Eugen Weber,

De campesinos a franceses. La modernización del mundo rural (1870-1914),
traducción del inglés por Jordi Ainaud i Escudero,

Barcelona, Taurus, 2023, 800 páginas.

Hace cerca de medio siglo, la Stanford University Press publicaba Peasants into Frenchmen. The Modernization of Rural France, 1870-1914, un formidable volumen de más de seiscientas páginas que, conforme al encomio con que fue recibido por el mundo académico y la prensa cultural, no tardaría en convertirse en una de las obras más importantes que daría la historiografía del siglo xx. Por aquel entonces, su autor, Eugen Weber (1925-2007), un historiador de origen rumano formado en Cambridge y en París, ejercía como profesor de Historia Europea desde hacía veinte años en la Universidad de California en Los Angeles, donde era un reconocido especialista en la Francia contemporánea. Tras The Nationalist Revival in France, 1905-1914 (1959), pero, en particular, con Action Française. Royalism and Reaction in Twentieth-Century France (1962), un estudio decisivo sobre el movimiento nacionalista de ultraderecha nacido al calor del affaire Dreyfus, Weber se convirtió en una figura internacional ampliamente celebrada. Sin embargo, la gloria definitiva solo llegaría en 1976 con De campesinos a franceses, una obra que, si bien nadie dudaría en considerar un clásico, siempre dispuso de una canonicidad ambivalente, sobre todo, si la comparamos, por ejemplo, con el Mediterráneo de Fernand Braudel o con La formación de la clase obrera de E. P. Thompson. Para decirlo rápidamente, mientras que estas últimas fueron precursoras en la demarcación de un objeto y fraguaron una nueva metodología, la obra de Weber condensaba una serie de variables análogas, pero cuyo impacto se había producido varios años atrás. Si bien resultó innovadora en numerosos aspectos, es como si hubiese llegado voluntariamente tarde a una carrera consagratoria en aras de rescatar o sintetizar una forma de hacer historia que estaba a punto de extinguirse. Este contraste resulta aún más elocuente si recordamos que, en ese mismo año, Carlo Ginzburg suscitó un notable giro microhistórico con El queso y los gusanos, tras cuya puesta en marcha arrasó con el típico taller del historiador. Nada de eso ocurrió con De campesinos a franceses.

Sus primeros lectores se mostraron un tanto desconcertados. Habituados a una lógica de clasificación más indudable, la obra de Weber despertaba un interrogante: ¿estamos ante un trabajo de teoría social o de historia de Francia? En realidad, muy próxima a una prosapia braudeliana de historia social
y total de la cultura material
–donde, por ejemplo, la etnografía funcionaba como contrato instrumental y no como cazadora de símbolos a lo Clifford Geertz–,
De campesinos a franceses comparecía ante, al menos, cuatro cuestiones de su tiempo que se estaban apagando o modificando velozmente como dispositivos al uso de los historiadores. En primer lugar, ante una teoría de la modernización que buscó comprender, entre los años 1950 y 1960, el cambio social a través del pasaje de las sociedades tradicionales a las modernas a partir de un método histórico-comparativo en directa confrontación con la vieja hegemonía parsoniana. Con todo, cuando Weber publicó su obra, la crisis de aquella teoría ya era manifiesta. Junto con ella se sumaba el punto de vista que Weber defendía sobre el nacionalismo. Si bien su análisis se convirtió, como ha reconocido David A. Bell, en una referencia duradera para el caso francés (y análoga a la de Linda Colley para el mundo británico), tampoco dejó de ser rebatida pocos años después por perspectivas que se revelaron clásicas, como las de Ernest Gellner o Benedict Anderson. Por otra parte, y en lo que concierne al ámbito historiográfico propiamente dicho, Weber apelaba a una historia de las mentalidades muy francesa que, pese a observar un pequeño renacimiento en los años 1980 con la Nouvelle histoire, tenía su hora final muy próxima. Inclusive, desde 1974, el mismo Jacques Le Goff venía expresando sus dudas al respecto. Asimismo, Weber acudía a un concepto de cultura popular nisardiano cuya invectiva ya estaba en camino desde hacía, al menos, un lustro. Este concepto, que mucho tenía de folklórico, no podrá resistir el embate de una historia cultural que, de todas maneras, aún estaba en ciernes. Ahora bien, tampoco podría decirse que Weber hubiese asumido estas filiaciones sin críticas o matices, ni que su obra se haya visto sometida a las órdenes de algún mandato teórico (nada más lejos, por cierto, de su historiografía, indiscutiblemente empírica). De todos modos, todas esas herramientas merodeaban, bajo una u otra forma, en la textura argumental de De campesinos
a franceses
.

