática, donde se confunden las clases sin molestarse, se lo habría calificado de tonto. Entonces era idea admitida que Mar del Plata era como una perla ofrecida por el Atlántico a los aristócratas y magnates. Hoy semejante afirmación sería sencillamente absurda. Mar del Plata es el balneario de todos, del potentado y también del empleado.33
Podría discutirse la justeza de ese diagnóstico, pero sería un ejercicio fútil ya que sus efectos eran reales desde la óptica del alto mundo social.
Ya no se puede hacer vida mundana en nuestro Biarritz —fue el lamento de un antiguo veraneante en 1923— porque la avalancha de elementos nuevos todo lo invade. Las elegantes porteñas se refugian en sus lujosas residencias porque temen el arenal movedizo y traidor que forma la superficie social de Mar del Plata.34
Hacia fines de 1920 varias familias de ese alto mundo social comenzaron a abandonar la Playa Bristol, el sitio tradicional de la vida elegante del balneario, en favor de los nuevos veraneantes e iniciaron el éxodo hacia el sur, hacia Playa Grande. Los hoteleros y comerciantes pudieron proclamar así “Mar del Plata ha cambiado y se está poniendo a tono con las prácticas democráticas que deben ser la norma de nuestras costumbres”.35 No traicionaríamos ese veredicto si lo reescribiéramos para destacar que el balneario se estaba poniendo a tono con la consigna “Naides es más que naides”.
Concluyo esta estación de la historia argentina con la referencia a la reconversión que por entonces se produjo en el alto mundo social. Fue toda una regresión ideológica. Guiados por el credo liberal de mediados del siglo xix, los miembros de la élite dirigente habían buscado encaminar el país por el sendero de la modernidad. Ahora que este había avanzado en esa dirección y mostraba su rostro inconfundible —una sociedad en movimiento y menos respetuosa de las jerarquías sociales—, dieron marcha atrás y, al influjo de una prédica más nacionalista, se volvieron con añoranza hacia una Argentina premoderna. El estilo de vida refinado, europeizante, fue recubierto ahora por un barniz anacrónico y salieron en busca de sus ancestros en los tiempos de la colonia y las luchas por la independencia para forjar con ellos su nueva identidad como clase patricia. Este cambio de perspectiva, más volcado hacia el pasado que al futuro, fue, a mi juicio, un efecto del ritmo acelerado con que se producía la transformación de la sociedad y se multiplicaban las expectativas sociales. En pocas décadas más, hacia los años 1950, la Argentina iba a experimentar las secuelas de una dinámica social parecida.
4Con el peronismo en el gobierno, a partir de 1946 se ampliaron las avenidas a través de las que se abría paso la democratización de la sociedad. Y lo hicieron al estímulo de un proyecto estatal que instaló un nuevo marco cultural de lo que era pensable y de lo que era exigible en las relaciones entre estratos sociales. Su impacto se hizo sentir principalmente en el millón de trabajadores del interior que entre 1936 y 1946 afluyeron al área metropolitana en busca de empleo. Después del 17 de octubre de 1945 desapareció casi por completo el tributo de sumisión, aquello que denominamos la deferencia, que los de abajo debían rendir a los que estaban por encima de ellos en la escala social solo porque así habían sido siempre las cosas.
Varias fueron las esferas de la experiencia colectiva en las que tuvo lugar esa gran mutación social. De todas ellas quiero destacar una en primer lugar, la situación de los trabajadores en el ámbito de las relaciones de autoridad dentro de las empresas. Y lo voy a hacer, nuevamente, a través del lente de Gino Germani, que supo identificar cuánto de novedad había en esa experiencia. En un texto escrito en 1956 a pedido de las autoridades de entonces, comentó la experiencia de los trabajadores en los años 1946-1955:
[…] los trabajadores que apoyaban la dictadura, lejos de sentirse despojados de la libertad, estaban convencidos que la habían conquistado. Claro que aquí con la misma palabra nos estamos refiriendo a dos cosas distintas. La libertad que habían perdido era una libertad que nunca habían realmente poseído: la libertad política a ejercer en el plano de la alta política, una libertad lejana y abstracta. La libertad que creían haber ganado era la libertad concreta e inmediata de afirmar sus derechos contra capataces y patrones, elegir delegados, ganar pleitos en los tribunales laborales. Todo esto fue sentido por el obrero como una afirmación de la dignidad personal.36
Subrayando los alcances de ese nuevo estatus, Germani concluyó que los logros de los trabajadores no fueron principalmente materiales, como lo quería la versión convencional; sobre todo, se tradujeron en el reconocimiento del valor social del mundo del trabajo y, por consiguiente, en la convicción de que, de allí en más, debían ser tomados en cuenta a la hora de las decisiones públicas. Así fue, agrego, que, con el paso del tiempo, las masas que habían entrado en la arena pública como “los descamisados”, caracterizados a partir de su exclusión relativa, pasaron a identificarse más como “los trabajadores” exaltando de ese modo el estatus más positivo alcanzado en un orden social más igualitario.
