Universidad de California en Berkeley
El presente texto fue leído por Martin Jay como conferencia de apertura del I Congreso Nacional de Teoría Crítica “La Argentina y el centenario del Instituto de Investigación Social”, celebrado en la ciudad de Buenos Aires durante los días 1, 2 y 3 de noviembre de 2023, con el apoyo de la Agencia Nacional de Promoción de la Investigación, el Desarrollo Tecnológico y la Innovación, la Alexander von Humboldt-Stiftung, la Universidad de Buenos Aires y, en particular, la Facultad de Ciencias Sociales de dicha universidad, el Instituto de Investigaciones Gino Germani y el Laboratorio de Investigación en Ciencias Humanas perteneciente a la Escuela de Humanidades de la Universidad Nacional de San Martín. La conferencia contó con los comentarios de Elías J. Palti. Prismas agradece a Santiago M. Roggerone, coordinador del Grupo de Estudios de Teoría Crítica Contemporánea (iigg-fsoc-uba), que estuvo entre los organizadores del Congreso y se ocupó de la traducción al castellano del texto de Jay.
Conmemorar el primer siglo del Instituto de Investigación Social centra inevitablemente nuestra atención en el arco narrativo de su desarrollo, institucional y teórico, desde 1923.[1] Nos inclina a modelar esa narrativa en términos de la formulación y la concreción (o no) de diferentes proyectos, los desplazamientos geográficos del personal del Instituto a través de la emigración y el retorno parcial a Frankfurt, y la sucesión de diferentes generaciones surgidas a partir de sus principales figuras. Podemos tramar esa narrativa diacrónica de diversas maneras: un desafortunado declive del período heroico de la primera generación, un reajuste necesario a las nuevas realidades de un mundo cambiante por parte de la segunda, una lucha por mantener la cuota de mercado de una “teoría crítica” definida de forma más amplia por parte de la tercera. Puede elegirse la opción que sea, pero, en cada caso, la estructura de la historia sigue siendo cronológica, y su protagonista, ya sea el Instituto, la Escuela de Frankfurt o la teoría crítica, se solapa o es esencialmente la misma. El resultado es una narrativa de desarrollo inmanente que respeta la tradicional predilección historicista por la individualidad, la continuidad y la evolución.
El historicismo, sin embargo, es precisamente lo que la Escuela de Frankfurt, especialmente a través de Benjamin y Adorno, rechazó como forma de dar sentido a la compleja relación entre pasado y presente, sobre todo cuando el objetivo era posibilitar un futuro mejor. Quizás el intento más ambicioso de diseñar una alternativa fue el proyecto inacabado de Benjamin sobre los Pasajes, basado en la sugerente idea de las “imágenes dialécticas” y que yuxtaponía los escombros dejados por la destrucción de las narrativas convencionales en una nueva constelación que sugería anticipaciones de un futuro alternativo. Aunque aplicar un método semejante a la historia centenaria del Instituto sería, cuando menos, un proyecto abrumador, permítaseme al menos especular sobre cómo tal aplicación podría llegar a ser.
Una ponencia que escribí para una conferencia en Frankfurt organizada por Rainer Forst con motivo del cincuenta aniversario de los acontecimientos de 1968 ofrece un posible enfoque. Ha aparecido en mi reciente colección de ensayos titulada Immanent Critiques.[2] Para dar sentido a ese año talismánico en la historia de la teoría crítica era necesario, argumenté, yuxtaponerlo tanto con 1967 como con 1945. El primero implicó la guerra de los Seis Días en Oriente Medio, el segundo el final de la Segunda Guerra Mundial y la revelación de todos los horrores del genocidio nazi. Ambos acontecimientos fueron de gran importancia para los profundamente traumatizados judíos alemanes, que habían sobrevivido al Holocausto y temían que se repitiera en el presente. El resultado, para resumir un argumento mucho más complicado, fue su reticencia a compartir la romantización de los movimientos de liberación del Tercer Mundo por parte de la Nueva Izquierda alemana, especialmente cuando el apoyo a la causa palestina se convertía en antisemitismo explícito.
