Ángel Rama y las seducciones del antiintelectualismo

Gonzalo Aguilar

Universidad Nacional de San Martín / Universidad de Buenos Aires

 

 

La ciudad letrada puede leerse como el resultado de una paradoja fecunda: después de un extenso recorrido como escritor y crítico literario y siendo él mismo producto de un país marcado por una intensa actividad intelectual, Ángel Rama escribe un libro que está recorrido por cierto impulso antiintelectual o, al menos, por una postura acusadora del papel de los letrados en el vínculo que establecieron con la sociedad y el poder. Anclado en la idea de que la ciudad latinoamericana fue un “parto de la inteligencia” y el resultado de una alianza entre el poder y el saber letrado, el crítico uruguayo la desarrolla en más de doscientas páginas y en un período que abarca desde el siglo xvi hasta bien entrado el siglo xx. Para usar la conocida metáfora de Isaiah Berlin, en este libro Rama no se mueve como un zorro –tal era su costumbre– sino que se comporta como un erizo: concibe una idea y la pone a prueba a lo largo de toda la historia americana.[1]

La paradoja resulta más curiosa aún si se la confronta con el hecho de que la segunda edición en castellano del libro, en diciembre de 1984, casi simultánea a la publicación original de Ediciones del Norte, funcionó de algún modo como la presentación pública de la Fundación Internacional Ángel Rama. Se trata de un hecho inédito que, hasta donde yo sé, no se produjo con casi ningún otro intelectual latinoamericano: el acta inaugural de la Fundación, que seguiría sacando otros libros póstumos de Rama, está firmada por el entonces presidente de Uruguay, Julio María Sanguinetti, y los presidentes de la Argentina, Raúl Alfonsín, y de Colombia, Belisario Betancourt; los expresidentes de Venezuela, Luis Herrera Campins y Carlos Andrés Pérez, y, como si esto fuera poco, y consagrándolo como intelectual trasatlántico, el presidente de España, Felipe González. No conozco un caso igual de tantos presidentes apoyando a un intelectual, a un crítico literario podríamos decir, para alegría del gremio. Es una legitimación muy importante en el retorno de la democracia y habla de la importancia de Rama y también del concepto genial de “ciudad letrada” en ese proceso de democratización de los 80, que lamentablemente no pudo ver.

La paradoja se hace aún más enigmática si nos preguntamos sobre la finalización del argumento de La ciudad letrada en la década de 1920, no solo porque evita a las vanguardias de esa década, sino también la década del sesenta, que es sobre la que Rama más escribió. Por alguna razón, prefirió suspender los esplendores y miserias de la ciudad letrada antes, mucho antes de esa década, casi a principios del siglo xx, con el capítulo final “La ciudad revolucionada”.

Adrián Gorelik, en el prólogo de esta edición y en diálogo con las investigaciones de Facundo Gómez, propone una hipótesis elegante y fundamentada que permitiría salir de la aporía y es la siguiente: leer los “agradecimientos” de Las máscaras democráticas y de La ciudad letrada como un homenaje a la “independencia crítica de profesores, escritores y estudiantes” en una “amplia democratización de las funciones intelectuales”.

Sin embargo, la hipótesis no suprime el hiato y el “resto del siglo xx”, como lo llama en un pasaje de La ciudad letrada, ese resto, el resto, se erige, cuando se cierra el libro, como una presencia fantasmal, dilacerante y agazapada que, a la vez, nunca llega a tomar forma, pese a no dejar de ser convocada mediante señales, indicios y suposiciones.

