Natalie Zemon Davis

(1928-2023)

 

“Cada cierto tiempo, algún profesor de Princeton con impecables credenciales académicas y considerables logros científicos causa sensación en el mundo de la cultura popular. Hace algunos años, Walter Murphy, McCormick Professor de Jurisprudencia, escribió una novela sobre el papa que se convirtió en un best seller. El extinto Daniel Seltzer, profesor de Literatura Inglesa, actuó con frecuencia en películas y obras de Broadway. Clarence Brown, profesor de Literatura Comparada, es un historietista ampliamente conocido y ha trabajado como tal en el Saturday Review durante varios años. A menudo el pop work enriquece la erudición”. Así comenzaba “Putting History on Film”, un artículo publicado por el boletín universitario Princeton Alumni Weekly en octubre de 1983, en el que la periodista Ann Waldron presentaba los buenos oficios de asesoría histórica que durante tres años había ofrecido una de las profesoras más destacadas de la universidad a dos cineastas franceses para el rodaje de El regreso de Martin Guerre, la famosa película sobre un caso de impostura en una aldea de Artigat (Gascuña) en el siglo xvi, protagonizada por Gérard Depardieu y una joven Nathalie Baye. Tras su estreno en Nueva York y otras ciudades en el mes de junio, contaba ya con un inesperado éxito de taquilla y hasta la revista Variety presagiaba que sería la película extranjera o de “cine arte” más vista del año. Tal es así como, a los efectos de aquel artículo, la historiadora Natalie Zemon Davis estaba a punto de ser incluida por Waldron en un exclusivo catálogo de profesores para quienes el cóctel de saber y espectáculo no suponía ninguna extravagancia. Esta conversión en celebridad más allá de las aulas y la comunidad científica sugiere un salto de popularidad muy solicitado en la tradición intelectual norteamericana, que tampoco es ajeno a la inglesa: figuras como Robert Darnton o Eugen Weber, Edward H. Carr o A. J. P. Taylor, si bien no han necesitado pasar por Broadway para liberar sus investigaciones de los claustros, sí las han llevado con notable éxito a revistas o periódicos no académicos como The New York Review of Books o The Times o a series televisivas de divulgación como The Western Tradition o How Wars Begin.

En aquella época, muchos de los colegas franceses de Natalie Zemon Davis también participaban en programas de radio y televisión o escribían para diarios y revistas de gran tirada. Arlette Farge en el programa radial Les Lundis de l’Histoire o Georges Duby con su voz en off en la serie documental Le Temps des cathédrales son dos claros ejemplos, pero no los únicos. De hecho, su enlace con los productores franceses, Emmanuel Le Roy Ladurie, no solo escribía reseñas para Le Monde o L’Express, sino que ya había participado en 1979 con el director de la película, Daniel Vigne, en dos documentales sobre el mundo rural, Les chemins et les champs y Le geste et l’outil. Con todo y a diferencia de los historiadores angloparlantes, sus pares franceses siempre habían practicado este tipo de divulgación hasta donde la razón escolástica se los permitía, es decir, bajo un recato distante que, sin embargo, nunca eludía una oportuna entrevista televisiva de Bernard Pivot en el emblemático Apostrophes ni tampoco, desde luego, la difusión que ofrecía Le Nouvel Observateur, la gran “caja de resonancia” que convirtió la historia en un fenómeno mediático. Pese a todo, los franceses no solían negociar con lo espectacular: extraño hubiera sido imaginarlos con muchas tablas en la Comédie-Française o nominados para un Tony como Seltzer. Y, desde luego, las marcas retóricas de ambas historiografías han sido otra clave para rebasar o subyugar los registros de escritura y, en este sentido, la prosa de Natalie Zemon Davis siempre ha funcionado como un instrumento de gran viso creativo. Sin llegar a los extremos disonantes entre “analíticos” y “continentales” como ocurre en filosofía, podríamos decir que los historiadores de habla inglesa –cuya transparencia argumental suele ser innegociable y a menudo nutrida por el sentido común–, han buscado para sus obras (siempre muy pródigas en casos y ejemplos junto con cierta debilidad historicista por el compás narrativo que ofrecen las stories) un lector culto y diligente que no necesariamente fuese especialista y con quien pudiesen establecer una suerte de “conversación” tal como la entendían Michael Oakeshott o Richard Rorty. Por su parte, la historiografía francesa –dentro de los límites que le impone una lengua rica en abstracciones y casi artificial como el francés, más proclive a una prosa intangible y no menos barroca– a menudo ha preferido lectores más eruditos o, a lo sumo, audiencias de alta divulgación para obras de factura interdisciplinar envueltas por un concurso más oracular, etnográfico o presentista que no transigía con ningún intuicionismo.