Hay muchos otros candidatos a campos expandidos que irían más allá de una narrativa historicista de desarrollo inmanente directa y proporcionarían nuevas constelaciones en las que resituar momentos o acontecimientos cuyos significados inesperados podrían revelarse bajo una nueva luz. No todos ellos dependerían de la yuxtaposición inesperada de fechas significativas. Podríamos comparar, por ejemplo, la lucha de la teoría crítica por integrar a Freud y a Marx con los esfuerzos paralelos por aplicar las lecciones del psicoanálisis más allá de los límites de la terapia personal. Podríamos centrarnos en sus contribuciones al giro lingüístico en las humanidades o en su relación con variantes alternativas de la filosofía continental. Podríamos explorar su reacción ante el pensamiento postsecular y los desafíos de la teología política o revisitar sus ideas sobre el autoritarismo y la sociedad chantajista a la luz de la actual crisis de la democracia. La lista podría ampliarse fácilmente y, por supuesto, se basaría en muchos ejemplos anteriores de estudios que han tratado de abordar estas cuestiones. Pero la cuestión más importante es que las futuras historias de la Escuela de Frankfurt tendrán que reconocer que estos campos de fuerza expandidos implican una historia polifocal y temporalmente no lineal, que no puede armonizarse fácilmente en una metanarrativa unificada y coherente entendida en términos historicistas.
Quiero ofrecer rápidamente dos ejemplos de cómo podría llegar a ser la expansión del campo, uno procedente de los primeros días del Instituto y el otro más cercano al presente. El primero se refiere a la relación de la Escuela de Frankfurt tanto con el marxismo como con la investigación social; el segundo, a su relación con otras tradiciones académicas de crítica, como las que informan a los estudios poscoloniales o queer. Cada una de ellas puede abordarse fructíferamente prestando atención a lo que, a primera vista, podría considerarse como una elección trivial de nombres en la autopresentación del Instituto. Al hacerlo, recuperaremos uno de los significados originales de la palabra griega eúphēmos, que significa tanto “auspicioso” como “que suena bien”.
Como es bien sabido, el campo de fuerzas más amplio del que surgió el Instituto era el resultado líquido e inestable de la exitosa Revolución rusa y del recuerdo aún fresco de las revoluciones fracasadas de Europa Central. Aunque, en retrospectiva, 1923 puede considerarse el año en que en la República de Weimar comenzó media década de relativa estabilidad, no estaba en absoluto claro que el momento revolucionario hubiera pasado, o que la lucha de clases proletaria fuera una fuerza agotada. Tampoco era todavía seguro que la Unión Soviética se movería un año después de la muerte de Lenin en una dirección estalinista y que un Partido Comunista Alemán (kpd), completamente bolchevizado, se subordinaría a la Komintern. Era todavía también posible teorizar e incluso planificar la transición del capitalismo al socialismo basándose en el modelo soviético. Lo que los observadores posteriores llamarían marxismo occidental –un término que Maurice Merleau-Ponty no introdujo hasta 1955 en Las aventuras de la dialéctica para distinguir varias alternativas heterodoxas a la ortodoxia comunista– no se vislumbraba aún en el horizonte.
La historia del Instituto se escribe a menudo en términos teleológicos como un ejemplo temprano de la retirada marxista occidental del análisis económico y la praxis radical en favor de cuestiones culturales y estéticas entendidas en términos cada vez más pesimistas. Es sin embargo importante reconocer el contexto marxista militante, en ocasiones incluso utópico, del que el Instituto surgió, para evocar así su potencial de desarrollo diferencial. Como se desprende de recientes investigaciones basadas en una gran cantidad de nuevas fuentes sobre los papeles centrales de Félix Weil y Friedrich Pollock en los primeros años del Instituto, y otros de menor importancia como los de Julien Gumperz y Karl Schmückle, a menudo su personal incluía figuras directa o indirectamente implicadas con el kpd y la Komintern. Entre ellos había no solo colaboradores marginales como Richard Sorge, cuya extraordinaria carrera como espía soviético se conoció mucho más tarde, sino también otros como Eduard Fuchs, quien dirigió un efímero esfuerzo por establecer en Berlín un archivo de materiales, predominantemente de fuentes del kpd, bajo los auspicios del Instituto. Aunque fracasó, la colaboración más conocida con el Instituto Marx-Engels de Moscú de David Riazánov en la primera gran edición de textos de Marx y Engels da cuenta de la esperanza en que el experimento soviético todavía podía tener éxito.
