Buenos Aires Capital

Representaciones sobre el tema de la ciudad capital
en la federalización de 1880

 

Valentín Magi*

Universidad de San Andrés / conicet

Introducción

La “cuestión Capital” ha formado todo un capítulo de la historia de las representaciones sobre la República Argentina. Desde la década de 1820, políticos e intelectuales dedicaron parte de sus reflexiones a un tema en el que veían definida buena parte del destino del país. Aunque Buenos Aires fue para muchos la opción natural, al mismo tiempo existió una posición alternativa que consideró las ventajas de federalizar un punto distinto del mapa.

Fernando Aliata analizó la disputa entre dos modelos urbanos de capital en el debate por la federalización de Buenos Aires de 1826: uno, esbozado por los unitarios rivadavianos, que concebía la capital como una gran ciudad civilizatoria, cabecera de un territorio sobre el que irradiaba poder, bienes y cultura; y otro, defendido por los federales, en el que la capital era de dimensiones aldeanas, expresivas de un poder distribuido de forma equitativa territorialmente y con funciones exclusivamente destinadas a la administración pública.[1] El primer modelo se basaba en los ejemplos históricos de Roma y de París, y el segundo, en la nueva ciudad de Washington, que había sido planificada para ser la capital norteamericana desde una ubicación equidistante norte-sur. Claudia Shmidt y Silvia Dócola demostraron que, a grandes rasgos, estas miradas alternativas se mantuvieron relativamente inalteradas durante el tercer cuarto del siglo xix.[2]

No obstante, la coyuntura del 80, que fue, al fin y cabo, la que cerró el dilema vinculado al sitio de la capital, no ha sido indagada desde esta perspectiva. Es mejor conocido el proceso de transformaciones urbanas y culturales que le otorgaron a Buenos Aires su carácter metropolitano y moderno en respuesta a la federalización, pero en sí misma esta ha sido abordada únicamente como un problema resumido en la correlación de fuerzas, es decir, en la capacidad de la nación para subordinar a la última de las provincias díscolas.[3]

El estudio más profundo lo hizo Hilda Sabato, quien sostuvo que Roca alcanzó la presidencia en el marco de dos logros del Estado nacional: el fin de la potestad de las provincias para convocar a las milicias y la federalización de la ciudad de Buenos Aires.[4] A su vez, demostró que ambos fueron parte del corolario y no causas o desencadenantes de la guerra del 80. Natalio Botana y Ezequiel Gallo analizaron las concepciones sobre el régimen político (centralizado o federal) que esgrimieron los actores en las discusiones del momento, pero tampoco se detuvieron en las que hacían al tipo de ciudad capital.[5]

Quizás la superficialidad con que se ha abordado la “cuestión capital” en esa coyuntura tenga en parte que ver con que el debate legislativo por la federalización haya sido interpretado únicamente como eso. Es decir, como la confirmación legal de un hecho considerado “natural” que aguardaba el momento propicio para poder consumarse. La ausencia de un tratamiento historiográfico específico sobre el tema parece responder a un reflejo de la primacía de la política sobre el debate de ideas.

Este trabajo no disiente con las interpretaciones legadas por la historia política, sino que, al contrario, encuentra en esta la condición de posibilidad para identificar los intercambios y las discusiones que se dieron sobre el asunto. Interesa el discurso de los actores, la serie de concepciones y paradigmas sobre la ciudad capital que desplegaron en el seno de la deliberación público-política –condensada sobre todo en las piezas del debate legislativo– para otorgarle sentido a la federalización. El objetivo ha sido entonces el de averiguar bajo qué términos conceptuales concluyó la dicotomía de modelos abierta en la década de 1820.

La hipótesis principal del artículo sostiene que, con la federalización, se impuso de manera definitiva una concepción clásica de la ciudad capital, que puede ser definida como multifuncional y que es posible rastrear ya en el momento de las reformas rivadavianas.[6] En el año 80 los argumentos oscilaron entre consignas que redujeron a Buenos Aires a una capital “de hecho”, cuyo objetivo era apurar su sanción y permitirle a Roca asumir la presidencia con la ciudad subordinada, y postulados teóricos de mayor sofisticación y originalidad que recuperaron e hibridaron ideas provenientes mayormente de la teoría política europea y, en menor medida, de la norteamericana.

Si bien entre el coro enrolado detrás de Roca se escuchó alguna voz que disentía de la federalización –sin llegar a traducirse en un voto en contra–, fueron quienes se mantuvieron al margen de su armado los que impugnaron la elección de Buenos Aires. Este reducido grupo de autonomistas ofreció una más profunda meditación sobre el asunto, aunque su calado conceptual fue inversamente proporcional al margen político que les dejó la imposición de las fuerzas federales en la revolución del 80.

Adolfo Saldías y Leandro Alem fueron quienes hicieron sentir su oposición a la federalización, el primero mediante un breve ensayo publicado en medio de los acontecimientos de aquel año, y el segundo a través de su intervención en la Cámara de Diputados de la provincia. Ambos reprodujeron la defensa de los clásicos principios autonomistas y federales, críticos de la concentración del poder en un único centro. Pero si Saldías propuso, una vez más, construir una Washington criolla modesta y apartada, Alem y sus aliados no propusieron capital alternativa alguna. En torno a ese silencio es que este trabajo ensaya la hipótesis de que, incluso entre los opositores al proyecto, resultó imposible proponer una ciudad distinta de la propia Buenos Aires.

 

Después de Buenos Aires en armas: la Capital Federal

En el mes de octubre de 1879, con motivo de prorrogar las sesiones del Congreso de la Nación, el presidente Nicolás Avellaneda consideró que había llegado el momento de federalizar la ciudad de Buenos Aires. Era la ciudad más relevante de la Argentina y la que podía garantizar recursos para toda la nación y relaciones comerciales con todo el mundo. En ese sentido, prometió enviar una ley al Congreso el año entrante para resolver el asunto.[7]

Sin embargo, los últimos meses de su presidencia no resultaron en absoluto favorables para dar curso a ese proyecto. La disputa en torno a las candidaturas presidenciales para las elecciones de 1880 se transformó, con el correr de los meses, en un enfrentamiento armado entre las tropas del ejército nacional, favorables al candidato del Partido Autonomista Nacional (pan), el tucumano Julio Argentino Roca, y las de la provincia de Buenos Aires, comandadas por el candidato y gobernador Carlos Tejedor, que se presentaba en el marco de una alianza entre el autonomismo bonaerense y el mitrismo. 

Una vez concluidos los combates, el poder federal se impuso de manera definitiva en la disputa política. Al haber sido Roca el elegido por el Colegio Electoral para la presidencia, el gobierno nacional pudo llevar la voz cantante en las negociaciones con los porteños. Ello se tradujo en la declaración del estado de sitio y la intervención y desarme de la provincia, lo que condujo a la renuncia de Tejedor, que fue sucedido por su vicegobernador, José María Moreno.

En el marco de ese contexto, Roca aprovechó para resolver también la cuestión de la capital. Dado que buena parte de las autoridades nacionales y, en particular, el Congreso de la Nación, se habían trasladado al pueblo de Belgrano durante el enfrentamiento, el momento era propicio para lograr que el retorno no fuera otra vez en carácter de huéspedes, sino a una capital federal legalmente reconocida. Por eso, los legisladores que respondían a Roca –que ya eran mayoría– comenzaron a presionar en esta dirección. Concretamente, el roquismo buscaba asegurarse de que el Poder Ejecutivo Nacional interviniera la Legislatura bonaerense, que de otra forma impediría la cesión de la ciudad.

