Joan W. Scott,

La fantasía de la historia feminista, traducción del inglés por Juan Ignacio Veleda,

Buenos Aires, Omnívora, 2023, 316 páginas.

Expresión de vitalidad del debate académico, insumo de movimientos por derechos y blanco de descalificaciones por parte de líderes impolíticos, el pensamiento feminista encuentra en la historiadora Joan W. Scott una de sus exponentes más reconocidas. Gracias a la editorial Omnívora contamos con una cuidada versión en español de su libro The Fantasy of the Feminist History, publicado en el 2011 por Duke University Press. Con un formato similar al de Género e historia, reúne seis capítulos y un epílogo, ensamblados en función de su propósito crítico más que de su comunidad temática, en los que avanza sobre la teorización del género y su potencial para reflexionar sobre los fundamentos epistemológicos y los métodos de la historia. Los más de veinte años transcurridos entre la publicación de ambas obras explican sus diferencias. En
La fantasía de la historia feminista, Scott abraza sin sus reparos de antaño la teoría psicoanalítica, pondera los desafíos del feminismo y su historia en un contexto globalizado, y confronta la puesta en orden de su legado. Asentada en la profesión, Scott se permite “arriesgarse a lo desconocido”, según titula su primer capítulo, parafraseando al historiador William L. Langer, quien exhortara, en 1957, a aproximarse al psicoanálisis. Juzga imprescindible este acercamiento para revitalizar el concepto de género y reconsiderar al sujeto de la historia. Insiste, siguiendo a Michel Foucault, en que este requiere pensarse como una dimensión siempre abierta, jamás delimitada, que no puede conceptualizarse como el producto determinado de la ley, sino como lo que escapa a su determinación. El sujeto de la historia deja de asociarse con el individuo racional autónomo, propio de las teorías liberales, o aquel construido colectivamente en su experiencia social, familiar a los historiadores de fines del siglo xx. Asimismo
–concluye Scott– la radicalidad crítica del psicoanálisis consiste en minar la confianza en filiaciones genealógicas y el uso de categorías analíticas supuestamente incontaminadas por nuestro presente, e inclusive nuestros deseos. 

Para ahondar en esos cruces disciplinares, La fantasía de la historia feminista incluye un artículo que Scott publicara en History and Theory, en el 2012.  En “La inconmensurabilidad de la historia y el psicoanálisis”
–título del séptimo capítulo– revisa los aportes de estudios pioneros de psicohistoria, en Europa y Estados Unidos. Insatisfecha con usos del psicoanálisis que juzga instrumentales, reivindica, siguiendo a Michel de Certeau, un acercamiento que ponga en jaque a Clío. Reclama potenciar la reflexividad respecto de las concepciones del tiempo de la historia (sus periodizaciones), su práctica narrativa, su definición de hechos y acontecimientos. Más que tomar prestadas etiquetas de diagnóstico, del psicoanálisis puede aprenderse a reponer las indeterminaciones del comportamiento humano y la fantasía “como una característica perpetua de la psique humana” (p. 302), que merece pensarse en su historicidad. Fantasía es –como lo anuncia el título de esta obra– un concepto omnipresente, complejo en sus acepciones, conforme apuntan diversas especialistas.[1] Scott desglosa algunos de sus significados al ponderar el estado de los estudios de género y la práctica política del movimiento feminista. En su segundo capítulo, “Historia del feminismo”, incita a abandonar la concepción de esa empresa de producción de conocimiento cual saga solidaria y rebelde, añorada desde un presente desencantado con la salvaguarda de carreras individuales, la fragmentación historiográfica y las disputas de poder institucional. Aunque reconozca cierta verdad en este diagnóstico, su consideración no es la prioridad. Subraya, en cambio, que esa retrospectiva nostálgica oculta las tensiones y discontinuidades que marcaron la construcción de una historia feminista. Esta melancolía, alecciona, no hace sino obturar la pasión crítica de Clío. En la misma dirección, el tercer capítulo, “El eco de la fantasía”, cuestiona aquellas narrativas del feminismo que asumen una identidad preexistente a las “invocaciones políticas estratégicas” y construyen una progresión teleológica de las luchas de las mujeres por su emancipación. Valoriza, en contrapartida, el análisis de la invención de las tradiciones –en los términos de Eric Hobsbawm– y sus usos en la legitimación de la acción política presente. Abona esta línea de indagación con el análisis de dos mecanismos de identificación retrospectiva o “fantasías”, característicos de los movimientos feministas occidentales: la figura icónica de la oradora y su antítesis la mujer madre. Estos recursos, explica, establecen fundamentos comunes basados en “asociaciones inconscientes”, desdibujan diferencias, y resultan, por tanto, de una formidable eficacia política.