Weil, por su parte, no parece haber abandonado esa esperanza hasta bien entrada la década de 1930, como indica el que siguiera informando a la Komintern durante sus diversas estancias en la Argentina. En otras palabras, por mucho que en último término se apartara de sus orígenes, el crisol del Instituto era el de un marxismo militante, envalentonado por el éxito de la revolución bolchevique e inspirado por la esperanza de que su trabajo pudiera contribuir a una revolución socialista en otros lugares y en un futuro previsible.
El reconocimiento de estos hechos puede proveer munición a los ahora omnipresentes críticos de extrema derecha del “marxismo cultural”, los cuales quieren reducir todo el siglo de historia del Instituto a unos orígenes siniestros, incluso a veces afirmando ridículamente que era una fachada del frente comunista, organizada por Willi Münzenberg.[3] Pero solo cobran sentido cuando se yuxtaponen con los indicios de que desde el principio algo novedoso e inquietante también estuvo presente en el adn del Instituto, incluso antes de que Max Horkheimer asumiera su dirección en 1930. A pesar de la frecuente interpretación de la decisión de Weil de no llamarlo “Instituto de Marxismo”, en favor del más anodino “Instituto de Investigación Social”, como una treta esópica destinada a ocultar su verdadera agenda, el nuevo nombre indicaba de hecho una innovación en la historia del marxismo: una empresa académica afiliada a una universidad cuyo objetivo era algo llamado “Sozialforschung”. El nombre no solo aludía a la investigación histórica del movimiento obrero, que había sido un interés especial del primer director del Instituto, el austromarxista Carl Grünberg, o la recolección de materiales de archivo, sino también la integración de técnicas científicas sociales de vanguardia, tanto cuantitativas como cualitativas, en el programa del Instituto en su conjunto.
Incluso cuando el filósofo Horkheimer asumió la dirección y tuvo lugar el giro hacia lo que, tras su ensayo seminal de 1937 aparecido en la Zeitschrift für Sozialforschung del Instituto, pasó a denominarse teoría crítica, el compromiso con la investigación social siguió siendo firme. La forma de conseguirlo, por supuesto, fue siempre un problema en la historia del Instituto, que trataba de distinguir su trabajo de la sociología convencional –wertfrei–, con su fe en la investigación desinteresada y a menudo cuantitativa. Se iniciaron varios proyectos que fueron abandonados, completados solo en parte o cuya publicación se retrasó. Las relaciones con científicos sociales de formación tradicional, sobre todo con Paul Lazarsfeld en su exilio en Nueva York, fueron a menudo tensas, ya que Horkheimer y sus colegas intentaban distinguir la investigación “crítica” de la “administrativa”. Y como demostró la llamada “disputa del positivismo” de los años sesenta, que enfrentó a Adorno y Habermas con los racionalistas críticos Karl Popper y Hans Albert, el Instituto siempre se distanció de lo que consideraba una afirmación positivista del statu quo de las ciencias sociales supuestamente libres de valores.[4] Sus miembros esperaban que un enfoque colaborativo e interdisciplinar, guiado por una agenda filosófico-crítica, superaría el estéril aislamiento de las disciplinas individuales, pero a menudo luchaban por integrar armoniosamente los distintos enfoques.
A pesar de estos desafíos, lo que es crucial destacar es la tenaz negativa del Instituto a desvincular sus preocupaciones teóricas de algún tipo de investigación empírica, que puede haber estado guiada por la teoría crítica pero que al mismo tiempo también estaba diseñada para dar forma y poner a prueba los supuestos de dicha teoría. En las décadas posteriores a la muerte de Adorno y anteriores al mandato de Axel Honneth como director, y bajo la dirección de Gerhard Brandt y Ludwig von Friedeburg, la investigación empírica sobre cuestiones industriales, laborales, militares y educativas pudo incluso haber eclipsado el desarrollo de la teoría crítica como tal. Todo esto es bien conocido, pero solo podremos captar más claramente su importancia si ampliamos el campo desde la historia inmanente del Instituto y su intento de integrar la teoría con la investigación hasta los contextos políticos más vastos en los que aquella se sitúa.
