Emmanuel Le Roy Ladurie

(1929-2023)

 

En 1983, apareció en las librerías de París una desconcertante obra de historiografía publicada por una editorial independiente, cuyo autor era un flamante doctor en Ciencia Política de veintiséis años. Antiguo alumno de l’École nationale d’administration, graduado en études approfondies en Historia Moderna y Contemporánea, y portador de un oficio que podría definirse como stratégiste (es decir, aquel especialista que estudia los movimientos de los ejércitos, las operaciones de guerra y la relación entre la política y administración de la estrategia militar), Hervé Coutau-Bégarie presentaba lo que era, en efecto, la reescritura de su tesis de 3er ciclo defendida en la Universidad de Bordeaux en diciembre de 1980. Los signos de confusión que despertó aquella obra no solo se propagaron por el origen disciplinar de su autor, sino porque había indagado un costado inédito para un objeto que hoy podríamos denominar con cierta temeridad “historiografía reciente”. Titulado Le phénomème “Nouvelle Histoire”, el trabajo indagaba en los historiadores franceses que, tras la hegemonía braudeliana y desde los años 1970, habían tomado el control de una disciplina muy comprometida con las ciencias sociales, el mando de la revista Annales y de sus redes institucionales, pero que también habían despuntado en los medios de comunicación como nuevos divulgadores. Rápidamente, al desconcierto le sobrevino la irritación, principalmente entre los elencos implicados: era evidente que Coutau-Bégarie no se había propuesto escribir una sosegada tesis de historia de la historiografía al estilo de, por ejemplo, Charles-Olivier Carbonell (uno de los recientes y pocos modelos con que contaba el género en Francia en aquel momento), sino indagar en los entresijos que se urdieron tras una corriente que, junto con la popularidad que había logrado en la opinión pública como “jerarquía paralela”, parecía ocultar más ansias de expansión que felices novedades. El subtítulo que Coutau-Bégarie había elegido para su obra, Stratégie et idéologie des nouveaux historiens, si bien subrayaba la naturaleza de su propio métier, tampoco ahorraba en sutilezas, algo que reforzó aún más al modificarlo con un tono balzaciano para su segunda edición revisada en 1989: Grandeur et décadence de l’école des “Annales”. Así pues, la obra ponía especial hincapié en el escaparate mediático que, desde hacía más de una década, historiadores como Jacques Le Goff, Georges Duby, Marc Ferro, François Furet y, desde luego, Emmanuel Le Roy Ladurie venían labrando en medios de difusión masiva, y lo cierto es que su éxito parecía arrollador. Un mes después de la aparición de la obra, en agosto de 1983, la revista L’Express publicó un largo artículo titulado “Les Français jugent leur Histoire” cuyos sondeos indicaban que el 67% de la población se declaraba “apasionada” por la historia.

Ahora bien, Coutau-Bégarie no había sido el primero en escrutar aquella historiografía. Por fuera de algunos antecedentes de corte epistemológico como los de Paul Veyne (1970) o Michel de Certeau (1975) y otro un tanto más político como el de Jean Chesneaux (1976), Le phénomème “Nouvelle Histoire” navegaba entre la crítica historiográfica y una historia “intelectual” de nuevo cuño: un estilo “periacadémico” (el término es de Fernando Devoto) bastante resistido en la comunidad francesa de historiadores, que no tardaría en ser recuperado por François Dosse (1987) o, a partir de una suerte de sociología de las profesiones a la francesa, por Gérard Noiriel (1996). Poco antes de la publicación de su obra, no obstante, ya se habían sucedido otros tres trabajos que arrojaban flechas querellantes a todo el campo intelectual, con semantemas similares u otros neologismos de alto impacto: Régis Debray había desprendido de su tratado de mediología Le pouvoir intellectuel en France (1979), el sociólogo François Bourricaud hizo lo propio con Le bricolage idéologique. Essai sur les intellectuels et les passions démocratiques (1980) y, al año siguiente, Hervé Hamon y Patrick Rotman lanzaban el más explosivo: Les intellocrates. Expédition en haute intelligentsia. Quedaba claro, pues, que los intelectuales ya no solo eran venerables figuras públicas, sino que su acción se había mediatizado, con el presunto riesgo de obliterar su costado crítico, un presagio que en 2016 Shlomo Sand tal vez haya corroborado en ¿El fin del intelectual francés? En el caso particular de los historiadores, estos eran por entonces objeto de una crítica que, inevitablemente, excedía lo académico y les imponía nuevas reglas y réplicas. Este reproche, al menos en lo referido a este modo de divulgación, hoy sería impensable; sin embargo, en los años 1980 sus consecuencias se veían un tanto difusas: ¿se trataba de una crisis del paradigma annaliste, solo afectaba a la nouvelle histoire, a la disciplina como tal o a todas las ciencias humanas? Así las cosas, pese a que buena parte de los “nuevos historiadores” eran pasibles de observación, el principal blanco de Coutau-Bégarie (y de Hamon y Rotman) había sido Le Roy Ladurie, quien respondería y seguiría respondiendo a este tipo de crítica con dos dípticos compuestos por antologías de reseñas bibliográficas dispersas, ya publicadas en medios gráficos masivos, pero ahora reunidas con ánimo triunfal por Gallimard. Ya se tratase de Le territoire de l’historien (1973 y 1978) o de Parmi les historiens (1983 y 1994), con los títulos de estas compilaciones el autor buscaba diluir cualquier ambivalencia sobre el lugar social a partir del cual hablaban los historiadores, debido a que, precisamente, tal era el desafío: demostrar que podían transferir conocimiento más y mejor que los divulgadores sin perder un ápice de rigor. Con todo, ese lugar tampoco serenaba a sus pares puesto que, al jugar la baza del experto que concede o quita autoridad con una válvula mediática de acreditación, el canon historiográfico no dejaba de definirse también en un territorio particularmente extraño al mundo académico.