Con la atención puesta en los trabajadores durante los años peronistas, la noción de “un orden social más igualitario” revela toda su significación porque implicó para muchos de ellos el acceso a una experiencia de bienestar que nunca habían creído tener a su alcance. Me refiero a las vacaciones junto al mar. Henos aquí otra vez en Mar del Plata para recordar el trámite accidentado de una iniciativa lanzada por Domingo Mercante, el gobernador de la provincia de Buenos Aires en 1948. Su objetivo: hacer que los trabajadores pudieran “gozar como cualquier ciudadano del descanso y la belleza en el Primer Balneario argentino”.37 Con ese fin, a través de la radio y la prensa se ofrecieron facilidades para una estadía en Mar del Plata. La convocatoria fue al principio infructuosa: pocos respondieron a ella. El funcionario que estaba a cargo de la iniciativa redactó luego un informe para dar cuenta de ese sorpresivo desenlace. Al cabo de varias entrevistas en el terreno emergió una conclusión: para el trabajador promedio la propuesta —ir de vacaciones a la playa— comportaba más problemas que ventajas.
Pensaba que debía llevar grandes valijas, que no tenía, pensaba en la ropa que tenía que comprar para no desentonar entre la población veraneante, pensaba con recelo en los hoteles y se imaginaba una vida mundana de gran boato y concluía que todo eso no era para él.38
Para entender estas reservas hay que tener en cuenta que, si bien había trabajadores de antigua radicación urbana —mercantiles, ferroviarios, bancarios— que estaban familiarizados con las costumbres veraniegas, los nuevos proletarios recién llegados al Gran Buenos Aires y que disfrutaban de los flamantes diez días de vacaciones pagas no tenían esa experiencia en primera persona. Con el resultado de las entrevistas en la mano, el gobierno bonaerense redobló su convocatoria y con el auxilio de los gremios respondió punto por punto a las prevenciones. Este segundo intento fue más exitoso y logró la respuesta positiva de un número escogido de trabajadores que, al regresar de su estadía, fueron unánimes en favor del veraneo en la playa. Gracias a ese oportuno respaldo, la cantidad de los candidatos a viajar a Mar del Plata se multiplicó día tras día. En su desenlace, el episodio del balneario en 1948 ilustró una constante de la vida social: la fuerza de las aspiraciones depende de que se las piense legítimas y que, a la vez, se las considere factibles.
La promoción del turismo social despertó una expectativa de bienestar allí donde no la había. Las vacaciones junto al mar no estaban entre las demandas más sentidas por una mayoría de los trabajadores. Y cuando fueron puestas a su alcance se acercaron a ellas con los titubeos esperables en los que se internan en un territorio desconocido. Pero una vez que las disfrutaron quedó en ellos un recuerdo indeleble; esa experiencia hizo más verosímil la imagen de Mar del Plata como “espejo de la democracia social argentina”, promovida sin cesar por la propaganda oficial.
Cierro esta estación de la trayectoria argentina con una breve mención a un capítulo principal de ella, la transformación del trato social entre los de arriba y los de abajo en la escala social. Como lo hiciera Germani una vez terminada la década peronista, Mario Amadeo, miembro destacado de la oposición conservadora, procuró llamar la atención sobre las razones del apoyo popular a una experiencia política que quienes compartían su ideología juzgaban totalmente condenable.
Sabe el pueblo que por más estafada que haya sido la causa que abrazó algún fruto positivo le ha dejado. Sabe así que hoy es distinto el trato —inclusive el trato social— entre gentes de diferente origen, sabe que hoy no se puede desconocer el derecho de un hombre humilde, sabe que si el equilibrio social se ha roto no ha sido en su detrimento.39
En su comentario a las palabras de Mario Amadeo, Lila Caimari ha reiterado que la Argentina anterior al peronismo no era, por cierto, una sociedad en la que la deferencia fuese un eje dominante de la vida social. Pero destaca que el nuevo pulso de la convivencia social estuvo contaminado por gestos de provocación política desde las esferas oficiales, que lo hicieron escasamente tolerable entre quienes no vibraban exaltados con ellos. Así las cosas, si bien el blanco de los ataques fueron las clases altas, expresión de la omnipresente oligarquía de la tradición política nacional, las antiguas clases medias se sintieron igualmente implicadas; el lugar expectable que habían logrado ocupar al cabo de los años sirvió para que se enrolaran también ellas en la defensa de unos equilibrios sociales y políticos ahora cuestionados.
