Populismo y Latinoamérica

Intelectuales en busca de una teoría que explique su relación (1961-1981)

 

Sebastián Carassai*

 

Universidad Nacional de Quilmes / conicet

 

A comienzos de la década del setenta, el sociólogo brasileño Octavio Ianni caracterizó el populismo como “uno de los hechos al mismo tiempo políticos, económicos y sociales más importantes de la historia de América Latina”.1 Dicha caracterización aludía a los movimientos políticos que despertaron en el subcontinente luego de la crisis de 1930, como el varguismo en Brasil y el peronismo en la Argentina, y continuaron apareciendo en otros países de la región. El contexto más general de la afirmación de Ianni era la discusión, que llevaba ya varios años, acerca del “cambio” en las sociedades latinoamericanas: ¿era América Latina un subcontinente del que pudiera esperarse transformaciones análogas a las que siguió la Europa de la temprana industrialización?; ¿era dable esperar que ese cambio proviniera de una revolución, como sucedería en Cuba, o más bien de un proceso reformista, que no cuestionara de raíz el sistema capitalista? En cualquier caso, ¿qué forma política podía asumir?, ¿podría ser su motor una clase social, o más bien una alianza de clases? El análisis del populismo pareció a muchos central para resolver esos interrogantes, a los que pronto se sumaron otros: ¿vehículo de qué tipo de cambio era el populismo?, ¿podría eventualmente constituir un atajo latinoamericano al socialismo o más bien encarnaba su clausura? Este artículo recorre las respuestas a mi juicio más significativas que diversos intelectuales argentinos y brasileros otorgaron a estas preguntas desde que comenzaron a plantearse y hasta comienzos de los años ochenta, época que, en conjunto, podría considerarse como la de la teorización sobre el “populismo clásico”. A partir de entonces, la reflexión sobre el populismo comenzó a multiplicarse y diversificarse en direcciones heterogéneas, aun contradictorias, a medida que una serie cada vez más amplia de experiencias políticas no solo en América Latina sino en el globo comenzó a ser percibida bajo ese signo (regresaré sobre este punto en las “Palabras finales”).

Antes de ser teoría: el populismo como impugnación

La historia del término populismo se remonta al último tercio del siglo xix. Durante mucho tiempo, su uso remitió casi exclusivamente a dos movimientos políticos de origen predominantemente agrario en regiones distantes de América Latina: los Estados Unidos y Rusia. Uno de los primeros usos de los términos populismo o populista en Latinoamérica fue resultado de trasplantar a la América hispana las críticas que uno de esos dos movimientos, el de los “amigos del pueblo” o narodniki de la Rusia de los zares, había despertado en intelectuales y dirigentes marxistas como Plejánov y Lenin.2

A comienzos de los años cuarenta, por ejemplo, el profesor de la Universidad Estatal de Moscú Vladimir Miroshevsky, historiador de origen soviético pionero en temas latinoamericanos, dedicó un trabajo a batallar contra los errores populistas de la lectura que José Carlos Mariátegui había hecho de la realidad peruana.3 El trabajo fue publicado en La Habana, en 1942 y, de acuerdo con su editor, los errores que señalaba Miroshevsky en Mariátegui estaban presentes “en la obra de muchos intelectuales revolucionarios de Latinoamérica”, desde las “vulgarizaciones apristas” al “‘indigenismo’ mexicano”.4

Siguiendo los argumentos de Lenin en El desarrollo del capitalismo en Rusia [1899] y en el ensayo “¿Quiénes son los amigos del pueblo?” [1914], Miroshevsky cuestionaba a Mariátegui la atribución al campesinado de instintos comunistas, su incomprensión del papel histórico del proletariado industrial, y la consecuente subestimación de la necesidad de una organización política obrera independiente. La de Mariátegui era una visión populista porque atribuía a la sociedad inca un comunismo primitivo y natural que abonaba la “ilusión” de restauración de un régimen preconquista, visión que sumaba confusión al movimiento revolucionario.5 Desde la perspectiva de una revolución socialista mundial tan inminente como necesaria, como la de Miroshevsky, la crisis general del capitalismo inexorablemente conducía a un comunismo a la soviética. “Cerrar los ojos ante esto”, concluía el profesor ruso, “es abandonar la fuerte postura de los hechos para volar por las nieblas de la fantasía ‘populista’”.6 A sus ojos, todo esfuerzo teórico que entorpeciera el curso de la historia, especialmente en los países coloniales y semicoloniales como los de América Latina, debía ser rechazado por distractivo, aun si fuera alentado por las mejores intenciones, como las que reconocía en Mariátegui.

El uso con connotaciones negativas del término populismo también puede encontrarse en los debates al interior de las izquierdas latinoamericanas. Hacia fines de los años cincuenta en Uruguay, por ejemplo, el líder del Partido Comunista Uruguayo, Alción Cheroni, acusó de populista al grupo de intelectuales nucleado en torno a la Agrupación Nuevas Bases (anb) por haber impedido a su partido integrar la recientemente creada Unión Popular, en la que confluían diversos sectores de la izquierda. Esos intelectuales, argumentaba Cheroni en sintonía con la ortodoxia soviética, confundían la “cuestión nacional” con el nacionalismo (al que los marxistas uruguayos consideraban un producto histórico de la burguesía); distinguían infundadamente el “nacionalismo malo” de los orígenes de los Estados-nación capitalistas del “nacionalismo bueno” de los países semicoloniales de América Latina (al que así convertían en “agente de liberación”); ignoraban que la génesis histórica del proletariado “no contiene un solo germen de nacionalismo”; y permanecían “atados a palabras altisonantes como pueblo, popular, masas populares, nación”. Lejos de la lucha de clases, “el confusionismo y las contradicciones […] de la anb”, concluía Cheroni, “no es más que la ejemplarización del confusionismo y del carácter contradictorio de la pequeña burguesía”.7

A los fines de este trabajo, no resulta relevante justipreciar las críticas de Cheroni a la anb ni las de Miroshevsky a Mariátegui. Sí notar que, en ambos casos, populismo es un término explícita o implícitamente referenciado en el uso negativo que le había dado Lenin décadas atrás, con el que no se buscaba hacer referencia a un rasgo típico de las sociedades latinoamericanas o a un movimiento político específico de alguna de sus naciones sino impugnar un tipo de lectura (equivocada) de la realidad. Tanto para Cheroni como para Miroshevsky, las visiones populistas sumaban desconcierto, demoraban la historia, distraían a las masas del cauce revolucionario.

En las Américas, a mitad del siglo xx, populismo o populista eran términos utilizados más en universidades estadounidenses que latinoamericanas. Allí, aunque su uso estricto remitiera a la lucha de los granjeros del sur y el mid-west de los Estados Unidos a finales del siglo xix y comienzos del xx, para entonces llevaban décadas empleándose como sinónimos de distintas políticas juzgadas abusivas (“mobism”, “direct democracy” o “plebiscitarianism”). A finales de los cincuenta, por ejemplo, Edward A. Shils atribuyó rasgos populistas al nazismo, al bolcheviquismo y al estalinismo.8 En la época del macartismo, Victor C. Ferkiss sugirió que el fascismo estadounidense hundía sus raíces en el populismo del siglo xix.9

Connotaciones peyorativas como esas motivaron al historiador Comer Vann Woodward a escribir en 1960 un artículo llamando a sus colegas a una reflexión más balanceada. Los académicos estadounidenses, decía, debemos rechazar el impulso a identificar todas las fuerzas del mal con el populismo. Reconocía en ese movimiento aspectos iliberales e irracionales, que no reivindicaba, pero llamaba a comprender mejor sus causas y características.10

El “movimiento nacional-popular”: la tesis de la asincronía

Para la misma época que Vann Woodward realizaba ese llamado a sus colegas norteamericanos, una búsqueda similar a la por él alentada congregó a algunos intelectuales al sur de América, motorizada por el deseo de comprender cuáles eran las reales alternativas de las naciones latinoamericanas para avanzar en su truncado camino hacia el desarrollo. El marco teórico más general de esa búsqueda lo proveía la teoría de la modernización (en donde “modernización” significaba progreso técnico, industrialización, urbanización, educación, secularización, instituciones sólidas, democracia sin exclusiones, y consolidación de una pujante clase media), de acuerdo con la cual las sociedades transitaban de la era tradicional a la moderna atravesando una serie de etapas.11

