J. G. A. Pocock
(1924-2023)
El 12 de diciembre de 2023 falleció el historiador John Greville Agard Pocock, especializado en historia de los lenguajes políticos británicos de la temprana modernidad. Su obra supo constituir un hito en el estudio no solo del pensamiento político del período clausurado por la Revolución francesa a finales del siglo xviii, sino también para la reconstrucción histórica de los lenguajes políticos de los siglos xix y xx
Nacido en Londres el 7 de marzo de 1924 de padres neozelandeses, pasó su infancia e hizo sus primeros estudios en ese país del Pacífico británico, en la ciudad de Christchurch. Obtuvo su Bachelor of Arts y su Master of Arts en la Universidad de Nueva Zelanda en 1945 y 1946, para trasladarse luego al Reino Unido, donde obtuvo su doctorado en Historia en la Universidad de Cambridge en 1952. Su carrera docente comenzó antes de doctorarse: entre 1946 y 1948 fue assistant lecturer in History en University College en Canterbury, NZ. Ya doctorado, fue lecturer in History en la University of Otago (NZ, 1953-56). Preparó su primer libro siendo Research Fellow en St. Johns’ College en la Universidad de Cambridge (1956-58), antes de pasar década y media como docente de Ciencia Política (Reader to Professor of Political Science, University of Canterbury, NZ, 1959-1965; Professor of History and Political Science, Washington University in St. Louis, Missouri, usa, 1966-1974). Su último destino docente le permitió volver a la enseñanza de tiempo completo de la Historia, en Johns Hopkins University, donde fue docente desde 1974 hasta su jubilación en 1994 (y donde continuó impartiendo clases algunos años más como Harry C. Black Emeritus Professor). Siguió activó como historiador casi hasta el final de su vida, publicando una importante reflexión sobre Edward Gibbon y la obra de Ibn Jaldún en 2019. Su periplo intelectual –en calidad de estudiante, docente, investigador, autor– entrelazó, pues, tres países del orbe imperial británico, habiendo estado vinculado por sus antepasados a un cuarto: Nueva Zelanda, Reino Unido, Estados Unidos y Sudáfrica, respectivamente.
En su calidad de historiador activo supo elaborar durante seis décadas y media una obra tan amplia como altamente especializada, volcada en tres libros propios –The Ancient Constitution and the Feudal Law (1957), The Machiavellian Moment (1973), Barbarism and Religion (6 tomos,1999-2015)–, una serie sustancial de colecciones de sus propios artículos académicos –Language, Politics and Time (1971), Virtue Commerce and History (1985), The Discovery of Islands. Essays in British History (2005), y Political Thought and History. Essays on Theory and Method (2009) (a los cuales se podría añadir el libro co-compilado con Gordon J. Schochet y Lois G. Schwoerer, ya que el proyecto general y tres de las contribuciones más sustanciales fueron de su autoría, The Varieties of British Political Thought 1500-1800 (cup, 1993)–, ediciones anotadas de clásicos del pensamiento político –The Political Works of James Harrington (cup, 1977), las Reflections on the Revolution in France, de Edmund Burke (Hackett, 1987), y The Commonwealth of Oceana and A System of Politics de James Harrington (1992, con una introducción distinta de la de 1977)– más un número verdaderamente impresionante de artículos académicos publicados hasta 2019 en journals académicos y libros colectivos de otros.[1]