En todo caso, en los años 1980, todas estas manifestaciones de hibridez y visibilidad mediática aún estaban en pleno desarrollo, aunque bien dispuestas a consolidarse. Actualmente, se han convertido en un tipo de transferencia de saberes que cuenta en los Estados Unidos con un área de investigación particular: las Public Humanities. En tal sentido, el derrotero intelectual de Zemon Davis (sobre todo, su primer tramo hasta mediados de los años 1990), sin dejar de incluir algunas de aquellas variables de superficie propias del mundo anglosajón, se reconoce mucho más en la tradición francesa. Con El regreso de Martin Guerre y el libro que le siguió (que publicó en inglés con un título análogo en el verano de aquel año de 1983) esperaba que parte de su trabajo “pudiera resultar significativo para un grupo que no solo fuese universitario” y hasta se atrevió a un cameo fugaz en la película, ataviada con la típica indumentaria del siglo xvi (que Waldron se encargó de inmortalizar con una fotografía para su artículo), pero que nunca pasó de ser una simple humorada. El caso es que, más allá de este proyecto, en ningún momento se propuso hacer de su oficio una práctica de pop work al estilo, por ejemplo, de Barbara Tuchman. Si bien publicó en revistas de amplia circulación, siguió profundizando las relaciones entre cine e historia (su obra Esclavos en pantalla. Cine y visión histórica de 2002 sintetizará ese interés) y concedió multitud de entrevistas a diferentes medios, siempre construyó su perfil como historiadora en territorio académico. De hecho, tanto la conferencia Charles Homer Haskins que dictó en 1998 (traducida al castellano por la revista mexicana Historias como “Una vida de estudio”) como la entrevista que mantuvo con Denis Crouzet (publicada en 2004 bajo el título L’Histoire tout feu tout flamme, traducida al inglés por ella misma y Michael Wolfe en 2010, y cuya versión castellana corrió a cargo de los historiadores Anaclet Pons y Justo Serna) podrían considerarse como un díptico de su versión oficial de egohistoria. A ello cabe agregar investigaciones de una formidable erudición, densamente pobladas por fuentes históricas de lo más recónditas, cuya historiografía nunca capituló ante la opacidad. Tal es así que se convirtió en una de las grandes especialistas de la temprana modernidad francesa y una referencia pionera en historia de las mujeres, situada en territorios bien delimitados por las diferentes universidades donde estudió y trabajó, territorios sin los cuales, por supuesto, nunca habría despertado el interés de Daniel Vigne quien, antes de conocerla, ya había leído Les Cultures du peuple. Savoirs, rituels et résistances au xvie siècle (1979), la versión francesa de su primer libro, publicado cuatro años antes y traducido al castellano (con algunas diferencias respecto del original inglés) como Sociedad y cultura en la Francia moderna. Por otro lado, también labró su perfil mediante un fuerte compromiso político con los derechos civiles, el feminismo y, a través de una historia cultural que rompió con los reduccionismos económicos, restituyó las representaciones, las prácticas (el conjuro conceptual de toda su generación), la cultura popular y las identidades colectivas e individuales “desde abajo”, variables que contribuían a exaltar las continuidades sobre las rupturas, pero sin escindirlas de lo social (aunque no exactamente del modo en que, por ejemplo, lo hizo E. P. Thompson, con quien mantuvo una sugestiva correspondencia entre 1970 y 1972, publicada en 2017 por la revista Past & Present y vertida al castellano como La formación histórica de la cacerolada). En este sentido, su tercera gran obra fue Ficción en los archivos (1987), donde investiga una serie de “relatos de perdón” del siglo xvi francés a través de los cuales los culpables de cometer un delito pedían a la Corona que les aplacasen o condonasen la pena de muerte. Si el giro lingüístico fue alguna vez objeto de un empleo virtuoso en una investigación de historia social ha sido, sin dudas, en esta obra: Zemon Davis indaga cómo estas cartas de súplica adoptaron modelos narrativos de la ficción literaria, no para “mentir” sobre lo sucedido, sino para recrear con verosimilud un relato que explicara cómo ocurrieron hechos inesperados o aterradores que culminaron en actos de violencia. En suma, un “recurso del contexto” que permitía llenar las lagunas de sentido que las fuentes no cubrían con dispositivos que le diesen coherencia argumentativa, recurso que ella misma utilizó en sus investigaciones, pero que, no obstante, fue duramente criticado por algunos de sus pares, entre ellos Richard Cobb. En todo caso, su concepto de “ficción” es, por cierto, muy similar al que utiliza Arlette Farge en La atracción del archivo, es decir, donde lo importante no era tanto detectar el efecto positivo de validación empírica de una verdad contenida en los documentos, sino descubrir de qué modo se construyó y se optó por ese tipo de verdad. Una estrategia retórica que los historiadores de oficio y los condenados del siglo xvi compartían y comparten por igual.