El armado del libro no solo sugiere que el siglo xx continúa a los que lo preceden (es decir, que ningún gran corte debe ser practicado), sino que nada de lo que sucedió en él debe llevar a cuestionar lo que es válido al menos desde 1521 (algo que ya se advierte en el primer párrafo cuando, en un salto audaz, compara la destrucción de Tenochtitlán con la creación de Brasilia en pleno siglo xx). El método, que es foucaltiano por su interés en vincular las formaciones de saber a las de poder, es –en este aspecto, el de la periodización histórica– opuesto al de Foucault, en cuanto Rama no avanza hacia el pasado en busca de las discontinuidades (tal es el método que utiliza Foucault, por ejemplo, con el suplicio que describe al comienzo de Vigilar y castigar) sino que, a partir de una matriz, avanza desde el pasado hasta el presente con innumerables giros que evidencian similitudes y persistencias. El verbo “modela”, las expresiones “se reencuentra” y “mismo esquema”, o las frecuentes alusiones a las similitudes y a la “acumulación histórica” dan cuenta del ritornello que comanda el relato. El procedimiento es bastante curioso, en primer lugar porque ya a principios del siglo xx la mutación de los medios de reproducción fue tan profunda que la insistencia de Rama en la letra resulta, a su vez, obstinadamente letrada. La aparición de la fotografía, la publicidad, la radio (sobre todo la radio, que fue tan importante para la política de masas), el cine, la amplificación del sonido que posibilitó los discursos en las plazas a las grandes multitudes, no reciben ninguna atención en el último capítulo ni en la obra de Rama en general. Esta omisión (parcial) de los medios masivos constituye otra de las paradojas del libro, pero a la vez creo que permitiría pensar el lugar de los letrados en la ciudad mediática. Las transformaciones de los medios, sobre todo los medios de reproducción, nos llevan a pensar el concepto de ciudad letrada para pensar las discontinuidades. Por ejemplo, en la ciudad de las redes en las que actualmente vivimos y en el uso que hacen de una red como Twitter los dirigentes políticos más poderosos en una transversalidad no intelectual y descarga emocional, la ciudad letrada encuentra que sus procedimientos tradicionales (argumentación, discurso lineal, posición de autoridad) ya no tienen la efectividad de antaño.

En segundo lugar, Rama redacta su texto a principios de los ochenta, cuando el exilio latinoamericano, del cual él formaba parte, estaba conformado en buena medida por intelectuales y letrados que se habían enfrentado con los poderes establecidos. No solo eso: las dictaduras del continente (en la Argentina, en Chile, en Uruguay, en Brasil, en Paraguay, en Perú) habían sido tan terminantes en su rechazo a toda manifestación de intelectualidad, que pocas cosas parecían menos adecuadas que un estudio en el que se trazaban las complicidades del trabajo intelectual con el poder. Ángel Rama, uno de los exponentes de la tradición progresista ilustrada del continente, comienza a articular en ese contexto una posición antiintelectualista.

A esta segunda paradoja se le suma una tercera: La ciudad letrada termina con una reivindicación de la figura de Mariano Azuela, un letrado no intelectual y con quien Rama, que se consideraba a sí mismo un parvenu, le gustaba identificarse (le encanta por ejemplo cuando en Campinas, alguien le dice: “Você é differente! Você não é profesor!”).[2] En el último párrafo, tomado de Los de abajo, Rama se propone marcar la ambigüedad de los intelectuales, pero en realidad esta ambigüedad, que a duras penas se ajusta a la Revolución mexicana, resulta problemática aplicada a los tres últimos procesos revolucionarios que se habían producido en el continente (me refiero a las revoluciones de Cuba, Chile y Nicaragua). ¿O no? ¿O hay que considerar que el Caso Padilla está inscripto en el libro con tinta invisible? Habría que explicar o disipar, entonces, estas paradojas.

Prefiero entonces pensar que Rama quedó enredado en su propia idea de erizo, o mejor, que tuvo que pagar tributo a los resultados de su experiencia de los 60, que va del entusiasmo con los narradores modernizadores del boom a la búsqueda de salidas alternativas a las que habían ofrecido la intelectualidad y la crítica literaria. Su inclinación por el testimonio, Rodolfo Walsh, Mariano Azuela, Ariano Suassuna o por la transculturación de Arguedas daría cuenta de este interés por esas prácticas en las que la élite letrada se abre a lo popular: las clases sobre García Márquez en Colombia, que se titularon La narrativa de Gabriel García Márquez: edificación de un arte nacional y popular, son un ejemplo de esto. Hasta puede leerse La transculturación narrativa como un desplazamiento geocultural en el que Rama se interesa más por la región andina que por otras de tradición más urbana.

