David A. Brading

(1936-2024)

 

La pérdida reciente de un gran historiador, profesor directo o indirecto de varias generaciones, es un buen motivo para honrar su memoria con unas líneas sobre su trayectoria. Para fortuna nuestra, él mismo, como historiador preocupado por el contexto circunstancial de la producción historiográfica, dejó algunas notas sobre su vida y la creación de sus trabajos en prólogos, artículos y entrevistas. Gracias a ello, sabemos que su interés por México comenzó en un viaje por el país en 1961. El historiador inglés tenía entonces 25 años recién cumplidos, era egresado de Cambridge y había tenido poca experiencia en el extranjero. Hizo su servicio militar en Hong Kong y tuvo oportunidad de viajar a Estados Unidos y a Cuba, pero, como él mismo confiesa, no conocía Europa más allá del canal de la Mancha, de modo que fue en México donde tuvo su primer encuentro directo con la arquitectura barroca, que representaba para él el gran legado cultural de la Contrarreforma. Durante su viaje de un par de meses conoció bien la capital y las ruinas prehispánicas del altiplano, de Yucatán y Oaxaca; pero fue su recorrido por Querétaro, San Miguel y Guanajuato el que lo convenció de dedicarse a estudiar la historia de México: un pasado que lo desconcertaba y, al mismo tiempo, le resultaba extrañamente familiar debido a su formación católica.[1]

Armado de becas, exploró los archivos de Sevilla y México con la conciencia de que se aventuraba en un tema poco explorado y sin embargo imprescindible para comprender la gestación del México independiente: el de las llamadas “Reformas borbónicas”. El resultado fue su tesis doctoral, en el University College de Londres, que se publicaría con el título de Miners and Merchants in Bourbon Mexico (1763-1810) en 1971, cuando ya era profesor en la Universidad de Berkeley.[2] Se trataba de una investigación bien documentada que ofrecía una explicación integral sobre la transformación socioeconómica del Virreinato de Nueva España a raíz de las reformas impulsadas por José de Gálvez. Entre otras novedades, el libro hacía énfasis en la peculiar dinámica social y económica del Bajío para explicar por qué había surgido la insurrección allí y no en el centro del virreinato. Su tesis, luego libro, se inspiraba en la corriente de los Annales y su sumaba a los estudios económicos entonces en boga y que historiadores como Enrique Florescano impulsaban en México. Sin embargo, su búsqueda no se limitaba a analizar las condiciones sociales o las variaciones de la producción económica; en realidad, una parte sustancial de la investigación procedía de los archivos notariales de Guanajuato porque buscaba reconstruir las trayectorias personales de los nuevos oligarcas del Bajío para entender su participación en las redes de comercio y su relación con los núcleos de poder en España y en la ciudad de México. De manera simultánea, Brading se interesó en las explicaciones contemporáneas sobre la economía y las tensiones sociales, así como en las quejas del alto y bajo clero como reacción a las reformas y exigencias de la Corona. Así, en la conclusión del libro, que llegaba al fin de una época con la quema de la Alhóndiga de Guanajuato y la inundación de sus minas, Brading dejaba ver los argumentos regionales y eclesiásticos del pensamiento insurgente que desarrollaría poco después.

Su interés por lo regional y su búsqueda en archivos no se agotaron con esa primera investigación. En los años siguientes, Brading realizaría dos estudios documentales centrados en la misma región, pero con diferente enfoque. El primero fue sobre las haciendas y ranchos de León, en la provincia de Guanajuato, que comenzaba en el último tercio del xviii y se extendía hasta llegar a la Reforma.[3] El segundo se concretaría varios años después en un libro sobre los primeros empeños de desamortización sobre la Iglesia michoacana en la segunda década del siglo xviii y la previa a la guerra de independencia.[4] Esa “trilogía”, como la llamó el propio Brading, sería su gran aporte documental e interpretativo a una historia que buscaba entender las raíces de la insurgencia desde la perspectiva del Gran Michoacán: un experimento que permitía, además, obtener una radiografía muy detallada de una porción de la sociedad novohispana. En fechas recientes, Brading publicaría con Oscar Mazín una serie de informes eclesiásticos de 1791 que le habían servido para su obra.[5]