Natalie Ann Zemon nació el 8 de noviembre de 1928 en el seno de una familia judía de clase media en Detroit, Michigan. Seleccionada para su ingreso a la Cranbrook Kingswood School, una institución privada de élite para mujeres cristianas (solo se aceptaban dos niñas judías por clase) situada en el campus de un suburbio de aquella ciudad, Bloomfield Hills, fue allí donde cursó sus estudios secundarios y descubrió, según ha confesado, su interés por el pasado. En el otoño de 1945, ingresó al Smith College, donde se licenció en Historia al cabo de cuatro años. Allí descubrió el marxismo y como sophomore (tal el nombre que reciben los estudiantes de segundo año) se decantó por la historia de la modernidad temprana e investigó al filósofo “más radical posible”, Pietro Pomponazzi, el aristotélico del siglo xvi que había negado la inmortalidad del alma. En 1950, obtuvo su Master of Arts en el Radcliffe College y, finalmente, se doctoró en la Universidad de Michigan en 1959. Sin embargo, el sosiego que parecen despedir estos años de formación no fue tal, esencialmente por dos motivos. En primer lugar, porque tras la segunda posguerra las oportunidades de formación universitaria para las mujeres en el campo de las humanidades fueron mucho más limitadas de lo que el impulso de inicios del siglo xx había previsto; un repliegue que, como ha señalado Rosalind Rosenberg, bien pudo deberse, entre otras razones, a un temor generalizado hacia la feminización de un mundo científico que se tornaba cada vez más masculino. A esto debe sumarse que, en 1948, mientras cursaba un seminario de verano en la Universidad de Harvard y tras casarse en secreto por fuera del rito judío con un matemático ateo, Chandler Davis –matrimonio que provocó una irreparable distancia con sus padres durante muchos años–, nadie, salvo su esposo, confiaba en que su carrera avanzaría, opinión que compartían muchas de sus profesoras que asumían que la vida de una mujer casada no era compatible con el mundo académico. Por otro lado, recordemos que las estudiantes que lograban profesionalizarse se veían, por lo general, compelidas a adoptar mentores masculinos o bien eran invitadas a trabajar figuras femeninas: tal es lo que le había sucedido en 1951 cuando Palmer Throop, uno de sus profesores, le propuso investigar a Christine de Pizan por el mero hecho de ser mujer; ella escribió un ensayo sobre esa figura, que jamás publicó, y que no quiso convertir en objeto de tesis. Años más tarde, diría “no quería que me colocaran en esa categoría de mujer que hace cosas de mujeres”. Y a estas inopias, cabe agregar un segundo motivo de desasosiego: la persecución ideológica que sufrió en pleno marcartismo. Cuando en 1950 Chandler fue nombrado profesor titular en la Universidad de Michigan, Natalie partió junto con él y abandonó su proyecto doctoral en Harvard para continuarlo en aquella universidad. Allí, llevaron una vida militante cuyo punto de inflexión fue la publicación en febrero de 1952 de un panfleto titulado Operation Mind en el que Natalie y un amigo, estudiante de Psicología, denunciaban de forma anónima que el Comité de Actividades Antiamericanas (huac por sus siglas en inglés) era, en realidad, una forma de encubrir la censura. Como había sido Chandler quien había pagado la factura de la impresión del panfleto, la huac salió en su búsqueda y, en el otoño de 1952, meses después de que ambos regresaran de una estancia de investigación en los archivos municipales de Lyon, el fbi irrumpió en su casa; los acusaron de comunistas y les quitaron los pasaportes: si bien no se resistieron, tampoco juraron lealtad. A partir de allí, se sucedería una década intensa y agobiante: mientras Natalie, embarazada de su primer hijo, vio afectada su salud, dos años más tarde, Chandler perdería su trabajo y sería acusado por desacato. Entre tanto, Natalie continuó con su investigación doctoral sobre los orígenes sociales y religiosos del protestantismo francés en las bibliotecas norteamericanas, y contra todo pronóstico tuvo otros dos hijos y se dispuso a buscar trabajo: en una escuela nocturna, en publicidad y como editora en algunas revistas. En 1959 culminó su doctorado y, al año siguiente, tras el final del juicio, Chandler fue encarcelado seis meses, pero, tras su liberación, ninguna universidad norteamericana aceptó contratarlo. Solo en 1962 recibió una propuesta de la Universidad de Toronto y toda la familia emigró allí.