Dicho esto, anclar el esquema interpretativo de Weber únicamente al contexto historiográfico de su emergencia lo condenaría a una fosilización injusta. Su obra es mucho más que su entorno y continúa rebasando cualquier expectativa. De hecho, ninguna de esas inspiraciones tardías ha impedido que siga siendo una inconfundible obra maestra, un estudio magistral que, en cierto sentido, compensó esos rezagos con otros talentos. A diferencia de lo que ocurre con los historiadores pioneros que mencionamos más arriba (mucho más circunspectos en lo formal), Weber suele generar aún una inmersión arrolladora y lo hace de una forma tan imprevisible y cautivante que, tras leer las primeras páginas de su obra, difícilmente podamos abandonarla. Son muy pocos los historiadores que suelen alcanzar tal grado de cadencia y, menos aún, aquellos que, con simpatía y empatía hacia los sujetos interpelados, marcan un contrapunto irónico nunca exento, además, de un humor exquisito. Aunque tampoco sería justo reducir su obra a un cuadro anecdótico o tacharlo de hacer literatura. Nada más lejos. Por el contrario, a cada paso, Weber sostiene la autoridad de sus minuciosas explicaciones a través de una suma verdaderamente descomunal de fuentes históricas procedentes de casi todos los rincones de Francia: periódicos locales, informes estadísticos, cuadernos escolares, informes médicos y parroquiales, obras literarias menores (y mayores) o monografías regionales absolutamente desconocidas, entre muchas otras. Todas ellas seleccionadas y expuestas a toda luz para que el lector las husmee y hasta escuche aquellas voces de sabiduría popular que, como dijo el historiador Matt Matsuda, Weber descifra mientras “subraya deliberadamente la imposibilidad de una idiosincrasia única en individuos concretos”. De allí que también convendría aligerar la sobrecarga determinista que, en reiteradas ocasiones, le han endosado. Lo cierto es que su interpretación de las fuentes sigue un ritmo acompasado y nunca intenta extraer más de lo que le ofrecen. Y así lo advierte a cada momento. Por ejemplo, al indagar la disminución de la natalidad con respecto a la proporción de personas que contraen matrimonio en la zona de los Alpes y los Pirineos hacia 1831, señala “las generalizaciones solo pueden aspirar, por definición, a ser correctas en líneas generales, y las correlaciones entre una tendencia o característica local y otra pueden llevarse hasta cierto punto, pero no más allá” (p. 243). Toda la obra está sembrada con este tipo de cautela. En definitiva, ni el ingente relevamiento que Weber ha realizado, ni la perspicacia de sus observaciones sobre las conductas sociales podrían haber permitido, aunque lo quisiese, la compresión de sus resultados a un sentido único y lineal. 

Así pues, la obra explora la inevitable transición que sufrieron los campesinos franceses entre 1870 y 1914 frente a la embestida de la industrialización y de un Estado dispuesto a expandir una conciencia nacional por todo el territorio. Empero, llamar “francesa” a esa masa campesina resultaría del todo inexacto. Mientras que el título de la obra, De campesinos a franceses, anuncia la narrativa que seguirá esa brusca conversión (que, a pesar de todo, solo comenzó a ser visible en los años 1880), el subtítulo, La modernización del mundo rural, insinúa aquel clima teórico que la envuelve sin que por ello la rija: un dualismo centro-periferia tras el cual la comunidad campesina debía abandonar su aislamiento geográfico y cultural para integrarse a las huestes de una modernidad engañosamente emancipatoria que, por caso, solamente podía procurar la civilización parisina. O pasar, como ilustra el autor, de una economía “herbívora” a otra “carnívora” propia de las ciudades. Sin embargo, someterse a la coacción de ese Estado modernizador suponía para el campesino la pérdida de un modo de vida que acumulaba siglos de existencia. Por ende, no se equivocaba al sospechar cuál sería el precio a pagar: su propia desaparición. De allí, en fin, que llevase tanto tiempo doblegar su resistencia al cambio. Tal es lo que Weber intentaba demostrar junto con otra hipótesis que resultó quizá más polémica todavía: la nación francesa fue una construcción largo tiempo demorada que fabricó la III República y cuya consistencia como Estado realmente unificado y nacional solo tomó forma en pleno siglo xx hacia el inicio de la Gran Guerra. Y tal es el tríptico que De campesinos a franceses nos propone. En la primera parte de la obra, “Cómo era todo”, Weber levanta el telón de un universo rural previo a 1870 casi inmovilizado por su cárcel mental, compuesto por un “país de salvajes” que ni los viajeros reconocían como parte de su propio país al observarlos desde sus carruajes. Esos campesinos, corroídos por el miedo al crimen, a los lobos, a los incendios y, desde luego, al hambre, vivían en condiciones míseras, no hablaban francés sino una infinidad de dialectos y patois, por lo general, ininteligibles no solo para el hombre de la ciudad (y para muchas autoridades locales), sino también para los lugareños de los pueblos vecinos quienes, a su vez, tampoco habían salido de su aldea. Pesaban, medían y utilizaban, en caso de tenerla, una moneda cuyo empleo se reducía al ámbito local y se resistían a cualquier estandarización regida por el franco o el sistema métrico. Weber diseña, y tal ha sido el principal reproche que recibió su obra, una mentalidad campesina acaso demasiado homogénea que apenas daba lugar a una posible anomalía. Sin embargo, este tipo de crítica, pese a su virtual pertinencia, tampoco cumplía con el precepto historicista y contextual que ella misma decía defender en su rebate contra el anacronismo: sin duda, no era nada difícil medirla con la vara de lo nuevo e imputarle presuntos excesos hermenéuticos a una investigación que, como todo el mundo sabía, había comenzado mucho tiempo antes y que recién se publicó en el umbral de un momento historiográfico a punto de desplomarse. En todo caso, Weber seguía sosteniendo que la triunfante unidad territorial tan ponderada por la Revolución décadas atrás había sido tan solo una idea. Recordemos que este desplazamiento de la periodización hacia adelante, vinculada con el estancamiento del mundo rural y la volatilidad de un espíritu nacional (particularmente inquietante para la sensibilidad nacional francesa), fue uno de los puntos más discutidos, tanto por Maurice Agulhon (1986) como, más tarde, por Peter McPhee (1992) y James R. Lehning (1995), quienes llevaron aquella nacionalización, una vez más, hacia las primeras décadas del siglo xix.

