José Carlos Chiaramonte

(1931-2024)

 

Quien ha seguido de cerca el itinerario de José Carlos Chiaramonte, fallecido en Buenos Aires el 1° de marzo de 2024, podrá reconocer que dedicó gran parte de su obra a deconstruir “el postulado de la existencia de una nacionalidad en cada uno de los futuros países hispanoamericanos en el momento de la Independencia”.[1] La cita procede de un texto que publicó en 1991, cuando el tema de los orígenes de las naciones y los Estados estaba en la cresta de la ola en la historiografía europea. Su apuesta, sin embargo, tiene el enorme valor de haber sometido a crítica las narrativas fundacionales de las historias latinoamericanas para avanzar desde muy diversos ángulos en la demostración de sus hipótesis. En esa apuesta, que asumió con actitud académica militante no exenta de debates y polémicas, reside tal vez uno de los aportes más contundentes de su legado a la disciplina. Un legado que se complementó con su férreo compromiso institucional con el desarrollo del campo científico y universitario, plasmado en la reconstrucción del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”  de la Universidad de Buenos Aires, que dirigió entre 1986 y 2012.

Integrante de una generación luminosa que alentó el debate intelectual, académico y político, la trayectoria vital de Chiaramonte estuvo marcada –como la de muchos compañeros de ruta– por las contingencias y avatares que experimentó la Argentina en la posguerra. En esa trayectoria es posible distinguir tres grandes momentos. El primero, el “momento litoral” que se extiende desde su niñez y juventud hasta comienzos de los años 70, fue una etapa de descubrimiento del rumbo que habría de tomar más tarde. El segundo, el “momento del exilio” en ciudad de México, que se prolongó por una década, representó la consolidación de su lugar en el mundo académico y el comienzo de la internacionalización de su carrera a través de los fluidos intercambios en las redes de exiliados argentinos con colegas mexicanos y extranjeros. El tercero, el “momento porteño”, que se inicia con su regreso al país en 1985 en plena recuperación democrática, es el de su consagración como referente central del campo historiográfico argentino.

En 2015, el Instituto Ravignani dedicó un merecido homenaje a quien había sido su director hasta poco tiempo antes. El evento estuvo destinado a reflexionar sobre su prolífica obra, y los resultados del debate fueron publicados al año siguiente en un número especial del Boletín de dicho instituto.[2] Poco podría agregar a lo ya expuesto en aquellas sesudas ponencias y comentarios, a cargo de destacados colegas locales y extranjeros que recorren los diversos campos de análisis y los principales presupuestos de su producción historiográfica. De manera que en estas líneas procuro recuperar algunos fragmentos de los tres momentos de su carrera, en los que se entrelazan su propia voz y las experiencias colectivas que acompañaron su camino. Un camino que compartí intensamente en el tramo porteño, pero que no fue ajeno a mi pertenencia territorial, la ciudad de Rosario, donde lo conocí personalmente a fines de los 80, cuando ya era un historiador consagrado y yo comenzaba a dar mis primeros pasos de aprendiz de historiadora. Por esos años tuve la fortuna de que me invitara a participar de un proyecto internacional sobre procesos electorales en América Latina del siglo xix, que derivó en mi tesis doctoral, bajo su dirección, en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires. Rosario, sin embargo, continuaba siendo un punto de encuentro, por cuanto siempre regresó por lazos familiares, académicos y de sociabilidad. En ese tránsito, Chiaramonte pasó a ser José Carlos, y confieso con cierto pudor cuánto me costó no apegarme al apodo que lo referenciaba entre los colegas y amigos rosarinos de su generación: “el Negro Chiaramonte”.