A través de esa empresa académica tan vasta, Pocock delimitó como dominio de su propio saber especializado la historia de los lenguajes de la política tal como estos se desarrollaron –siempre dentro de un marco de referencia británico– desde el Renacimiento hasta fines del siglo xviii, y de modo preeminente aquellos que fueron empleados para articular proyectos e idiomas republicanos de distinto tipo. A pesar de la evidencia de una curiosidad histórica notablemente global que arrojan ensayos como los que dedicó a Mo Zi y el pensamiento político chino, o sus numerosos escritos sobre la relación entre el pensamiento maorí y el discurso político neozelandés, el hilo conductor que atraviesa toda esa ingente obra supo estar constituido por la problemática específica que monopolizó su atención durante todos esos años: la reconstrucción y exploración de los lenguajes de la política presentes en el Atlántico británico (para cuya exploración incursionó en la reconstrucción –parcial– de aquellos del Renacimiento italiano y de la Ilustración francesa), realizada con la intención de interrogar las condiciones de posibilidad para la emergencia de un concepto moderno de revolución y de las respuestas que ese hecho pudo evocar. Un aspecto central de esa reconstrucción fue su insistencia sobre la dimensión religiosa del pensamiento y del discurso políticos durante toda la temprana modernidad, elemento que caracterizaba como crucial para cualquier comprensión plena de esa discursividad. No sería exagerado decir que si mediante este segundo aporte a la historiografía de la Ilustración ha sido posible añadir una “Ilustración protestante” a la “Ilustración radical” estudiada por Jonathan Israel y a la “Ilustración católica” –objeto de análisis desde los años 1960 en obras de Mario Góngora, Tulio Halperín Donghi, José Carlos Chiaramonte, F.-X. Guerra y últimamente por un conjunto de historiadores alemanes enrolados en el proyecto de la Begriffsgeschichte–, una plena comprensión de su contribución a la particularidad británica del concepto “revolución” todavía aguarda un estudio sistemático que dé cuenta de su relieve.
Estrechamente vinculado con el grupo de historiadores conocido bajo el nombre de Escuela de Cambridge de historia de las ideas en contexto, no por ello dejó de estar marcada su obra por una perspectiva teórico-metodológica propia, que en más de un sentido lo apartaba del resto de ese grupo. Ello se puede apreciar con claridad a partir de su cuidadosa elaboración de la noción de “lenguajes de la política”, convertida en el elemento crucial dentro de su propia reconstrucción histórica del pensamiento político. En su primera formulación –en su artículo “Languages and their implications”, elaborado sobre el cierre de los años sesenta– se apoyó fundamentalmente en la argumentación de Thomas Kuhn contenida en su libro La estructura de las revoluciones científicas (y demás obras de su autoría), al realizar su propio esfuerzo por establecer “la autonomía metodológica del lenguaje político”: el funcionamiento de los lenguajes de la política podía ser visualizado como algo semejante a la operatividad de los “paradigmas” que regían –según Kuhn– a la “ciencia normal” en las “comunidades científicas” entre una “revolución” y la siguiente.[2] La estructura subyacente a los lenguajes de la política determinaba su funcionamiento, sus alcances y sus limitaciones: esta caracterización tuvo varias implicaciones para la práctica de la historia del pensamiento político. Primero, disminuía la relativa importancia de las “obras claves” dentro del canon clásico del pensamiento político –en relación con cualquier período o corriente intelectual–, y reducía también el rol “autoral”: si bien “los autores –individuos que piensan y articulan– siguen siendo los actores en cualquier historia que debamos narrar”, el hecho de que “las unidades de los procesos que rastreamos son paradigmas de la discursividad política” significaba que aquellas obras, antes consideradas “clásicos del pensamiento político” –Maquiavelo, Hobbes o Rousseau– con capacidad de efectuar cambios revolucionarios en la comprensión de lo político, estaban ellas mismas construidas a través de los paradigmas disponibles para el discurso político, lo cual producía –por ese solo hecho– un efecto nivelador. Por consiguiente, la exploración meticulosa de la gama entera de enunciados políticos asequibles por parte de esos “autores clave” –presente en periódicos, panfletos, discursos parlamentarios, sermones religiosos, oraciones patrióticas, legislación– se tornaba una tarea casi más importante