A menudo se afirma que la teoría crítica compartió con Georg Lukács, Karl Korsch y Antonio Gramsci una nueva apreciación de las raíces hegelianas de la teoría marxista, anticipándose al descubrimiento de los Manuscritos de París de 1844 en la década de 1930. Si obras como Razón y revolución (1941) de Marcuse y Tres estudios sobre Hegel (1963) de Adorno sirven de indicación, no cabe duda de que el idealista alemán desempeñó un papel vital en los orígenes y el desarrollo de la teoría crítica. Y la dialéctica hegeliana ha conservado claramente su impacto en la filosofía del reconocimiento y la libertad social de Axel Honneth. Pero lo que sus exponentes no compartían con los marxistas hegelianos más consecuentes como Lukács era la actitud bien encapsulada en el dicho, a menudo atribuido, aunque con pocas pruebas, al propio Hegel, de que si la teoría es contradicha por hechos inconvenientes, “tanto peor para los hechos” (umso schlimmer für die Tatsachen). O dicho en términos dialécticos, si el nivel fenoménico de las meras apariencias contradice las expectativas teóricas, debe ser negado en nombre de un nivel más profundo y esencial que demuestre que la teoría es correcta. La famosa distinción presente en Historia y conciencia de clase (1923) de Lukács entre conciencia de clase “empírica” y “adscrita” o “imputada” se basa en esta desconfianza hacia el nivel de la facticidad aparente.
Ahora bien, ya sea que esta interpretación de Hegel sea correcta o no –después de todo, su método fenomenológico esperaba a su manera “salvar las apariencias” como parcialmente ciertas en lugar de descartarlas como totalmente falsas–, es claro que la “investigación social” se tomó en serio la posibilidad de que revelar realmente lo que había en la superficie podría poner en tela de juicio el nivel supuestamente más profundo atribuido a la teoría. La investigación patrocinada por el Instituto sobre la conciencia de los trabajadores alemanes, llevada a cabo en gran parte por Erich Fromm a finales de los años veinte y publicada más de cuarenta años después, condujo precisamente a esta conclusión.[5] O para ser un poco más precisos, demostró que el activismo revolucionario de la clase obrera, ideológicamente llevado a cabo de la boca para afuera, era en realidad incoherente con sus predisposiciones psicológicas más ambivalentes, las cuales evidenciaban que sus miembros no estaban preparados para asumir el papel militante en la lucha de clases asignado por la teoría marxista. O, para ser aún más precisos, la investigación se basó en una teoría –el psicoanálisis freudiano– para interpretar las pruebas indirectamente reveladas por la investigación empírica mediante encuestas, con el fin de impugnar los supuestos de otra teoría, el marxismo hegeliano defendido por Lukács. El poder predictivo de la investigación del Instituto interpretada a la luz de categorías psicoanalíticas resultó ser más fuerte que el de la teoría marxista hegeliana con su desdén por los hechos, ya que el proletariado alemán era demasiado débil para frustrar el ascenso del nazismo, por no hablar de derrocar al capitalismo.
Si, en este caso, la función de la investigación empírica era cuestionar el papel redentor que la teoría marxista atribuía dogmáticamente a la clase obrera, en un caso posterior su blanco era un tipo muy diferente de ceguera ideológica. Cuando Adorno y Horkheimer regresaron a Frankfurt tras su exilio estadounidense, llevaron consigo un nuevo respeto por las técnicas de investigación empírica que habían perfeccionado en la serie Studies in Prejudice, organizada en los años cuarenta y entre la cual destacaban los libros La personalidad autoritaria (1959) y Prophets of Deceit (1949), de Leo Lowenthal y Norbert Guterman. En realidad, como sabemos por su correspondencia, Adorno y Horkheimer nunca estuvieron del todo satisfechos con la incorporación de esas técnicas al programa más amplio de la teoría crítica, especialmente cuando parecían implicar la hegemonía de las explicaciones psicológicas por sobre las sociológicas respecto de los fenómenos que intentaban comprender. Las ambiciones mucho más radicales de una obra como Dialéctica de la Ilustración (1944), de Horkheimer y Adorno, eran difíciles de conciliar con las conclusiones de base empírica de los Studies in Prejudice.