En 1962, el sociólogo italiano Gino Germani, radicado en la Argentina desde 1934 a causa del ascenso del fascismo en su país, publicó el libro que pronto constituiría la principal referencia de esta explicación aplicada a Iberoamérica, Política y sociedad en una época de transición.12 Fundador de la carrera de Sociología de la Universidad de Buenos Aires, pionero en los estudios sobre los orígenes del peronismo, Germani era una figura destacada dentro de una generación de profesionales de las ciencias sociales en la Argentina integrada, entre otros, por los hermanos Torcuato y Guido Di Tella, Jorge Graciarena, Oscar Cornblit, Ezequiel Gallo, Alfredo O’Connel, Susana Torrado, Roberto Cortés Conde y Manuel Zymelman. Muchos de estos investigadores se nucleaban en torno al Instituto de Desarrollo Económico y Social y el Instituto Di Tella, otros radicaron su trabajo en el Instituto de Investigaciones Históricas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad del Litoral, el Departamento de Historia de la Universidad de La Plata, o en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires.

Aunque no constituyeran un grupo, a comienzos de los años sesenta todos compartían la convicción de que el estudio del proceso de modernización debía atender a la experiencia histórica concreta, que en el caso de América Latina resultaba diferente del de las sociedades ya desarrolladas (una categoría que incluía, principalmente, las de Europa occidental, los Estados Unidos, Canadá y Japón). Una línea casi imperceptible conectaba a los intelectuales que en los años cuarenta y cincuenta eran acusados de defender posiciones “populistas” con estos académicos de las ciencias sociales en los tempranos años sesenta. Para unos y otros, las instituciones y clases sociales de las naciones que los primeros llamaban neocoloniales y los segundos subdesarrolladas o en vías de desarrollo diferían sustancialmente de las de los países centrales; para unos y otros, no había leyes sociales que aplicaran por igual a Inglaterra y Brasil, a Francia y la Argentina.

Un año antes de la publicación de Política y sociedad en una época de transición, en las Jornadas Argentinas y Latinoamericanas de Sociología, realizadas en el Instituto de Sociología de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires y en la Asociación Sociológica Argentina, sociólogos, historiadores y economistas, en su mayoría argentinos, discutieron sus trabajos de investigación bajo el común espíritu de “tomar conciencia de nuestros propios problemas”, como afirmarían Di Tella, Germani y Graciarena en el prólogo al libro que resultó de esas jornadas.13 Argentina, sociedad de masas, como se tituló el libro, trataba en la mayoría de sus capítulos de un caso nacional. Sin embargo, escribió Germani, el esquema a partir del cual se analizaba el caso argentino resultaba aplicable a los demás países latinoamericanos, en tanto todos ellos transitaban desde algún tipo de estructura tradicional hacia algún modelo de sociedad industrial o moderna.14 De este modo, lo que poco después se llamaría “populismo” ingresaba en la agenda de las ciencias sociales argentinas como un rasgo típico, aunque no exclusivo, de la experiencia de modernización de las sociedades del subcontinente.

¿En qué difería, a juicio de varios de estos académicos, la historia de esa experiencia en los países latinoamericanos de la correspondiente, por ejemplo, a Europa? La principal diferencia radicaba en la asincronía en sus procesos de transición: mientras que en la Europa de la industrialización temprana, el paso de la sociedad tradicional a la moderna había consistido en un proceso gradual y sostenido en el tiempo, lo que había posibilitado a su sistema institucional crear canales de participación adecuados a cada etapa del desarrollo, en América Latina el proceso de modernización había sido incompleto, tardío y abrupto.15

Incompleto, porque naciones enteras todavía convivían con demasiados elementos de la sociedad tradicional. Y aun países relativamente más desarrollados albergaban regiones en donde la modernización apenas había asomado (el caso paradigmático a menudo citado era Brasil, que a este respecto era “dos países en uno”). Tardío, porque la larga vida que tuvo el modelo agroexportador en el subcontinente, que recién se desarticuló a raíz de la crisis de 1930, demoró el despegue de un sector industrial vigoroso y competitivo, lo que en términos políticos se tradujo en que las élites sirvieron durante mucho más tiempo que en Europa a los intereses agrarios (los de las oligarquías vinculadas al sector primario de la producción y los capitales asociados al negocio exportador) e impidieron la formación a tiempo de una verdadera clase industrial nacional, con capacidad de desplazar a las élites conservadoras y liderar el desarrollo.16 Y abrupto, porque, cuando esto último sucedió, todo aconteció de un modo más caótico que en la experiencia europea: la necesidad de sustituir importaciones, incentivada por el estallido de la segunda guerra mundial, generó una industrialización acelerada y protegida que, combinada con una urbanización prematura, desordenada y masiva, se tradujo en la emergencia de un nuevo actor político, la clase obrera industrial, inasimilable por el sistema institucional vigente.

El carácter inasimilable de esa nueva realidad obrera, en la que los migrantes recién llegados de zonas que esta sociología asociaba más a la sociedad tradicional que a la moderna jugaban el rol determinante, estuvo en el centro de los debates de las ciencias sociales a lo largo de toda la década del sesenta, y aún después. Nuevamente fue Germani, cuya figura trascendía el ámbito argentino, quien primero se destacó en el esfuerzo por proveer una conceptualización que ofreciera una explicación a esa realidad, analizando el caso argentino.17

El nombre político de aquella nueva realidad en la Argentina era el movimiento peronista. Tomando distancia de sus primeras tesis sobre ese movimiento (en las que, aunque distinto del nazismo alemán y del fascismo italiano, lo consideraba una expresión del totalitarismo), hacia comienzos de los años sesenta Germani propuso una categoría específica para referirse a él: la de “movimiento nacional-popular” o “nacionalismo popular”.18 Samuel Amaral ha sostenido categóricamente que Germani no tomó ese concepto del pensamiento de Antonio Gramsci, cuya influencia en la Argentina de entonces considera circunscripta al círculo de Héctor P. Agosti y sus discípulos, sino del lenguaje político argentino de la época, en el que se empleaba con contornos imprecisos.19 Pasquale Serra, a propósito de una exploración de otras vías de acceso a Gramsci en aquella Argentina, como la que constituía el filósofo Rodolfo Mondolfo (que arribó al país cinco años después que Germani), ha propuesto, en cambio, que la definición germaniana de lo “nacional-popular” tiene “fuertes resonancias” gramscianas.20

Como sea, ¿qué características singularizaban, para Germani, un movimiento nacional-popular? La respuesta era novedosa, en tanto resultaba de una combinación de, por un lado, aspectos comunes a otros regímenes autoritarios, como la identificación de las masas con el líder y la manipulación de las primeras por el segundo, y, por el otro, la participación política efectiva de obreros y sectores populares. Ni autónoma ni capaz de transformar las estructuras básicas de la sociedad (de allí que Germani hable de un “Ersatz de participación”), esa participación era lo suficientemente material y vívida como para representar un parteaguas con la era previa. Cuando Germani describe las etapas políticas de la transición hacia la modernidad, desde la sociedad tradicional sin participación política de la primera mitad del siglo xix hacia regímenes en los que la participación de la población crece (primero de modo limitado, luego ampliado), hasta llegar a las sociedades de “participación total”, distingue dos tipos entre estas últimas: las democracias representativas, propias de los países desarrollados, y los regímenes “nacional-populares”, típicos de las naciones de Latinoamérica.21

El origen de este tipo de regímenes estaba directamente relacionado con la asincronía en el proceso de transición. La tesis que subyace al planteo de Germani es que si el mayor peso de un nuevo actor social en la esfera económica (en los años treinta, los migrantes internos en las fábricas de las grandes urbes; en las décadas anteriores, los inmigrantes extranjeros tanto en el litoral y la pampa como en Buenos Aires) no es acompañado por un incremento proporcional de su participación política, el desfasaje no puede sino derivar en graves tensiones sociales. Los movimientos nacional-populares, para Germani, eran el resultado de la acumulación de esas tensiones.