que la exégesis de sus propias obras “clásicas”: si el estudio de una amplísima gama de obras olvidadas y/o “menores” no desplazaba por completo a las obras clave del foco de análisis del historiador, se volvía, no obstante, el preludio necesario a la búsqueda de cualquier comprensión fehaciente de la gama entera de significados que esas obras supieron vehicular al momento de ser escritas o publicadas. Esta consecuencia de la conceptualización kuhniana de los lenguajes políticos realizada por Pocock siguió siendo compatible –a pesar del matiz diferencial que introducía en cuanto a la valoración de los “clásicos”– en términos generales con las sugerencias metodológicas que entonces proponía Quentin Skinner acerca de la necesidad que le incumbía al historiador de evitar cualquier interpretación “proléptica” de los enunciados políticos articulados en el pasado. Pocock, tanto como Skinner, estaba agudamente consciente de la historicidad radical de todo enunciado político. Otra consecuencia, en cambio, implicó una divergencia más profunda entre ambos en relación con el modo más aconsejable para la reconstrucción del pensamiento político pretérito: “Una vez que la historia es visualizada en una profundidad lingüística tal, los paradigmas con los cuales el autor opera toman precedencia sobre la cuestión de su “intención” o de la “fuerza ilocutoria” de su enunciado, pues solo después de haber entendido qué medios tenía disponibles para decir cualquier cosa podremos comprender qué quiso decir, qué logró decir, qué se entendió que estaba diciendo, o qué efectos tuvo su enunciado en relación con la modificación o transformación de las estructuras paradigmáticas existentes”.[3] El historiador, en vez de simplemente examinar los textos canónicamente significativos del pasado mediante una puesta en relación con un contexto cuya reconstrucción podía ofrecer indicios más o menos precisos acerca de la “intención” del autor al momento de ejercer su acto de habla, debía procurar identificar los “lenguajes” de la política –cuyos paradigmas rectores determinaban, al menos en parte, los vocabularios disponibles para sus usuarios–, reconstruirlos tan perfectamente como lo permitiera el registro histórico, y luego colocar a todas las obras –incluyendo las canónicamente más significativas– en el contexto definido por la gama total de posibilidades disponibles a partir de ese paradigma rector: una propuesta que se asemeja, de modo oblicuo, más al proyecto de la Begriffsgeschichte que al de la Cambridge School.
Ese temprano intento de Pocock por caracterizar la naturaleza y función de los lenguajes de la política estuvo atravesado por conceptos tomados del ideario estructuralista que entonces permeaba el ambiente intelectual, si bien buscó eludir la conclusión última que de él se desprendía: es decir, la abolición completa de toda agencia autoral, algo que para un historiador compenetrado con la noción historiográfica de “humanismo cívico” debió ser percibido como una inaceptable limitación al rol efectivamente ejercido por los pensadores políticos del pasado, olvidados o clásicos. Es por ello que en el ensayo citado, así como en los demás que integraron ese volumen, el “autor” aparece representado siempre como la sede de cierta capacidad de decisión –en tanto podía elegir entre los distintos lenguajes de la política disponibles en su época (o combinar varios como parte de una estrategia retórica específica), aun cuando la gama total de lenguajes disponibles no dejara de depender “estructuralmente” del momento histórico específico–; y a su vez los procesos que en curso del tiempo ostentaban la capacidad para modificar o hasta reemplazar paradigmas aparecían situados en la interacción entre instancias específicas de hechos del habla desplegadas por los/las autores en un contexto de explicación y/o de polémica, por un lado, y los paradigmas subyacentes que determinaban la totalidad de los vocablos y sentidos disponibles para ellos/ellas, por otro lado.