Con todo, desde los años 70 Brading era mejor conocido por sus estudios generales sobre la historia del pensamiento político. Su libro Los orígenes del nacionalismo mexicano, fruto de los cursos generales de Historia de México que había impartido en Berkeley, fue publicado en 1971 y tuvo una gran resonancia en México. Apareció en la colección SepSetentas, de amplia difusión, y, de hecho, fue su primera obra en español, pues aún no se había publicado la traducción de Mineros y comerciantes.[6] Se trataba de una propuesta inteligente y clara sobre las tradiciones que habían llevado a la construcción del discurso nacional. Su novedad radicaba en el énfasis que daba a la lenta creación del “patriotismo criollo” a lo largo del periodo colonial, y cuyos rasgos subyacían en los debates de las primeras décadas de vida independiente. La impronta de los estudios guadalupanos de Francisco de la Maza era evidente, así como la predilección que el historiador inglés compartía con Edmundo O’Gorman sobre Servando de Mier. Brading dedicó a este singular dominico secularizado la tercera parte de su libro, pues veía en su interpretación el esfuerzo más genuino por mantener viva la tradición del patriotismo criollo en contraposición al liberalismo más puro que terminaría por imponerse en la segunda mitad del xix. Curiosamente, el pensamiento de Carlos María de Bustamante y sus esfuerzos por construir un panteón nacional representaban para Brading un corolario del pensamiento de Mier: la última voz, contradictoria y en crisis, del viejo patriotismo americano.

El éxito de este libro convenció a Brading de desarrollar con más detalle los elementos retóricos que habían caracterizado a la Patria criolla como parte singular de la monarquía española y que, al mismo tiempo, albergaban el descontento que más tarde justificaría la separación. Su siguiente libro se tornó más ambicioso en la medida en que incorporaba otros autores y ampliaba su mirada, al grado que, cronológicamente, se extendió desde el siglo xvi hasta la Reforma y, espacialmente, incluyó a algunos autores de América del Sur, principalmente del Perú, por cuyos cronistas sentía enorme atracción. Fue un trabajo con cierto tono enciclopédico, que tituló Orbe indiano para los lectores de habla hispana, y The First America para recordar al público de habla inglesa la existencia previa a Estados Unidos de una América española. Este no era un esfuerzo de comparación entre las dos Américas (como haría después John Eliott) sino un homenaje a la tradición literaria del mundo hispanoamericano que concedía un lugar estelar a la vituperada escritura barroca. Tampoco pretendía incluir, desde luego, a la totalidad de autores: era una selección de aquellos que tenían pretensiones de hacer historia e incidir en la política, es decir, de los escritos que habían contribuido a forjar una singularidad propia y que a Brading le permitían demostrar “que por mucho que la América española dependiera de Europa en materia de formas de arte, literatura y cultura general, sus cronistas y patriotas lograron crear una tradición intelectual [...] original, idiosincrásica, compleja y totalmente distinta de todo modelo europeo”.[7] El repertorio fue amplísimo: Bartolomé de las Casas, Gonzalo Fernández de Oviedo, Toribio Motolinia, Guamán Poma, Solórzano Pereira, León Pinelo, Torquemada, Alva Ixtlixóchitl, Garcilaso de la Vega, el obispo Palafox, Carlos de Sigüenza y Góngora, Miguel Sánchez, Joaquín Rivadeneira, Francisco Xavier Clavijero, Juan Pablo Viscardo, Servando de Mier, Carlos María Bustamante, entre otros... De ninguna manera buscaba en ellos la uniformidad; por el contrario, el gran mérito de Orbe indiano fue mostrar que la tradición no era monolítica, sino que cabían en ella intensas polémicas y posturas radicalmente opuestas. A lo largo de una narrativa continua que, en sí misma, constituía una historia política, Brading expuso en cada caso las razones del autor para escribir su obra junto con sus argumentos centrales y contradicciones más notables; con ello, al tiempo que se esforzaba por entenderlo en su circunstancia, daba cuenta también de sus propias lecturas y de su participación en un espacio de debate que se nutría de, y alimentaba, una tradición literaria común.[8] Sin reducir la relación de unos autores con otros a un hilo causal, Brading mostró la convivencia, a veces forzada, a veces espontánea, de ideas que pertenecían a tiempos o tradiciones distintas (el patriotismo criollo y la Ilustración, por ejemplo) y que no obstante fueron utilizadas de manera conjunta para reforzar nuevas historias, alegatos políticos, utopías o proyectos concretos. Desde luego, el autor era muy consciente de la relación permanente entre el canon literario o historiográfico que recuperaba y la tradición inconmensurable e impredecible de la humanidad.