Si su origen se explicaba por lo asincrónico del proceso, su éxito lo hacía por el rol que los diferentes actores habían desempeñado en cada historia nacional. Uno de esos actores, al que a menudo se aludía bajo el término de “masas disponibles” (que Raymond Aron había aplicado a la base social del nacionalsocialismo en Europa), había desempeñado un rol central, pero su principal característica, su estado de “disponibilidad”, no se explicaba por elementos intrínsecos sino exógenos. Al analizar el caso argentino, Germani atribuyó la “disponibilidad” de las masas que se integrarían al peronismo a la combinación de cinco factores: la política represiva de los gobiernos desde fines del siglo xix hasta comienzos del xx (1880-1916), la ambivalencia y relativo fracaso de los gobiernos de la Unión Cívica Radical (1916-1930), las severas limitaciones al funcionamiento de la democracia a partir del golpe militar del general Félix Uriburu (1930-1943), el extendido descreimiento y escepticismo que esas experiencias crearon en la población, y la ausencia de partidos políticos capaces de proporcionar una expresión adecuada a los sentimientos y necesidades de quienes, solo entonces, quedaron a merced de cualquier “aventura” que les ofreciera alguna clase de participación política.22 El surgimiento del régimen nacional-popular en Germani, así, se explicaba más por las carencias de las élites que por las de las masas.23

Populismo y reforma en América Latina: la tesis de la imprescindibilidad

Germani demoró más de una década en identificar al “movimiento nacional-popular” con el “populismo”, el “movimiento populista” o el “populismo-nacional”.24 Quien primero realizó esa identificación, en un comienzo parcialmente (el populismo como un subtipo del régimen nacional-popular), luego totalmente (uno como sinónimo del otro), fue Torcuato Di Tella, uno de sus colaboradores más cercanos. Germani y Di Tella fueron determinantes en la definición de un populismo propiamente latinoamericano, en cuanto ya no remitía a movimientos agraristas (como los de Rusia y los Estados Unidos) sino de tipo urbano, y su fuerza no radicaba en su vínculo con la tierra sino con la industria.25

Tanto en las jornadas ya mencionadas, en 1961, como en el V Congreso Internacional de Sociología, realizado al año siguiente en Washington, Di Tella presentó un trabajo en el que atribuía a los movimientos nacional-populares “ideologías monolíticas” y analizaba los conflictos que esas ideologías generaban en “sistemas políticos pluripartidistas”. En la reformulación que hizo de ese texto para el volumen Argentina, sociedad de masas, además de agregar el subtítulo “el caso latinoamericano”, Di Tella ensayó por primera vez una tipología de “nacionalismos-populares”, a los que diferenció en función de los apoyos que concitaban y de las ideologías en las que abrevaban. El populismo, allí, era uno de los cuatro subtipos posibles de movimientos nacional-populares.26

Di Tella enfatiza en este texto tres elementos que juzga imprescindibles en la formación de un movimiento nacional-popular: élites, masas e ideología. En espejo con la idea de “masas disponibles”, un movimiento nacional-popular solo podía prosperar si existían al mismo tiempo “élites disponibles”, cuya presencia garantizara que la movilización social no se radicalizaría. ¿Qué explicaba su existencia? En los períodos iniciales de un proceso de industrialización, razonaba Di Tella, había grupos en los estratos medios y superiores de la sociedad que adolecían de lo que se daba en llamar “incongruencia de estatus”. Esto es, grupos que se percibían a sí mismos, económica, étnica o culturalmente, por encima del estatus que se les reconocía. Estas élites, además, recibían el influjo de las metrópolis culturales del mundo, que ejercían en ellas lo que Di Tella llamaba “efecto deslumbramiento”, es decir, la adopción de teorías pensadas para otras realidades que poco ayudaban a comprender la propia. Así, incongruencia de estatus y efecto deslumbramiento eran, combinados, la causa de la existencia de estas élites disponibles.

El segundo elemento, las masas movilizadas; en cuanto masas eran resultado del proceso de industrialización, pero su disposición a movilizarse obedecía a la “revolución de las aspiraciones” (concepto presente también en Germani): anhelos de bienes y servicios motivados por el consumo en países que estaban en la frontera del bienestar. La constatación, vía medios de comunicación, de que un mundo mejor ya era una realidad en otras latitudes generaba en los países periféricos un “efecto demostración”, sentimientos de frustración en quienes se miraban en un espejo que contrastaba con su presente y con las exiguas promesas que las viejas instituciones ofrecían de cara al futuro. La “revolución de las aspiraciones” y el “efecto demostración”, combinados, explicaban así la movilización de las masas.

El tercer elemento es la formación de una “ideología o psicología dominante” que sirviera de lazo entre élites y masas. Di Tella subraya que los grupos que sufren inconsistencia de estatus son proclives a crear ideologías de la industrialización capaces de despertar el entusiasmo de las masas. Los migrantes que llegaban a la ciudad, así, encontraban en esas ideologías lo que no proveían ni los dirigentes obreros tradicionales (socialistas, comunistas o anarquistas) ni sus austeras organizaciones asociacionistas: un vehículo eficaz para canalizar sus demandas. Valiéndose de un esquema provisto por Stein Rokkan, que clasificaba la participación social en tradicional, organizacional y electoral, Di Tella concluye que, en las sociedades latinoamericanas, la primera había perdido relevancia luego del proceso de urbanización, la segunda era débil, inmadura o inclusive inexistente en las naciones más atrasadas, y la tercera —canal privilegiado por los populismos— se prestaba a la manipulación.

En contraste con quienes rechazaban estos movimientos por considerarlos disfuncionales al sistema institucional, Di Tella postula que, en el caso latinoamericano, el “nacionalismo-popular” había sido un vehículo eficaz para contrarrestar la debilidad organizacional de las masas, robustecer las magras instituciones y suplir la ausencia de un auténtico liderazgo plebeyo o sindical. Quedaba así expuesta una paradoja: a diferencia de lo que había sucedido en Europa (en donde habrían confluido organizaciones obreras fuertes, instituciones sólidas capaces de absorber nuevas demandas y genuinos líderes populares), en América Latina era a través de movimientos de tintes autoritarios y manipuladores (“ideologías monolíticas”) que clase obrera y élites de sectores medios (en el peronismo: élites militares y católicas; en el aprismo: élites liberales, marxistas e incluso anarquistas) podían construir una oposición concreta al orden establecido y, de alcanzar el poder, evitar el regreso del viejo orden conservador.

También en 1965 Di Tella dio a conocer, en español en la revista Desarrollo Económico y en inglés en el libro Obstacles to Change in Latin America (compilado por Claudio Veliz y publicado por Oxford University Press), el trabajo en el que con más prolijidad explica su teoría, ahora del “populismo” sin más.27 En sintonía con su ensayo anterior, la tesis principal de su nuevo trabajo, “Populismo y reforma en América Latina”, avanza un paso más y propone que en América Latina el “cambio” (de una sociedad tradicional a una moderna) solo podía darse de la mano de movimientos populistas.

Di Tella desarrolla extensamente aquí los argumentos mencionados en cuanto a las características específicas que en América Latina condicionaban a las élites (la incongruencia de estatus y el efecto deslumbramiento) y a las masas (la revolución de las aspiraciones y el efecto demostración), ausentes en la experiencia europea. Ambas en “disponibilidad”, en el subcontinente latinoamericano élites y masas estaban “hechas unas para otras”. ¿Por qué? Porque compartían tanto los sentimientos de resentimiento y antipatía al statu quo, al que responsabilizaban de su propia situación, como la forma “visceral, apasionada” de encarnarlos.