Otro giro se produce también en esos años cuando Rama se reconcilia con los escritores del boom en lo que llama “un regreso a casa”. La fórmula aparece en una reseña sobre Agua quemada de Carlos Fuentes, pero se aplica también a La guerra del fin del mundo de Vargas Llosa (“la novela popular-culta”) y Crónica de una muerte anunciada de Gabriel García Márquez. Se producen otros cambios en el pensamiento de Rama, como la presencia intempestiva de Nietzsche en Las máscaras democráticas del modernismo, y solo podemos especular sobre sus desarrollos posteriores. Sin embargo, está claro que la década del setenta configura un esfuerzo del crítico uruguayo por salirse de la doxa de la crítica cultural y literaria con su giro etnográfico y el cuestionamiento de la autonomía del intelectual, que ejemplifica al final de La ciudad letrada con su lectura de Los de abajo.

En 1964, Ángel Rama publica en la revista Casa de las Américas el ensayo “Diez problemas para el novelista”, impulsando la renovación de la escritura narrativa y la modernización de la literatura. En consonancia con su trayectoria previa, Rama sintetizaba magistralmente los postulados de lo que podría denominarse una izquierda intelectual ilustrada que ponía el acento en la función modernizadora y pedagógica de la escritura y en los letrados (narradores, pensadores, cientistas sociales) como sus agentes privilegiados.

En las transformaciones que se observan al confrontar los ensayos de 1964 y los de los ochenta, uno de los momentos clave se produce en 1969 cuando Rama propone el género testimonio como categoría para el concurso de Casa de las Américas, iniciando la búsqueda de una formación literaria alternativa a la narrativa del boom: “el boom –declara entonces– establece expresamente un recorte empobrecedor de nuestras letras que deforma y traiciona”.

Me parece que acá hay un punto central, porque no hay que olvidar que el género testimonio (y pienso en títulos de la época, como Biografía de un cimarrón, y otros posteriores, como Si me permiten hablar. Me llamo Domitila, de la socióloga Moema Viezzer, o el fundamental Me llamo Rigoberta Menchú y así me nació la conciencia, de Elizabeth Burgos Debray) se apoyan en una serie de binarismos (articulados alrededor de la oposición oralidad/escritura) que Rama intentará desmontar con la figura de los mediadores, el mestizo en La transculturación y el “letrado solidario” en el testimonio. Es decir, una salida de la ciudad letrada de la mano de los letrados dispuestos a cuestionar la tradición a la que pertenecen y su lugar de enunciación.

El interés por el género del testimonio, por la novela policial de Rodolfo Walsh (“novelas policiales del pobre”), por el teatro de Ariano Suassuna (todo en ensayos que incluye en Literatura y clase social, publicado en 1983), por la investigación de las raíces etnográficas en García Márquez (antes que su relación con Faulkner) es parte de una misma inquietud: cómo definir el corpus de una literatura que pueda pensarse, para decirlo con palabras de Antonio Cândido, por fuera de las “racionalizaciones ideológicas reinantes”.[3] Es tan fuerte esta necesidad de construir series no hegemónicas que en el ensayo “Rodolfo Walsh: La narrativa en el conflicto de culturas”, de 1974, se lee:

 