Los tres capítulos finales se abocan a su clásica preocupación sobre el modo en que el género construye la política y esta al género. La novedad que ofrece La fantasía de la historia feminista radica en el juego de escalas en el que enmarca este ejercicio analítico –el cruce entre lo local y lo global– y la coyuntura en que lo posiciona: un presente signado por un conflicto internacional concebido como el enfrentamiento entre un mundo occidental –en teoría racional y secular– y el fundamentalismo religioso islámico. Scott llama a cuestionar la oposición reduccionista “razón de Estado” versus “fuerzas del terrorismo” (p. 163) mediante la agudeza de la “metodología feminista” que interroga sobre el “trabajo productivo” de las categorías y el sentido que persiguen. Desmonta esas “unidades ficticias” sobre las que se agita un feminismo que, al crear la ilusión de homogeneidad, remoza causas imperiales y se reclama emancipador de esas “otras” mujeres en el Medio Oriente o el Tercer Mundo. Pluralizar el feminismo –una postura largamente sostenida por las estudiosas sobre América Latina–[2] conduce a Scott a inquirir sobre sus condiciones históricas y espaciales de producción, las circulaciones y reapropiaciones de ideas y prácticas. Condensa su propuesta en el concepto de “reverberación”, referido a la circulación global de estrategias feministas plurales, documentadas con la proliferación del movimiento de mujeres de negro (Women in Black, wib), nacido en 1988 contra la ocupación israelí de Cisjordania y Gaza.

En pos de descifrar los sentidos cambiantes del feminismo occidental, Scott problematiza la sinonimia entre lo secular y lo sexualmente liberado. Su quinto capítulo, “Sexularismo, sobre el secularismo y la igualdad de género”, vuelve sobre la “larga marcha” del progreso, la emancipación y la libertad iniciada con la Revolución francesa (procesos constitutivos del secularismo) para dilucidar cómo operan las demarcaciones de las diferencias y, en base a ellas, las jerarquías entre lo político y lo religioso, lo público y lo privado, la razón y el sexo. Su examen de la genealogía del secularismo reconfigura, desde la perspectiva de género, los clásicos interrogantes sobre la relación de los nacientes Estados nacionales con la religión, el republicanismo y la ciudadanía en el mundo atlántico contemporáneo. En Scott, historia y política se fortalecen mutuamente. Su indagación sobre el secularismo se nutre de las controversias sobre el uso del velo por las mujeres musulmanas en el espacio público en Francia. A fin de terciar en este debate, revisa la asociación entre secularización occidental e imperialismo y procura conceptualizar la agencia de los sujetos por fuera del imaginario progresista liberal. Al reponer el sentido de las acciones de esas mujeres que defienden su derecho a la expresión religiosa desentraña cómo se reescriben hoy los derechos individuales en las democracias pluralistas. La tarea es doble, advierte: alcanzar una mayor comprensión de lo secular y lo religioso a la par que cuestionar “la división en sí misma, revelando su interdependencia conceptual y el trabajo político que realiza” (p. 230).

En su revisión sobre el feminismo occidental, Scott incluye la indagación de los cuestionamientos que aún hoy suscita. Su sexto capítulo, “La teoría francesa de la seducción”, aborda la interpretación que, en el marco del bicentenario de la Revolución francesa, ciertos intelectuales e historiadores articularon sobre la cultura estética y erótica de la nobleza y sus derivas en la definición de la identidad nacional. Según argumentan, la atracción entre hombres y mujeres (entendida como natural) ofrecía “una forma de vivir felizmente con la diferencia cuando no había posibilidad de paridad en la relación entre las partes” (p. 232). Para Scott, esta teoría presupone una armonía y complementariedad entre los sexos que posibilitarían un vínculo basado en el consentimiento amoroso. Cualquier puesta en discusión de esa anuencia o sus asimetrías se atribuye a un feminismo extranjero –en rigor, estadounidense– persuadido de que los individuos pueden decidir sobre sus propias identidades. Esta teoría es, a sus ojos, un “mito”, pues postula “un tiempo anterior a que la diferencia sexual se convirtiera en un problema” y asevera que “todavía hay algo en la identidad nacional francesa que escapa a sus dificultades” (p. 249). Su eficacia resta en ofrecer “un modelo afectivo para la política, con profundas raíces históricas” (p. 258). Desde esta concepción –que etiqueta como “nacionalista conservadora”– cualquier grupo que objeta ese orden amenaza la identidad nacional. Hoy, las mujeres con velo incumplen las reglas del juego de la seducción, que prescriben la visibilidad femenina como precondición de la galantería. Siguiendo este razonamiento, Francia no estaría denegando derechos a sus habitantes musulmanes, sino que estos se estarían autosegregando y descalificándose como ciudadanos franceses. Este capítulo exhibe tanto su lúcida lógica argumental como sus preferencias analíticas. Para impugnar los mitos “no alcanza con intentar corregir el registro fáctico, una historia más rigurosa no compite fácilmente con el encanto de la fantasía […]”. Prioriza, en cambio, “interpretar analíticamente –en este caso psicoanalíticamente– con el fin de explorar las implicaciones y compromisos políticos de esta teoría francesa de la seducción” (p. 234).