Fue el senador por Santa Fe Manuel Pizarro quien introdujo en la Cámara la propuesta de federalizar Buenos Aires. Lo hizo por instrucción de su gobernador Simón de Iriondo, que se había trasladado a Belgrano a instancias de Roca, quien al mismo tiempo controlaba los pasos que daba Avellaneda para que ejerciera una mayor presión sobre los “rebeldes” bonaerenses.[8]

Aquel 6 de julio, Pizarro sostuvo que Buenos Aires era cerebro y corazón de la República, capital de hecho y de derecho, encarnación de todas sus tradiciones gloriosas. Al día siguiente, agregó que al federalizarla se volvería “prenda de unión y de confraternidad entre los argentinos”.[9] En ese mismo sentido, el sanjuanino Rafael Igarzábal afirmó a fin de mes que Buenos Aires era la capital histórica, que lo había sido “bajo las dos formas de gobierno ensayadas en el país”, en referencia a la monarquía y la república y, además, sostuvo que “Buenos Aires no es ni puede ser una ciudad de provincia, es una ciudad cosmopolita”.[10]

Para ese momento, los periódicos porteños también estaban tomando parte en el asunto de la capital. El independiente La Prensa sostenía que había que esperar a que se estabilizara la situación política pero que no tenía una opinión tomada al respecto, por lo que llamaba a una discusión más profunda; La República, órgano afín al presidente Avellaneda, se colocaba en línea con la federalización y postulaba lugares como Flores, San Fernando o Ensenada como posibles nuevas capitales provinciales, puesto que recibirían riqueza de la campaña (cuya frontera se había ampliado recientemente), y el mitrista La Nación, en una posición incómoda puesto que su editor siempre había abogado por la capitalización de Buenos Aires, ahora sostenía que no podía ser una decisión impuesta y recordaba que la Legislatura debía aprobar el asunto.[11]

Pero fue El Nacional el que dio con el tono general que estaba adoptando el planteo. De reciente adscripción al roquismo y con Miguel Cané como redactor, el diario expresó que “hemos querido resolver la cuestión de una manera meramente teórica, apartando […] los hechos consumados y las circunstancias inmediatas”, cuando en realidad, Buenos Aires era, antes que una idea de capital, un hecho y una necesidad.[12]

Los términos que utilizaron Pizarro, Igarzábal y Cané reproducían simplificadamente distintos argumentos del siglo xix. Resonaba allí algo de la vieja posición rivadaviana de los años 20, pero también la tesis sistematizada en los años 50 por Vicente Fidel López y Bartolomé Mitre según la cual la nación era preexistente a las provincias. En tanto la ciudad de Buenos Aires había representado históricamente la causa común de la nación por haber sido, en los hechos, su eje cultural, político, económico y social, a esta le correspondía la capitalidad.[13]

El retorno de esos postulados se resumía en una consigna sin mayores elucubraciones teóricas, tal y como apuntó Cané. La idea de la capital como un hecho o una necesidad connotaba el apremio roquista por instalar un asunto que todavía no estaba claro que fuera a resolverse de manera favorable a su posición. Avellaneda, inseguro de su poder y deseoso de terminar su mandato sin nuevos conflictos, buscaba mantener un equilibrio entre Roca y los porteñistas, incluso a pesar de que públicamente se había manifestado a favor de la federalización y había respaldado a su sucesor. El presidente negociaba para evitar una nueva escalada de violencia, algo que se hizo evidente cuando reconoció al mitrista Moreno como nuevo gobernador, en reemplazo del renunciado Tejedor. Si bien la provincia había sido declarada en estado de sitio e intervenida, el general a cargo de la intervención, José María Bustillo, primero cumplió funciones solo en la campaña, lo que impidió la posibilidad de intervenir la Legislatura, donde el autonomismo se negaría a ceder la ciudad.

Así, los alfiles de Roca en el Congreso, encabezados por Pizarro, lideraron la estrategia de presión sobre Avellaneda. Pero la premura del primero por asumir la presidencia con Buenos Aires ya subordinada al poder federal lo llevó a trasladarse a la ciudad los primeros días de agosto, luego de atravesar los enfrentamientos desde Rosario. El vasto movimiento de tropas que acompañó la llegada de Roca puso de relieve la debilidad en que se encontraba la figura del presidente que, afectado en su autoridad, decidió presentar su renuncia. Sin embargo, el Congreso la rechazó, por lo que Avellaneda terminó aceptando la situación: el 23 de agosto la Legislatura fue desalojada por la fuerza y el 24 entró el proyecto de federalización al Senado de la Nación.[14]

Durante ese periplo, lo que quedaba del autonomismo bonaerense no aliado a Roca tuvo su principal intervención pública con un texto –casi un folleto– de Adolfo Saldías. Este abogado, que formaba parte de la administración provincial y había integrado las filas porteñas en el combate, recogió en La decapitación de Buenos Aires viejos argumentos contrarios a su federalización. El término “decapitación” venía siendo empleado por el autonomismo para resistirse a los proyectos de capitalización; sobre estos Saldías trazó un recorrido y aprovechó, por un lado, para filiarse con la vieja posición del federalismo de 1826 y, por el otro, para acusar a Avellaneda de haber sido antes opositor al proyecto.

Eso era tan cierto como que el mitrismo, ahora aliado al autonomismo bonaerense, había sido su principal propulsor a comienzos de 1860. Pero los realineamientos de la política nacional de la década siguiente supusieron cambios de bandera. Para llegar a la presidencia, Avellaneda había necesitado el apoyo de Adolfo Alsina, lo que condicionó su posición ante la federalización. La muerte del líder autonomista y el consecuente ascenso de Roca le permitieron cambiar su postura y exigir el control de la ciudad para terminar de consolidar el poder del Estado nacional. En cambio, el acercamiento del mitrismo a Tejedor en el 80 dejó en suspenso su apoyo a la federalización. La oposición de Mitre al novel armado roquista implicó la retracción de su participación en una discusión sobre la que había mostrado históricamente una misma posición.[15]

Saldías quedó entonces como uno de los pocos que se mantuvo fiel a la causa porteña. Pero si su intervención giró sobre el hecho político de que la nación intervenía injusta e ilegalmente sobre la provincia, no es menos central en aquella la concepción de ciudad capital que defendía. La decapitación de Buenos Aires volvía sobre la idea de que la “capital de una República federal no debe erigirse en una gran ciudad, cuyas influencias propias y seculares pueden pesar sobre las influencias respectivas de los demás Estados”.[16] La capital ideal de Argentina debía ser al estilo de Washington: modesta y apartada. 

Saldías citaba de manera expresa al diputado federal Manuel Moreno en el debate de la ley de capitalización de 1826: en una federación, lo deseable era una capital “neutra”. En esta concepción resonaban zonas del contractualismo social de Rousseau, el republicanismo agrarista de Jefferson y el liberalismo de Tocqueville, quienes criticaban las capitales imperiales por su expansionismo guerrero y su vida pública viciosa, que tendía a ser un factor de presión sobre los actores que tomaban decisiones políticas. En cambio, la capital debía ser pequeña, administrativa y emplazada en un lugar equidistante para representar la neutralidad y la justicia espacial en la distribución del poder.[17]

Esa alternativa fue luego sistematizada por Sarmiento en su Argirópolis (1850), y más tarde, en las décadas del 60 y 70, inspiró algunos proyectos de capitalización aprobados por el Congreso de la Nación.[18] Las resistencias de la provincia de Buenos Aires frente a la entrega de su capital y la nacionalización de sus recursos aduaneros durante la presidencia de Mitre condujeron a que muchos consideraran emplazar la capital fuera de la gran ciudad del Plata, para lo que postularon, por ejemplo, a Villa María. De manera que Saldías no hacía más que repetir argumentos que estaban en circulación desde los años 20, aunque nunca habían alcanzado traducción política.[19]

No obstante, dichas propuestas eran, en algún sentido, anacrónicas: resultaban más compatibles con la etapa de las “autonomías provinciales” que con el tiempo de la organización nacional. La modestia, equidistancia y artificialidad de una ciudad como Washington había sido leída en los años 20 como una contribución a que los estados norteamericanos preservaran la unión sin que uno en particular se viera favorecido mediante el emplazamiento de la capital en su territorio. Pero en la Argentina del 80 la unidad no era ya un problema: el poder central se había ido fortaleciendo desde la década de 1860, entre otras cosas mediante la reducción de las insurrecciones federales, por lo que veinte años después podía usar ese fortalecimiento para la subordinación de la última de las provincias díscolas y obtener para sí su prenda más preciada, la capital porteña.  