Y, sin embargo, a pesar de sus reservas privadas, cuando restablecieron el Instituto en la Alemania posnazi, Horkheimer y sus colegas reconocieron que la investigación empírica proporcionaba un recurso absolutamente necesario en la batalla por superar doce años de pernicioso adoctrinamiento ideológico en el que la autoridad de la evidencia fáctica había sido totalmente socavada. En 1952, Adorno contribuyó a un importante congreso de sociólogos celebrado en Colonia con una ponencia titulada “Sobre el estado actual de la investigación empírica”, en la cual instaba a su audiencia a aprender las técnicas que la ciencia social estadounidense había desarrollado para comprender el mundo rápidamente cambiante en el que vivían.[6] En lugar de volver a la tradición humanista de las Geisteswissenschaften, que de hecho eran poco adecuadas para captar las reificaciones de la sociedad moderna, resultaba más apropiado utilizar métodos de encuesta cuantitativos para calibrar los patrones sociales a gran escala y “mostrar, con rigor y sin ensalzamientos, la objetividad de lo que es el caso socialmente”.[7] Aunque más tarde Adorno y sus colegas, como quedó patente en su disputa con Popper y Albert, dejaron en claro su cautela ante los límites de un enfoque positivista de la investigación, en el contexto inmediato de la posguerra estaban convencidos de que los métodos empíricos cumplían una función progresiva, y se mostraban ansiosos por tender puentes con sociólogos cuantitativos como René König en Colonia. Cabe destacar que uno de los primeros proyectos que intentaron tras su regreso fue el llamado Grupo experimental, dirigido por Friedrich Pollock y publicado en 1955, que iba más allá de los sondeos de opinión individuales para estudiar las actitudes políticas colectivas de grupos focales.[8]
Tal como evidencia este rápido vistazo al interés permanente del Instituto por la investigación social crítica, ampliar el campo de nuestra mirada partiendo de una historia inmanente para incluir los contextos políticos más vastos en los que resonó el trabajo del Instituto permite que captemos la complicada dialéctica negativa que involucra no solo a la teoría crítica y la praxis militante, sino también a la teoría crítica y la investigación empírica. O, mejor dicho, podemos empezar a entender la constelación o campo de fuerzas dinámico que pone a las tres en juego de formas que siguen teniendo relevancia hoy en día, cuando el ataque a los hechos y la desconfianza en la ciencia, tanto natural como social, rápidamente ganan poder.
Tal vez puede encontrarse aún más relevancia para las preocupaciones actuales en el segundo ejemplo que quiero destacar sobre el valor que tiene ampliar el campo al abordar la historia del Instituto y la Escuela de Frankfurt. También aquí resulta reveladora otra decisión terminológica aparentemente improvisada. Cuando Horkheimer introdujo “teoría crítica” como eufemismo tácito del marxismo para evitar controversias en su frágil exilio norteamericano, no podía saber que se convertiría en una marca para la singular orientación teórica de la Escuela de Frankfurt.