Al introducirse en el mundo del criollismo y la historiografía mexicana, Brading tuvo el acierto de no suponerse pionero. Exploraba un campo menos yermo que el de la política borbónica y sabía que debía reconocer y discutir con una escuela de historiografía cuyo principal representante era Edmundo O’Gorman. Si Orbe indiano encontró inspiración internacional en los estudios respectivos de J. G. A. Pocock y Harold Bloom sobre la tradición occidental, se nutrió más de las investigaciones de Francisco de la Maza, Josefina Z. Vázquez, Luis Villoro y el propio O’Gorman. En libros y artículos, Brading tuvo el acierto de valorar la historiografía mexicana e introducirse discretamente en un diálogo permanente con sus autores. En particular, manifestó su admiración y cercanía con la obra de O’Gorman a quien, de hecho, había conocido en su primer viaje a México en 1961. Según su testimonio, lo conoció en una comida con el director del Consejo Británico en México. Ahí lo escuchó hablar de su traducción reciente de David Hume, a quien el joven historiador admiraba. No sabía entonces que el viejo historiador mexicano, de padre también inglés, sería una presencia constante en su trayectoria. Años más tarde, reconocería su “deuda intelectual a sus ensayos e interpretaciones y sobre todo a las magistrales ediciones de tantos de los cronistas que yo había utilizado en mi propia obra”.[9]

El interés común de O’Gorman y Brading por la historiografía y el patriotismo criollo los hizo coincidir en su gusto por la obra contradictoria de De las Casas, de Mier y de Bustamante y, finalmente, en los rasgos políticos y culturales del culto guadalupano. Mientras que O’Gorman dedicó su última investigación a descifrar el origen del culto, que situó a mediados del xvi, Brading se interesó por la tradición literaria que, un siglo después, inauguraron Miguel Sánchez, Luis Lasso de la Vega y Luis Becerra Tanco, los tres “evangelistas” estudiados por Francisco de la Maza. Con un método semejante al de Orbe indiano, pero con más soltura y una bibliografía secundaria mucho más extensa, Brading narró con detalle la construcción y el desarrollo de la tradición literaria sobre la Virgen de Guadalupe a partir de libros, opúsculos y sermones.[10] Al igual que en su libro anterior, en este no buscaba la homogeneidad en la tradición, sino la creatividad y la polémica. Brading descubrió una vitalidad peculiar en esos sermones que, detrás del discurso de veneración, dejaban ver los conflictos de una sociedad injusta y heterogénea. En una crítica sutil a las exigencias de España, algunos de estos sermones preconizaron el advenimiento de una nueva era de la humanidad en América, después del fin de los tiempos. En ese mismo libro, tras seguir el hilo de la tradición, Brading pasó a estudiar la reacción de la tradición a los cuestionamientos de la Ilustración y la historiografía científica, particularmente la célebre confrontación entre García Icazbalceta y el arzobispo Pelagio Labastida. A diferencia de Orbe indiano, que termina en la Reforma, el estudio sobre la Virgen de Guadalupe se extendió hasta abarcar la totalidad del siglo xx, llegando a un último debate sobre la autoría del Nican Mopohua (el texto en náhuatl sobre la aparición) que parecía enfrentar nuevamente a historiadores profesionales de la época colonial, quienes negaban su autoría indígena, con eclesiásticos defensores del guadalupanismo que la apoyaban con miras a la entonces futura canonización de Juan Diego. Al reseñar el libro en 2002, Leticia Gamboa había advertido con razón que este último debate era una buena demostración de que los discursos ya no afectaban a los fenómenos religiosos y carecían de trascendencia tanto para los devotos guadalupanos como para un público menos interesado en explicar su presente con fundamentos históricos.[11] A pesar de ello, Brading lo incluyó como parte de su esfuerzo por recuperar largas tradiciones de pensamiento y de escritura, con sus propios tiempos e inevitables anacronismos.

En los últimos años Brading ofreció varios estudios y mantuvo una activa colaboración con su eterna compañera de vida, Celia Wu, importante historiadora del siglo xix peruano. Entre sus obras finales figuran un libro sobre Octavio Paz, un pequeño estudio sobre Juan Diego, una miscelánea de autores del “ocaso novohispano”, la edición de la carta a los americanos de Juan Pablo Viscardo Guzmán (un autor notable, rescatado por Batllori y Simmons, al que Brading también dedicó muchas páginas) y una colección de artículos sobre la Nueva España que, a decir de Solange Alberro, develó “nuevas facetas de la formación de la identidad americana a partir de matrices religiosas”. Algunos temas de este último libro resultan familiares al resto de su obra, pero otros pueden desconcertar. Por mi parte, destaco su pequeño estudio sobre la transgresión religiosa y la actividad coercitiva de la Iglesia en el período borbónico: un camino apenas desbrozado que quedará como aliciente de nuevas investigaciones.[12]