Si apelo a este recuerdo autobiográfico no es solo para rendir homenaje a un maestro sino para introducir el primer tramo litoral de su trayectoria. Chiaramonte ilustró muy bien “los comienzos de su experiencia intelectual” cuando fue entrevistado por Roberto Di Stefano y Raúl Fradkin en ocasión del homenaje realizado en el Instituto Ravignani:

 

A veces las decisiones tomadas en la adolescencia nos marcan para siempre. Mi padre murió cuando yo tenía diez años; era comerciante, pero también el intelectual del pueblo donde nací, Arroyo Seco, cerca de Rosario. Tenía una biblioteca que en su mayor parte, según tradición familiar, donó al Partido Demócrata Progresista. De manera que en la familia había una tradición, que provenía por lo menos de mi abuelo paterno que era siciliano, emigrado a fines del siglo xix, y parece haber sido anarquista, que me fue inclinando a la lectura. Entre las primeras estuvo la trilogía –entonces, para mí, sensacional– de Verne, Dumas y Salgari... La que más me gustó de las novelas de aventuras fue La isla misteriosa de Verne. También las novelas de Dumas padre, las de piratas de Salgari... Poco después de mudarnos a Rosario encontré cerca de casa una librería que vendía libros usados por un peso. Yo los leía en el día y los revendía al día siguiente por cincuenta centavos, lo que me permitía comprar otro. Por esa pasión descuidaba las lecciones para la escuela, hasta el punto de que en tercer año de la secundaria llevé a examen siete materias (no sé si es un dato que convenga divulgar...).

Un buen día decidí hacer lecturas “serias”. Estaba a fines del tercer año de la secundaria y compré el primer tomo de Plutarco. A partir de allí comencé una experiencia de lectura de literatura clásica. Leí todos los clásicos griegos y latinos que encontraba, en idioma español, en la Biblioteca Argentina de Rosario, además de los clásicos del Siglo de Oro español, y poco de literatura moderna. En esos años escribí un cuento, creo que imitando el estilo de Rubén Darío, y me pareció tan malo que lo destruí. Esa experiencia se extendió hasta el momento en que entré a la Facultad de Filosofía y Letras.

 

El testimonio de aquellos lejanos inicios refleja rasgos que lo acompañaron por el resto de su vida: la afición por la lectura de géneros variados, el interés por los clásicos, la compulsión por las librerías de usados, sin olvidar la genealogía siciliana como marca de origen a la que varios amigos atribuían jocosamente algunas facetas de su personalidad (desde sus manías culinarias hasta sus obsesiones académicas e intelectuales). Con el ingreso a la vida universitaria continuó la búsqueda de un rumbo más sistemático para sus inclinaciones humanísticas y decidió realizar sus estudios en la carrera de Filosofía en Rosario –por entonces dependiente de la Universidad Nacional del Litoral–, aunque su inclinación por la historia ya estaba instalada. De hecho se había anotado en ambas carreras, pero las condiciones materiales lo obligaron a trabajar, impidiéndole cursar las materias, que rindió en condición de alumno libre. Siempre le gustaba recordar uno de esos trabajos ocasionales como auxiliar de escritorio en la Asociación Rosarina de Fútbol, donde “servía el café en las reuniones y ordenaba papeles”, y donde seguramente cultivaba su fanática adhesión al club local Newell’s Old Boys.

En 1956 obtuvo el título de grado y a partir de allí combinó la docencia universitaria con la enseñanza y gestión en la escuela media. Ambas actividades lo proyectaron en dos mundos que, aunque diferentes, supo capitalizar a través de las íntimas conexiones trazadas en esos años. En la Escuela Normal N.° 3 de Rosario, de la que había sido alumno, se inició como profesor hasta ascender al cargo de director de la institución. Aquella experiencia “normalista” que le gustaba reivindicar no fue ajena a un aspecto menos recordado: su participación en la naciente formación del Nivel Terciario en Santa Fe. Como destaca José Hugo Goicoechea en una reciente semblanza, la contribución de Chiaramonte se tradujo no solo en el breve período en el que dictó clases en el Instituto Superior de Profesorado N.° 3 de Villa Constitución, sino que se extendió en el tiempo a través de sus variadas intervenciones en los institutos del sur de la provincia junto a su esposa y compañera de vida, Susana Lamboglia, especialista en Ciencias de la Educación. Dicha contribución –cabe destacar– se inscribió en sus inicios en la política que propició el entonces ministro de Educación de la provincia de Santa Fe, Ramón Alcalde, en los albores del gobierno frondizista de Carlos Silvestre Begnis.