Como ningún otro país de América Latina, la Argentina ha llevado tan a fondo el proceso educativo nacional y ha controlado con sin igual mano férrea y enguantada los instrumentos de la comunicación masiva, concediendo primacía al adiestramiento cultural para internalizar un sistema de valores, pudo creerse, desde los sectores medios conformados por ese proceso desde la infancia, que el universo de las aulas, la palabra escrita o las imágenes impuestas, constituía la totalidad social, reemplazaba las singularidades de la realidad, sus variaciones, sus anacronismos, sus irregularidades, sus sabores peculiares, sus remanencias. Pudo creérselo además porque una de las sabidurías del proyecto oficial de la cultura dominante consistió en no negar ni ignorar (como hicieron las culturas andinas de dominación) a los productos de las subculturas, sino que los integró al plan de encuadre ideológico, claro está que neutralizándolos y despojándolos de sus violencias reivindicativas, tarea para la cual prestó ayuda, tal como ocurriera en la cultura europea, la sobrevaloración de la apreciación estética en desmedro de la capacidad referencial de la literatura. De José Hernández a Gabino Ezeiza, del pericón al tango, del gaucho al compadrito, de Florencio Sánchez a los saineteros, todo producto de las subculturas fue molido en la rueda del plan de la dominación. Para esa realización, tanto más aguda y clarividente que la ineficaz tendencia a imponer miméticas apropiaciones de los modelos europeos, se contó con un equipo intelectual de excepción: piénsese en lo que Sarmiento hizo con la figura de los caudillos rurales, Mitre con la historia de la emancipación, Lugones con la literatura gauchesca, Borges con el compadrito y el universo suburbano.[4]

Las tres líneas básicas de la postura teórica de Rama se perfilan aquí: en primer lugar, la construcción de dos formaciones culturales a las que llama “dominada” y “oficial” y la inclusión en esta última de los letrados, más allá de su posible heterodoxia. La segunda pieza de este esfuerzo por salirse de la modernización de la “cultura dominante” está en la inversión que Rama lleva a cabo del modelo derrideano con el fin de demostrar que, en la historia cultural latinoamericana, es la escritura, y no la oralidad, la que está aliada al poder (no habría logocentrismo sino grafocentrismo). Desplaza entonces ese binarismo de la letra escrita a la oralidad, aunque sean necesarios los letrados como Arguedas que den el salto, que hagan la mediación. Finalmente, la inclusión de la mayoría de los letrados en la formación dominante lo lleva a atribuirle a esa formación unos rasgos homogéneos que persistirán hasta la redacción de La ciudad letrada. Así, en este pasaje se habla de un “equipo” en el que estarían Sarmiento y Lugones, Mitre y Borges. Como corolario de esta perspectiva, entonces, la cultura dominante es un “proyecto oficial”, hubo un “plan de encuadre ideológico” y Sarmiento, Lugones, Mitre y Borges forman un “equipo intelectual”.

La figura de los mediadores en el giro etnográfico tendría su mayor exponente en Transculturación narrativa y en la crítica más fuerte a los sectores letrados que aparece en La ciudad letrada con los conceptos de “ceguera antropológica” y “tabula rasa”. Sin embargo, uno podría disentir con Rama y postular que la “tabula rasa” puede tener efectos benéficos como sucede con las vanguardias cosmopolitas (que Rama somete a dura crítica en Transculturación…) o en lo que fueron las luchas de la Independencia. ¿San Martín hubiese cruzado la cordillera, con su biblioteca ilustrada a cuestas, sin la tabula rasa, lo que Rama llama “ceguera antropológica”? Cuando llegó a Lima (ciudad a la que entraba por primera vez en su vida), el Libertador dijo: “La biblioteca, destinada a la ilustración universal, es más poderosa que nuestros ejércitos para sostener
la independencia”.

El antiintelectualismo es hoy algo tan difundido que es necesario ser muy cuidadoso en no confundir las innumerables hebras que lo forman y que no siempre llegan a constituir un conjunto coherente (antes bien, y a favor de su propia naturaleza, el antiintelectualismo suele exhibirse deshilachado y espontáneo). En realidad, aun en el seno del antiintelectualismo hay formaciones diferentes que llegan a ser antagónicas entre sí: porque si por un lado está el antiintelectualismo autoritario (generalmente articulado por las dictaduras militares), por otro está el mediático que se basa en el rechazo de todo aquello que no es pasible de ser espectacularizado. Estas dos formaciones, que pueden encontrarse o distanciarse según los contextos, poco tienen que ver con otros dos tipos de antiintelectualismo: el de los letrados (aquellos que buscan una característica para separarse o distinguirse de sus pares pese a que ejercen un oficio intelectual) y el popular (el más complejo por la cantidad de variables que contiene y por la extensión de su historia). Son cuatro variantes del antiintelectualismo (autoritario, mediático, letrado y popular) que difícilmente se encuentren conviviendo en un mismo discurso y que pueden tener diferentes niveles de articulación, desde reacciones espontáneas de la vida cotidiana a ensayos críticos y políticas de Estado. Pese a ser de diferente orden, cualquiera de estas formaciones se organiza alrededor de una serie de binarismos básicos (inteligencia / sentimiento, élite / pueblo, frialdad / pasión, argumentación / resolución), de los cuales los intelectuales poseerían los primeros términos (excesivamente) y carecerían de los segundos. La oposición última que sostiene todos los binarismos es la que se da entre pensamiento y acción, ya que, como escribió Hannah Arendt, “la característica principal del pensar es que interrumpe toda acción”.[5] Este binarismo no tendría por qué ser objetado si no creyéramos que pensar es también una forma de acción, desviada, necesaria y fecunda.