Eso explica que la propuesta de crear una ciudad nueva y apartada contara con muy pocos adeptos, por ser considerada innecesaria, indeseable o impráctica. La única alternativa frente a Buenos Aires que Roca y Avellaneda todavía contemplaban era el caso de Rosario, pero solo si la provincia no acababa entregando su capital. Pocos años atrás, el Congreso también había dado media sanción a un proyecto que la capitalizaba, pero el caso rosarino era particular: no representaba una opción viable por poseer rasgos aldeanos o mediterráneos, sino al contrario, porque ocupaba el lugar de una segunda ciudad, dado que compartía ciertas características con el polo porteño, como su apertura comercial y su cosmopolitismo.[20] Con esa base, más urbana que política –dado que no sería resultado de doblegar al autonomismo bonaerense– la capital federal podría constituirse como una futura metrópolis, lo que transmitiría la imagen de un poder central fuerte. De todos modos, capitalizarla implicaría el traslado de la dirigencia porteña y, al mismo tiempo, la afluencia de provincianos a un lugar distinto de Buenos Aires, que acabaría perdiendo las ventajas que ese contacto le había dado.[21] Además, según advirtió La República, esta quedaría expuesta a un eventual ataque exterior en caso de desatarse un conflicto.[22] Lo cierto es que, una vez impuesto Roca en el 80, los únicos que siguieron insistiendo con la alternativa rosarina fueron los propios rosarinos.[23]

Como adelantamos, el tratamiento de la ley en el Congreso reprodujo los sentidos más clásicos sobre la ciudad en relación con la preeminencia política y cultural de Buenos Aires. Avellaneda fundamentó de esa forma el proyecto, postulando que así “daremos influencia permanente para el gobierno y sobre el gobierno al grupo de hombres que vive en la esfera más culta, más espaciosa y más elevada”.[24]

Pero el discurso quizás más significativo fue el del senador Dardo Rocha, por dos razones: por un lado, porque le tocó defender el despacho de la comisión que analizaba el proyecto de federalización; y por el otro, porque debió fundamentar su cambio de posición, hasta entonces opuesta a la entrega de Buenos Aires. El acercamiento de Rocha a Roca tenía por contraparte que el nuevo presidente apoyara la candidatura del senador a la gobernación de la provincia de Buenos Aires; la actuación de Rocha en el Congreso para lograr la federalización fue clave en el marco de esa alianza.

Su exposición tuvo dos ejes. Por una parte, sostuvo que la resistencia del autonomismo a entregar la ciudad había sido en prevención ante a un “nuevo despotismo”, tal y como habían sido los de Urquiza luego de Caseros y de Mitre luego de Pavón. Pero de allí en adelante esa resistencia se había convertido en una posición equivocada, porque ya no había liderazgos atravesados por la guerra que buscaran imponer la federalización. Este cambio quedaba demostrado en el tratamiento eminentemente legislativo que la problemática adoptaba en 1880.

Pero, por otro lado, Rocha fundamentó la capitalización de Buenos Aires en los mismos términos en que lo habían hecho Rivadavia en el debate de 1826 y Sarmiento en el Facundo. Buenos Aires era “el gran condensador” de la riqueza, la inteligencia y la fuerza del Río de la Plata. Según Rocha, “no hay una gran nacionalidad en la historia que no esté ligada a una gran ciudad”; incluso en “la mente de los que fundaron a Washington [...] entraba la idea de hacer una gran ciudad”. Si la capital norteamericana todavía era pequeña solo era una cuestión de tiempo que creciera y alcanzara una escala diferente.[25]

Esa fue la línea argumental que siguieron otros oradores. Habiéndose hecho cargo Rocha de fundamentar el cambio de posición de muchos autonomistas, nadie volvió sobre el asunto y las exposiciones siguieron relacionadas con la teoría sobre el tipo de capital. El ministro del Interior Benjamín Zorrilla, por ejemplo, también colocó el énfasis en la cuestión de la escala urbana y citó el caso de Washington, pero, a diferencia de Rocha, sostuvo que ya tenía “la forma de una gran ciudad”.[26]

Más allá de si para el 80 Washington podía ser considerada o no de esa forma –algo discutible, dado que si bien tenía 150.000 habitantes todavía estaba muy por detrás de Nueva York, que pasaba cómodamente el millón–,[27] lo cierto es que el tamaño de la ciudad capital era un tópico que había sido subrayado por la teoría política del siglo xix, sobre todo de la mano del italiano Pellegrino Rossi, quien en la línea de Maquiavelo, Montesquieu y los doctrinarios franceses sostuvo que el fausto visible de la ciudad era indispensable para garantizar la unidad política.[28] Lo que hacían entonces Rocha y Zorrilla, incluso al citar el caso de Washington –quizás para discutir con Saldías–, era reducir la definición de la ciudad capital a una única posible, concebida como un polo multifuncional de grandes dimensiones.

Y, en parte, estaban en lo cierto. Washington, en verdad, había sido pensada por los federalistas norteamericanos como la gran capital de una “república imperial”, pero las dificultades para darle vida propia a una ciudad enteramente planificada habían hecho demorar su desarrollo. Los viajeros de la primera mitad del siglo xix –como Moreno, Sarmiento o Tocqueville– vieron en aquella un tipo alternativo de capital porque, en la práctica, funcionaba como una village o un town de pequeña escala. Con su equidistancia latitudinal y condición ex nihilo Washington había buscado –y logrado– evitar que algún estado en particular se favoreciera al capitalizar una ciudad preexistente, pero, en términos urbanos, nadie había proyectado una aldea sino una capital de rango europeo.[29]

Cuando la ley de federalización pasó a la Cámara de Diputados esos términos solo sufrieron alteraciones menores, y la votación fue igualmente favorable. La bancada cordobesa monopolizó el uso de la palabra.[30] El contrapunto más significativo se produjo entre José Miguel Olmedo y Ramón Gil Navarro, quienes evocaron las ideas de Juan Bautista Alberdi para fundamentar tanto la posición oficialista como la elección de una ciudad alternativa frente a Buenos Aires.

Si bien Olmedo votó a favor de la federalización por su compromiso con Roca, no se privó de sostener abiertamente su desacuerdo. Para él, las grandes capitales se correspondían con regímenes teocráticos, monárquicos y absolutos, que ahogaban desde el polo central las libertades del resto de la nación. Según el legislador, “la capital histórica de una república no puede ser la capital de una colonia”.[31] En la misma línea de Saldías, proponía crear una nueva ciudad como Washington o emplazar la capital en un punto mediterráneo como Córdoba o Rosario. Cualquier alternativa era preferible antes que Buenos Aires. Y, en efecto, la vía rosarina había sido apoyada por Alberdi a comienzos de los años 50, luego de producida la secesión bonaerense.

Sin embargo, tal como señala Botana, ese había sido una suerte de desliz, puesto que tanto en sus Bases (1852) como a partir de 1859 (con motivo de la batalla de Cepeda) Alberdi sostuvo que una de las claves para lograr la unificación nacional y la consolidación del poder central sería la federalización de Buenos Aires.[32] A lo largo de su obra había apelado a distintos argumentos, pero con el que más insistió parece haber sido con el evocado por Gil Navarro: Buenos Aires era la capital “de hecho” por su condición geográfica vinculada al puerto. Esto había llevado a la monarquía española a convertirla en cabecera de una gobernación y luego del virreinato, decisión que le permitió dominar monopólicamente a la nación; en consecuencia, su primacía terminaría de consagrarse políticamente si la ciudad se federalizaba.