Martín Prieto ha reconstruido las redes intelectuales y universitarias que conectaron el Litoral con Buenos Aires durante aquel efímero “momento Alcalde” en Aventuras de la cultura argentina en el siglo xx, coordinado por Carlos Altamirano (Siglo XXI, 2024). Su artículo ilumina el entramado en el que participó Chiaramonte al transitar el eje Rosario-Santa Fe-Paraná luego de concursar en 1957 la cátedra de Historia del Pensamiento y la Cultura Argentina en la Carrera de Ciencias de la Educación, que funcionaba en la ciudad de Paraná, y en la que se desempeñó hasta 1971 viajando semanalmente desde Rosario. En esos viajes litoraleños trabó relaciones con poetas, escritores y artistas, entre los cuales figuran Juan L. Ortiz, Hugo Gola y Juan José Saer. En su obra póstuma La grande, Saer deja testimonio de ese vínculo al integrar fugazmente a su amigo del sur santafesino como un enigmático y pintoresco personaje que ilustra las vivencias de todo un grupo que en sus años de juventud experimentó a escala regional el intenso y estimulante clima cultural imperante en el país en los años 60.

En ese clima, que articulaba vida académica, debate intelectual y compromiso político, Chiaramonte comenzaría a alejarse del Partido Comunista en el que militó activamente durante los años 50. Su paso por el pc –según afirma Pablo Buchbinder en el obituario que publicó en la página de la Asociación Argentina de Investigadores en Historia (asaih)– “signó posiblemente su obra más de lo que él mismo estaba dispuesto a reco-no-cer”.[3] En efecto, la militancia lo introdujo en las diversas bibliotecas del marxismo y –como solía admitir– lo disciplinó en el método y agenda de lecturas que, hasta allí, habían seguido un camino disperso en su solitaria carrera de alumno libre. La militancia colaboró también a conjugar sus dos inclinaciones iniciales por la filosofía y la historia. Él mismo recordaba que “el marxismo contribuyó a acercarme a la historia”, a la que decidió dedicarse como una suerte de autodidacta: “No me formé como historiador con un maestro que me dirigiera, ni con una beca en el exterior... Mi primera salida del país fue para asistir al Congreso de Americanistas de 1974 en México, casi veinte años después de haberme recibido. Me formé leyendo libros y escuchando a gente que podía aportarme algo, como ocurrió en 1961 con la que giraba en torno a José Luis Romero”.[4] A la mítica cátedra de Romero pudo acceder por una beca que ganó en la Facultad de Filosofía y Letras de Rosario para realizar estudios de posgrado no formalizados. Durante esa estancia porteña conoció a Tulio Halperin Donghi, Nicolás Sánchez Albornoz, Ezequiel Gallo, Roberto Cortés Conde, Reyna Pastor, Alberto Pla, entre otros, quienes formaron parte de la corte de viajeros que desplegó su actividad universitaria entre Buenos Aires y Rosario.

El golpe militar de 1966 vino a interrumpir ese flujo de intercambios con sede en las universidades y trajo consigo la dispersión. En el nuevo contexto del país, el refugio de muchos fue la integración de grupos de estudio, como el organizado por Chiaramonte en Rosario. En el seno de ese grupo, y gracias al descubrimiento de un archivo, comenzó a indagar el caso de Corrientes en la polémica proteccionismo-liberalismo. La investigación lo llevó a esbozar sus primeras intuiciones sobre la cuestión nacional a partir de la cuestión regional y a encontrar pistas para avanzar en un trabajo empírico, más atado a las evidencias de los documentos que a las grandes teorías totalizadoras. De ese trabajo en los archivos nació Nacionalismo y liberalismo económicos en Argentina, 1860-1880 (Solar/Hachette, 1970), un libro pionero y fundamental donde se articula el campo de las ideas económicas, de la historia estatal y de las clases sociales. Un libro que lo ubicó como miembro de pleno derecho en la polis historiográfica y que –sobre todo– operó como disparador de un horizonte personal de descubrimiento durante el proceso de escritura. Su autor lo colocaba retrospectivamente como el mojón a partir del cual “me hice historiador”. Al año siguiente de su publicación se trasladó a Bahía Blanca para incorporarse al Departamento de Economía de la Universidad Nacional del Sur. Allí compartió su labor con un potente grupo de economistas regionalistas, hasta ser cesanteado en 1975 bajo los efectos de la represión infligida durante el tercer gobierno peronista. Con este episodio se cerraba el primer tramo de búsqueda y autodefinición en el amplio abanico de temas que cultivó en los primeros años, para embarcarse en el segundo momento del exilio sin abandonar la impronta del “momento litoral” que modeló su vida personal y la producción que le siguió.