Suspicacias aparte, en 1984 y en el marco de una entrevista radial emitida por France Culture, Le Roy Ladurie tuvo otra ocasión de respuesta. Luego de asumir que el único antídoto frente al peligro del anacronismo consistía en no ser “marxista o freudiano”, señaló: “No tengo ningún inconveniente con la vocación caníbal o antropófaga de la historia”, en particular, según refería, cuando acudía a otras ciencias sociales. Sin embargo, tras ser interrogado sobre la corriente historiográfica de la que se suponía era el principal abanderado, con un tono cortante alegó: “Aquello de la existencia de una Nueva Historia ¡no fue más que una broma! Solo contamos con una historia de los Annales, que existe desde los años 1920 y que se convirtió en algo relativamente popular en los años 1970”. Así, por detrás de estas tres declaraciones explícitamente superfluas, Le Roy Ladurie recalibraba una opción ideológica, un modelo epistemológico y elevaba un dictamen institucional. Con la primera, confirmaba su ya célebre resistencia a la teoría (que, en realidad, podríamos traducir como un intento más por alejarse del marxismo) y se desmarcaba de los reduccionismos “peligrosos” aunque para darle más aire a un determinismo estructural al que, por cierto, nunca renunció. El libre uso de la nomenclatura psicoanalítica que había utilizado en sus obras operaba en el mismo sentido. En la segunda, junto con la remisión interdisciplinar, subyacía su reinvención del concepto “larga duración” –acuñado treinta años an,tes por su mentor Fernand Braudel frente al embate de la antropología levistraussiana– con un endoso fuertemente cuantitativo y sincrónico que lo volvía apenas reconocible: “Una historia que no es cuantificable no puede ser científica”, había sostenido años antes. Sin embargo, era con la suficiencia de la última declaración con la que aseguraba su plaza en la tercera generación de Annales mientras relativizaba, por la vía presentista, la proverbial genealogía inaugurada por Marc Bloch, Lucien Febvre y prolongada por su maestro. De allí que hacer una historia “sin los hombres” (o sea, sin agencia, diríamos hoy) fuera otro de sus emblemas (que, no obstante, fue ajustando con el tiempo, pero sin abandonarlo del todo) y, en definitiva, otra forma de aligerar (sin doblegar) el precepto blochtiano de la historia como ciencia de los hombres a lo largo del tiempo. Sea como fuere, con estas tres astutas respuestas –una típica duplicidad de los intelectuales consagrados que recrean o reniegan de sus viejas filiaciones para que su actual perfil público linde con el misterio de la originalidad, fije un nuevo predominio, pero, asimismo, asegure, tras la divergencia, la renovación necesaria de una tradición– también intentaba blindar la “nueva historia” frente a sus críticos. Para ello, apelaba a la expiación de su pasado comunista (de hecho, dos años antes de esta entrevista, lo purificó en un temprano experimento de egohistoria, Paris-Montpellier, pc-psu, 1945-1963), atenuaba su presencia en una corriente transida por su “grandeza y decadencia” (frase muy en boga por entonces, no solo en el último subtítulo de Coutau-Bégarie, sino también, por ejemplo, en un agudo ensayo de 1986 sobre Annales escrito por Lynn Hunt para el Journal of Contemporary History) y, en definitiva, objetivaba dos supremacías heredadas como quien, de forma imprevista, se abstiene de un reparto de bienes que ya no arroja beneficios. Sin embargo, si algo nunca tuvo su derrotero intelectual fue imprevisión.