A diferencia de lo que había sucedido en Europa, en América Latina el liberalismo no había sido una ideología anti statu quo sino que se había confundido con la de las clases dominantes, políticamente conservadoras; la experiencia acotada de los primeros sindicatos (socialistas, comunistas o anarquistas) había promovido la formación de una aristocracia obrera incapaz de incorporar e interpelar a los migrantes recién llegados al mundo industrial; esos migrantes no se habían sindicalizado en función de una experiencia autónoma propia sino en virtud del impulso estatal; y, en cuanto a la posibilidad de una salida revolucionaria, el “efecto deslumbramiento” había producido una intelectualidad proclive a adoptar, especialmente en su sector juvenil, “un credo quia absurdum” que mezclaba ideas incompatibles. A los ojos de Di Tella, la escena del cambio en América Latina, ya sea en clave de reforma, ya de revolución, la ocupaba el populismo. Su definición podría sintetizarse así: el populismo es un movimiento político basado en una alianza de clases que combina fuerte apoyo popular y élites compuestas por personas provenientes de sectores no obreros, sustentado en una ideología anti statu quo capaz de mantener vivo el entusiasmo colectivo.

Di Tella ofrece en este trabajo una tipología de los populismos en América Latina construida en función de dos variables, ambas relativas a los sectores no obreros (burguesía, ejército, clero, clases medias, intelectuales) que integran las coaliciones populistas: su densidad intrínseca y su grado de legitimación extrínseca. De ello deriva una ley de probabilidad doble que establece que una coalición populista será tanto más radical (revolucionaria) cuanto menos densos sean los sectores no obreros que la integran (debido a que supone que hay menos lugar allí para compromisos con las clases dominantes) y cuanto menos legitimados esos mismos sectores estén dentro de sus propios grupos de origen (en tanto asume que hay más lugar allí para que germine un resentimiento robusto). En trabajos posteriores, Di Tella regresó sobre el tema del populismo inscribiéndolo en una historia más larga de transformaciones progresistas tanto en América Latina como en el caso particular de la Argentina.28

En síntesis: con Germani el populismo pasó de designar una posición política equivocada, como sucedía en los años cuarenta, a ser el nombre de una realidad política subóptima y al mismo tiempo insoslayable en geografías como la latinoamericana.29 Di Tella proveyó nuevos argumentos que profundizaron esa tesis. Si en su primer trabajo consideraba el populismo como la vía más adecuada para oponerse a una coalición conservadora, en su formulación más acabada terminó considerándolo “el único vehículo disponible para quienes se interesan en la reforma (o en la revolución) en América Latina”.30 Aunque no por ese motivo hubiera que “aceptarlo acríticamente”, escribió Di Tella en una frase disruptiva para el medio académico de los años sesenta, sería “inútil […] rechazarlo en función de valores universalistas”.31 Vann Woodward no habría podido estar más de acuerdo.

Populismo y desarrollo: de la teoría de la modernización a la de la dependencia

En paralelo a, incluso antes que Germani y Di Tella, analistas brasileros hicieron del populismo objeto de su reflexión. Una temprana alusión a él aparece en una publicación del Instituto Brasilero de Economía, Sociología y Política, creado por los intelectuales nucleados en torno al Grupo de Itatiaia, cuya figura más destacada sería Helio Jaguaribe.32 Poco antes del suicidio de Getulio Vargas, en 1954, el instituto dio a conocer un trabajo sobre los seguidores del político paulista Adhemar de Barros, candidato a la sucesión presidencial, en el que afirmaba que el ademarismo era un populismo.33Aunque no había allí una teoría, Angela de Castro Gomes ha señalado que en ese ensayo se definieron tres elementos destinados a perdurar en las subsiguientes caracterizaciones del populismo en Brasil.34 Primero, que se trataba de una política de masas suscitada por la proletarización sin conciencia ni sentimiento de clase, provocada por el advenimiento de la sociedad moderna. Segundo, que su surgimiento estaba asociado a una crisis de representatividad y de ejemplaridad de las élites dirigentes, que obligaba a la clase dominante a darse una estrategia para conquistar el apoyo de las masas emergentes. Por último, que, para ser eficaz, requería de un líder carismático capaz de organizar a las masas y tomar el poder.

A partir de los años sesenta, la temática del populismo atrajo a un número creciente de intelectuales brasileños. El cientista político Francisco Weffort se destacó entre ellos por la influencia que acabó teniendo su reflexión, especial aunque no exclusivamente en Brasil. Su primer trabajo al respecto apareció en un volumen coordinado por Gabriel Cohn, Octavio Ianni y Paul Singer en 1965, el mismo año en que Di Tella publicó su artículo sobre populismo y reforma en América Latina, aunque su escritura data de dos años antes.35 Distanciándose parcialmente de la caracterización marcadamente negativa que había aparecido en los cincuenta en el Grupo de Itatiaia, Weffort reconoce el costado popular del populismo y lo define como un movimiento que “exalta el poder del Estado” desde su vértice, ocupado por un líder que establece “un contacto directo con los individuos reunidos en masa”.36

Hasta allí, nada que no pudieran suscribir Germani y Di Tella, con quienes Weffort y otros intelectuales brasileros compartían un espíritu común. En la introducción a un volumen en el que confluyeron investigadores de Brasil y de la Argentina (Germani y Di Tella entre ellos), Weffort escribió, junto con Fernando Henrique Cardoso, que luego de una larga noche de “alienación cultural”, las ciencias sociales en América Latina habían comenzado a producir lecturas autónomas que ya no recalaban en visiones generadas en las metrópolis culturales.37 En Argentina, sociedad de masas pueden encontrarse formulaciones de similar tenor. En este elemento común, que he llamado “espíritu” para dar cuenta de una misma intención y actitud hacia las ciencias sociales en el subcontinente, reside la característica más sobresaliente de la coyuntura política que alentó una serie de visiones “desde” América Latina en este período. Se trató de un momento latinoamericano percibido por varios de sus protagonistas intelectuales como de “autoconciencia”, aun cuando no lo llamaran así, en cuanto sus búsquedas implicaban como mínimo el gesto de emanciparse de los andamiajes teóricos inspirados por realidades ahora juzgadas estructural e históricamente disímiles de las que debían explicar. Sin embargo, ese espíritu común de autoconciencia o “introspección latinoamericana”, como lo llamaron Weffort y Cardoso, no se traducía en una teoría compartida.

En la segunda mitad de la década del sesenta, la teoría de la modernización, base de las elaboraciones de Germani y Di Tella sobre el populismo, comenzó a ser complementada, cuando no refutada, por la teoría de la dependencia, que resituaba el problema del desarrollo en coordenadas diferentes. Para los dependentistas, los intereses dominantes dentro de sociedades dependientes, como las de América Latina, se correspondían con los intereses del sistema total de relaciones de producción y de mercado en su conjunto.38 A la luz de esta teoría, la reflexión de Weffort sobre el populismo adquirió la forma de una explicación alternativa a las anteriores. Compartía con ellas el diagnóstico de que el populismo en Latinoamérica había surgido hacia los años treinta a caballo de la urbanización e industrialización (sociedad de masas) de países tradicionalmente agrarios, en el contexto de una crisis combinada: la de la economía de exportación y la de la dominación oligárquica.39 Pero si la presión de las clases populares en ascenso había desembocado en la formación de movimientos populistas, y no en otro tipo de movilización social, ello no obedecía a una asincronía, a un desvío de un patrón de desarrollo típico, ni a la falta de experiencia política de los nuevos trabajadores, sino a que “los países latinoamericanos nacieron y se desenvolvieron en un marco de relación de subordinación exigida por la expansión mundial del sistema capitalista”.40 En otras palabras, nacieron y se desenvolvieron en permanente situación de dependencia: primero, de los reinos de España y Portugal y, luego, de los consecutivos imperialismos del Reino Unido y los Estados Unidos. No solo la relación con el exterior sino también la organización interna de las estructuras sociales, económicas y políticas de las naciones latinoamericanas estaban signadas por este carácter constitutivamente dependiente. “Ahí se encuentra la radical originalidad de América Latina”, escribió Weffort.41