A Rama podría considerárselo dentro de un antiintelectualismo de los letrados, aunque bastante atenuado. Tal vez sería mejor denominarlo una crítica del papel del intelectual para ampliar su radio de acción, y de ahí que sea tan importante para él cuestionar la noción “occidental” o capitalista de campo intelectual. En su ensayo sobre Norberto Fuentes advierte:

 

Este punto conflictivo hace a la originalidad del “caso Norberto Fuentes” y lo distingue del de Padilla: este se habría arrogado, por su especificidad de escritor, el derecho a la crítica, sin acompañarlo de otras prestaciones a la sociedad. Situación, por lo demás, idéntica a la de los intelectuales críticos de izquierda en los países latinoamericanos.[6]

 

La contraprestación, que es de carácter moral, tiene una larga tradición en el pensamiento de izquierda latinoamericano. En su argumento, Rama la utiliza como un modo de escapar a la “perniciosa” autonomía del campo intelectual.

Este hiato del que venimos hablando hace que el capítulo final de La ciudad letrada sea problemático. Rama sigue acentuando las continuidades y dice que las dos revoluciones que toma como referencia (la mexicana y la que se produce en Uruguay) “modelan el siglo que entonces se iniciaba”. El tema es más que nada el surgimiento de los partidos de masas, de la relación con los intelectuales que se convierten en “correligionarios” (término que utiliza dos veces), la cultura popular y la tensión entre democracia y autoritarismo que llega a la sorprendente fórmula “autoritarismo democrático” que sirve hasta para pensar procesos actuales (la mención de Cesarismo democrático de Laureano Vallenilla Lans, de 1919, libro recuperado después por intelectuales partidarios de Chávez, podría abrir toda una reflexión sobre el “autoritarismo democrático” que pareciera ser, a los ojos de Rama, la salida más realista para la modernización del continente). El foco puesto entonces en la década del diez como modeladora del siglo por venir explica ausencias sorprendentes como las de Mariátegui o de las vanguardias de los años veinte, lo que no quiero decir que sea una falta, sino que se trata de calibrar cómo Rama se ve llevado por su idea matriz y cómo la amplía en la frase final del libro donde se refiere a la teoría de las dos espadas, y habla del “mismo esquema en distintas épocas y situaciones”. La propuesta ya excede el marco de lo latinoamericano y se proyecta a una oposición entre poder espiritual
y poder temporal que en la vieja Europa se manifestó en los conflictos entre el papa y el emperador. La cultura latinoamericana sería una variante de este enfrentamiento y estaría en la órbita de un colonialismo del que Rama intenta escapar.

Antes de este pasaje, Rama hace una lectura de Los de abajo a la que ya había diseccionado en su ensayo “Mariano Azuela: ambición y fracaso de las clases medias”. Resalta dos frases que aparecen en la novela: “¡qué bien habla el curro!” y “por los curros se ha perdido el fruto de las revoluciones”. Rama concluye su libro con el análisis de estas dos frases: ¿se está refiriendo con estas palabras a todas las revoluciones del siglo xx? Así parece, si nos guiamos por el carácter de ejemplaridad que le otorga a la Revolución mexicana: “mucho más parecida a lo que se acostumbraría en el resto del siglo”.