En la segunda parte de la obra, “Los agentes del cambio”, Weber indaga los factores que forzaron ese proceso de aculturación a través de la integración territorial y la construcción de prácticas comunes por parte del Estado: la extensión de las carreteras y redes ferroviarias, la escuela como elemento nivelador mediante una alfabetización universal que permitía hacer propios la lengua oficial, el mapa de Francia o su historia nacional, y el servicio militar cuyo reclutamiento promovía la partida de la aldea y, por primera vez, tomar conocimiento del otro cual virtual desconocido y “extranjero”. Así fue como el “paisano” de pronto se convirtió en “compatriota”.

La última parte, “Cambio y asimilación”, presenta los alcances de todo ese proceso estatal, equiparable a una ocupación colonial en el interior de la cultura popular: fiestas nacionales, expansión de las ferias y mercados, la fuerza de los proverbios y la cultura oral, la paulatina permeabilidad de la literatura y del papier qui parle (es decir, la circulación de canards que actualizaban con sensacionalismo las principales habladurías) cuya transmisión, más allá del espacio local, aseguraba y contribuía a la emoción de sentirse parte de una comunidad nacional. Particularmente en esta tercera parte, si Weber practica algún tipo de historia cultural al estilo de Maurice Crubellier o de Manuel Tuñón de Lara como muchos han sostenido, debemos reconocer que esta se conduce aún bajo el mandato de una historia social, para más referencias, tal como se discutió y fue definida por el célebre coloquio de Saint-Cloud en 1965.

En suma, nos encontramos ante un experimento historiográfico, sacudido en todo momento por un efecto impresionista de familiaridad y alteridad que mucho debe también a Marc Bloch, según ha confesado el propio Weber. Por lo demás, cabe destacar que el hechizo de su relato y esa estética de lo sorprendente reaparecen sin menoscabo alguno en esta soberbia traducción al castellano del filólogo Jordi Ainaud i Escudero que Taurus, pese al tiempo transcurrido desde su primera edición, tuvo el coraje de publicar. A pesar de los aprietos que insume cualquier pasaje de lenguas (y este, en particular, dotado con un sinnúmero de obsolescencias rurales cuyo sentido hubo que reponer), el estilo de Weber presta, a tal efecto, un servicio inestimable. Ya lo había advertido un entusiasta Robert Mandrou en 1977 al reseñar la versión inglesa: “el refinamiento de su escritura agiliza tanto la lectura que ningún traductor tendrá dificultades para establecer un texto en francés límpido, claro y, a la vez, brillante”. Los lectores franceses, por cierto, fueron más afortunados que sus pares hispanohablantes, dado que tuvieron De campesinos a franceses al alcance de su idioma cuarenta años antes (1983), aunque bajo otro título, La fin des terroirs, algo así como “el fin de los terruños”. Y he ahí, precisamente, el meollo de todo el asunto. Finalmente, recordemos que, en castellano, solo se contaba con dos obras de Eugen Weber, la fantástica Francia, fin de siglo (1986), una suerte de versión urbana a menor escala de De campesinos a franceses (publicada por Debate tres años después), pero también con un viejo trabajo de 1965 que dirigió junto a Hans Rogger, La derecha europea (que apareció en 1971 bajo el sello de la editorial Luis de Caralt de Barcelona). Sería estupendo que Taurus, tras este valioso rescate y así como, entre 2006 y 2015, emprendió la traducción sucesiva e ininterrumpida de las últimas ocho obras de Tony Judt, reanudara esa práctica tan saludable con otros trabajos de Weber. Allí aguardan, junto con las que mencionamos al principio, My France. Politics, Culture, Myth (1991), The Hollow Years. France in the 1930s (1994) o Apocalypses. Prophecies, Cults, and Millennial Beliefs through the Ages (1999), obras que tampoco se detienen en su búsqueda por sorprender al lector.[1]

Andrés G. Freijomil

Universidad Nacional
de General Sarmiento / conicet



[1] El lector interesado en la obra de Eugen Weber puede consultar el dossier que le dedicó la revista Historia Social (nº 62, 2008), dirigido por Fernando Molina Aparicio, así como el publicado un año después por French Politics, Culture & Society, titulado “Revisiting Eugen Weber’s Peasants into Frenchmen” (vol. xxvii, nº 2, verano de 2009).