Esta matriz dependiente explicaba tanto la incapacidad de los diferentes grupos sociales de asumirse como “élite de reemplazo”, una vez quebrada la hegemonía oligárquica, como el surgimiento de un inestable “Estado de compromiso” (nombre institucional del populismo), movido por intereses diferentes, incluso contradictorios. En dicho Estado, militares, industriales, trabajadores, intelectuales y, en algunos casos, grupos oligárquicos en decadencia tácitamente convergían en preservar el nuevo statu quo, basado en la “armonía de clases” y la ampliación de la industria y el consumo, al tiempo que renunciaban a un proyecto propio y se subordinaban a líderes a menudo autoritarios, garantes del compromiso. En palabras de Octavio Ianni, otro de los referentes de las ciencias sociales en Brasil, en el populismo el líder del Estado “es presentado a la sociedad como si fuera su mejor intérprete”.42 Así, los intereses de clase perdían su identidad detrás de abstracciones que los negaban, como el “nacionalismo” o el “antiimperialismo”, cuyos ímpetus de transformación chocaban una y otra vez con el comportamiento dependiente de las economías nacionales (cada vez más necesitadas de capital foráneo) y con las pautas políticas, también dependientes de los actores sociales. En el esquema de Weffort, al igual que en el de Ianni, el movimiento populista entraba en crisis cada vez que las aspiraciones de los sectores populares amenazaban el equilibrio del Estado de compromiso. Eso habría sucedido, por ejemplo, con la caída de Perón, en 1955, o con la de Goulart, en 1964.43

El ingreso de la teoría de la dependencia al terreno de las explicaciones del populismo modificaba no solamente el diagnóstico sino también el eventual curso de acción a seguir. Tanto el nuevo contexto latinoamericano que sucedió a los auspicios de una Revolución cubana que se consolidaba en el continente, como el contexto global de descolonización y crítica a los imperialismos que parecía dejar atrás el mundo conocido hasta entonces, constituyeron un marco fructífero para que esa teoría ganase adeptos en distintos países de la región. La cuestión central dejaba de ser, como con Germani y Di Tella, cómo contribuir a la transición hacia una sociedad moderna, y pasaba a ser cómo quebrar las relaciones de dominación que tipificaban la situación de dependencia. De allí que Weffort y Cardoso, en la introducción antes citada, afirmen que la teoría de la dependencia representaba “un nuevo momento de la conciencia social latinoamericana: revolución más que reforma, autonomía nacional más que desarrollo [pasaban ahora a] expresar los valores que orienta[ban] las ideologías y las consignas de los movimientos sociales contra el orden social de América Latina”. Más tarde Weffort se apartaría de las premisas dependentistas (también Cardoso lo haría) y abogaría por romper las relaciones de dominación de clase al interior de la propia nación mediante la consolidación de una clase obrera y un sindicalismo autónomos.44 En la agitada coyuntura de comienzos de la década del setenta, con dictaduras en varios países de América Latina (Brasil y Argentina entre ellos), lo que se seguía de su teoría, en cambio, era “la necesidad de la destrucción del Estado a partir de la capacidad de acción política de los grupos revolucionarios”.45

Populismo e ideología: la tesis de la articulación popular-democrática

En 1977, el argentino Ernesto Laclau, radicado en Gran Bretaña, sumó una nueva interpretación sobre el populismo, cuya deriva ha llegado hasta nuestros días. Casi treinta años después, en 2005, Laclau publicaría un conocido libro, La razón populista, en el que ofrece su reflexión más acabada sobre el tema. Como se sabe, para ese último Laclau, la lógica de construcción del populismo terminó siendo indistinguible de la que explicaría la de la política tout court. A los fines de este artículo, dedicado a reconstruir las primeras discusiones en torno al populismo en el contexto latinoamericano, el análisis se circunscribe a su contribución de 1977, conectada, pero a su vez distante, de las reformulaciones que le seguirían.46

Al evaluar las explicaciones en boga sobre el populismo, Laclau concede a Germani y Di Tella haber provisto las más coherentes y elaboradas hasta entonces. Pero, al mismo tiempo, critica por teleológica su concepción de sociedades que transicionan en una sola dirección, cuestiona la relación “a mayor desarrollo, menos populismo” implícita en esas explicaciones, y discute que la ideología de los migrantes que formaron la base social de muchos movimientos populistas deba medirse en función del paradigma europeo. Laclau edifica una teoría que desafía la pertinencia de estos supuestos, especialmente del último. Parte de una concepción novedosa en el contexto de la crítica al marxismo del que forma parte: los elementos propiamente ideológicos de un discurso político (como el populismo o el fascismo) no connotan necesariamente una posición de clase.47 Tal connotación será resultado de la articulación de aquellos elementos en un discurso ideológico concreto. Las consecuencias de este nuevo punto de partida subvertirán las conclusiones de las tesis de Germani y Di Tella. Desde esta perspectiva teórica, los elementos rurales (“tradicionales”, en términos de Germani) presentes en la ideología populista eran la materia prima de una práctica ideológica que, si lograba expresar nuevos antagonismos de un modo radical, podía traducirse en una actitud todavía más avanzada (o “moderna”) que la verificada en la Europa desarrollada.

En clave marxista, versión althusseriana, Laclau distingue dos niveles: por un lado, el de la determinación de clase de la superestructura (ideología, política, etc.); por el otro, el de las formas de existencia de las clases sociales al nivel de esa superestructura. De acuerdo con su planteo, en el segundo nivel no se verificaría la determinación que opera en el primero. En el terreno de las ideologías, que es donde este Laclau situará al populismo, ello se traduce en que la articulación de los contenidos de una ideología tiene un carácter clasista (primer nivel), pero lo articulado por ella, “interpelaciones” y “contradicciones”, incluye contenidos no clasistas (segundo nivel). El primer nivel es el campo específico de la lucha de clases; el segundo lo es de la lucha que llamará “popular-democrática”. Los discursos de clase, en tanto pretendan conservar o desafiar una determinada hegemonía, necesariamente tienen que articular demandas no clasistas, esto es, necesariamente deben ser capaces de librar su lucha en ese segundo nivel. Desde esta óptica, “el enigma del populismo […] no resid[iría] en el movimiento como tal ni en el discurso ideológico característico del mismo —que, como tales, tendrán siempre una pertenencia de clase— sino en una contradicción no clasista específica articulada a dicho discurso”.48

Esa contradicción no clasista, articulable a diferentes ideologías, se expresa en la polaridad “pueblo vs. bloque de poder”. En el terreno de la lucha popular-democrática, entonces, los sectores dominantes abogarán por neutralizar el potencial conflicto que anida en esa polaridad. El populismo, en contraste, comenzaría cuando ese conflicto se plantea como radical antagonismo. “Nuestra tesis es que el populismo consiste en la presentación de las interpelaciones popular-democráticas”, escribe Laclau, “como conjunto sintético antagónico respecto a la ideología dominante”.49 Las interpelaciones más dispares, tanto clasistas como no clasistas, pueden terminar integrando ideologías populistas en tanto se las logre articular con la que opone de manera radical, y no como simple diferencia, pueblo a bloque de poder. De acuerdo con Laclau, ningún movimiento histórico hasta entonces (1977) había tenido más éxito en ese sentido que el peronismo en la Argentina.

El peronismo fue populismo porque supo articular eficazmente interpelaciones clasistas y no clasistas (como democracia, industrialismo, nacionalismo, antiimperialismo) a la interpelación propia del populismo, que en su caso adquirió la forma del antagonismo entre pueblo y oligarquía, entre patria y antipatria. Sin embargo, especialmente durante los diez años de su régimen (1945-1955), circunscribió ese antagonismo a los límites impuestos por el proyecto de clase que lideraba, el cual, lejos de desafiar el orden capitalista, buscaba solidificar un capitalismo nacional.50 Fue bonapartista, no socialista. La posibilidad de una hegemonía genuinamente obrera, en esta teoría, reside en la construcción de una comunión tan estrecha como sea posible entre la ideología popular-democrática y la ideología socialista. De allí que los movimientos socialistas victoriosos, de Mao a Tito, hubieran adoptado un carácter “inequívocamente populista”. “No hay socialismo sin populismo”, concluye Laclau, “pero las formas más altas de populismo solo pueden ser socialistas”.51 Décadas antes, el historiador Franco Venturi había sugerido que el populismo ruso podía ser considerado una página de la historia del socialismo europeo.52 Con Laclau, una tesis todavía más ambiciosa, reforzada por una sofisticada elaboración teórica, disipaba limitaciones nacionales y geográficas y establecía globalmente, con particular énfasis para naciones como las latinoamericanas, no solo la compatibilidad sino también la eventual continuidad entre populismo y socialismo.