El determinismo de Alberdi se inspiraba probablemente en Montesquieu, pero también se asemejaba al de Sarmiento en el Facundo, quien veía en la condición portuaria de Buenos Aires su principal ventaja, dado el contacto cultural con Europa. Solo que para el autor de las Bases su condición de único gran puerto de la nación representaba antes que nada un asunto económico, en tanto la ciudad concentraba la mayor parte de las rentas nacionales. La capital histórica debía ser entonces reconquistada y expulsados de su recinto los poderes particulares. La alternativa washingtoniana solo produciría una “capital penitenciaria”, desierta, que no terminaría de dejar nacer al gobierno federal.

El tratamiento de la ley en Diputados cerraría con una intervención de Felipe Yofre. Trayendo a Tocqueville y a Joseph Story –intelectual norteamericano cercano a Jefferson–, el diputado evocó un razonamiento de tipo histórico-esencialista en el que las estructuras territoriales no conocían mayor variación con el paso del tiempo. Sostuvo que Washington era una capital “neutra” porque la historia colonial de los Estados Unidos no había conocido una ciudad que oficiara como polo central, ergo, la capital republicana debía ser expresiva de esa heredada distribución equitativa del poder sobre el territorio. Según Yofre, lo mismo había ocurrido con Buenos Aires, pero con la forma inversa: a un pasado virreinal con corte, puerto y capital en una única ciudad, no podía sucederlo un esquema distinto en la etapa independiente. Además, la reciente incorporación al territorio nacional de las tierras ganadas con la “Conquista del Desierto” exigía profundizar la tutela de la integridad de la nación frente a la amenaza de países vecinos. El imperativo del orden terminaba por inspirar al diputado, que veía en la hermana mayor de las ciudades el sostén de cualquier independencia.[33]

 

Hacia la provincia “amputada”: el tratamiento en la Legislatura bonaerense

Luego de que a fines del mes de agosto Avellaneda se viera forzado a ordenar el desalojo de las Cámaras provinciales, y mientras se discutía el proyecto de federalización en el Congreso, José María Moreno, en abierta disidencia con el gobierno nacional, presentó su renuncia al cargo de gobernador. Moreno se opuso a la disolución de los poderes públicos provinciales, con el argumento de que esa decisión burlaba el curso de las negociaciones por la paz. Para comienzos del mes de septiembre, el interventor Bustillo lo sucedió y pasó a ejercer en pleno las funciones ejecutivas, hasta entonces solo aplicadas por su parte en la campaña.

Bustillo llevó adelante la tarea que reclamaba el roquismo: llamó a elecciones para recomponer la Legislatura y lograr así que la provincia votara la cesión de la ciudad de Buenos Aires. El único partido que presentó listas en esas elecciones amañadas fue el autonomista. El mitrismo, principal damnificado por el desalojo de las Cámaras, se abstuvo de participar mientras denunciaba en La Nación una “máquina electoral” protagonizada por una “oligarquía oficial” de candidatos elegidos sin participación de la ciudadanía.[34]

Los comicios arrojaron entonces el triunfo del autonomismo alineado con Roca; solo ingresaron cuatro disidentes (pertenecientes al mismo partido) a la Cámara de Diputados. Entre ellos estaba Leandro Alem, en representación de la ciudad capital, quien renovó su banca obtenida el año anterior. Alem había mantenido una posición independiente frente a la escisión entre roquistas y tejedoristas; con su candidatura buscaba mantener un espacio donde expresar públicamente su propia posición política. De hecho, había declinado ofrecimientos para llegar al Senado de la nación y también al de la provincia. Así, tanto desde la Cámara como mediante la dirección del diario El Autonomista, fundado pocos meses antes, se opuso tajantemente a la federalización y mantuvo la defensa de los viejos principios partidarios.[35] 

Pero antes de concentrarnos en su extensa intervención, que fue sin dudas la más resonante de todo el proceso legislativo, es preciso rescatar algunas observaciones hechas por quienes apoyaron la cesión de Buenos Aires. Una de las fundamentaciones más acabadas la ofreció el diputado Dámaso Centeno, quizás porque ofició como miembro informante de la Comisión Especial para el análisis del proyecto de ley.

Centeno basó su discurso en una comparación de sistemas urbanos. Por un lado, descartó dos alternativas: la capital desértica, con ejemplo en Washington, pues consideraba que su aplicación en la Argentina sería incorrecta por las actitudes vernáculas faltas de fraternidad y respeto por la ley que la convertirían en una ciudad “juguete” de los partidos políticos de turno; y la capital viajera, con ejemplo en Suiza y Bolivia, que carecía de estabilidad por las tensiones abiertas entre regiones que se disputaban la residencia de las autoridades. Por otra parte, Centeno valoró solo parcialmente la idea de la capital como centro geográfico: apelando al ejemplo de Madrid argumentó que, si bien una capital emplazada en un lugar equidistante incrementaba la capacidad resolutiva de la autoridad, lo hacía a costa de renunciar a su conexión ultramarina. Finalmente, el sistema ideal sería el de los grandes centros, como Buenos Aires, por tradición histórica y estado natural de las cosas que eran la llave para la paz y el orden; por los beneficios económicos que traería para la propia ciudad, la provincia y la nación al aportar solidez y estabilidad; por justicia territorial, al liberar a la campaña de la dominación de la ciudad, y por razón geográfica, dada la posición equidistante en el eje norte-sur, “como corazón de un cuerpo” que concentraba la red de telégrafos y ferrocarriles, pero fundamentalmente porque su lugar estratégico en la cuenca del Plata la volvía punto de contacto entre el interior y el exterior, tratando el flujo de las aguas tanto como al de las ideas, ya que las “recibe, madura, purifica, pule, abrillanta y devuelve a las provincias”.[36]

La intervención de Centeno replicaba muchos de los sentidos evocados durante el siglo xix en diferentes contextos en los que se debatió la “cuestión capital”. Por un lado, en los términos que ya había empleado Alberdi, rechazó una posible ubicación en el desierto en razón de la debilidad que significaría para la constitución del gobierno y, además, subrayó el hecho de que si la sede del poder político era una distinta de la del principal puerto del país la ciudad perdía un valor fundamental. El mismo criterio utilizó para descartar la alternativa de la capital viajera, que era más bien una figura antes que un modelo capitalino: aquellas experiencias que la ejemplificaban no habían elaborado una decisión en torno a la mudanza permanente de la capital, sino que esto era resultado de constantes conflictos territoriales intestinos. La elección de Buenos Aires resultaba entonces de pensar a la capital como un hecho histórico y por su capacidad para acumular acepciones urbanas. Si bien al razonar de este modo el diputado recuperaba sobre todo la vieja posición rivadaviana –y, aunque en menor medida, la tesis mitrista–, la originalidad de su exposición radicó en el esfuerzo por incorporar el criterio de justicia geográfico-espacial, que correspondía más bien a los partidarios de una capital aldeana. Este argumento ahora resultaba fácil de sostener dada la expansión latitudinal del territorio nacional que traía la conquista de la Patagonia. Podría decirse que Centeno volvió compatibles a los dos Sarmientos: el civilizatorio que veía en el Río de la Plata la conexión con las costumbres europeas y el técnico que veía en el estuario una inmejorable formación geoestratégica. 