A fin de completar este argumento señalemos que un alto nivel de privación material no desencadena necesariamente la protesta social. En rigor, más que el nivel de privación material como tal, es la frustración de las expectativas existentes de progreso personal la que provoca la sensación de injusticia y, en consecuencia, promueve la acción colectiva. Una sociedad vertebrada por una matriz cultural de esas características hubo de ser una sociedad expuesta a convulsiones periódicas por obra de un talante igualitario que ampliaba sin cesar las fronteras del orden social existente. A lo largo del tiempo, y movilizados por altas expectativas, nuevos actores pujaron por sentarse a la mesa en la que se distribuían oportunidades de progreso y bienestar; y más temprano que tarde lo consiguieron. En esas circunstancias, la sensación de estar ante una invasión, esto es, de toparse súbitamente con personajes extraños en los lugares que solían concurrir, se tornó un episodio recurrente para quienes detentaban posiciones de poder y prestigio en la sociedad existente.
Ya evocamos esa sensación de invasión al echar un vistazo a la trayectoria de Mar del Plata en los años 1910 y 1920 cuando miembros de los pujantes sectores medios buscaron un lugar en la villa balnearia construida por la alta sociedad. Los 25 kilómetros de costa —una extensión única entre los balnearios del mundo— permitieron ir acomodando las vacaciones en el mar con las aspiraciones propias de una sociedad más móvil. Distinto, porque más desestabilizador, fue el proceso de democratización del bienestar durante los años peronistas sobre el que volvemos otra vez ahora.
Esa fue una experiencia, lo sabemos, que proyectó el mundo de los trabajadores a un primer plano de la vida pública: en los consumos, en los espectáculos, en los paseos por las calles. Para subrayar el impacto de esa mutación social en gran escala una referencia muy habitual es el cuento “Casa tomada”, publicado por Julio Cortázar en 1946. En él, con un ruido intimidante, usurpadores anónimos e invisibles van poco a poco tomando posesión del caserón habitado por ella y él, dos hermanos; al final, estos se ven forzados a abandonarlo, dejando tras de sí todas sus pertenencias. El cuento ha suscitado distintas interpretaciones; una que interesa recuperar aquí es aquella que ve allí una alegoría del desasosiego que experimentaron, en particular, las antiguas clases medias, ante la velocidad y la amplitud de los cambios sociales que tenían por delante.
Países más viejos habían pasado por transformaciones estructurales como las que conocía la Argentina desde que se intensificara la marcha de la industrialización, después del eclipse de la economía agroexportadora en 1930. En ellos, sin embargo, la traducción de esas transformaciones en el plano de las instituciones y en el ámbito de la sociabilidad había sido más gradual, permitiendo una transición menos abrupta a la democracia de masas. Aquí ese proceso se comprimió en el lapso de diez años. El largo brazo del Estado hizo que todo ocurriera a la vez y rápidamente: el aumento de los asalariados, el desarrollo del sindicalismo, la redistribución de los bienes públicos y, en un nivel más profundo, la crisis terminal de la deferencia que el orden social preexistente acostumbraba a esperar de parte de los estratos más bajos.
El impacto de esa mutación de las relaciones sociales se hizo más visible porque el peronismo en el gobierno promovió un cambio social pero no propuso una cultura popular alternativa. Para respaldar este veredicto vale la pena detenerse en la imagen de la familia obrera típica publicitada desde las esferas oficiales. Luis Alberto Romero lo hizo y concluyó que esa imagen no era estrictamente proletaria.40 Más bien, ese trabajador, disfrutando de su tiempo libre, cómodamente sentado en la sala de estar de su casa, leyendo el diario o escuchando la radio, en compañía de su familia, se correspondía con una visión idealizada de las clases medias. Durante los años peronistas hubo, en efecto, una redistribución de ingresos, pero, junto con ellos, se redistribuyeron también estilos de vida de cuya excelencia el gobierno instalado en 1946 en momento alguno dudó. La radio, las revistas y la propaganda oficial acercaron la intimidad de los hogares de clases medias a quienes solo habían tenido ocasión de echarles una mirada subrepticia en el pasado, invitándolos a hacer de ellos su proyecto de vida.
El tono desafiante con el que se promovían estas novedades tampoco contribuía a procesarlas con calma. En el discurso oficial ellas adquirían los contornos épicos de una reparación histórica de incierto y, por ello mismo, inquietante desenlace, alentada como era por un poder autoritario. Esta prospectiva provocó un clima de zozobra parecido al que experimentó la alta sociedad de principios de siglo ante el impacto de la ola de inmigrantes provenientes de Europa. Entonces, ese clima había dado lugar a reacciones xenófobas; más intensas fueron las que suscitó ahora.