Populismo y socialismo: la tesis de su incompatibilidad

La conclusión de Laclau no pasó desapercibida a quienes se reivindicaban socialistas y al mismo tiempo tomaban distancia de movimientos como el peronismo. Entre ellos se destacaron los intelectuales argentinos Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero que, cada uno por su lado y conjuntamente, elaboraron argumentaciones tendientes a desacoplar el socialismo del populismo y, en última instancia, mostrar su incompatibilidad.53

En el texto escrito en común, De Ípola y Portantiero retoman el concepto de lo “nacional-popular” pero, a diferencia de Germani, lo hacen explícitamente desde la reflexión de Antonio Gramsci. En Germani, como se vio, “nacional-popular” era el nombre que en su sociología asumía lo que otros y él mismo más tarde llamarían populismo, movimiento siempre identificado con un líder que ocupaba el poder del Estado o aspiraba a ocuparlo. El clivaje gramsciano, en cambio, permitía definir lo nacional-popular como una realidad sociocultural producida por una dialéctica entre intelectuales y pueblo-nación que no se subsumía al, más bien se distinguía del, poder estatal. Esta perspectiva abría camino a un argumento que cuestionaba las conclusiones de Laclau. Si para este último la tarea política de las izquierdas consistía en hacer converger populismo y socialismo, para De Ípola y Portantiero esa tarea debía orientarse a la construcción de “lo socialista” al interior de lo nacional-popular, en abierta oposición al populismo (y, en consecuencia, al Estado).

Portantiero y De Ípola reconocían que en la experiencia histórica de América Latina había sido el populismo, no el socialismo, el que había reclamado exitosamente para sí lo nacional-popular. Al igual que Germani, Di Tella, Weffort o Ianni, coincidían en que una mayoría de esos populismos representó un avance (un “transformismo progresivo”, escriben ellos) en términos de inclusión y participación de las mayorías en comparación con los regímenes oligárquicos que habían sustituido. De modo que la intención que los animaba no era cuestionar su rol histórico. Lo que se resistían a aceptar, en cambio, era la relación de continuidad que Laclau postulaba deseable y posible entre populismo y socialismo.

¿Por qué disputar desde el socialismo “lo nacional-popular” al populismo? Porque, a juicio de De Ípola y Portantiero, el modo en que los populismos “reales” (es decir, los que históricamente habían tenido lugar) procesaban las demandas nacional-populares fetichizaba el sentido de la nación en el Estado, desplazaba los elementos antagónicos a la opresión en general y adoptaba la matriz doctrinaria de la élite que por lo general dirigía esos movimientos. Todo ello trasuntaba una concepción organicista de la hegemonía, a la que ellos oponen una pluralista, la del socialismo, que se elaboraría no solo por fuera sino también contra el Estado. La primera concepción encontraba su complemento lógico en un “jefe” que personifica a la comunidad. La segunda solo hacía lo mismo cuando se desvirtuaba (como había sucedido con los socialismos reales), cuando negaba el pluralismo constitutivo a toda comunidad.

Aunque populismos y socialismos reales hubieran terminado ambos reificando al Estado y atando su destino a un líder, De Ípola y Portantiero justificaban su intervención en la diferencia de naturaleza que a su juicio debía establecerse entre unos y otros. En el populismo, ese punto de llegada era un destino: no podía suceder de otro modo (era su resultado “lógico”). En el socialismo, en cambio, las cosas sí podían ser diferentes, en tanto las diferencias y los disensos se mantuvieran por encima de todo anhelo de semejanza y unanimidad. La organización democrática de la resolución de esas diferencias y disensos, estructuralmente vedada al populismo, pensaban De Ípola y Portantiero, era la promesa no utópica sino posible del socialismo.

El peronismo era el ejemplo paradigmático de la “ruptura ideológico-política entre populismo y socialismo” que querían probar. Ese movimiento había sido canal de lo nacional-popular en la Argentina de mitad de siglo, constituyendo al sujeto político “pueblo” como variable subordinada al sistema de dominación estatal encarnado en el líder. De hecho, argumentan De Ípola y Portantiero, Perón sofrenó cualquier resistencia nacida desde abajo, ejerciendo el poder de modo tal que “lo nacional-estatal” subordinara “lo nacional-popular”. En explícita discusión con Laclau, argumentan que definir al populismo como una ideología capaz de articular símbolos y valores popular-democráticos en términos antagónicos respecto del bloque de poder implica omitir la dimensión pro-estatal inscripta históricamente en toda expresión populista. La promoción y fetichización del Estado, característica no solo de los populismos latinoamericanos sino también de los fascismos europeos, sería combatida, desde esta óptica, por la ideología socialista. Que los socialismos reales hayan también asumido esas mismas características no condenaba a todo proyecto socialista a seguir esa deriva.

Anidaba ya en esta posición una sensibilidad liberal, un socialismo liberal, aunque todavía no lo llamaran así. Concientes de que, en el caso argentino, una parte importante de la izquierda intelectual había hecho su experiencia política de espaldas a las masas y de que, a raíz de ello, algunos intelectuales habían exorcizado su mala conciencia adhiriendo al peronismo y reemplazando “la conciencia exterior vanguardista” por “la conciencia populista”, De Ípola y Portantiero proponían evitar la “estructura de sometimiento” que a su juicio estas actitudes implicaban, apostando a construir un proyecto democrático y socialista en el que escuchar no significara someterse, ni hablar silenciar a los demás.54 Este elemento pluralista, “liberal”, del socialismo imaginado en este texto de comienzos de los ochenta, con los años no hará más que fortalecerse en detrimento de todo resabio práctico o teórico a partir del cual pudieran reintroducirse el organicismo, el paternalismo o la ausencia de libertad. El concepto de hegemonía, en los ochenta vehículo fecundo para criticar la apropiación populista de lo nacional-popular, será entonces también dejado atrás, al menos en el caso de De Ípola, no solo por todo lo que lo unía a la teoría marxista sino también por “su sesgo proclive a una visión unificadora y su dificultad para coexistir con una concepción renovada de la política como campo común de consensos y disensos, como ámbito de pluralismo conflictivo”.55 Es otras palabras: el conflicto como motor no de una política o un proyecto nacional-estatal excluyente sino de un ágora plural e inclusivo; no como fuerza centrífuga sino centrípeta de lo social.