Son, en verdad, muy pocos los historiadores franceses que, en pleno ejercicio, han gozado de tan alto grado de reconocimiento nacional e internacional, público y académico, no solo entre sus pares, sino también entre los periodistas culturales, quienes, por lo general, siempre han sido muy fértiles en apelativos para su figura: “historiador total”, “mago de la historia”, “nuevo Michelet”, “rock star de la historia”. Toda su carrera parece escrupulosamente diseñada en un laboratorio secreto sin permitir que ningún agente patógeno altere el tropismo de su coronación final. Oriundo de la Baja Normandía y proveniente de una familia católica de estricta observancia, Emmanuel Le Roy Ladurie se formó y enseñó en las instituciones de educación superior más prestigiosas de Francia: el Collège Saint-Joseph de Caen, los liceos Henri-IV (Paris) y Lakanal (Sceaux) y, en 1949, la École normale supérieure, donde recibe su agrégation en 1953. Dictó clases como profesor en el liceo de Montpellier (1955-1957), luego fue investigador asociado en el cnrs (1958-1960), profesor asistente en la Facultad de Letras de Montpellier (1960-1963) y, ya instalado en París desde 1965, directeur d’études en la VIª sección de la École pratique des hautes études a instancias de Braudel. Su tesis doctoral, titulada Les Paysans de Languedoc, dirigida por Ernest Labrousse, publicada y defendida en 1966, es su primer gran libro consagratorio. Así pues, lo que aquí tenemos, por lo pronto, es un joven historiador de origen normando sensible a la historia del sudeste francés que triunfa en París: un símbolo inmejorable para la indómita unidad nacional. Mientras tanto, la construcción de poder institucional seguía su curso. En menos de una década ingresa al Collège de France (1973) donde sucede a Braudel en la cátedra Historia de la Civilización Moderna creada por Lucien Febvre en 1949: su lección inaugural, “L’histoire immobile”, marcaría otro punto de inflexión manifiesto. Pero también seguirá publicando un ingente número de obras y otras tantas en colaboración (“escribir es mi razón de ser”, confesó en una ocasión), todas ellas recibidas con un encomio casi unánime. Fue traducido a más de treinta lenguas y, en 1975, logró instalar en el mercado el único best seller escrito por un historiador profesional, Montaillou, aldea occitana de 1294 a 1324. Por consiguiente, se volvió una auténtica celebridad reconocida por el gran público y contribuyó a que la historia ocupase aquel primer plano en los medios masivos. No conforme con ello, el conjunto de esa obra marcó un punto de quiebre en la forma de hacer historia económica y social del mundo rural, restauró la historia de las mentalidades y fue pionero en, al menos, dos cuestiones que hoy son de ineludible actualidad: la informatización en historia, con un artículo muy provocador, “La fin des érudits” (1966), en el que se encuentra la celebérrima frase “el historiador del mañana será programador o no será nada”, y la historia del clima, mediante una obra que publicó en 1967 y que, entre 2004 y 2006, reescribió y convirtió en tres volúmenes. Como hemos visto, osó desafiar, por un lado, a las figuras tutelares de la corriente historiográfica más importante del siglo xx y, por otro, tanto a los historiadores regionalistas como a los medievalistas más tradicionales de la École des chartes, de quienes recibió, como era de esperar, severos reproches (flanco que utilizó Coutau-Bégarie para una de sus críticas). Entre 1987 y 1994, fue convocado para ocupar la Administración General de la Biblioteca Nacional, no solo para unificarla institucionalmente con el nuevo edificio que promovió la gestión de François Mitterrand, sino también para dirigir los comienzos de la digitalización de su enorme catálogo. Agreguemos que ha sido uno de los historiadores menos parcos en términos egohistóricos, pero también uno de los más sarcásticos a la hora de recordar a sus compañeros de ruta: a Paris-Montpellier corresponde agregar su indiscreto diálogo con Francine-Dominique Liechtenhan, titulado Une vie avec l’histoire. Mémoires, publicado en 2014. Recibió honores y reconocimientos que solo caben en la fantasía de la mayor parte de sus colegas: dieciséis doctorados honoris causa de universidades francesas y extranjeras, junto con varias condecoraciones oficiales y membresías en academias científicas de todo el mundo. Los secretos de su archivo personal, legado a la biblioteca del Institut de France, solo serán consultables, por su expresa voluntad, dentro de treinta años. Mientras tanto, los lectores pueden acceder a la biografía (como cabe esperar, autorizada) del historiador franco-rumano Stefan Lemny (2018) para cuya investigación ha utilizado parte de su correspondencia y documentación privadas lo cual, cabe advertir, no es poco. Tan solo recordemos los lamentos de Christophe Prochasson al biografiar el viejo camarada de Le Roy Ladurie, François Furet, a partir de un archivo casi inexistente. Y no es el único caso.