El mundo urbano se convirtió en escenario de un conflicto bien diferente al que agitaba el cinturón fabril del Gran Buenos Aires. Este fue un conflicto con eje en aquello que resumía en forma ejemplar cuánto tenía de irritante el cambio social en curso: la irrupción en la vida pública de los trabajadores venidos del interior. Todavía en 1945 el médico y escritor Florencio Escardó pudo sostener, con inocultable satisfacción, en su libro Geografía de Buenos Aires, que esta era “Una ciudad de la raza blanca y del habla española que ninguna otra ciudad del mundo puede reclamar. Es la ciudad blanca de una América mestiza”. Cuando reedita el libro en 1971 advierte que su descripción fue “la última anotación de un fenómeno pasado porque el interior, es decir, América, ya ha efectuado su marcha sobre Buenos Aires”. Y luego recuerda que la ciudad llamó a los migrantes internos con “el mote cariñoso de ‘cabecitas negras’”.41 Es posible que, a la distancia, Escardó tuviera sus razones para verlos con simpatía, pero para sus contemporáneos durante los años peronistas la referencia a “los cabecitas negras” tuvo una significación emocional muy distinta, transformados como fueron en objeto de burla y desdén en las tertulias de los barrios céntricos.
Estamos ya, hacia 1950, en las vísperas del viraje conservador de buena parte de las clases medias. Bajo un anatema registrado entre los testimonios de época, “¿Cómo puede un basurero estar a nuestra altura?”, Natalia Milanesio reunió la variedad de reacciones airadas y hostiles que provocó a la marea igualitaria en curso.42 Allí habría de estar —en ese nudo de prejuicios— la nueva colina social que la aspiración a la igualdad debía conquistar en su marcha sobre la sociedad argentina.
5Con el transcurso de los años los avances de esa marcha fueron acompañados de repetidos intentos por poner las cosas en su lugar, esto es, por recrear un orden jerárquico en el que la posición y las credenciales sociales determinaran lo que las personas pueden y no pueden hacer. Esos intentos de corte autoritario probaron ser infructuosos porque más allá de sus resultados materiales, siempre gravosos, no consiguieron extinguir el ideal igualitario del imaginario argentino.
Como quizás más de uno de los lectores de estas páginas habrá detectado, con ellas estoy incursionando en un terreno que fue en su momento abordado por Guillermo O´Donnell en un contrapunto con el antropólogo brasileño Roberto DaMatta y publicado en un artículo con el sonoro título: “¡Y a mí, qué mierda me importa!”.43 En ese artículo O´Donnell propone un contraste entre las formas de interacción social de Brasil y la Argentina. El punto de partida fue un artículo de DaMatta que giró en torno a esta pregunta: “¿Usted sabe con quién está hablando?”, esto es, la pregunta que una gran señora de Río de Janeiro le hace a un modesto funcionario municipal que le dice: Señora, aquí no puede estacionar su auto. Con esa pregunta, ¿Usted sabe con quién está hablando?, la gran señora le tira encima al modesto funcionario municipal toda la fuerza de un orden jerárquico incorporado molecularmente en la vida cotidiana. Y espera que, por lo tanto, dé un paso atrás y consienta que ella, titular de un estatus superior, esté más allá de la norma.
Así no funcionan las cosas en Argentina, sostuvo O´Donnell, porque a la pregunta de la gran señora, entre nosotros la respuesta sería una réplica rotunda: “¡Y a mí que mierda me importa quién es usted, señora!”. Estamos, pues, ante una interacción característica de un orden jerárquico (Brasil) y una interacción pautada por un orden más igualitario (Argentina). Sin embargo, concluye O´Donnell, el contraste se atenúa bastante porque en Argentina el interpelado por la gran señora no niega la existencia de una jerarquía social sino que, en definitiva, termina ratificándola en forma desafiante cuando manda a la mierda al presunto superior.
El texto que estoy comentando es muy penetrante y tiene más puntas que las que he destacado aquí: entre otras, el desliz siempre presente del igualitarismo hacia un cuestionamiento de toda autoridad, sus reservas frente al mérito como criterio para juzgar el desempeño de las personas. Dicho esto, vuelvo ahora sobre la réplica de O´Donnell que estaba comentando para señalar que hay una reacción alternativa a la pregunta “¿Usted sabe con quién está hablando?”, distinta a “¡Y a mí que mierda me importa!”. Es otra réplica, nos la sugiere Vicente Palermo. Revisando la misma escena en su libro sobre Brasil y Argentina comparados, Palermo propuso levantar la voz y responder: “Y vos, ¿quién te creés que sos?”.44 Con esta reacción, quien es interpelado niega, esto es, no ratifica que el otro tenga un estatus superior que lo autorice a tratarlo con arrogancia.
La gravitación del universo cultural gestado por el impulso igualitario opera, en verdad, en las dos direcciones. Como recién hemos destacado, por un lado, moldea la reacción de los que están abajo en la escala social pero, por el otro, influye asimismo sobre el comportamiento en público de los que están arriba. La anécdota que nos cuenta el nieto de una gran señora de la alta sociedad porteña de los años 1920-1930, Susana Torres de Castex, ofrece un oportuno contraste con el episodio evocado por DaMatta en las calles de Río de Janeiro. “Ella tenía un ‘libre estacionamiento’ para su automóvil, de modo que podía pararlo en cualquier lugar. Un día fue interpelada por un comisario que le preguntó: ‘¿Y usted quién es para tener esto?’. A lo que le respondió: ‘Soy doña Pancha Huevo, para servir a usted’”.45 No obstante su alcurnia, nos dice el nieto, su abuela no se daba importancia en el trato social y señala, comentando el intercambio, que “su sencillez iba acompañada de su infaltable picardía”. Para el caso, todo en esa astucia —el estrafalario nombre ficticio al que apeló y el tono exquisitamente cortés de la respuesta— nos sirve para completar el efecto de una sociabilidad más igualitaria: la tendencia frecuente entre quienes están arriba en la escala social y muy seguros de sí mismos a evitar, no obstante, expresiones francas y directas de las diferencias de estatus para facilitar así la interacción social.