La fantasía de la historia feminista no se apega estrictamente al libro original. Inteligentemente, a modo de introducción, incorpora un capítulo de Scott publicado en la compilación Becoming historians en el 2009. Bajo el título “En búsqueda de la historia crítica”, Scott rememora sus primeros pasos en la historia social y su “giro feminista”, su encuentro con el postestructuralismo y su “giro lingüístico”, su transformación en una “historiadora intelectual, para quien la teoría –la teoría feminista– era y es la cuestión principal” (p. 50). Este preludio potencia las reflexiones del epílogo, nacidas de su compromiso con la organización de la colección Feminist Theory Papers, de la Biblioteca John Hay en la Universidad de Brown. Apelando a sólidas referencias, entre ellas a Carolyn Steedman, define al archivo como “el reino ilimitado de la imaginación, donde nuestros propios pasado, presente y futuro y los de otros se entrecruzan de manera impredecible” (p. 315). Y agrega: “no estoy diciendo que todo vale. Por supuesto hay disciplina; la investigación no puede proceder sin ella” (p. 315). Acotaciones de esta índole se multiplican en este libro a la hora de explicitar su posición sobre la historia. Por ejemplo, tras cuestionar los desvelos identitarios de la historia del feminismo, aclara: “la ansiedad vista en las repetidas escenas de los discursos públicos femeninos, desde luego, discute las relaciones de poder en el mundo “real” (comillas en el original, p. 154). Si bien confiesa: “nunca estuve enamorada de Clío. Los hechos, los acontecimientos, la causalidad, no era algo que me cautivara” (p. 15), evoca el goce experimentado en la creativa labor del archivo y sintetiza, magistralmente, la alquimia del oficio: “lxs historiadores hacen de la muerte un episodio menor, algo transitorio y no definitivo” (p. 310).

En su reseña sobre esta obra, la historiadora Luisa Passerini subraya la potencia reflexiva de Scott, incluso a pesar de sus propias ambigüedades teóricas.[3] Alude, en tal sentido, a su uso del colectivo ego-histoire, es decir su tendencia a integrarse en el conjunto “mujeres” a la par que insistir en reconocerla como una categoría socialmente construida, imposible de universalizar. El posicionamiento de Scott ante la historia sugiere una oscilación similar. En ocasiones, la disciplina le es ajena y queda relegada a la reconstrucción de un registro fáctico que, aunque riguroso, parece carecer de eficacia política. En otras, se la reconoce como propia, al estimarla una práctica valiosa para la crítica del presente. Tanto por sus certezas como por sus perplejidades, La fantasía de la historia feminista deviene un libro indispensable. Y esta versión en español llega en el momento oportuno, justo cuando más necesitamos fortalecer a Clío en su pasión crítica, ante los embates de voces cuya necia excentricidad no las vuelve por ello menos peligrosas, menos reales.

Silvana A. Palermo

Universidad Nacional
de General Sarmiento / conicet



[1] Kathleen Biddick, “How New Things Come into the World of Feminist History Reviewed Work(s): The Fantasy of Feminist History by Joan Wallach Scott”, Journal of Social History, vol. 46, n° 4, verano de 2013; Dean J. Carolyn, “The Fantasy of Feminist History by Scott”, The Journal of Modern History, vol. 85, n° 1, marzo de 2013; Claudia Bacci, “Comentario bibliográfico”, Rey Desnudo. Revista de Libros, vol. ii, n° 4, 2014; S. Alexander, “Sally. The Fantasy of Feminist History, by Joan Wallach Scott”, Psychoanalysis and History, vol. 17, n° 1, 2015.

 

[2] Véase Adriana Valobra, “Reverberos desde el Sur del Sur”, en “Tres comentarios sobre La fantasía de la historia feminista de Joan W. Scott (traducido por Juan Ignacio Veleda)”, Revista Descentrada, en prensa.

 

[3] Luisa Passerini, “Joan Wallach Scott, The Fantasy of Feminist History (Durham and London: Duke University Press, 2011), pp. 187”, Gender & History, Vol.25 No.2 August 2013, pp. 376–391.