Años más tarde, de regreso a su país, llegará el desagravio de una a otra costa: en 1971, Natalie será contratada por la Universidad de California-Berkeley y, en 1978, partirá a Princeton donde permanecerá por los próximos dieciocho años. Las instituciones norteamericanas, rendidas ante su obra, asumirán la expiación: recibirá multitud de premios, dictará conferencias en varias universidades, presidirá la American Historical Association (1987) y, en el año 2003, Barack Obama le entregará en la Casa Blanca la National Humanities Medal. Fue un largo período durante el cual comenzó a recuperar el pasado de las mujeres tal como ella aspiraba, es decir, como historiadora profesional tout court que naturaliza e imbrica las cuestiones de género en la textura de una sociedad, sin reificarlas. Y todo ocurrió en un momento de cambio historiográfico muy propicio para una historia sociocultural atenta a las descripciones densas en diálogo con la antropología y la literatura, dos campos con los cuales ya venía trabajando y nunca dejaría de dialogar. De hecho, en una entrevista de 2021, la revista History Today le preguntó cuál había sido el historiador que más impactó en su trabajo, ante lo cual prefirió nombrar a dos antropólogos, Clifford Geertz y Victor Turner, y a una figura como Mijaíl Bajtín. No olvidemos que el Institute for Advanced Studies de Princeton donde recaló Geertz fue una pieza institucional fundamental en ese diálogo que impactó no solo en Zemon Davis sino también en Robert Darnton, Joan W. Scott o William H. Sewell Jr. Así pues, tras explorar la historia de las mujeres con un célebre ensayo en Feminist Studies de 1976 y otros tantos sobre su situación en la Francia del siglo xvi, su nombre quedó definitivamente asociado con esta historiografía tras dos obras emblemáticas de los años 1990: ante todo, con la coordinación, junto con Arlette Farge, del volumen iii de la Historia de las mujeres, subtitulado Del Renacimiento a la Edad moderna (1990), pero, principalmente, con la estupenda Mujeres de los márgenes (1995). Allí reconstruye el contexto de las relaciones familiares, comerciales y religiosas de una judía, una protestante y una católica, todas ellas figuras atípicas del siglo xvii, a partir de sus cartas y memorias. Es aquí donde Zemon Davis vuelve a demostrar sus dotes narrativas mediante tres relatos en los que la idea de “margen” no debería entenderse como la situación marginal de estas tres mujeres, sino como aquel espacio situado en la hendidura entre lo público y lo privado que todas convirtieron en “centro” con el expreso objetivo de desafiar la autoridad y reinventarse a sí mismas, casi del modo en que ella misma lo había hecho tiempo atrás. Se trata de una obra que, como El regreso de Martin Guerre, reduce la escala al ras de lo excepcional y es un tanto colindante con la microhistoria, pero sin confundirse con ella. En su ensayo “Las formas de la historia social” (1990) toma una clara posición ante esas coordenadas epistemológicas.