El contrapunto entablado por Guillermo O´Donnell con Roberto DaMatta, y las variantes que introdujimos, tiene un subproducto que es conceptualmente valioso: ilumina la perspectiva mental desde la que distintas personas perciben y, por consiguiente, reaccionan frente una misma situación social. Con este señalamiento entramos en lo que se conoce como “la construcción social de la realidad” y cuya premisa es la siguiente: los hechos a los que nos confrontamos no hablan por sí mismos; más bien, siempre entran en nuestra percepción a través del filtro de una interpretación que es la que les da un significado congruente con nuestro abordaje del mundo social.
Los contrastes que hemos advertido entre Río de Janeiro y Buenos Aires ilustran dos modalidades de la interacción en la vida pública, una anclada en un abordaje más jerárquico y otra en uno más igualitario. El sociólogo Scott Harris es uno de los que mejor ha explorado esta temática y ha postulado que “el significado que tienen las cosas en general no es inherente a ellas. Amistades, matrimonios, grupos étnicos, condiciones socio-económicas no vienen con una etiqueta ‘igual’ o ‘desigual’ asociadas a ellas”.46 Y argumenta que, con independencia de cualquier medición “objetiva” de una situación de desigualdad, si lo que importa es saber cómo van a actuar las personas hay que prestar sobre todo atención a “cómo interpretan ese estado de cosas”. Para decirlo con palabras nuestras, si lo interpretan como el resultado de un destino inexorable o como el resultado de frenos políticos al acceso a recursos y derechos reconocidos para todos.
6Sobre estas especulaciones se podrá seguir argumentando. Sin embargo, no hay duda alguna de que una sociedad con un talante más igualitario será más difícil de gobernar porque siempre habrá distancia entre el cúmulo de expectativas que suscita y las posibilidades concretas de satisfacerlas. Pero, todavía es más difícil de gobernar cuando esa sociedad más igualitaria, pienso en la Argentina, ha conocido a lo largo de los años momentos en los que distintos sectores han podido realizar mejor sus aspiraciones; tales fueron los tiempos del primer Centenario para las clases altas, la década de 1920 y sus réplicas posteriores entre las clases medias, los años peronistas siempre vivos en el recuerdo de los sectores populares. Esas aspiraciones han conseguido sobrevivir a las coyunturas que las hicieron posibles y quedaron grabadas en la conciencia colectiva del país con una consecuencia difícil de procesar: el lugar que nos ha tocado en suerte en la estructura social ha sido en forma reiterada un objeto de frustraciones y de fuertes cuestionamientos.
Ciertamente, la distribución de ingresos y posiciones sociales es siempre un terreno de confrontación. No obstante, una característica muy argentina son los márgenes bastante amplios dentro de los que se desarrolla esa confrontación. ¿La razón? A mi juicio, es el resultado de la memoria siempre viva que los distintos sectores cultivan de sus respectivos momentos felices. Teniendo por detrás una añoranza permanente se comprende que los avatares de la historia política del país hayan sido muy congruentes con un postulado de la sociología del conflicto: se resiente mucho más perder lo que se ha tenido que no alcanzar lo que nunca se ha tenido.
7En el final de nuestro recorrido ha llegado el turno de abordar los tiempos presentes, tan disonantes respecto de la trayectoria histórica del país. En los últimos cincuenta años hemos asistido al ocaso del que fuera el eje distintivo de Argentina en América Latina durante buena parte del siglo xx, su capacidad para incorporar a sucesivas generaciones al trabajo, la educación, el bienestar, ofreciendo oportunidades de progreso personal y colectivo. La ancha avenida de la democratización social por la que se desenvolvía el país no solo está hoy menos transitable de lo que lo estuvo en el pasado. También ha visto crecer a sus costados importantes bolsones de marginalidad social. Ante un paisaje tan sombrío surge una pregunta, cito a Gabriel Kessler, ¿cuánto perdura del anhelo igualitario que vertebró por tanto tiempo la trayectoria argentina?47
La información que nos brindan quienes exploran, como lo hace Rodrigo Zarazaga, qué ocurre en el universo de los estratos más bajos de la población, es preocupante: se ha roto allí la cadena cultural que ligaba una generación con otra y transmitía a través de ella la expectativa de una mejor vida para cada uno y su familia.48 Luego de años de sobrevivir a la vera del camino, no hay entre ellos una memoria fresca de la experiencia de progreso. En su lugar, y bajo el asedio de falta de trabajo, la droga, la violencia, se percibe una sensación de abandono y desprotección. Y junto con ella, la pérdida de confianza en la dimensión colectiva del impulso igualitario.