En Los de abajo, los soldados villistas se deshacían de una máquina de escribir que habían cosechado en uno de sus “avances”.

 

Era una máquina de escribir nueva, que a todos atrajo con los deslumbrantes reflejos del niquelado.

La “Oliver”, en una sola mañana, comenzando por valer diez pesos, depreciándose uno o dos a cada cambio de dueño. La verdad era que pesaba demasiado y nadie podía soportarla más de media hora.

[…]

La Codorniz, por veinticinco centavos, tuvo el gusto de tomarla en sus manos y arrojarla luego contra las piedras, donde se rompió ruidosamente.[7]

 

Pese a reconocer la existencia de los otros dos letrados que aparecen en la novela (Solís y Valderrama), al privilegiar el personaje de Cervantes Rama imprime en esta matriz el rasgo de la traición como si fuera inescindible de la figura del intelectual. Parece difícil no recordar ¡Viva Zapata! (1952) de Elia Kazan (otro traidor), donde se observa lo difundido que estaba el relato de la traición de los intelectuales en el imaginario internacional-popular que difundía el cine (no hay que olvidar que John Womack Jr., el autor del clásico Zapata y la Revolución Mexicana, fue asesor del guion). En la historia del film, el intelectual Pablo (Lou Gilbert) entrega y traiciona a Zapata (Marlon Brando), de quien se había convertido en consejero. Curiosamente, una escena del film repite una escena de la novela de Mariano Azuela: una máquina de escribir, símbolo del intelectual y de la cultura escrita, es arrojada por una pendiente y entregada a la destrucción.

Azuela –quien asume una perspectiva de indignación apenas disimulada por su realismo– marca, mediante sus “deslumbrantes reflejos”, la ambigüedad que provoca la máquina de escribir entre la soldadesca. Esos “deslumbrantes reflejos” evocan, sin duda, el efecto que los letrados tenían sobre los revolucionarios y lo perniciosa y superficial
que solía ser esta relación.

También es verdad que, pese a lo antipático del personaje, la función que cumple Cervantes en la narración admite otra lectura, ya que es él quien transforma, por medio de su palabra, la lucha de Demetrio de local en nacional. Cuando los soldados dicen “hacemos la lucha como podemos” y el líder Demetrio sostiene que “no quiero yo otra cosa, sino que me dejen en paz para volver a mi casa”, Cervantes responde: “usted se ha levantado contra el caciquismo que asola a toda la nación” (pp. 42-43). Es el letrado, más allá de sus intenciones espurias, el que dota a los soldados de Demetrio de un contenido revolucionario y nacional: sus palabras convierten al soldado resentido con el cacique en un miembro del “gran movimiento social”
(p. 44). Esa es tal vez una opción que, complementaria a la de Rama, también deberíamos explorar: cuando la palabra de los letrados abreva en su propia tradición para la construcción de una emancipación posible.
o



[1] El libro El erizo y la zorra (Barcelona, Muchnik, 1998) de Isaiah Berlin se basa en un verso del poeta griego Arquíloco: “La zorra sabe muchas cosas, sin embargo, el erizo solo una e importante”.

 

[2] Juan Poblete: “El Diario de Ángel Rama: el exilio intelectual y el intelectual en el exilio”, en Estudios (Revista de Investigaciones Literarias y Culturales), Caracas, julio-junio de 2004.

 

[3] Antonio Cândido, O discurso e a cidade, San Pablo, Duas Cidades, 1993, p. 51.

 

[4] Clase y literatura social, Buenos Aires, Folios, 1983, p. 202. Esta dominación tan férrea y exitosa hace, según Rama, que la irrupción de la cultura popular en la Argentina adquiera,
a menudo, formas “grotescas, casi en el límite de la irrisión” (p. 203).

 

[5] Véase “El pensar y las reflexiones morales” (1971), ensayo incluido en Hannah Arendt, De la historia a la acción, Barcelona, Paidós, p. 115.

 

[6] Clase y literatura social, p. 244.

 

[7] Mariano Azuela, Los de abajo, México, Fondo de Cultura Económica, 1980, p. 65. Todas las demás citas de la novela pertenecen a esta edición.