Una década más tarde, Pocock ofreció una caracterización más detallada de lo que entendía por “lenguajes de la política” en el ensayo introductorio de su libro Virtue, Commerce and History: “El estado del arte”. Explicitando ahora la contribución de la lingüística saussureana (y del “giro estructuralista”) a su concepción, el “lenguaje” aparecía referido ahora a los dos niveles de langue y parole, mientras que términos como “discurso” y “tradiciones discursivas” eran presentados como intercambiables con “lenguajes” y “dialectos”, términos que había venido prefiriendo en sus trabajos anteriores: un indicio difuminado del modo en que Foucault se solapaba ahora con Kuhn, Austin y Searle, desplazándolos parcialmente en el momento de definir qué eran los “lenguajes de la política” y cómo funcionaban, si bien estos últimos –junto con la teoría de juegos– siguieron estando también presentes en sus descripciones densas de los “lenguajes” recuperables por medio de la historia. El objeto central investigado por los historiadores del pensamiento político (y aun de la “política” en un sentido más general), insistía enfáticamente Pocock, era el discurso, el lenguaje político: “Aprender a leer y a reconocer los diversos dialectos del discurso político tal cual estos estaban disponibles en la cultura y en la época que estudia constituye una porción mayor de la práctica del historiador: [consiste] en identificarlos tal como aparecen en la textura lingüística de cualquier texto específico, y en saber qué sería lo que normalmente le habría permitido al autor de ese texto proponer o ‘decir’. El grado en que su uso por el autor excedía lo normal es algo que se evalúa después”.[4] Un punto fundamental para Pocock era que, de los dos dominios en que podía ser dividido ese objeto de estudio –la historia de “estados de conciencia” o del pensamiento individual y privado, por un lado, y aquella del discurso público producido en la interacción entre dos agentes o más, por otro lado–, era el segundo el que revestía mayor importancia para el historiador, mientras que el primero concitaba apenas una investigación ancilar pensada para mejorar la comprensión del segundo: “[…] el discurso es por lo general público, y los autores publican por lo general sus obras, si bien la acción de escribir un texto y la acción de publicarlo pueden resultar ser muy distintas por haber sido realizadas en situaciones distintas […] La historia del discurso se ocupa de actos del habla que se conocen y que evocan una respuesta, de enunciados ilocutorios que son modificados al convertirse en perlocutorios mediante el modo en que sus destinatarios reaccionan ante ellos, y de las respuestas que asumen la forma de acciones del habla adicionales y/o de ‘contratextos’”.[5] Para que la historia del discurso político tenga un sentido, “se requiere del historiador un modo complejo de Rezeptionsgeschichte”.[6]
En el mismo proceso de delinear las fronteras del objeto que debería, según él, concitar el foco de atención del historiador –al distinguir la historia del discurso de la historia del pensamiento y también de l’histoire des mentalités–, reforzó el aspecto crucial en su entendimiento de toda la problemática de la historia de los lenguajes políticos: que los discursos y las acciones que por su medio se podían cumplir eran esencialmente de naturaleza colectiva. Los lenguajes de la política envolvían y contenían a los pensadores individuales y sus textos, y ello al margen del modo en que esos individuos pudieran emplear sus palabras y dialectos con el fin de modificar los propios lenguajes. La tarea, pues, para el/la historiador/a empeñado/a en recuperar los “lenguajes” que habían estado disponibles en épocas pretéritas pero que ya no lo estaban –o al menos no lo estaban con las mismas características que antes– consistiría en reunir evidencia suficiente acerca del uso sistemático y compartido –por parte de los agentes discursivos del pasado– de los vocabularios y de las posibilidades sintácticas que esos lenguajes supieron ofrecer: “Cuanto más pueda demostrar (a) que autores diversos emplearon el mismo dialecto y desplegaron performativamente enunciados diversos y hasta contradictorios en su seno, (b) que ese dialecto recurre en textos y contextos que varían en relación a aquellos en los que fue inicialmente detectado, y (c) que los autores expresaron en palabra su conciencia de estar empleando un dialecto tal y hasta desenvolvieron lenguajes críticos y de segundo orden para comentar acerca de, y regular, su empleo del mismo, tanto más se incrementará la confianza que siente [el historiador] en su método” –y tanto más se incrementará la confianza que el lector y colega historiador depositan en él.[7]
Si le era posible al historiador identificar y cartografiar lenguajes específicos, ese hecho por sí solo no resolvía la pregunta acerca de la relación entre el lenguaje y la experiencia. Pocock, en relación con esta cuestión, presentó una caracterización de esa relación que –una vez más– se aproximaba de forma sorprendente a la de Reinhardt Koselleck y sus colegas. La distancia que no dejaba de separarlos –por más que se hubiera acortado– derivaba casi seguramente de las limitaciones impuestas a Pocock por su perspectiva en última instancia firmemente empirista:
