Guido Herzovich,

Kant en el kiosco. La masificación del libro en la Argentina con un posfacio sobre su fin,

Buenos Aires, Ampersand, Colección Scripta Manent, 2023, 316 páginas.

La rica actualidad de los estudios sobre el libro y la edición en la Argentina muestra, al mismo tiempo, la recuperación sostenida del archivo patrimonial del impreso público y la generación de hipótesis estimulantes para la historia cultural. Kant en el kiosco. La masificación del libro en la Argentina con un posfacio sobre su fin, de Guido Herzovich, es prueba de esa vitalidad. El ensayo articula una idea potente al asociar el proceso de masificación del libro que tuvo lugar en la Argentina entre los años veinte y cincuenta del siglo pasado, con la irrupción de la crítica literaria: Prieto, David e Ismael Viñas, Masotta, Martínez Estrada, la obra crítica del propio Borges, Contorno (nombres y textos que hoy siguen vigentes: acaba de aparecer, a cargo de Juan Pablo Canala, una edición genética de las sucesivas versiones de Literatura argentina y (realidad) política de David Viñas).[1] La relación entre masificación del libro e irrupción de la crítica a su vez toca otro problema, resumido por Oscar Masotta en uno de los epígrafes del libro: la pregunta es por “la relación del crítico, en tanto escritor, con el público de masas”. ¿Cómo pensar la relación entre los intelectuales y el público de masas que consume los libros?

La pregunta también puede leerse como un desprendimiento de otro problema histórico argentino más general, que es la relación de las élites letradas con las grandes mayorías. El libro se abre inteligentemente con un ejemplo de ese problema, pequeño pero significativo: vemos a Miguel Cané negando los folletos criollistas, a Miguel Cané muy sorprendido ante la existencia de una chusma lectora e inmigrante que consume folletos criollistas, para colmo mal encuadernados. La respuesta inmediata del autor de Juvenilia fue negar a esos lectores, así como los folletos que su contemporáneo Ernesto Quesada estaba coleccionando. Herzovich inventa un concepto, “la Librería Total”, que vendría a ser algo así como la traducción espacial de esa negación. Así, por ejemplo, en la librería de los hermanos Moen sobre la calle Florida hacían tertulia los escritores: no cualquiera podía entrar, y ciertamente no los lectores de Juan Moreira. Era un espacio excluyente de sociabilidad en la Buenos Aires literaria de fines del xix y principios del xx, que a su vez camuflaba o compensaba simbólicamente la falta de infraestructura material para la producción de libros.

Con agilidad, el ensayo luego pasa a otra escena que interroga la misma relación entre el crítico y las masas. Estamos en 1956, Adolfo Prieto publica la Sociología del público argentino; siente el mismo desconcierto de Cané, con la salvedad de que ya no puede, ni quiere, arrojar a una esquina oscura a la nueva masa de lectores que se presenta ante sus ojos.[2] No puede ignorarlos en 1956 porque, de Cané a esta parte, han sucedido la edad de oro del libro argentino, el surgimiento de un mercado y también el peronismo. Herzovich muestra cómo Prieto y sus compañeros de generación no pueden ignorar esa masificación de los libros porque muchos de ellos son letrados que trabajan con ella, para ella: dirigen colecciones, reseñan libros, editan y traducen textos; trabajan en Losada, en Emecé, en Sudamericana. O sea: están en medio del proceso, en el ojo de la tormenta, intentando lidiar con las ideas que se hacen de lo que tiene que ser un lector, y el contraste con una realidad que comprueban diariamente en la práctica.

¿Qué es un lector para un intelectual argentino, en el año 1956? El ensayo reconstruye finamente la genealogía de ese concepto, que atraviesa todo el campo ideológico de la época, desde Francisco Romero hasta Héctor Agosti. Esa idea de lector responde a la tradición liberal, humanista, que cree en el destino civilizador del libro, con sus funciones heterónomas: generar ciudadanos, educar el gusto, desarrollar el sentido crítico, etc. El problema con la masificación es que ese lector o esa lectora no parecen estar en ningún lado, y es la creencia en esa ausencia –acá de nuevo la tesis central– la que obliga a la crítica a entrar en juego. A “irrumpir”, para reorientar, compartimentar, asignar valor, y comprometerse. Son los años cincuenta. En este sentido el ensayo, que con gran inteligencia se llama Kant en el kiosco –el título nace de una apreciación de Prieto sobre la masificación del libro– también lleva en sus páginas un Contorno en el kiosco, o Los críticos en el kiosco, como signos de esos modos de intervención directa sobre el mundo real. Es esta, quizás (en nuestra lectura), una de las partes más estimulantes del libro: el desconcierto de esos intelectuales ante un lector que no pueden moldear, sobre el que no pueden sobreimprimir una noción preformateada, voluntarista, en algún punto desencarnada. ¿Qué es ese enigma llamado lector?, pregunta Prieto en 1956.