El ministro del Interior de la provincia, Carlos D’Amico, también contribuyó al intercambio parlamentario y, una vez más, las ideas del extinguido Partido del Orden rivadaviano volvieron a estar sobre el tapete. D’Amico postuló que, para impedir nuevos enfrentamientos, sería la opinión pública la que limitaría una eventual radicalización del poder. Dijo que solo en una gran ciudad como Buenos Aires existía esa “personalidad anónima” de raíz republicana, semejante a la ateniense, que advierte al gobierno sobre sus malos actos. A esa idea ya muchas veces evocada sumó una sugestiva predicción: sostuvo que, puesto que la inmigración seguiría creciendo, la ciudad de Buenos Aires también lo haría a un punto tal que su mancha urbana se extendería sobre distritos como Barracas (aún escasamente poblada) o Belgrano (para entonces un municipio aparte), por lo que gran parte de la capital volvería a estar bajo jurisdicción de la provincia.[37]

D’Amico abordaba de esa manera oblicua el tema que distinguió el tratamiento del proyecto en la Legislatura bonaerense: la restitución de una capital provincial. El asunto había sido introducido por primera vez en el Senado, donde el tratamiento sobre la cesión duró una sola jornada y sin posturas contrarias, razón, esta última, que quizás explique por qué el proyecto ingresó por la Cámara alta. De la mano del senador Nicolás Achával, la cuestión de la futura capital provincial fue planteada en los mismos términos en que lo habían hecho algunos editoriales de La República y El Nacional aparecidos en los meses de julio y septiembre. Estos sostenían que la nueva sede del poder bonaerense sería con el tiempo una ciudad importante por la riqueza que sobre ella volcaría la campaña. La clave del crecimiento urbano estaría en su eventual “posición comercial”, capaz de permitirle ser el mercado de los productos provenientes tanto del campo como del extranjero. Sobre esta base, para Achával, la nueva capital de la provincia podría “rivalizar” con la “gran capital de la Nación” por lo que “la Provincia de Buenos Aires contendrá en su seno dos grandes e importantes ciudades”.[38] Lejos de que esa dualidad llevara inscripta algún tipo de disputa, ambas capitales retribuirían positivamente en el engrandecimiento de la propia provincia. La cesión era, antes que un perjuicio, una promesa de multiplicación del beneficio.

El Nacional también había advertido sobre los criterios que deberían emplearse para seleccionar un nuevo punto en el mapa que fuera capitalizable. Además de mostrar que ya había localidades postulándose, como Mercedes, Ensenada o Chascomús, el diario indicó que el asunto ameritaba un estudio serio que garantizara que la ciudad tuviera acceso al agua y servicios higiénicos, una posición favorable para el comercio y las comunicaciones y, finalmente, cercanía física con la vieja capital, que sería la que la proveería de hombres para el gobierno.

Justamente, este último punto sería una de las aristas principales de la intervención de Alem en Diputados, aunque siempre para oponerse a la cesión de la ciudad. Su largo y enconado discurso –que duró más de dos sesiones enteras– estuvo organizado en torno al tema de la autonomía. Alem la asociaba con la democracia y, en consecuencia, con las libertades civiles y políticas: si hasta el momento Buenos Aires no se había convertido en capital federal era porque ese proyecto habría sido resultado de una decisión impuesta, hija del centralismo unitario y autoritario. Pero, además, y como habían sostenido ya algunos legisladores, la capital de una monarquía absoluta no podía ser la misma que la de una república federal. Ahora no solamente era imperioso cumplir con el principio de la división de poderes, sino también respetar las autonomías territoriales a partir de la premisa de que, en la Argentina, eran las provincias y no la nación las unidades políticas preexistentes. Si la federalización de la ciudad buscaba ser un remedio frente a la eventual aparición de un nuevo Tejedor que desafiara al poder central, la solución sería descentralizar más aún la estructura política interna de la provincia.[39]

Sobre la concepción misma de ciudad, Alem impugnó el modelo de la gran capital multifuncional apoyándose en Jules Ferry, liberal francés vinculado a la Tercera República, de quien citó una frase que rezaba que “por la centralización París ha podido creer que él es la Francia entera”. A eso el diputado agregó que, en consecuencia, “cuando todo el Imperio está en esa gran capital, de cualquier modo que se corrompa […] se habrá descompuesto todo el Imperio”.[40] En un régimen unitario como el francés, la relación entre capital y nación se revelaba entonces metonímica: una parte resumía y condensaba al conjunto. En un caso como el argentino, el federalismo era el mecanismo que podía prevenir una deriva semejante.

Para Alem, a diferencia de Achával y Centeno, la federalización no contribuiría al progreso de la campaña, sino que, al contrario, la volvería monocordemente pastoril toda vez que el comercio y la industria se concentrarían en la ciudad. El resultado sería una provincia doblegada y debilitada. En este punto fue que discutió la posición de D’Amico: la capital no volvería a la jurisdicción provincial porque antes el Estado nacional, cada vez más empoderado, impondría la cesión de más tierras. De hecho, esta proyección podía leerse en la prensa oficialista: La República propugnaba el ensanche del municipio porteño sobre los pueblos de Flores y Belgrano.[41] El crecimiento de la urbe era entonces una perspectiva compartida y no una “profecía” exclusiva de Alem, como apuntó parte de la historiografía. Solo que para el diputado esa expansión no redundaría en un beneficio para la provincia, sino que supondría una creciente subordinación respecto del poder nacional.

Finalmente, y abundando en la cuestión de los efectos perniciosos de la centralización, Alem afirmó que la ciudad no encontraría “otra rival que con tan poco esfuerzo y con tanta rapidez se le coloque al frente” porque “ella misma ha de ser uno de los principales obstáculos”. Si, por ejemplo, la capital de la provincia se trasladara a un punto alejado “ningún hombre distinguido se ha de trasladar allí”; en cambio, “si la establecemos inmediata a esta Capital vivirá dentro de ella, será una especie de sucursal”.[42]

La nueva capital provincial sería entonces una ciudad desértica o una ciudad satélite, pero en cualquier caso una suerte de impostura urbana. Ambos caminos conducirían al fracaso. En este punto, se vuelve claro que Alem tampoco promovía el modelo washingtoniano. Su posición fue de mera negación y rechazo a la cesión de Buenos Aires para la nación. La defensa irrestricta de los principios autonomistas suponía conservar, sino el pasado, al menos el estado de las cosas inmediatamente anterior a los sucesos del 80. Y tanto fue así que cerró su intervención con la sola propuesta de convocar a una convención constituyente provincial para escuchar un pronunciamiento popular al respecto. Lo único que pudo sugerir fue una nueva postergación del asunto.

José Hernández fue quien respondió al largo discurso de Alem. Ofreció una destacada pieza oratoria en defensa del proyecto de federalización, por la que se ganó el reconocimiento de la prensa de la época. Hernández se había plegado recientemente al bando triunfante y comenzaba una nueva etapa de su carrera política, ahora secundando las iniciativas del roquismo. El autor del Martín Fierro creía en una república centralizada y fuerte. No obstante, su intervención no ofreció argumentos originales, sino que más bien regresó a la consigna lata referida al histórico pasado capitalino con el que contaba Buenos Aires.

Finalmente, el tratamiento en la Legislatura concluyó con algunos discursos centrados en el vínculo entre capitalidad y comercio. Algunos diputados defendieron la federalización a partir del argumento de que Buenos Aires era el epicentro de los intercambios económicos. Pascual Beracochea, del mismo sector que Alem, sostuvo incluso que la capital debía ser una ciudad exclusivamente dedicada al comercio. El tipo urbano que imaginaba Beracochea se parecía demasiado a la Argirópolis sarmientina: emplazamiento equidistante, condición portuaria, baja o nula opinión pública. Por eso colocó como ejemplos a Nueva York, Barcelona, Marsella o Burdeos. El punto estaba en el uso de sus puertos y su perfeccionada comunicación fluvial y ferroviaria. En verdad, Beracochea pensaba en una suerte de capital global avant la lettre: la ciudad debía convertirse en un nodo dentro del taller en que se había convertido el mundo, por encima de las fronteras que dividían políticamente a los pueblos.[43]

Pero, al igual que Alem, Beracochea cerró su discurso sin proponer una alternativa concreta frente a Buenos Aires. Por un momento, sus colegas podrían haber pensado que terminaría proponiendo capitalizar Rosario, dado que parecía ajustarse al tipo de la ciudad global. Sin embargo, el diputado rechazó la opción apelando a una frase de Dalmacio Vélez Sarsfield según la cual “las rivalidades comerciales pueden fácilmente convertirse en rivalidades políticas”.[44] Como Alem, a Beracochea lo perseguía obsesivamente la preocupación por la autonomía de la provincia, que impedía resolver el argumento de manera propositiva. Vaticinó incluso que la nación podría llegar a quitarle su banca pública, de la que Buenos Aires dependería para financiar el crecimiento de las ciudades de campaña.     