Existe una demanda constante y justificada […] para que la lengua empleada por los actores en una sociedad sea forzada a producir información acerca de aquello que esa sociedad estaba experimentando, y […] que esa lengua sea presentada en la medida de lo posible como un efecto de esa experiencia. Aquí se lo ve al historiador conceder un grado de autonomía al lenguaje, y esto perturba a aquellos que no saben distinguir entre la autonomía y la abstracción. […] [El historiador] no presupone que la lengua del momento simplemente denota, refleja o es un efecto de la experiencia del momento. Más bien interactúa con la experiencia, ofrece las categorías, la gramática y la mentalidad mediante la cual la experiencia debe necesariamente ser reconocida y articulada. Al estudiarla el historiador aprende cómo los habitantes de una sociedad procesaban cognoscitivamente la experiencia, qué experiencias eran capaces de reconocer, y qué respuestas a la experiencia eran capaces de articular y por ende realizar. En tanto historiador del discurso, es su negocio estudiar qué ocurrió en el discurso (incluyendo lo teórico) en el proceso de la experiencia, y de este modo aprende bastante acerca de la experiencia de aquellos que estudia.[8]
“El historiador espera pues que la relación entre el lenguaje y la experiencia sea diacrónica, ambivalente y problemática”.[9] Si la experiencia no es absolutamente isométrica con el lenguaje que podría darle expresión, si una porción de la “experiencia” –de la “realidad”– permanece fuera del dominio de la expresión lingüística –conceptual–, entonces la transformación begriffsgeschichtliche de la historia social en historia conceptual permanecerá justo fuera del alcance de la mano. Para los propósitos de Pocock y de su teoría, esta puede no haber sido una situación enteramente negativa.
En los hechos, los “lenguajes de la política” y los “dialectos” que identificó y exploró fueron aquellos para cuya existencia se pudo reunir una evidencia empírica abundante acerca de su uso por pensadores y escritores del período histórico estudiado. Esa recuperación y reconstrucción de tales lenguajes, sugirió, podía lograrse mediante un análisis minucioso de “los vocabularios profesionales de juristas, teólogos, filósofos, mercaderes, y así sucesivamente, que por alguna razón hayan sido reconocidos como parte de la práctica de la política y hayan ingresado al discurso político”. [10] Otra forma de lograrlo sería practicando el mismo método para la recuperación de dialectos y lenguajes cuyo origen fuera “retórico” en vez de institucional o profesional: “se descubrirá que ellos se originaron como modos de argumentación en el interior del proceso sostenido del discurso político, como modalidades nuevas inventadas o modalidades viejas transformadas por la acción constante del habla sobre el lenguaje, de la parole sobre la langue”.[11]
Como puede preverse por lo dicho, Pocock fue modificando la conceptualización de “lenguajes de la política” a través de los años, al incorporar nuevas referencias teóricas, al compás de la evolución general de la propia teoría de la historia, que produjeron transformaciones sutiles o profundas en ella (en los años 1990, la Sattelzeit ya formaba parte del vocabulario de Pocock, siendo este apenas un ejemplo de una secuencia constante de incorporaciones a lo largo de su carrera).[12] En su propio trabajo, la noción de “lenguajes de la política” serviría para identificar y cartografiar el lenguaje de la “antigua constitución” en el discurso político británico de la temprana modernidad, aquel del “momento maquiavélico” en ambas márgenes del Atlántico, la “Ilustración protestante” británica –distinta de la francesa o italiana–; el o los lenguajes de la revolución tal como aparecieron acentuados y resignificados dentro de la tradición británica en la temprana modernidad, y muchos más. Como parte de ese proceso cartográfico, reinterpretó y enfatizó, de forma más contundente que antes, la obra de James Harrington –al que parangonó con Robert Filmer entre los contrincantes/dialogantes de Hobbes–; demostró que la obsesión (hasta los años 1970) de los historiadores norteamericanos con el rol central del “liberalismo” de John Locke en la revolución de independencia de ese país ocluía la presencia de otros insumos discursivos igual o más potentes; y rescató del olvido total a la poderosa inteligencia evidente en los escritos del pastor anglicano Josiah Tucker. A ello se suma, sobre el final de su trayectoria como historiador, su iluminación de las muchas Ilustraciones de Edward Gibbon –británica, cosmopolita, y empinada sobre el filo cortante de la política de su época–: un autor cuyo libro, Decadencia y caída del Imperio Romano, nunca volverá a ser leído del mismo modo luego del pocockiano desentrañamiento exhaustivo de sus múltiples capas de significación.