En retrospectiva, la nueva etiqueta funcionó de dos maneras muy diferentes. La primera consistió en desviar deliberadamente la atención de la poderosa deuda con el análisis marxista del capitalismo y la todavía ardiente esperanza en el sucesor socialista de aquel. Pero también hubo una función menos intencionada. Mutatis mutandis, podemos decir que la etiqueta servía de forma paralela a lo que la eminente académica polaca de estudios judíos Agata Bielik-Robson ha argumentado que era el caso respecto de la deuda encubierta con el judaísmo. Citando la admisión tardía de Horkheimer de que la Escuela de Frankfurt era “judaísmo encubierto”, la autora sitúa a él y a los demás en una tradición cripto-teológica de filósofos marranos que se extiende desde Spinoza hasta Derrida. El marranismo, por supuesto, refiere a aquellos judíos españoles que fueron obligados a convertirse al cristianismo, pero que a menudo practicaban su fe original en secreto. Aunque este no es el lugar para sopesar los méritos de esta afirmación específica, el paralelismo de la relación con los orígenes marxistas puede permitirnos adaptar su argumento con cierta licencia para decir que la teoría crítica también puede entenderse como expresión de una especie de “marxismo marrano”, en el que las apariencias superficiales, al menos a primera vista, sirven como una cubierta engañosa de recursos perdurables.
Pero como en el caso del eufemismo anterior de la “investigación social”, el término aparentemente inocuo “teoría crítica” tuvo una vida propia que complica esta simplista suposición. Bielik-Robson ha demostrado que en el caso de sus marranos filosóficos cripto-teológicos, la jerarquía putativa de esencia y apariencia fue puesta en tela de juicio por sí misma, tal como demuestra claramente el caso de Derrida.[9] Es decir, vino a expresar una indecidibilidad entre lo exterior y lo interior, la superficie y la profundidad, el antes y el después, en lugar de sugerir que una cosa es verdadera y la otra falsa. En términos de Adorno, podríamos decir que hay una no-identidad paratáctica entre ambas que evita subordinar una a la otra o colapsarlas en lo mismo. Reconocer una ambigüedad comparable en la función de la teoría crítica como indicador del marxismo marrano nos permite así apreciar el trabajo realizado por el eufemismo al situar a la Escuela de Frankfurt en un campo expandido, lo que resulta especialmente útil al considerar su historia más reciente.
En particular, nos ayuda a hacer frente a la frecuente crítica formulada a la teoría crítica –por ejemplo, por Amy Allen en su reciente The End of Progress– debido a su supuesto eurocentrismo.[10] A pesar de la presencia de un experto en China como Karl August Wittfogel entre los primeros colaboradores del Instituto, y del continuo interés de Félix Weil por los asuntos de la Argentina, el centro de gravedad intelectual del mismo ha sido siempre la Europa de la que procedían sus miembros originales y a la que regresó tras la guerra. Tal y como la desarrollaron las generaciones posteriores encabezadas por Habermas y Honneth, la teoría crítica ha sido reacia a centrarse en lo que ahora se denomina el “Sur Global” o a inspirarse en teóricos no occidentales. Los legados del imperialismo y las luchas para derrocarlo nunca se han explorado ampliamente en su obra.
Y, sin embargo, también hay que reconocer que, debido a su emigración forzosa de la Alemania nazi y a la decisión de algunos de los principales miembros del Instituto –Marcuse, Löwenthal, Neumann, Fromm y Kirchheimer– de permanecer en los Estados Unidos, el desplazamiento de la teoría crítica de sus orígenes europeos definió su desarrollo casi desde el principio. Asimismo, no sería erróneo decir que, incluso cuando Horkheimer, Adorno y Pollock regresaron a Frankfurt, siempre tuvieron las valijas preparadas. De hecho, cuando se jubilaron a finales de la década de 1950 y antes de marcharse de Frankfurt a Montagnola (Suiza), Horkheimer y Pollock consideraron seriamente la posibilidad de regresar a Estados Unidos porque estaban preocupados por el resurgimiento del nazismo en Alemania. Habían permanecido, en cierto modo, como exiliados permanentes, y la teoría crítica fue desde el principio, para utilizar la famosa frase de Edward Said, una teoría viajera más que sedentaria.