La imposibilidad que mostraron Alem y sus simpatizantes de proveer un proyecto de capital o un caso de ciudad distinta es indicativa de la dificultad generalizada que ello representaba para la dirigencia política del momento. La excepción más notoria parece haber sido Saldías, cuya intervención se produjo por fuera de los recintos legislativos y sin que alcanzara resonancia allí dentro. Pero el resto de los autonomistas disidentes –al igual que aquellos que defendieron la federalización de Buenos Aires– no pudieron dejar de identificar a un único lugar como el que revestía la capacidad de ejercer la capitalidad, fuera de la provincia o de la nación. Sencillamente, no había otro centro posible, no había solución alternativa. La nueva dirigencia que nacía en el 80 fue la circunstancia que se reveló crucial para consagrar finalmente a la ciudad como la capital definitiva de la Argentina. El tiempo y las oportunidades para aventurar otras propuestas habían pasado y, mientras tanto, el poder del Estado se había fortalecido; la federalización sería no solo una muestra más de ese fortalecimiento, sino que lo retroalimentaría al dar un espacio exclusivo para sus instituciones públicas.

Cerrado el debate, la votación final del día 24 de noviembre arrojó una mayoría de 36 votos en favor de la cesión, contra 4 negativos. De ese modo, finalmente quedaba asegurada por ley la creación de una capital federal argentina. El 6 de diciembre, Alem, Beracochea y el diputado Guillermo Solveyra, del mismo bloque disidente, presentaron sus renuncias. El día 15 Alem sostuvo que su mandato había terminado porque la sección electoral que representaba, es decir, la ciudad de Buenos Aires, ya no formaba parte de la provincia.[45]

 

Cierre: entre Alberdi y las paradojas del 80

En los años inmediatamente posteriores a la federalización se publicaron varias obras referidas a los acontecimientos de aquel momento, producidas en un contexto más calmo y propenso a la reflexión. Dos de ellas, La defensa de Buenos Aires (1881) de Carlos Tejedor y La muerte de Buenos Aires (1882) de Eduardo Gutiérrez, ofrecieron una elegía en defensa del autonomismo y una denuncia de la centralización roquista. Su tono era muy similar al de Saldías, pero, a diferencia de este, dejaron de lado toda reflexión sobre la “cuestión Capital”. Su mirada era nostálgica antes que propositiva o analítica. En cambio, fue Alberdi quien en La República Argentina consolidada en 1880 con la ciudad de Buenos Aires por capital ofreció una serie de valiosos argumentos referidos al asunto.[46]

Si bien el tucumano era diputado desde 1878, no había participado de las sesiones por la federalización puesto que había decidido no acompañar a las autoridades nacionales cuando se trasladaron a Belgrano. La guerra lo aterraba–de hecho, trabajó siempre para evitarla– y no quiso posicionarse explícitamente en favor de uno u otro bando.[47] Sin embargo, en su ensayo se colocó abiertamente en favor de la capitalización. Este evento constituía el tercer hito de la historia argentina, luego de 1810 con el pasaje de la monarquía a la república, y de 1852, con la libre navegación de los ríos. Lo que para los autonomistas era una ofensa a la libertad política, para Alberdi creaba las condiciones para su reparación: hasta entonces, las provincias no habían sido libres y solo habían disfrutado de una parte del poder político, mientras Buenos Aires concentraba el resto. La república no podía darse otra capital porque solo la ciudad sobre el Plata poseía “puerto, tráfico, aduana, crédito, tesoro, administración, registros, archivos, oficinas, monumentos históricos”.[48] En consecuencia, la división entre ciudad y provincia significaba, por un lado, la superación de una rémora colonial en la que el gobernador acumulaba poderes heredados del virrey y, por el otro, la resurrección de la provincia como tal, escindida de su metrópoli y en compatibilidad con las autonomías constitucionales.

El ensayo de Alberdi fue escrito luego del tratamiento legislativo, pero en ese momento sus argumentos motivaron intercambios confidenciales con Avellaneda, Roca y Rocha.[49] La afinidad con las intenciones de Roca resulta evidente, aun cuando no las inspirara directamente. El libro de Alberdi ofició de algún modo como el justificativo conceptual ex post de la federalización. A diferencia de algunos de sus trabajos previos, donde la geografía portuaria era el atributo que más jerarquizaba en favor de Buenos Aires, en este libro del 81 Buenos Aires se imponía incluso, antes que como un hecho, como capital por “defecto”: no había otra que concentrara sus múltiples atribuciones. Su federalización era una necesidad imprescindible para la consolidación del régimen político plasmado en la Constitución.

Alberdi reforzaba así el tono original con que había comenzado la discusión en el 80. Visto en retrospectiva, podríamos sostener a través de su ensayo que el conjunto de las representaciones evocadas sobre la ciudad capital estuvo subordinado a un imperativo más político que teórico, más dominado por la lógica del poder que por la imaginación urbana: Buenos Aires era la única capital posible.

Quizás el caso del diputado nacional Olmedo pueda ilustrarlo bien, en tanto discrepó con la elección de Buenos Aires para proponer a cambio una capital mediterránea, nueva o preexistente, pero terminó aceptando que las condiciones políticas hacían imposible cualquier alternativa frente a la que finalmente se impuso. Voces como las de Rocha o Zorrilla trajeron a la discusión el ejemplo aparentemente antagónico de Washington, tal vez en respuesta al ensayo-folleto de Saldías, pero solo para sostener que ya era una gran ciudad o que su proyección original se basaba en la idea de un gran polo comercial, cultural y político. A través de este rodeo, ellos también estaban pronunciado el nombre de Buenos Aires como capital de la nación.

La federalización no parece haber adoptado entonces la forma de un debate stricto sensu. Los intercambios retóricos en todo caso confirmaron una decisión previamente arreglada entre la mayoría roquista. Las representaciones más sofisticadas sobre la ciudad capital no hicieron más que reproducir la vieja posición rivadaviana referida a la multifuncionalidad, la gran escala o el rol de la opinión pública, así como la tesis mitrista sobre la condición histórica de la sede de la autoridad política nacional. El diputado provincial Centeno fue el que mejor sistematizó esa perspectiva, aditándole el hecho de que Buenos Aires era ahora también una ciudad justa en términos latitudinales.

Lo llamativo –por paradójico– de aquellos que apoyaron la federalización en el 80 no parece ser entonces que compartieran la vieja postura de Rivadavia, sino que quienes lo hicieron habían sido hasta la víspera acérrimos opositores a la cesión de la ciudad. La bandera unitaria de los años 20 sería finalmente consumada por exponentes del autonomismo bonaerense, que desplazaron su defensa de los viejos principios federales en favor de un régimen político mucho más centralizado. El impacto que tuvo el avance de la figura de Roca frente al vacío que había dejado la muerte de Alsina provocó que muchos estuvieran dispuestos a intercambiar posturas históricas por posiciones políticas sustantivas en el nuevo esquema roquista. Esto quizás explique por qué las obras que publicaron Tejedor y Gutiérrez estuvieron estrictamente preocupadas por denunciar las ambivalencias y cambios de partido antes que en reflexionar sobre el tema de la capital.

Pero si la dirigencia provincial había entonces asumido que era una más entre otras dentro de la más vasta élite política nacional, la concesión que hicieron los autonomistas no sería completamente en vano. O al menos no lo sería en el corto plazo, puesto que Rocha asumiría como gobernador de la provincia de Buenos Aires a comienzos de 1881 e intentaría desde allí reparar la entrega de la capital montando una ciudad que compitiera con Buenos Aires. Su período de gobierno estaría signado por un proyecto que también comenzó a pensar de la mano de las sugerencias de Alberdi.

En La República Argentina consolidada en 1880… la “Nueva Buenos Aires” aparecía como una futura ciudad comercial, tal y como lo habían sugerido el senador provincial Achával y el diario El Nacional. El lugar donde debía emplazarse era el puerto natural de la Ensenada, valorado como la mejor salida a ultramar de las costas occidentales del Plata desde tiempos virreinales y también proyectado como tal en los años rivadavianos. Su poblamiento sería rápido al atraer sobre todo a comerciantes capitalistas y, además, permanecería ligada con la vieja Buenos Aires por su cercanía física y múltiples vías de comunicación; serían dos ciudades en una.