Pocock nunca ocultó que su foco exclusivo qua historiador era el pensamiento político británico en la temprana modernidad (1500-1800): cuando abordó otros lenguajes de la política pertenecientes a otras tradiciones nacionales fue siempre con la intención de iluminar textos y lenguajes del espacio británico, y/o para refinar su propia interpretación de estos. Exploró siempre el pensamiento político francés, italiano, alemán a través del prisma de los lectores británicos, para los cuales ese pensamiento pudo parecer relevante en algún momento histórico. Incluso sus incursiones hacia el terreno del pensamiento político maorí estuvieron colocadas en última instancia dentro de un marco de referencia exclusivamente británico.
Podrá parecer a primera vista sorprendente, pues, que su obra haya tenido impacto entre los historiadores de América Latina antes, incluso, de que hubieran sido traducidas sus principales obras al castellano. Ello se debió en parte, sin duda, al hecho de que las problemáticas centrales en la obra de Pocock eran las mismas con las cuales debieron lidiar historiadores empeñados en reinterpretar la historia política e intelectual de América Latina en un momento –los años 1980– cuando lo político volvía a ocupar el centro de la escena intelectual regional. Por las mismas razones que en aquellos años incitaron a una relectura de la obra de Foucault, a una utilización intensiva de los aportes de los demás autores de la Escuela de Cambridge, y a la lectura interactiva de historiadores franceses de lo político, como Claude Lefort, Pierre Rosanvallon o François Furet –y desde comienzos de los noventa de los teóricos de la Begriffsgeschichte alemana–, textos fundamentales de Pocock, como The Machiavellian Moment o Virtue, Commerce and History fueron leídos en busca de herramientas teóricas aplicables a la historia del pensamiento político latinoamericano –como la noción de “lenguajes de la política”–; y también por los análisis renovados que ofrecían de autores y tradiciones discursivas que, si bien se originaron en el espacio cultural británico, habían sido incorporados como insumo por los pensadores políticos latinoamericanos en el proceso de construir las propias tradiciones y lenguajes de la política en este continente.
Por otro lado, existieron ciertos paralelismos entre la tradición política española y la británica cuando se las considera desde la perspectiva de la longue durée, que llevaron a una confluencia entre los temas y preocupaciones de ese historiador británico tan insular y aquellos de sus pares iberoamericanos: el discurso de la “antigua constitución” –bajo formas diversas– estaba presente en ambas tradiciones, por lo cual no debería sorprender que menos de un lustro luego de publicado The Ancient Constitution and the Feudal Law, Tulio Halperín Donghi haya analizado ese discurso en su variante ibérica como elemento crucial para entender la historia de la Revolución de Mayo.[13] De modo análogo, el peso de la formación místico-religiosa en ambas culturas –la británica y la ibérica–, con su prolongación hacia una problemática teológico-política de dificilísima resolución, llevó a los historiadores de este continente a postular la existencia de una “Ilustración católica” treinta años antes de que Pocock llegara formular una interpretación semejante en relación con la Ilustración británica, cuyo carácter “protestante” se le presentó como elemento ineludible.