Al evocar el inquietante panorama que tenemos por delante, no lo he hecho para anunciar el eclipse de lo que llamé el impulso igualitario. Creo que este no ha desaparecido del todo, solo que ya no mueve voluntades ni despierta sueños como lo hacía antes, para manifestarse a veces como iracundo inconformismo. He hablado de él para recordarnos que, más allá de los antagonismos políticos que nos son tan familiares, fue un motor principal de nuestra historia. Es bueno tenerlo presente como recurso ideal en momentos en que nos internamos por territorios inhóspitos, al son de convocatorias desde las alturas que llaman a romper filas y alientan a cada cual a rebuscárselas por su cuenta.
Post scriptum
Suele decirse que los historiadores tienen un sesgo cognitivo: siempre están alertas para detectar continuidades en los procesos históricos. Comparto esa postura y, así, recorriendo la historia social del país, he divisado un hilo conductor que vertebró las distintas estaciones de su trayectoria: la pasión por la igualdad. Ocurre que el oficio de historiador tiene, además, un método que es su marca registrada: la búsqueda de los matices, la exploración de las excepciones dentro de la trama de los fenómenos del pasado. Es aquí que tomo distancia y me pongo en guardia desde una perspectiva sociológica atenta a las tendencias de largo plazo. Llevada a un extremo, la sensibilidad a los matices y excepciones tiene un costo analítico: la pérdida de la visibilidad de esas tendencias cuando son eclipsadas por versiones que buscan en sus detalles ser más fidedignas a la realidad histórica.
A propósito de matices y excepciones y yendo al argumento de este ensayo, reconozco que la consigna “Naides es más que naides” pudo no haber sido escuchada por muchos años en Corrientes ni tampoco en Tucumán. Pero me basta haber constatado que fue eficaz entre una mayoría de argentinos radicados en el centro neurálgico del país, abriendo allí las compuertas a un trato social más horizontal. Esa habría de ser la plataforma de lanzamiento de una sociabilidad de corte más igualitario que progresivamente conquistó nuevas parcelas del territorio nacional, porque tuvo un efecto de demostración: a la vista de sus resultados —el primero: el reconocimiento de su dignidad como personas— más y más argentinos fueron ganados por la aspiración a ser y a sentirse iguales. Con el paso de los años, la vida política y las comunicaciones irían haciendo efectivas esas expectativas y, al hacerlo, recortaron los alcances de los nichos sociales donde se cultivaban las jerarquías y premiaba la deferencia.
La onda expansiva del nuevo trato social se hizo sentir ejemplarmente en el ámbito tan sensible de la interacción social como es la relación con las personas que prestan servicios personales. Para reconocer su impacto convoco al gran historiador José Luis Romero, pero lo hago en su condición de habitué de los bares porteños. Entrevistado por Félix Luna en 1975, Romero recordó:
Mi adolescencia y juventud ha transcurrido en una época en que se tuteaba al mozo. Yo lo he hecho. Era algo negativo. Cuando pienso ahora en eso me parece horrible. Pero era normal. Se lo he visto hacer a mi padre, a mis amigos. Después descubrimos que no se podía hacer. Y creo que hemos ganado mucho. ¿Quién llama ahora al mozo tocando las palmas, golpeando las manos como se hacía hace 20 o 30 años? ¡Se acabó! Uno espera respetuosamente que él lo mire ¿no es cierto? Ese sentimiento de la dignidad ha crecido de una manera notable, yo le diría que es una de las cosas por las cuales creo que este país va a andar.49
Dos son los comentarios que me suscitan estas observaciones desde la mesa de un bar porteño. El primero y más cercano sirve para poner en contexto la anécdota con la que empecé estas páginas y dar cuenta de mi perplejidad en el mostrador del aeropuerto de Lima, donde quien me servía un café no me miraba a los ojos. Viniendo de una ciudad en donde al mozo del bar generalmente se lo trataba con respeto, como si fuera un igual, diría nuestro gran historiador, el breve encuentro en la escala técnica del vuelo en avión fue para mí todo un shock cultural.
El segundo comentario está en línea con la temática de estas páginas; estoy aludiendo a la relación que, en el final de la cita, se establece entre el sentimiento de dignidad personal que se observa en los argentinos y la promesa de un futuro mejor para el país. Así formulada, esta tesis nos introduce en los dominios de las tendencias de largo plazo. Y una vez allí nos coloca frente a una constatación, la sociedad argentina ha sido impiadosa con el anhelo del profesor Romero: el sentimiento de dignidad personal se ha encogido en muchos de los que habitan los barrios populares de las periferias urbanas; la promesa de un futuro mejor para el país está hoy en dificultades ante la ofensiva de una muy persistente sensación de decadencia. Pareciera que los dos pilares del laboratorio histórico en el que se fraguó por largos años la singularidad argentina —una idiosincrasia democrática y una contextura social móvil— hubieran experimentado un deterioro sin remedio.