Ahora bien, podría decirse que viajar solo a través del Atlántico Norte de ida y vuelta sigue claramente constituyendo un signo de provincialismo que queda corto ante el tipo de análisis de la globalización poscolonial que ya no piensa en términos de centros y periferias. Hay algo de verdad en esta crítica. Pero la decisión de adoptar la etiqueta eufemística de “teoría crítica”, estableciendo lo que podríamos llamar las ambigüedades creativas del marxismo marrano, ha abierto la puerta a un futuro más amplio para la tradición. Después de todo, puede decirse que, a pesar de su impacto azaroso en otras partes del mundo, el marxismo alberga un sesgo inherentemente primermundista. Es decir, postulaba un modelo de desarrollo que situaba el auge del capitalismo y la Revolución Industrial, con la lucha de clases que acompañaba a una y la otra, en el primer plano de la historia mundial y menospreciaba al supuesto “modo de producción asiático”. Debido a que la teoría crítica ha sido puesta menos en juego en las grandes narrativas progresistas que tienen a Europa como protagonista heroico, incluso advirtiendo contra la importación al por mayor de una Ilustración que necesitaba ser entendida dialécticamente en lugar de forma normativa, ha tenido la capacidad de sobrevivir al declive del marxismo entendido de manera tradicional como una fuerza teórica.
Me enteré de la vigorosa recepción internacional de la Escuela de Frankfurt hace poco, cuando me pidieron que escribiera un prefacio para la próxima traducción al turco de mi libro de 2016 La razón después de su eclipse.[11] En internet, encontré un ensayo de 2021 de Hasan Aksakal titulado “The Reception of the Frankfurt School in Turkey: Past and Present”, el cual comienza afirmando que “[h]a habido una ‘locura por Adorno y Benjamin’ en Turquía desde hace algún tiempo”.[12] El ensayo es la crónica de un debate notablemente vigoroso sobre la primera generación de la Escuela de Frankfurt que comenzó en la década de 1990 a través de voluminosas traducciones, comentarios e intentos de aplicar la teoría crítica a cuestiones turcas. Aunque el caso turco puede ser algo inusual debido a los millones de residentes de ascendencia turca en Alemania que han actuado como intermediarios, no me cabe duda de que se pueden escribir, y en muchos casos se han escrito, ensayos comparables en todo el mundo. Si los más de treinta ensayos de la colección de casi novecientas páginas titulada Habermas Global, publicada por Suhrkamp en 2019, sirven de alguna indicación, lo mismo podría decirse de la no menos vigorosa recepción de la segunda generación de la Escuela.[13]
La reciente creación de un Consorcio Internacional de Programas de Teoría Crítica, impulsado por Judith Butler y ejecutado a través del Programa de Teoría Crítica de Berkeley, también da testimonio de un notable estallido de influencias. Cuenta, literalmente, con cientos de centros, programas, cursos y proyectos afiliados en los cinco continentes, publica una revista llamada Critical Times, tiene una serie de libros y patrocina workshops en diversos lugares. Pero lo que es particularmente significativo para el argumento que estoy tratando de desarrollar es que define a la teoría crítica de una forma lo suficientemente amplia como para evitar confinarla a una Escuela de Frankfurt entendida de forma estrecha y convencional. O para decirlo en términos más positivos, su propia apertura a variantes nuevas e inesperadas de teoría crítica se basa en las ambigüedades creativas del marxismo marrano, que se benefició de la adopción de un eufemismo aparentemente inocuo para distinguirse de la teoría tradicional. Al hacerlo, ha fomentado un fructífero diálogo con otras teorías críticas, como las desarrolladas a través de los lenguajes de la crítica literaria, la teoría de género y queer, y los estudios poscoloniales. Tras una reacción alérgica inicial a la procedencia putativamente heideggeriana y nietzscheana del posestructuralismo, incluso ha sido posible aprender de ideas teóricas no generadas explícitamente por una noción dialéctica de la crítica.
Expandir el campo sincrónico de la Escuela de Frankfurt, descentrar e incluso fragmentar la narración, reorganizar su cronología, constelarla con fragmentos de otras narraciones y atender a sus propias ambigüedades internas puede proporcionar una visión de su primer siglo que niega un enfoque historicista convencional. Pero, como sostenía Walter Benjamin, también es necesario incluir el presente y el futuro potencial en cualquier relato histórico que espere tener algo más que un mero interés anticuario. Así, la importancia de la inversión del Instituto en la investigación social antes que en la teoría pura, que lo protegió contra las esperanzas infundadas del marxismo lukácsiano y los residuos antiempiristas de la ideología nazi, recobra especial urgencia en nuestra propia era de “hechos alternativos”, campañas deliberadas de desinformación y teorías conspirativas infundadas.