Para los historiadores que nos formamos cuando Brading ya era un sabio venerable, su compañía ha sido constante. Sus aportes a la historiografía mexicana lo han convertido en un clásico: un autor indispensable para introducirse en la historiografía colonial y en distintos aspectos de la vida eclesiástica; un autor necesario para reflexionar sobre las continuidades y rupturas del tránsito de la Nueva España al México independiente. Con elegante discreción, Brading formó parte de la tradición historiográfica que él mismo rescató. Si se quisiera continuar Orbe indiano hasta nuestros días, ahí aparecería Brading, al lado de O’Gorman y Francisco de la Maza. Los estudios de Brading se complementan y se confrontan hoy con estudios más amplios sobre la cultura política, la religión, la censura, las tradiciones subalternas y las identidades plurales, sin que pierdan por ello su vitalidad. Al igual que los autores que él mismo estudió, su obra debe ser comprendida en su circunstancia histórica, pero también en su actualidad, en tanto se mantiene activa y dispuesta a debatir con nuevas generaciones.

Gabriel Torres Puga

Centro de Estudios Históricos

El Colegio de México



[1] Recupero aquí algunas notas de la entrevista que tuve oportunidad de realizarle en 2009: “David A. Brading y la inagotable historia del patriotismo criollo”, Revista 20/10. Memoria de las revoluciones en México, n° 7, 2010, pp. 157-166. He precisado algunos datos con una entrevista más antigua, realizada por Carlos Aguirre y Antonio Saborit, “El pasado siempre pesa sobre la actualidad”, Historias, n° 18, julio-septiembre de 1987, pp. 35-43. Agradezco a Olivia Moreno sus observaciones puntuales y su mirada de editora al borrador de este trabajo.

 

[2] Miners and Merchants in Bourbon Mexico (1763-1810), Cambridge, Cambridge University Press, 1971 [trad. esp.: David A. Brading, Mineros y comerciantes en el México borbónico (1763-1810), México, Fondo de Cultura Económica, 1975].

 

[3] David A. Brading, Haciendas and Ranchos in the Mexican Bajío. León 1700-1860, Cambridge, Cambridge Latin American Studies, 1978 [trad. esp.: David A. Brading, Haciendas y ranchos del Bajío, México, Grijalbo, 1988].

 

[4] David A. Brading, Una iglesia asediada: el obispado de Michoacán, 1749-1810, México, Fondo de Cultura Económica, 1994. La redacción de este último, basado en las fuentes eclesiásticas de Michoacán conservadas en la Casa Morelos, fue pospuesta por varios años, de modo que Brading tuvo que actualizar sus planteamientos, según él mismo reconoce, a la luz de los aportes recientes de Nancy Farris y Oscar sobre las tensiones entre la Corona y la Iglesia.

 

[5] David A. Brading y Oscar Mazín (eds.), El gran Michoacán en 1791. Sociedad e ingreso eclesiástico en una diócesis novohispana, México, El Colegio de Michoacán/El Colegio de San Luis, 2009. Véase la reseña de Rodolfo Aguirre en Estudios de Historia Novohispana, n° 44, enero-junio de 2011, pp. 191-196.

 

[6] David A. Brading, Los orígenes del nacionalismo mexicano, México, Secretaría de Educación Pública, colección SepSetentas n° 82, 1973.

 

[7] David A. Brading, Orbe indiano: de la monarquía católica a la república criolla, 1492-1867, México, Fondo de Cultura Económica, 1991, trad. de Juan José Utrilla. p. 15. El original en inglés: The First America: The Spanish Monarchy, Creole Patriots and the Liberal State 1492-1867, Cambridge, Cambridge University Press, 1991.

 

[8] Brading mismo reconoció que había compuesto una especie de fusión de dos libros: el de la tradición literaria-historiográfica y el de la trayectoria política de la América española.

 

[9] David A. Brading, “Edmundo O’Gorman y David Hume”, Historia Mexicana, vol. 46, n° 4, 1996, p. 695.

 

[10] David A. Brading, La Virgen de Guadalupe, imagen y tradición, México, Taurus, 2002.

 

[11] Véase la reseña de Leticia Gamboa Ojeda a Brading, “La Virgen de Guadalupe”, Historia Mexicana, vol. 52, n° 2, 2002, pp. 546-551.

 

[12] David A. Brading, La Nueva España, patria y religión, México, Fondo de Cultura Económica, 2015. Véase la reseña de Solange Alberro en Historia Mexicana, vol. 67, n° 2, 2017, pp. 965-973.