Llegado hasta aquí, y antes de hacer mío por completo este escenario sombrío, bajo la guardia y retomo a mi vez la afición del historiador por buscar matices y encontrar excepciones. A mi juicio, en Argentina suceden más cosas que las que deja entrever la sombra omnipresente de la regresión social. Para advertirlo hay que dirigir la atención al que fuera por largos años el destino ideal del impulso igualitario, el mundo de las clases medias.
Por el lugar emblemático que ocupa, ese vasto y heterogéneo universo y sus vicisitudes ha servido de termómetro para auscultar las perspectivas de la sociedad. Cuando se repasa la prensa de los últimos años hay un hecho que llama la atención: la frecuencia con que, en sintonía con un ominoso clima de época, se anuncia el fin de las clases medias, como si estas se comportaran como un ave fénix, que resurge de sus cenizas para volver a caer en ellas una y otra vez, en una agonía que se prolonga en el tiempo.
Con independencia de los hechos que lo respaldan, este relato, sin embargo, tiene un defecto: no hace justicia a las novedades con las que periódicamente las clases medias nos sorprenden y ponen así de manifiesto que las apuestas culturales, las inversiones económicas y las luchas cívicas realizadas en su seno en el pasado todavía rinden frutos. Me refiero a las iniciativas lanzadas desde sus filas y en toda la geografía del país que ensanchan las fronteras en el campo de la innovación tecnológica, en el ámbito de la creatividad cultural, en la búsqueda de nuevos derechos. Estas iniciativas introducen matices y marcan excepciones en las tendencias de largo plazo. Y como tales, nos ofrecen una atalaya para vislumbrar desde allí con menos melancolía y desazón el futuro incierto de Argentina. o
1 Agradezco los comentarios y sugerencias de Lila Caimari, Fernando Devoto, Hilda Sabato, Roy Hora, Fernando Rocchi, Pablo Gerchunoff y Marcela Ternavasio a versiones preliminares de este ensayo, que corrige y amplia otro anterior con el título “A propósito del impulso igualitario en la sociabilidad política de Argentina”. Asimismo, agradezco a las bibliotecarias de la Universidad Torcuato Di Tella.
2 Oscar Terán, De utopías, catástrofes y esperanzas, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2006, p. 152.
3 J. G. A. Pocock, “The Classical Theory of Deference”, The
American Historical Review, n° 3, junio de
1976.
4 Bartolomé Mitre, “La sociabilidad argentina”, en B. Mitre, Historia de Belgrano y de la Independencia argentina, tercera edición de 1876, Buenos Aires, El Ateneo, 2014.
5 Silvia Sigal, manuscrito inédito.
6 José Moya, Primos y extranjeros: la inmigración española en Buenos Aires, 1850-1930, Buenos Aires, Emecé, 2004, p. 283.
7 Gino Germani, “La estratificación social y su evolución histórica en Argentina” [1970], en G. Germani, La sociedad en cuestión. Antología comentada, coordinado por Carolina Mera y Julián Rebón, Buenos Aires, Clacso, 2010, p. 238.
8 Alexis de Tocqueville, La Democracia en América, Buenos Aires, Alianza Editorial, 1980, volumen II, cuarta parte.
9 James C. Scott, Los dominados y el arte de la resistencia, México, Ediciones Era, 1990, cap. 3.
10 Juan Bialet Massé, Informe sobre el estado de la clase obrera en el interior de la República [1904], Buenos Aires, Hyspamérica, 1986, dos tomos.
11 Fernando Devoto, “Apuntes para una historia de la sociedad argentina en el siglo xx”, en Seminario Argentina-Brasil. La visión del Otro, Buenos Aires, Funceb, Bid-Intal, 2003. Disponible en: https://www.studocu.com/es-ar/document/universidad-de-buenos-aires/administracion-publica/4-devoto-apuntes-para-una-historia-historia/15440056.
12 Bartolomé Hidalgo, Cielitos y diálogos patrióticos, selección de Horacio Becco, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1967.
13 Chas Brand, citado en Pedro Barcia, La identidad de los argentinos, Buenos Aires, Dunken, 2023, p. 113.
14 D. F. Sarmiento, Facundo. Civilización y barbarie, Buenos Aires, Sopena, 1963, p. 7.
15 La cita de Rosas en Gabriel Di Meglio, “La participación política popular en la provincia de Buenos Aires, 1820-1890”, en G. Di Meglio y R. Fradkin, Hacer Politica. La participación popular en el siglo XIX rioplatense, Buenos Aires, Prometeo, 2013, p. 287.