Asimismo, la ampliación del campo, ayudada por el marxismo marrano que reconoce el impacto inesperado de un término esópico que se convirtió en algo más que un mero código de un significado más profundo, nos impulsa a tomarnos seriamente las lecciones de sus continuos viajes más allá de Europa y Estados Unidos. O más bien lo hará, no solo si la teoría viaja y es recibida, interpretada e incluso aplicada en nuevos contextos, sino también si regresa enriquecida y transformada por la experiencia. Es decir, cualquiera que intente comprender el segundo siglo del Instituto, la Escuela de Frankfurt y la teoría crítica tendrá que contar con las innovaciones e iniciativas procedentes de su comunidad diaspórica global, que abordan los problemas urgentes a los que sin duda todos nos enfrentaremos en los próximos años. En lugar de otro relato de una “locura por Adorno y Benjamin” en algún país lejano o un estudio de la recepción global de Habermas, el próximo capítulo probablemente será escrito por teóricos críticos e investigadores sociales que se basarán en experiencias imprevistas y preguntas no planteadas por aquellos de nosotros que hemos estado más implicados en el primer siglo del notable viaje del Instituto. Si, como dijo Habermas en una ocasión, todos participamos por igual en el proceso de la Ilustración, la historia de la Escuela de Frankfurt la escribirán aquellos que, en todo el mundo, deseen reimaginarla para el próximo siglo. Y cuando se celebre su bicentenario, la mejor manera de contarlo será de forma no historicista y no lineal, reconociendo la expansión del campo de fuerza dinámico en el que puede situarse de forma más productiva. o
[1] Fundado en 1923 e inaugurado en 1924, el Instituto de Investigación Social reunió a académicos marxistas con un perfil interdisciplinario que desarrollaron la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt. Sobre la historia y la actualidad del Instituto: https://www.ifs.uni-frankfurt.de/instituto.html
[2] Martin Jay, “1968 in an Expanded Field: The Frankfurt School and the Uneven Course of History”, en M. Jay, Immanent Critiques: The Frankfurt School under Pressure, Londres, Verso, 2023.
[3] Para un examen de estas afirmaciones, véase Martin Jay, “The Dialectic of Counter-Enlightenment: The Frankfurt School as Scapegoat of the Lunatic Fringe”, en M. Jay, Splinters in Your Eye: Frankfurt School Provocations, Londres, Verso, 2020.
[4] Theodor W. Adorno et al., La disputa del positivismo en la sociología alemana, México, Grijalbo, 1973.
[5] Erich Fromm, Obreros y empleados en vísperas del Tercer Reich: Un análisis psicológico-social, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2012.
[6] Theodor W. Adorno, “Sobre la situación actual de la investigación social empírica en Alemania”, en T. W. Adorno, Escritos sociológicos i: Obra completa, tomo 8, Madrid, Akal, 2004.
[7] Ibid., p. 450.
[8] Friedrich Pollock y Theodor W. Adorno, Group Experiment and Other Writings: The Frankfurt School on Public Opinion in Postwar Germany, Cambridge MA, Harvard University Press, 2011.
[9] Agata Bielik-Robson, Derrida’s Marrano Passover: Exile, Survival, Betrayal and the Metaphysics of Non-Identity, Nueva York, Bloomsbury, 2023.
[10] Amy Allen, The End of Progress: Decolonizing the Normative Foundations of Critical Theory, Nueva York, Columbia University Press, 2016.
[11] Martin Jay, La razón después de su eclipse. Sobre la Teoría Crítica tardía, México, Universidad Iberoamericana, 2023.
[12] Hasan Aksakal, “The Reception of the Frankfurt School in Turkey: Past and Present”, Comparativ: Zeitschrift für Globalgeschichte, vol. 31, nº 5, 2021, p. 632.
[13] Luca Corchia, L., Stefan Müller-Doohm y William Outhwaite (eds.), Habermas Global: Wirkungeschichte eines Werks, Frankfurt, Suhrkamp, 2019.