Por la confluencia entre problemáticas semejantes o por las herramientas teóricas que ofrecía como insumo para la práctica local de los historiadores latinoamericanos, la tan historiográficamente sofisticada obra de Pocock ha tenido una presencia tangible y creciente en la historia intelectual y del pensamiento político realizada en América Latina desde la segunda mitad de los años 1980 en adelante. Cualquier examen somero de las obras de historia política, historia del pensamiento político y de historia intelectual escritas por latinoamericanos durante las últimas tres décadas y media arrojará numerosos indicios de la presencia –a veces crucial– de Pocock en esa producción.
Traducido sistemáticamente al castellano desde comienzos del siglo xxi, su presencia cada vez más visible ha evocado críticas crecientes a su obra, así como a la constelación intelectual con la cual ha sido casi siempre asociada: la Escuela de Cambridge. Mientras que algunos, como Elías Palti, han enfatizado el carácter parcial de sus aportes –que la capacidad de eclecticismo que ostenta la teoría practicada en Latinoamérica estaría en condición de superar–, otros han centrado su mirada en la insularidad profesa de Pocock y sus pares.[14] La ausencia casi completa de una referencia a autores iberoamericanos –peninsulares y criollos– en la obra no solo de Pocock sino de casi todos los autores de la Escuela de Cambridge ha llevado a cuestionar cuán universalmente aplicables puedan ser unas interpretaciones y propuestas teórico-metodológicas marcadas por semejante punto ciego. Un texto reciente de Clément Thibaud –y todo el dossier que lo acompaña– ha resumido varias instancias de este señalamiento crítico, yendo más allá de la simple omisión de cualquier referencia al orbe hispano-indiano y sus tradiciones intelectuales, para problematizar, en cambio, la comprensión que en esa obra presentan términos como “republicanismo” y “liberalismo”: entendidos de forma dicotómica en la obra de Pocock y sus colegas anglófonos, la historia conceptual y de los lenguajes políticos iberoamericanos permitiría complejizar la comprensión de ambos términos conceptuales, atenuando la oposición tajante entre ellos. Del mismo modo, la mirada desde el otro Atlántico, latino, ibérico, africano, vinculado al mundo mediterráneo, permitiría superar la cesura intransitable entre el período de la temprana modernidad y aquel de la modernidad tout court (es decir, la frontera entre el siglo xviii y el xix erigida en barrera infranqueable o casi por Pocock), y producir, al mismo tiempo, un modelo de discursividad republicana aplicable a un Atlántico policéntrico y multicultural –algo que el anglocentrismo tan férreo de Pocock ha tendido a obturar.[15] Sin subestimar la importancia de la contribución específica realizada por Pocock a la renovación de la historia del pensamiento político en el mundo atlántico, la argumentación presentada por Thibaut acerca de las limitaciones de la historia británica y anglo-americana del republicanismo ha buscado abrir un camino hacia una comprensión más precisa y sutil de ese otro discurso republicano, de ese otro republicanismo, latinoamericano y del mediterráneo latino: es cierto, claro, que si el aporte de Thibaud y sus colegas supera en su aplicabilidad al contexto no anglófono, el mismo no hubiera sido posible sin la obra señera de Pocock.