El determinismo geográfico de Alberdi seguía entonces vigente en su proyección de la nueva capital: era el emplazamiento geoestratégico vinculado al puerto y, en consecuencia, a sus beneficios económicos y sociales lo que sentaría las bases de una ciudad sólida, anclada en la modernidad y el progreso. Lo cierto es que la expectativa que significaba para entonces el crecimiento de los intercambios internacionales era transversal a los distintos actores políticos. Incluso el diputado provincial opositor Beracochea consideraba que la ciudad capital debía emplazarse en una suerte de espacio urbano global con buenas redes de comunicación.

Pero, como hemos visto, fue Alem quien, si no impugnó la valoración por la ciudad comercial, descreyó que esa o cualquier otra alternativa fuera viable para reparar la capitalidad de la provincia. A diferencia de lo que sostenía Saldías, todavía apoyado sobre la idea de una Washington modesta y apartada, Alem no privilegió un modelo específico de ciudad. Una gran urbe no podía ser capital federal porque tendía a la centralización y, en el caso porteño, cercenaba la autonomía provincial. Si la provincia perdía ese polo, además, no habría manera de que otro lo sustituyera, fuera por falta de desarrollo urbano o por hacerlo de manera subsumida a la vieja Buenos Aires. Alem y sus colegas, pero sobre todo él por su tajante e irresoluble rechazo, también eran protagonistas de una paradoja, puesto que, si bien rechazaban la elección de Buenos Aires como capital, al mismo tiempo no pudieron sugerir ni proyectar una ciudad alternativa.

Como es sabido, la gestión de Rocha a cargo de la provincia intentaría disputarle a Buenos Aires su condición primada mediante el montaje una nueva capital que buscaría ser su rival. Si bien esa ambición nunca se concretaría y finalmente ocurriría lo que Alem y Beracochea habían anunciado, es decir, que el Estado nacional federalizaría un territorio aún mayor que el de la planta histórica de la capital (con la incorporación de Flores y Belgrano en 1887), que la banca provincial cerraría (con la crisis del 90) y que La Plata acabaría reducida a una ciudad satélite respecto de Buenos Aires,[50] lo cierto es que en el 80 eso aún estaba por verse. Por el momento se proyectaban futuros de distinto calibre para la provincia: para algunos la nueva capital gozaría de los beneficios de la campaña y del comercio, pero para otros la pérdida no podría repararse y la provincia acabaría siendo un lugar de monocorde pastoreo.  

De lo que en todo caso los actores pudieron estar seguros fue del cierre de una larga historia de disputas que ocupó todo el siglo xix respecto del asiento definitivo de las autoridades nacionales. Para celebrarlo hubo un importante festejo durante los primeros días del mes de diciembre en el centro de la ciudad. Roca ya era el nuevo presidente, Torcuato de Alvear el nuevo intendente y la asunción de Rocha como gobernador de la provincia era inminente. En la prensa, por su parte, ya se animaban a indicar las reformas urbanas que Buenos Aires precisaba para consolidarse como una metrópolis moderna: ornamento, aguas corrientes y desagües para la higiene, adoquinado, una gran avenida principal, todas inspiradas en la París de Haussmann. Si bien sabemos que esos cambios no tardarían en llegar, concluidos los sucesos del 80 todavía eran una expresión de deseo sobre la nueva etapa que estaba por comenzar. O al menos de esa forma lo auguraba El Nacional:

Radicada la paz pública al amparo del movimiento del progreso que nos arrastra, ha llegado el momento de pensar en hacer de Buenos Aires, no solo por su importancia moral y comercial, sino también por su aspecto material, la realización del sueño de nuestros padres: la gran Capital del Sud.[51]

 

Bibliografía

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Shmidt, Claudia, Palacios sin reyes. Arquitectura pública para la “capital permanente”. Buenos Aires, 1880-1890, Rosario, Prohistoria, 2012.

 

Resumen / Abstract

Buenos Aires Capital. Representaciones sobre
el tema de la ciudad capital en la federalización
de 1880

El ensayo explora las representaciones sobre el tema de la ciudad capital evocadas en el contexto de la federalización de Buenos Aires en 1880. A tal fin, se analizan los debates legislativos, la prensa porteña y la ensayística de ese momento. La hipótesis principal sostiene que en la discusión pública primó una concepción clásica que entendía a la ciudad como un polo multifuncional de grandes dimensiones, cuyos orígenes pueden rastrearse en los años rivadavianos. Esta posición fue asumida por quienes se alinearon con el presidente electo aquel año, Julio A. Roca, entre cuyas filas se encontraban autonomistas históricamente opuestos a la federalización. Por el contrario, entre la minoría disidente se destacó la voz de Leandro Alem, que criticó la decisión apoyándose en argumentos en favor de un federalismo democrático contrario a la concentración de poder en un único centro; también adelantó prenociones sobre una nueva pero trunca capital provincial, incapaz de emanciparse frente al eje porteño. Sin embargo, no presentó ninguna alternativa para la capital federal, silencio que permite ensayar la idea de que, incluso entre los opositores a la ley, resultó imposible imaginar una ciudad distinta de la propia Buenos Aires. 

 

Palabras clave: Federalización - Buenos Aires - Representaciones - Ciudad capital - Discusión pública

 

Buenos Aires Capital. Representations related to the topic of the Capital City in the Federalization of 1880

This essay explores the representations relating to the topic of the Capital City evoked in the context of the Federalization of Buenos Aires in 1880. To this end, we analyze the legislative debates, the press and the essays written at that moment. The main hypothesis maintains that the public discussion was dominated by a classical conception of the city as a multifunctional pole of large dimensions, whose origins can be traced back to the Rivadavia years. This position was upheld by those aligned with the president elected that year, Julio A. Roca, whose ranks included Autonomists historically opposed to federalization. In contrast, the voice of Leandro Alem stood out among the dissident minority, as he criticized that decision on the basis of arguments in favor of a democratic federalism contrary to the concentration of power in a single center; he also put forward schematic notions about a new but truncated provincial capital, unable to emancipate itself from the Buenos Aires axis. However, he did not present any alternative for the Federal Capital, a silence that allows us to test the idea that even among those who opposed the law, it turned out to be impossible to imagine a city different from Buenos Aires itself. 

 

Keywords: Federalization - Buenos Aires - Representations - Capital City - Public Discussion

 

 

Fecha de presentación del original: 17/7/2024

Fecha de aceptación del original: 1/2/2025



* valentinmagi@hotmail.com. orcid- 0000-0002-4328-6235

[1] Fernando Aliata, La ciudad regular. Arquitectura, programas e instituciones en el Buenos Aires posrevolucionario (1821-1835), Bernal, Universidad Nacional de Quilmes/Prometeo, 2006.

[2] Claudia Shmidt, Palacios sin reyes. Arquitectura pública para la “capital permanente”. Buenos Aires, 1880-1890, Rosario, Prohistoria, 2012. Silvia Dócola, “Espacios de poder para la Confederación Argentina. La capital, el puerto y el lugar del soberano. 1854-1859”, Tesis doctoral, Universidad Nacional de La Plata, 2017.

 

[3] Los trabajos de Jorge Liernur, Graciela Silvestri, Adrián Gorelik, Alicia Novick y la propia Shmidt han contribuido significativamente a esa materia desde diversos enfoques.   

 

[4] Hilda Sabato, Buenos Aires en armas. La revolución de 1880, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2008. Puede consultarse en ese ensayo un nutrido racconto historiográfico sobre el evento.

 

[5] Natalio Botana, La tradición republicana. Alberdi, Sarmiento y las ideas políticas de su tiempo, Buenos Aires, Sudamericana, 1984; “1880. La federalización de Buenos Aires”, en G. Ferrari y E. Gallo (comps.), La Argentina del Ochenta al Centenario, Buenos Aires, Sudamericana. Ezequiel Gallo, Alem. Federalismo y radicalismo, Buenos Aires, Edhasa, 2009; Ezequiel Gallo, “Liberalismo, centralismo y federalismo: Alberdi y Alem en el 80”, Investigaciones y Ensayos, vol. 45, 1995.