Palabras finales

En las más de cuatro décadas que transcurrieron entre el artículo de De Ípola y Portantiero, donde termina este recorrido, y el presente, el populismo ha regresado una y otra vez al debate público, primero en América Latina y luego a nivel global. Al populismo clásico, que motivó las reflexiones que hemos revisado aquí, se sumaron luego los así llamados “neopopulismos”, de Carlos Menem (1989-1999) en la Argentina a Alberto Fujimori (1990-2000) en Perú; los populismos del siglo xxi de la “marea rosa” [pink tide], de Hugo Chávez (1999-2013) en Venezuela a Evo Morales (2006-2019) en Bolivia, y finalmente, desde el ascenso de Donald Trump (2017-2021; 2025-) en los Estados Unidos hasta hoy, una profusa y cada vez menos definida caracterización de populismos de derecha e izquierda en todas las geografías del globo.56 El hecho de que en la actualidad el populismo haya adquirido el estatus de diagnóstico político epocal plantea desafíos menos ligados a establecer qué cosa sea el populismo que a analizar qué papel juega su concepto en nuestro lexicon político.57

Durante el período cubierto en este artículo, en cambio, el populismo pareció a muchos analistas una forma política precisa y propiamente latinoamericana, merecedora de una teorización específica. Los primeros ensayos al respecto introdujeron una premisa que se mantiene hasta el presente: América Latina no puede ser comprendida desde el prisma de la Europa desarrollada. La singularidad de la región (la asincronía en sus procesos de desarrollo, su carácter dependiente, etc.) obligaba a pensar los procesos de cambio realmente posibles atendiendo a sus características singulares. Los movimientos populistas aparecían, así, como la respuesta latinoamericana a las demandas de cambio en el subcontinente, ya sea que provinieran desde abajo, desde un sector inconforme de quienes estaban arriba, o de una combinación de ambos. Los intelectuales que se abocaron a su estudio coincidieron sin proponérselo en esperar más de ellos. Algunos habrían querido que fueran fuerzas menos autoritarias, más compatibles con la democracia de partidos, otros que radicalizaran su aspecto plebeyo, incluso que abrieran un nuevo cauce hacia una transformación socialista. En todos los casos, sin embargo, los consideraron un eslabón relativamente positivo en la historia concreta de las sociedades de América Latina. o

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Resumen / Abstract

Populismo y Latinoamérica. Intelectuales en busca de una teoría que explique su relación (1961-1981)

En 1973, el sociólogo brasileño Octavio Ianni caracterizó el populismo como “uno de los hechos al mismo tiempo políticos, económicos y sociales más importantes de la historia de América Latina”. Su caracterización remitía a los movimientos políticos que, a partir de la crisis de 1930, emergieron en distintos países del subcontinente, como el varguismo en Brasil y el peronismo en la Argentina. La afirmación de Ianni se inscribía en un debate más amplio sobre el sentido y las vías del cambio en América Latina. ¿Era posible pensar en transformaciones comparables a las que experimentó Europa tras la industrialización? ¿Debía esperarse una revolución, como la ocurrida en Cuba, o bien una transición reformista que actuara dentro de los márgenes del capitalismo? ¿Qué forma política adoptaría dicho proceso y qué sujetos sociales estarían en condiciones de conducirlo? A esas preguntas pronto se sumaron otras: ¿Qué tipo de cambio podía vehiculizar el populismo? ¿Podía constituir un camino atípico hacia el socialismo o, por el contrario, el obstáculo definitivo para imaginarlo como horizonte? Este artículo reconstruye algunas de las respuestas que intelectuales argentinos y brasileños ensayaron entre 1961 y comienzos de los años ochenta, etapa decisiva en la teorización del “populismo clásico”.

 

Palabras clave: Populismo en América Latina - Debates intelectuales - Transformación política - Cambio social - Populismo y socialismo

 

Populism and Latin America: Intellectuals in Search of a Theory to Explain Their Relationship (1961-1981)

In 1973, Brazilian sociologist Octavio Ianni described populism as “one of the most important political, economic, and social phenomena in the history of Latin America.” His characterization referred to the political movements that emerged across the region following the 1930 crisis, such as Vargasism in Brazil and Peronism in Argentina. Ianni’s statement was part of a broader debate about the meaning and paths of change in Latin America. Could transformations comparable to those experienced by Europe after industrialization be expected? Should change come through revolution, as in the case of Cuba, or through a reformist transition that remained within the boundaries of capitalism? What political form would such a process take, and which social actors would be capable of leading it? These questions were soon joined by others: What kind of change could populism make possible? Could it constitute an unconventional path toward socialism or, conversely, the ultimate obstacle to imagining it as a horizon? This article reconstructs some of the most significant answers proposed by Argentine and Brazilian intellectuals between 1961 and the early 1980s—a period that stands out as a decisive stage in the theorization of “classical populism.”

 

Keywords: Latin American Populism - Intellectual Debates - Political Transformation - Social Change - Populism and Socialism

 

 

 

Fecha de recepción del original: 11/8/2024

Fecha de aceptación del original: 20/4/2025

* scarassai@conicet.gov.ar. ORCID: 0000-0003-0078-264X.

1 Octavio Ianni, “Presentación”, en G. Germani, T. Di Tella y O. Ianni (comps.), Populismo y contradicciones de clase en Latinoamérica, Buenos Aires, Serie Popular Era, 1973.

2 Sobre el surgimiento de los narodniki en Rusia, véanse Franco Venturi, Roots of Revolution: A History of the Populist and Socialist Movements in Nineteenth Century Russia, Londres, Weidenfeld y Nicolson, 1960, y Aleksandrovna TvardovskaiaEl populismo ruso, México, Siglo XXI, 1978. Michel Winock [“Populismes français”, en Vingtième Siècle, revue d’histoire, “Les populismes”, n° 56, octubre-diciembre, 1997] considera que el movimiento liderado por el general Georges Boulanger en Francia, conocido como boulangisme, también debería ser incluido dentro de los populismos del siglo xix.

 

3 En 1946 Miroshevsky publicó en ruso una obra, nunca traducida al español, que abarca más de tres siglos de historia, desde la conquista hasta los inicios de las guerras por la independencia, en la que busca explicar los procesos que desembocaron en los movimientos independentistas de las colonias españolas en América. El libro fue publicado en Moscú y Leningrado por la Editorial de la Academia de Ciencias de la URSS.

 

4 Prólogo del editor, Vladimir Miroshevsky, El “populismo” en el Perú. Papel de Mariátegui en la historia del pensamiento social Latino-Americano, La Habana, s/e, 1942 (publicado en la revista Dialéctica, n° 1, mayo-junio de 1942, La Habana, traducido del ruso por Rubén Caldeiro), p. 3.

 

5 Resuena en esta crítica la caracterización de “romanticismo económico” que Lenin atribuía a los populistas rusos. Véase Andrzej Walicki, “Rusia”, en G. Ionescu y E. Gellner (comps.), Populismo. Sus significados y características nacionales, Buenos Aires, Amorrortu, 1970 [edición original en inglés: 1969].

 

6 Miroshevsky, El “populismo” en el Perú, p. 22. Miroshevsky anota que, luego de 1926 y hasta su muerte en 1930, Mariátegui revisó sus puntos de vista “populistas” y aconsejó a los revolucionarios peruanos el estudio del leninismo.

 

7 Alción Cheroni, Nacionalismo y populismo en la Ideología de A. N. B., Montevideo, Ediciones Nuestro Tiempo, 1962, pp. 9-10. Cheroni consideraba que la teoría de ese nacionalismo, aquí peyorativamente calificado de populista, había sido expuesta por Roberto Ares Pons, presidente de la anb, en el libro Uruguay, ¿provincia o nación? (Montevideo, Editorial Coyoacán, 1959). En ese libro Ares Pons sostiene que el único modo de superar la dominación de las potencias extranjeras es la unión de América Latina; en otras palabras, que la revolución socialista no es posible en un solo país, como sí creían los comunistas —abusando, a juicio de Ares Pons, del “atípico caso de Cuba”—.

 

8 Edward A. Shils, “The Intellectuals and the Powers: Some Perspectives for Comparative Analysis”, Comparative Studies in Society and History, vol. 1, n° 1, octubre de 1958.

 

9 Victor C. Ferkiss, “Ezra Pound and American Fascism”, Journal of Politics, vol. xvii, n° 2, mayo de 1955.

 

10 Comer Vann Woodward, “The Populist Heritage and the Intellectual”, The American Scholar, vol. 29, n° 1, invierno de 1959-60.

 

11 Véase Walt W. Rostow, The Stages of Economic Growth: A Non-Communist Manifesto, Cambridge, Cambridge University Press, 1960, publicado en español por Fondo de Cultura Económica en 1961 como Las etapas del crecimiento económico. Véase también Johan Akerman, Structures et cycles économiques, París, Presses Universitaires de France, 1955-1957, publicado en español por Aguilar en 1960 como Estructuras y ciclos económicos. La visión etapista del desarrollo tuvo también exponentes en América Latina. Véanse las contribuciones de los influyentes Celso Furtado, Desenvolvimento e subdesenvolvimento, Río de Janeiro, Fundo de Cultura, 1961; y Aldo Ferrer, La economía argentina. Las etapas de su desarrollo y problemas actuales, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1963.