Si la barrera lingüística no hubiera existido, es posible que Pocock hubiera interactuado con estas críticas de forma constructiva –y quizás no demasiado conciliatoria. Era también, al final de cuentas, un sujeto “colonial”: si bien no del costado Atlántico del Imperio británico, sino de su costado Pacífico, cuya propia “declinación y caída” tuvo lugar en el espacio de su propia vida. Buscó, cabe reconocer también, colocar a lo largo de toda su extensa obra la diferencia decisiva entre distintos tipos de ciudadanos y súbditos “británicos” en un lugar visible de su narración, fueran estos ingleses, norteamericanos, escoceses o maorís.[16] Un estudio pluricéntrico del republicanismo –cuya urgente necesidad Thibaud defiende tan convincentemente– estaba ya presente en el horizonte del propio Pocock, aun cuando ese horizonte no se extendiera más allá de las fronteras sobre las cuales alguna vez supo flamear la Union Jack. En defensa de esa autolimitación que en su caso le resultó gratamente fecunda, pudo haber repetido las palabras pronunciadas en su conferencia de despedida al jubilarse luego de muchas décadas de docencia en la Johns Hopkins University: “Depende de qué es lo que uno quiere, una historia propia o una historia en cuyo interior uno se pueda mover con libertad; la isla o el océano, la llegada a tierra o el viaje. Más allá, sin embargo, se encuentra la comprensión de que al final de cuentas uno no puede elegir, y que es de eso de lo que se trata la historia”.[17]
Jorge E. Myers
Universidad Nacional de Quilmes / conicet
[1] También se podrían enumerar otros libros que fueron esencialmente compilaciones de trabajos de otros, como The Maori and New Zealand Politics (1964), Three British Revolutions: 1641, 1688, 1776 (Princeton, 1980), y Terence Ball y J. G. A. Pocock, Conceptual Change and the Constitution (1988).
[2] J. G. A. Pocock, Politics, Language, and Time. Essays on Political Thought and History, Chicago, The Chicago University Press, 1988, p. 13.
[3] Ibid., p. 25.
[4] J. G. A. Pocock, Virtue, Commerce, and History. Essays on Political Thought and History, Cambridge, Cambridge University Press, p. 9.
[5] Ibid., pp. 17-18.
[6] Ibid.
[7] Ibid., p. 10.
[8] Ibid., p. 29.
[9] Idem.
[10] Ibid., p. 8.
[11] Idem.
[12] Sobre los cambios, véanse los ensayos más tardíos contenidos en: Political Thought and History. Essays on Theory and Method, Cambridge, Cambridge University Press, 2009; el concepto de Sattelzeit aparece brevemente desarrollado –junto con una reflexión acerca de su pertinencia a la empresa historiográfica de Pocock– en: J. G. A. Pocock (ed.), con la colaboración de Gordon Schochet y Lois G. Schwoerer, The Varieties of British Political Thought 1500-1800, Cambridge, Cambridge University Press. Finalmente, cabe aclarar que, si bien Pocock admitió no leer alemán (cfr. H. Lehmann y M. Richter [eds.], The Meaning of Historical Terms and Concepts. New Studies on Begriffsgeschichte, German Historical Institute, 1996, Washington, D. C., p. 47), pudo leer a Koselleck en inglés: su Vergangene Zukunft había sido traducido en 1985 y Kritik und Krise, en 1988. Véase al respecto Stefan-Ludwig Hoffman y Sean Franzel, “Introduction: Translating Koselleck”, en R. Koselleck, Sediments of Time, Stanford UP, 2018, Stanford, CA, pp. xviii-xix.
[13] Tulio Halperin Donghi, Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo, Buenos Aires, Eudeba, 1961.
[14] Elías Palti, “The ‘Theoretical Revolution’ in Intellectual History: From the History of Political Ideas to the History of Political Languages”, History and Theory, vol. 53, n° 3, octubre de 2014.
[15] Clément Thibaud, “Para una historia de los republicanismos atlánticos (1770-1880)”, Prismas. Revista de Historia Intelectual, n° 23, 2019.
[16] Analizó este aspecto pluralista de su propia obra en relación con los debates teóricos de la década de 2000 sobre los subalternos y sus discursos, en J. G. A. Pocock, “The Politics of History: the Subaltern and the Subversive”, Political Thought and History.
[17] J. G. A. Pocock, The Owl Reviews his Feathers, Valedictory Lecture, Johns Hopkins University, 1994 (editada por Zachary Larsen: www.intellectualhistory.net/thousand-manuscripts-blog/the-owl-reviews-his-feathers).