Natalie Zemon Davis se retiró en 1996, año en que regresó definitivamente a Toronto y también a su universidad: allí fue contratada como profesora visitante y, finalmente, fue nombrada emérita. Con todo, sus investigaciones, muy lejos de detenerse, darían un considerable giro. Poco antes de dar inicio a este último tramo de su carrera, la publicación de The Gift in Sixteenth Century France (2000) marca su despedida del Renacimiento francés –una periodización que exploró durante treinta años, pero de cuyo uso siempre desconfió– tras recuperar una investigación que había comenzado en los años 1980. Allí refina el concepto de “don” de Marcel Mauss (1923) para demostrar que la política de intercambio de regalos no siempre fue un acto libre sin reciprocidad ni tampoco desapareció con la economía de mercado sino que, por el contrario, convivió con ella y se convirtió en un medio de armonización social, coerción y violencia o, bajo una dimensión religiosa, reguló las prácticas de la economía de la salvación. Así, tras indagar las transformaciones que comportaban las nuevas formas religiosas y sociales con relación a las que imperaban en las sociedades tradicionales, pasó a los contactos entre europeos y no europeos. Con León el Africano. Un viajero entre dos mundos (2006) recorre los viajes, identidades y escritos del musulmán granadino al-Hasan Muhammad al-Wazzan, autor de la primera geografía del norte de África, quien, tras su captura por el papa León X en 1518 y su posterior liberación, vivió en Italia bajo el nombre de Giovanni Leone y terminó sus días en Túnez nuevamente como musulmán. Zemon Davis agrega, no obstante, otro aspecto en Leo Africanus Discovers Comedy. Theatre and Poetry across the Mediterranean (2021): ¿cómo observaba y comprendía León el Africano el teatro popular y callejero del Mediterráneo medieval bajo el prisma de sus múltiples identidades? Con Listening to the Languages of the People. Lazare Sainéan on Romanian, Yiddish, and French (2022) incursiona en dos aspectos inéditos en su carrera: el diálogo con la lingüística y los avatares de una figura contemporánea, Lazare Sainéan (1859-1934), un filólogo rumano, gran especialista en Rabelais, cuya vida también estuvo atravesada por una identidad múltiple en términos de creencias (judías, cristianas y ateas), residencias (Rumanía y Francia) y lenguas. Tal fue la obra final de Natalie Zemon Davis, quien falleció en Toronto el 21 de octubre de 2023 a los noventa y cuatro años tras una dura enfermedad contra la que luchó hasta el último minuto. Según reveló en una de sus entrevistas, la historia le había enseñado solo una cosa: “nunca se debe perder la esperanza. Por muy violenta que sea una época, siempre hubo alguien que intentó remediarla y contar historias para los que vinieron después”.

Andrés G. Freijomil

Universidad Nacional de General
Sarmiento / conicet