En Ciudad de México ejerció como investigador y profesor en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, y después en el Instituto de Investigaciones Sociales de la unam. Allí continuó desarrollando sus preocupaciones en el campo económico-social, que volcó en Formas de sociedad y economía en Hispanoamérica (Grijalbo, 1983), mientras reanudaba sus estudios sobre el caso de Corrientes gracias a un subsidio que le otorgó el Social Science Research Council (ssrc). Los primeros resultados de esos estudios los expuso en “La cuestión regional en el proceso de gestación del Estado Nacional Argentino”, presentado por primera vez como ponencia en un seminario organizado por El Colegio de México en 1981. En su estancia mexicana también retomó su interés por la historia de las ideas. Un interés que, además, lo instalaba en el período histórico en el que más tarde desplegaría sus principales líneas de trabajo: el tránsito de la etapa tardocolonial a los procesos independentistas. En 1979 salió a la luz Pensamiento de la Ilustración, publicado por Biblioteca Ayacucho, donde recuperaba parte de sus seminales Ensayos sobre la Ilustración argentina, editados en Paraná por la Facultad de Ciencias de la Educación en 1962. En 1982 aparecía La crítica ilustrada de la realidad (ceal) y, una vez regresado al país completaba la “serie ilustrada” con La Ilustración en el Río de la Plata. Cultura eclesiástica y cultura laica durante el Virreinato (Puntosur, 1989).

Chiaramonte nunca abandonó el horizonte de su formación filosófica ni la convicción sobre la necesidad de anclar los procesos históricos en las bases materiales y sociales. Así lo reflejan las marcas registradas de su magna obra, jalonada por recurrencias temáticas, por explorar nuevas perspectivas de análisis –evitando adherir a las “modas académicas” por las que confesaba un agudo escepticismo– y por forjar un recorrido diverso y a la vez singular dentro de la disciplina. Tampoco abandonó su impulso por relacionarse con el mundo cultural más amplio, en particular con el mundo literario. En la mencionada entrevista que le hicieron Di Stefano y Fradkin, ante la pregunta acerca de lo que “significó como experiencia intelectual” el exilio mexicano, luego de pasar rápidamente revista por su trabajo profesional se detuvo en las amistades intelectuales que cultivó en esos años. Entre ellas, la que estableció con el poeta José Emilio Pacheco, de quien conservaba dos libros “con dedicatorias muy lindas” y a quien quiso conectar con sus viejas amistades del Litoral, según describe en la siguiente anécdota: “En un breve viaje que había hecho a Argentina cuando cayó López Rega para conseguir trabajo que, por suerte, no conseguí, le pedí a Juan L. Ortiz un libro para dárselo a José Emilio, pero él me regaló los tres tomos de El aura del sauce. Se los presté a José Emilio pero después descubrí, dentro de uno de los tomos, tres hojas de papel seda con cuatro poemas de Mao Tse Tung traducidos de la traducción francesa por J. L. Ortiz a raíz de su viaje a China. Todavía estoy tratando de ver cómo se pueden publicar”.

En 1985, una vez reinstalado en Argentina, la paleta de temas, enfoques y metodologías que hasta allí revelaba su producción confluiría en líneas de investigación convergentes, mientras asumía el cargo de director del Instituto Ravignani. En los siguientes años emprendió la tarea de explorar a fondo la cuestión regional en pos de deconstruir el mito de los orígenes de la nación, capitalizando y madurando sus primeras indagaciones e intuiciones. El caso de Corrientes lo condujo a profundizar el estudio de las finanzas públicas de las provincias del Litoral, y a penetrar en el terreno de las identidades, de las instituciones políticas, del constitucionalismo, del caudillismo y de las formas que adoptó el federalismo. En artículos de alto impacto fue adelantando su plan de trabajo de largo plazo que se plasmó en dos obras clásicas: Mercaderes del Litoral. Economía y sociedad en la provincia de Corrientes, primera mitad del siglo xix (Fondo de Cultura Económica, 1991) y Ciudades, provincias, Estados: Orígenes de la nación argentina, 1800-1846 (Ariel, 1997). A esa altura, Chiaramonte ya era reconocido como un destacado referente de la historiografía americanista a nivel internacional, y marcaba la agenda de las investigaciones sobre el siglo xix.