Y resulta que el problema surge en el exacto momento en que los intelectuales interrogan el peronismo como un acontecimiento que acaba de suceder. Se sabe: tras el golpe de Estado de 1955, políticos e intelectuales antiperonistas de procedencias disímiles –Mario Amadeo, Gino Germani, Ernesto Sábato, Martínez Estrada– plantean una pregunta que podríamos resumir con el título de la antología que Altamirano y Sarlo prepararon para la Biblioteca del pensamiento argentino, de Halperín Donghi: ¿Qué hacer con las masas? Es decir: la pregunta por los lectores masivos que arremeten y desarman la Librería Total corre paralela a la pregunta por la aparición de las masas en la esfera pública, en el post-55. No es un mérito menor del libro haber logrado asociar un fenómeno material (la “edad de oro” del libro argentino) con el surgimiento de un campo intelectual (la crítica literaria), en un proceso que a su vez, en sus tensiones, funciona como microescena o alegoría de la compleja relación entre intelectuales y masas populares en la Argentina.

Otro punto de particular interés metodológico es identificar, en los procesos que describe el ensayo, el modo en que la dinámica histórica produce hechos al margen de las intenciones de los agentes: comprobar el peso de la contingencia en los hechos de cultura. Los críticos se preguntaban por el lector de masas porque querían intervenir, comprometerse, pero la intervención fue finalmente modesta: los lectores de Cómo ganar amigos e influir sobre las personas, de Dale Carnegie, best seller de Sudamericana que Herzovich estudia, no compraban las revistas Centro o Contorno –que quedan circunscriptas a discusiones de nicho, de circulación acotada. En realidad, si la preocupación de los críticos por la masificación de los libros no redundó, en rigor, en la modificación de los lectores, o en todo caso del mercado, lo que sí logró, mientras tanto, fue la consolidación de los soportes materiales que permitieron la emergencia de la crítica literaria moderna en la Argentina del siglo xx, con sus tonos y su matiz polémico, sus prácticas y sus modos de existencia.

Y esto también es un aporte del libro: la arqueología que ofrece de la reseña, de los suplementos culturales y las revistas literarias; la lenta formación del poder de eso que Cortázar en Rayuela llama “el rotograbado dominical”. Porque el ensayo habla –con estilo y humor, a veces también con punzante ironía– de cosas que ya no existen o se han modificado sustancialmente: el librero que consagra, el empresario nacional “con inquietudes” que invierte en libros, el escritor solapista, los nombres de las secciones en los diarios: “Libros recientes”, “Han aparecido”, “Libros y folletos recibidos”, “Movimiento bibliográfico nacional y extranjero”. En esa historia de la reseña y de las revistas literarias de poca difusión, pero con los puños llenos de verdades, aparecen formas de disputar que le dan otro sentido, otra densidad histórica, contextual a, por ejemplo, el “Arte de injuriar” de un Borges o a la hybris polémica de un Viñas. Hablamos de un mundo donde es posible retar a duelo a un crítico por una mala reseña, como hizo Scalabrini Ortiz con Ramón Doll. Todo eso se entiende mejor cuando se lo lee desde las coordenadas de Kant en el kiosco, multiplicadas por las maravillosas fotos de Sameer Makarius que Florencia Ubertalli, en 2022, había exhumado para la muestra de la Biblioteca Nacional Argentina llamada “¡Lea Ud. estos libros! Cultura impresa 1900-1930”, y que Guido Herzovich reproduce ahora felizmente en el libro.

Poco y nada queda de ese mundo; la pregunta es si a esa lista de cosas desaparecidas hay que sumarle, hoy, la figura del crítico literario. De eso se ocupa en parte el posfacio (que se anuncia desde el título), que analiza los nuevos modos de compartimentación de los públicos y de asignación del valor en la era de los algoritmos. Ya no son los críticos sino los usuarios los que parecen definir los nichos que, en realidad, les propone el big data. La discusión permanece abierta, ante un fenómeno que aún sigue desarrollándose.

Cerramos por nuestra parte con una idea, o más bien una posición, que tiene que ver con la construcción del conocimiento desde la Argentina. El punto es metodológico. El subtítulo del ensayo es: La masificación del libro en la Argentina, con un posfacio sobre su fin. Decimos que el punto es metodológico porque la hipótesis del posfacio se proyecta de modo general a la literatura de todo el mundo, en sus nuevas interacciones digitales. Se habla de algoritmos, de literatura mundial, de mercado internacional: de Amazon, Google y Goodreads. Ahora bien, esa hipótesis de orden general nace de la comparación con el fenómeno local que se analizó antes, y que fue la masificación del libro en la Argentina. Así, los procesos que se dan de forma específica y local en el Cono Sur, o el Sur global, o cualquiera sea el nombre de los recortes que nos asignan desde otras partes en la distribución de la geopolítica del conocimiento, esos procesos situados permiten pensar y problematizar cuestiones globales como los algoritmos.

En este aspecto, el proceder de Guido Herzovich a la hora de construir conocimiento es el exacto revés del proceder de Ernesto Quesada, que en 1934 donó su colección de textos criollistas a Alemania con la esperanza de que allí, lejos de estas pampas polvorientas, estarían a salvo. Pero ese fondo fue destrozado en parte por la barbarie de la Segunda Guerra Mundial. (Qué fábula). Por eso debe celebrarse que el trabajo intelectual sostenido por instituciones como el conicet y la universidad nos permita hoy, y mientras sea posible, apostar por la construcción de un conocimiento eficaz y situado, desde la periferia y sin desertar del universo.

Magdalena Cámpora

Universidad Católica Argentina / conicet



[1] David Viñas, Literatura argentina y política, edición crítico-genética de Juan Pablo Canala, Córdoba, Eduvim, 2023.

 

[2] Adolfo Prieto, Sociología del público argentino, Buenos Aires, Leviatán, 1956.