 

[6] La categoría de ciudad multifuncional pertenece a Peter Hall, “The Changing Role of Capital Cities”, Plan Canada, vol. 40, n° 3, 2000.

 

[7] La República, 10 de octubre de 1879.

 

[8] Patricia Pasquali, “Una coyuntura crítica en la historia política santafesina: la injerencia roquista”, Res Gesta, vol. 26, 1989.

 

[9] Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación Argentina, 1880, pp. 60, 106.

 

[10] Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación…, 1880, p. 191.

 

[11] La Prensa, 14 de julio y 4 de agosto de 1880; La República, 24 y 25 de julio de 1880; La Nación, 28 de julio de 1880.

 

[12] El Nacional, 13 y 16 de julio de 1880.

 

[13] Alejandro Eujanian, “La nación, la historia y sus usos en el Estado de Buenos Aires, 1852-1861”, Anuario iehs, nº 27, 2012.

 

[14] Es muy probable que el proyecto entrara por la Cámara alta dada la presencia de personajes muy cercanos a Roca, como Pizarro y Rocha. Este último, a su vez, representaba a la provincia de Buenos Aires, que no contaba con escaños en la Cámara baja puesto que sus diputados no se habían trasladado a Belgrano, por lo que fueron luego declarados en cesantía. En Sabato, Buenos Aires en armas.

 

[15] Hilda Sabato, Historia de la Argentina, 1852-1890, Buenos Aires, Siglo XXI Editores, 2012.

 

[16] Adolfo Saldías, La decapitación de Buenos Aires, Buenos Aires, Imprenta y Librería de Mayo, 1880, p. 11.

 

[17] Aliata, La ciudad regular; Botana, La tradición republicana.

 

[18] Estimulado por sus viajes a los Estados Unidos, Sarmiento proyectó una capital nueva, pequeña, administrativa y comercial, geoestratégicamente emplazada en la isla Martín García para una confederación de Estados rioplatenses. Si bien la propuesta nunca tuvo mayor recepción política y su propio autor regresaría sobre la predilección por Buenos Aires expresada antes en el Facundo (1845) cuando durante su presidencia se aprobaron proyectos alternativos, Argirópolis es indicativa de que el problema de la capital era un síntoma de la aún vacante organización nacional y que, como tal, aguardaba una solución técnica. En Fernando Aliata, “Contemplar y recordar. Sarmiento frente a la arquitectura, el paisaje y la ciudad”, en A. Amante (dir.), Sarmiento, Buenos Aires, Emecé.

 

[19] Tanto Mitre como Sarmiento vetaron las leyes que capitalizaban localidades del interior del país. Su argumento principal reposaba en el enorme desafío logístico y fiscal que implicaría, así como en la falta de una sólida conexión internacional y de instituciones públicas preexistentes. Shmidt, Palacios sin reyes.  

 

[20] Tomamos prestada la categoría de segunda ciudad (second city) de Jerome Hodos, Second Cities. Globalization and Local Politics in Manchester and Philadelphia, Filadelfia, Temple University Press, 2011. Hodos la define, por un lado, sobre la base de su semejanza parcialmente cualitativa con la ciudad principal de un sistema de relaciones urbanas y, por el otro, en cuanto a su capacidad para ejercer hegemonía sobre su hinterland más cercano. 

 

[21] El Nacional, 30 de julio de 1880.

 

[22] La República, 8 de agosto de 1880.

 

[23] Pasquali, “Una coyuntura”. El senador Pizarro, consternado frente a la posibilidad de que la Legislatura de la provincia no refrendara la ley de federalización, propuso a la Cámara que, en ese caso, tratara un proyecto que había sido aprobado por los diputados en 1875 y que capitalizaba Rosario. Pero la sugerencia no gozó de recepción de parte de sus colegas y de hecho fue utilizada por La Nación (15 y 16/09/1880) para denunciar un pacto entre los autonomistas que consistía en aprobar la federalización sin que la cesión pasara luego por la Legislatura, que había sido desalojada. La falta de alguna cláusula que considerara entonces su eventual rechazo llevó a Pizarro, paradójicamente, a votar en contra del proyecto que él mismo había promovido al comienzo. En Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación…, 1880, pp. 192, 420.  

 

[24] Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación…, 1880, pp. 284-285.

 

[25] Museo y Archivo Dardo Rocha, Fundación de la ciudad de La Plata. (Documentos para su estudio), La Plata, Museo y Archivo Dardo Rocha, 1956, pp. 3-26.

 

[26] Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Nación…, 1880, p. 415.

 

[27] U.S. Bureau of the Census, Historical Statistics of the United States. Colonial Times to 1970, Part 2, U.S. Government Printing Office, Washington, 1975.

 

[28] Botana, La tradición republicana.

 

[29] Carl Abbott, Political Terrain. Washington, D.C., from Tidewater Town to Global Metropolis, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1999.

 

[30] La ausencia de los diputados bonaerenses impidió alcanzar el quórum en un comienzo, por lo que las sesiones comenzaron en minoría para aprobar la incorporación de representantes que habían quedado vacantes antes de la guerra y que eran, precisamente, los de Córdoba y La Rioja, todos roquistas. Así, la cantidad mínima necesaria para sesionar estuvo garantizada y Roca pudo imponer su agenda. En Sabato, Buenos Aires en armas.

 

[31] En Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación Argentina, 1880, pp. 176-178.

 

[32] Botana, La tradición republicana.

 

[33] Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Nación…, 1880, p. 189.

 

[34] La Nación, 26 de septiembre de 1880.

 

[35] Antonino Salvadores, La federalización de Buenos Aires y fundación de La Plata, La Plata, Publicaciones del Archivo Histórico de la Provincia de Buenos Aires, 1933; Gallo, Alem. No hemos podido dar con el diario fundado por Alem en un ningún acervo documental.

 

[36] Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires, 1880, tomo ii, p. 84.

 

[37] Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Legislatura…, 1880, tomo ii, p. 92.

 

[38] La República, 24 y 25/07/1880; El Nacional, 24/09/1880; Diario de Sesiones de la Cámara de Senadores de la Legislatura de la Provincia de Buenos Aires, 1880, tomo ii, p. 48.

 

[39] Las ideas de Alem sobre el régimen político han sido ya trabajadas en las obras citadas de Botana y Gallo; aquí expusimos una breve síntesis.

 

[40] Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Legislatura…, 1880, tomo ii, pp. 141, 143.

 

[41] La República, 22 de septiembre de 1880.

 

[42] Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Legislatura…, 1880, tomo ii, p. 118.

 

[43] La categoría ciudad global se toma de Hall, “The Changing”.

 

[44] Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Legislatura…, 1880, tomo ii, p. 251.

 

[45] Diario de Sesiones de la Cámara de Diputados de la Legislatura…, 1880, tomo ii, pp. 297-345.

 

[46] Juan Bautista Alberdi, La República Argentina consolidada en 1880 con la ciudad de Buenos Aires por capital, Buenos Aires, Imprenta de Pablo E. Coni, 1881.

 

[47] Botana, La tradición republicana; Sabato, Buenos Aires en armas.

 

[48] Alberdi, La República Argentina consolidada en 1880, p. 78.

 

[49] Alberto Nicolini, “Juan Bautista Alberdi, la coyuntura 1879-1881 y la fundación de la ciudad de La Plata”, Duodécimo Congreso Nacional y Regional de Historia Argentina, Academia Nacional de la Historia, Buenos Aires, 21, 22 y 23 de agosto de 2003. 

 

[50] Roy Hora, “Buenos Aires, el gigante que no ha logrado pararse sobre sus propios pies”, Anuario iehs, vol. 37, n° 1, 2022.

 

[51] El Nacional, 10 de diciembre de 1880.