Poco después, al despuntar el nuevo siglo, comenzó a mostrar una particular y persistente inclinación por el estudio del derecho natural que, de algún modo, lo reinstalaba en la inicial conexión entre filosofía e historia. Esta inclinación lo condujo a ampliar sus escalas de análisis con el propósito de demostrar la incidencia del Derecho Natural y de Gentes en las culturas políticas del universo hispano y angloamericano durante el período de sus independencias. Desde ese ángulo buscaba contribuir a su tesis que cuestionaba el paradigma nacional estatalista, y del que surgió Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje político en tiempos de las independencias (Sudamericana, 2004), traducido al inglés y editado en 2012 en Estados Unidos por Transaction Publishers. Chiaramonte consideraba a este libro como un aporte clave y solía lamentarse de que fuera “el menos usado”, atribuyendo su limitado reconocimiento a la fuerte crítica allí formulada al “nacionalismo historiográfico”. En 2010 volvió a visitar el enfoque y la temática en Fundamentos intelectuales y políticos de las independencias. Notas para una nueva historia intelectual de Iberoamérica (Teseo, 2010), que configuró los tópicos centrales que ordenaron su producción durante dos décadas.

En los últimos años, sus reflexiones se orientaron hacia las formas y prácticas de hacer historia, cristalizadas en Usos políticos de la historia. Lenguaje de clases y revisionismo histórico (Sudamericana, 2013) y en Problemas de la historia y de la Historia. Reflexiones sobre el pasado y la disciplina histórica (Ediciones unl / Eudeba, 2023). Con este último libro cerraba su prolongada trayectoria y condensaba algunas de sus inquietudes y críticas historiográficas hacia ciertos paradigmas que consideraba obsoletos. A su vez, retomaba otros debates de carácter más vernáculo, como los que mantuvo con Tulio Halperin Donghi, su viejo amigo y colega fallecido en 2014, con quien supo conversar, discutir y polemizar cada vez que este regresaba a la Argentina luego de abandonar el país en 1966 y desplegar su fulgurante carrera en Estados Unidos. Eran diálogos plagados de anécdotas imperdibles que todos recordamos como parte del juego de nuestra comunidad académica. Un juego en el que los jóvenes que éramos entonces aprendíamos a decodificar las lógicas y argumentos vertidos en un clima que tramitaba las controversias con mutuo respeto y reconocimiento.

Por cierto que en este fragmentario recorrido faltan referencias fundamentales que han sido destacadas en otros homenajes ya publicados: el legado refundacional que dejó en el Instituto Ravignani hasta convertirlo en un faro de la investigación en historia argentina y latinoamericana, que alojó a los más prestigiosos grupos de especialistas; su participación en los organismos científicos como Investigador Superior del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (conicet), donde contribuyó a consolidar el proceso de profesionalización de la disciplina; los numerosos premios y reconocimientos que recibió a nivel nacional e internacional; su vocación por alentar la divulgación del saber histórico y por intervenir en el espacio público trazando puentes entre el pasado y el presente. La lista, sin duda, podría continuar. No obstante, prefiero cerrar estas líneas con la última imagen, cuando lo despedimos en el funeral, arropado con su camiseta de Newell’s Old Boys. Una imagen que reactualizaba la impronta del “momento litoral” y su “identidad regional” a la que nunca renunció.

Marcela Ternavasio

Instituto de Estudios Críticos
en Humanidades-Universidad
Nacional de Rosario / conicet



[1] José Carlos Chiaramonte, “El mito de los orígenes en la historiografía latinoamericana”, Cuadernos del Instituto Ravignani, n° 2, 1991, p. 7.

 

[2] Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, n° 45, 2016. Disponible en: http://revistascientificas.filo.uba.ar/index.php/boletin/issue/view/545.

 

[3] Véase http://asaih.org.ar/condolencias-por-el-fallecimiento-de-jose-carlos-chiaramonte/

 

[4] Véase http://revistascientificas.filo.uba.ar/index.php/bo-letin/article/view/6734/5947.