Ahora bien, ¿qué tipo de cifra encerraba aquella obra para que se convirtiese en un parteaguas historiográfico? En principio, reparemos en su coyuntura histórica. Ningún objeto de investigación nace por sí solo en el laboratorio de un historiador, sino a partir de un principio de incomodidad que se origina en la matriz misma de su sociedad, por entre las turbulencias políticas que padece, tras el infortunio económico que lo corroe y, en definitiva, tras el desahucio y la nostalgia que ocasiona su pérdida. Cuando en los años 1960 Le Roy Ladurie relevaba archivos y daba forma a su tesis doctoral sobre el mundo rural de Languedoc, la sociedad francesa, cada vez más urbana e industrializada, despedía para siempre al campesino, esa figura social que supo darle a la nación una identidad imaginada, pero identidad al fin. El éxodo rural, por entonces, era implacable: más de 100.000 trabajadores por año abandonaban sus tierras. Precisamente, Les Paysans de Languedoc rastreaba, entre los siglos xvi y xvii, los orígenes de aquel ocaso, de aquella fibra sensible tan francesa. Pero una transformación socioeconómica a escala secular y sin precedentes como aquella, combinada con un fuerte aumento de la población, también exigía un nuevo método histórico: bajo el marco de la larga duración y una “historia total”, Le Roy Ladurie se propuso demostrar que solo un análisis demográfico fundamentado en el modelo maltusiano permitiría descubrir los cambios que se produjeron en los niveles de subsistencia de los campesinos de aquella región. Un arco temporal de dimensiones aún mayores utilizará para la Historia del clima desde el año mil (1967), en la que apelaría a fuentes como la palinología y la dendrocronología para hacer una historia prácticamente inédita de los hechos físicos y su impacto en lo humano. Pero, a principios de los años 1970, su obra marca un viraje. Un trabajo en colaboración con Jean-Paul Aron y Paul Dumont sobre la antropología de los conscriptos que desertaban a principios del siglo xix (1972) marca una transición a otro tipo de historia: las estadísticas de los archivos militares se incorporan a una exploración etnográfica que, tres años más tarde, encontrará su máxima expresión en Montaillou, obra que suele considerarse un trabajo pionero de “microhistoria” respecto del modelo italiano. Si bien se adelanta un año a El queso y los gusanos de Carlo Ginzburg y comparte, desde luego, una misma coyuntura historiográfica (donde, entre otras cosas, los registros inquisitoriales se convierten en la principal fuente y el “yo historiador” escenifica su método mientras expone la investigación), hay una diferencia esencial: mientras Le Roy Ladurie interroga las fuentes para detectar formas, estructuras y cosmovisiones sociales y culturales (todo lo colectivo a que remite la idea de “mentalidad”), Ginzburg, sin desatender por completo esos aspectos, recupera la agencia individual y restituye prácticas y sentidos más inadvertidos. Diríamos, además, que su microhistoria no cuenta con un trasfondo narrativo como en Ginzburg (ni con su pulso literario), es decir, no cuenta una historia, aunque sí se describan “escenas” o “cuadros” microscópicos dispuestos en orden temático. En suma, estamos ante un historiador que ha explorado, sucesivamente, todas las escalas de análisis: tras operar con marcos seculares enormes, pasó luego a un estudio regional limitado a un período de treinta años y cerró este ciclo con una investigación sobre lo sucedido del atardecer al anochecer de un solo día en una pequeña ciudad con El carnaval de Romans (1979). Del mismo modo, luego de apelar a, y militar en un fetichismo cuantitativo con densos anexos estadísticos, inmóvil y “sin hombres”, se invistió en virtual etnógrafo para explorar la vida cotidiana de una aldea occitana y, al finalizar el siglo xx, remató el circuito con la historia de una familia suiza en tres volúmenes titulados Le siècle des Platter (1995-2006). Una obra ciclópea que, efectivamente, reanudó caminos, trazó nuevos cruces, tomó varios atajos y condensó como pocas un capítulo fundamental de la historiografía francesa de la segunda mitad del siglo xx. Emmanuel Le Roy Ladurie falleció en París el 22 de noviembre de 2023 a los noventa y cuatro años. Como ha señalado una de sus discípulas, Anouchka Vasak, debemos aceptar lo inevitable: con su muerte, hay todo un mundo que se aleja.

Andrés G. Freijomil

Universidad Nacional de General Sarmiento / conicet