16 La cita de Quesada en Gabriel Di Meglio, ibid., p.286.
17 Hidalgo, Cielitos.
18 Al respecto consultar Hilda Sabato, Repúblicas del Nuevo Mundo. El experimento político latinoamericano del siglo XIX, Buenos Aires, Taurus, 2021, cap. 2.
19 La cita en Roberto Raschella, “Prólogo” a Edmundo de Amicis, En el océano, Buenos Aires, Librería histórica, 2001, p. 11.
20 La cita de De Amicis en Ezequiel Gallo, La pampa gringa, Buenos Aires, Sudamericana, 2004, p. 225.
21 D. F. Sarmiento, “La condición del extranjero en América”, en Obras Completas, Buenos Aires, Universidad Nacional de La Matanza, 2001, vol. xxxvi, p. 65.
22 Fernando Devoto, Historia de la Inmigración en la Argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2003, cap. 6.
23 Samuel L. Baily, Inmigrants in the Land of Promise. Italians in
Buenos Aires and New York City, 1870-1914, Ithaca, Cornell University
Press, 2004, pp. 198-200 y 209-211.
24 La cita de Saenz Peña en Martin O. Castro, “Liberados de su ‘Bastilla’: saenzpeñismo, reformismo electoral y fragmentación de la elite política en torno al Centenario”, Buenos Aires, Entrepasados, año xvi, n° 31, comienzos de 2007, p. 105.
25 Véase Inés Dussel, “La gramática escolar de la escuela argentina: un análisis desde la historia de los guardapolvos blancos”, Anuario de Historia de la Educación, n° 4, 2003.
26 James Scobie, Buenos Aires. Del centro a los barrios, 1870-1910, Buenos Aires, Solar-Hachette, 1977, p. 296.
27 José María Ramos Mejía, Las multitudes argentinas. Estudio de psicología colectiva [1899]; la cita está tomada de Devoto, Historia de la inmigración, p. 289.
28 Leandro Losada, La alta sociedad en la Buenos Aires de la belle époque, Madrid, Siglo XXI Iberoamericana, 2008.
29 Santiago Calzadilla, Las beldades de mi tiempo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1982, p. 121.
30 José Palermo Riviello, Reminiscencias salteñas, medio siglo atrás, Buenos Aires, Junta de Estudios Históricos, 1938, p. 69.
31 Jules Huret, En Argentine. De La Plata a la Cordillère des Andes, avec une carte de la République Argentine, París, E. Fasquelle, 1913, p. 6.
32 Elisa Pastoriza y Juan Carlos Torre, Mar del Plata. Un sueño de los argentinos, Buenos Aires, Edhasa, 2019, p. 183.
33 Ibid., p. 220.
34 Idem.
35 Ibid., p. 228.
36 Gino Germani, “La integración de las masas a la vida política y el totalitarismo” [1956], en G. Germani, Política y sociedad en una época de transición, Buenos Aires, Paidós, 1971, p. 341.
37 Pastoriza-Torre, Mar del Plata, p. 251.
38 Ibid., p. 254.
39 Lila Caimari, “Población y Sociedad”, en A. Cattaruzza (comp.), Argentina. Mirando hacia adentro, Buenos Aires, Taurus, 2012, p. 230.
40 Luis Alberto Romero, Breve Historia Contemporánea de la Argentina, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2012, p. 137.
41 Juan Carlos Torre y Elisa Pastoriza, “La democratización del bienestar”, en J. C. Torre (dir.), Los años peronistas, tomo viii de la Nueva Historia Argentina, Buenos Aires, Sudamericana, 2002, p. 309.
42 Natalia Milanesio, Cuando los trabajadores salieron de compras, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2014, p. 132.
43 Guillermo O´Donnell, “¿Y a mí, qué mierda me importa?” [1984], en Contrapuntos. Ensayos escogidos sobre autoritarismo y democratización, Buenos Aires, Paidós, 1997.
44 Vicente Palermo, La alegría y la pasión. Relatos brasileños y argentinos en perspectiva comparada, Buenos Aires, Katz, 2015, p. 130.
45 Mariano de Apellaniz, Callao 1730 y su época, Buenos Aires, Imprenta Germano, 1978, p. 12.
46 Scott Harris, “The
Social Construction of Equality in Everyday Life”, Human Studies, n° 4, octubre de 2000.
47 Gabriel Kessler, “Un fantasma recorre nuestra sociedad. El impulso igualitario en la obra de Juan Carlos Torre”, en S. Pereyra, C. Smulovitz y M. Armelino, Por qué leer a Juan Carlos Torre, Buenos Aires, Edhasa, 2024, pp. 245-246.
48 Véase Daniel Hernández y Rodrigo Zarazaga, La narrativa rota del ascenso social, documento de trabajo Cias-Fundar, 2025, https://fund.ar/publicacion/la-narrativa-rota-del-ascenso-social/.
49 Félix Luna, Conversaciones con José Luis Romero. Sobre una Argentina con historia, política y democracia, Buenos Aires, Timerman Editores, 1976, p. 160.