 

12 Véase también, Gino Germani y Jorge Graciarena, Antología de la sociedad tradicional a la sociedad de masas, Buenos aires, Departamento de Sociología, Universidad de Buenos Aires, 1958. Cabe notar que desde la aparición de Estructura social de la Argentina: análisis estadístico, en 1955, Germani fue una de las figuras más sobresalientes de las ciencias sociales en la Argentina.

 

13 Torcuato Di Tella, Gino Germani, Jorge Graciarena y colaboradores, Argentina, sociedad de masas, Buenos Aires, Eudeba, 1965. El libro se agotó rápidamente y, a los tres meses de su primera edición, la editorial lanzó la segunda. Varias reseñas académicas celebraron la salida del volumen. Mora y Araujo lo consideró una “muestra representativa del estado de los estudios de la realidad argentina a comienzos de los 60”. Manuel Mora y Araujo, Desarrollo Económico, vol. 4, n° 16, abril-junio de 1965. Díaz Araujo lo juzgó “un hito de significativa importancia en la historiografía argentina, que ha producido un notable impacto tanto en el público común como en los especialistas”. Enrique Díaz Araujo, Revista de Historia de América, n° 60, 1965.

 

14 Gino Germani, “Hacia una democracia de masas”, en Di Tella, Germani, Graciarena y cols., Argentina, sociedad de masas. Con un agregado, este artículo reproduce el capítulo 8 de Política y sociedad en una época en transición.

 

15 Sobre este punto véase Gino Germani, “Democracia representativa y clases populares”, en G. Germani y A. Touraine, América del Sur: un proletariado nuevo, Barcelona, Nova Terra, 1965.

 

16 La relevancia que muchos de estos académicos asignaban al carácter tardío del proceso de modernización puede captarse con mayor nitidez en el trabajo de Guido Di Tella y Manuel Zymelman, “Etapas del desarrollo económico argentino”, incluido en Argentina, sociedad de masas. Aplicando al caso argentino el modelo etapista de Rostow, Di Tella y Zymelman introducen una etapa ausente en la formulación original, pero clave, a su juicio, para comprender el caso argentino. “La gran demora”, que abarcaba desde 1914 hasta 1935, marcaba para ellos el punto de inflexión de la historia económica argentina, el momento en el que la ausencia de un programa industrializador (para el que el país ya habría estado preparado entonces), sumada a la falta de iniciativa para realizar las transformaciones sociales y políticas necesarias, comprometió el desarrollo futuro. Tulio Halperin Dongui, autor de la introducción a la primera parte del libro, juzgó “sustancialmente exacta” esta imagen de Di Tella y Zymelman. Tulio Halperin Donghi, “Introducción”, en Di Tella, Germani, Graciarena y cols., Argentina, sociedad de masas, p. 17.

 

17 En Brasil, por ejemplo, Germani y sus colaboradores constituían la referencia teórica principal en lo que respecta a la teoría de la modernización aplicada a América Latina. Véase Jorge Ferreira, “O nome e a coisa: o populismo na política brasilera”, en J. Ferreira (org.), O populismo e sua história. Debate e crítica, Río de Janeiro, Civilização Brasileira, 2001.

 

18 Sobre el peronismo como totalitarismo, véase Gino Germani, “La integración de las masas a la vida pública y el totalitarismo”, Redacción, suplemento especial, noviembre de 1979 [1956]. Este artículo fue también incluido en Política y sociedad en una época de transición. Sobre la distinción entre el peronismo y los totalitarismos europeos, véase Alejandro Blanco, Razón y modernidad. Gino Germani y la sociología en la Argentina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006, pp. 154-160. Sobre las condiciones objetivas y subjetivas que a juicio de Germani explicaban el surgimiento de los totalitarismos, véanse, además del trabajo ya citado, “Anomia y desintegración social”, Boletín del Instituto de Sociología, n° 4, 1945, y su “Prefacio” a la obra de Erich Fromm, El miedo a la libertad, Buenos Aires, Paidós, 1947. Sobre la categoría de “movimiento nacional-popular”, véase Gino Germani, “Clases populares y democracia representativa en América Latina”, Desarrollo Económico, vol. ii, n° 2, julio-septiembre de 1962.

 

19 Samuel Amaral, El movimiento nacional-popular. Gino Germani y el peronismo, Buenos Aires, untref, 2018, p. 97.

 

20 Pasquale Serra, El populismo argentino, Buenos Aires, Prometeo, 2019, cap. II, especialmente pp. 62-77.

 

21 Gino Germani y Kalman Silvert, “Estructura social e intervención militar en América Latina”, en Di Tella, Germani, Graciarena y cols., Argentina, sociedad de masas. El texto original fue publicado en inglés en 1961 como “Politics, Social Structure and Military Intervention in Latin America”, Archives Européennes de Sociologie, n° 1.

 

22 Gino Germani, “Hacia una democracia de masas”, en Di Tella, Germani, Graciarena y cols., Argentina, sociedad de masas, pp. 225-226.

 

23 Lo mismo sucede cuando analiza la evolución del movimiento nacional-popular en la Argentina. De acuerdo con Germani, era a las élites peronistas, y no a las masas, a quienes correspondía (“debía”, escribe) “transformar esa participación [política de las masas] ilusoria en una intervención real”; a ellas correspondía “cambiar [la] naturaleza” del movimiento y volverlo “realmente una expresión de las clases populares”. Germani, “Hacia una democracia de masas”, pp. 226-227.

 

24 Gino Germani, “El surgimiento del peronismo: el rol de los obreros y los migrantes internos”, Desarrollo Económico, vol. 13, n° 51, octubre 1973. Germani daba más relevancia al contenido de sus conceptualizaciones que a los nombres a los que recurría para referirse a ellas. Ello explica que, en los setenta, cuando el término populismo ya se había popularizado al interior de la academia, lo emplee para referirse a lo que antes designaba como “movimiento nacional-popular”.

 

25 El volumen compilado por Ionescu y Gellner, a fines de los años sesenta, es un claro ejemplo de cómo el mundo académico internacional comenzó a tomar nota de esta especificidad latinoamericana, que veía en sus populismos “la mosca blanca” de los movimientos hasta entonces designados con ese nombre. Véase, especialmente, los trabajos de Richard Hofstadter, Alistar Hennessy, Peter Wiles y Angus Stewart, en Ionescu y Gellner (comp.), Populismo. Sus significados y características nacionales. La referencia principal de los artículos que mencionan el caso latinoamericano es Torcuato Di Tella.

 

26 Torcuato Di Tella, “Ideologías monolíticas en sistemas políticos pluripartidistas: el caso latinoamericano”, en Di Tella, Germani, Graciarena y cols., Argentina, sociedad de masas, pp. 280-281. Los otros tres sub-tipos eran el aprista, el castrista y el peronista.

 

27 Torcuato Di Tella, “Populismo y reforma en América Latina”, Desarrollo Económico, vol. 4, n° 16, abril-junio, 1965. El libro compilado por Veliz reúne las contribuciones de los participantes de la conferencia “Obstáculos al cambio”, realizada a comienzos de año en Londres bajo el auspicio del Royal Institute of International Affairs.

 

28 Véanse, por ejemplo, Torcuato Di Tella, Historia de los partidos políticos en América Latina, siglo xx, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1993, y Torcuato Di Tella, Historia del progresismo en la Argentina. Raíces y futuro, Buenos Aires, Troquel, 2001.

 

29 Gino Germani, “Democracia representativa y clases populares”, en G. Germani y A. Touraine, América del Sur: un proletariado nuevo, Barcelona, Nova Terra, 1965.

 

30 Di Tella, “Populismo y reforma en América Latina”, p. 425.

 

31 Idem.

 

32 Integraban este grupo Alberto Guerreiro Ramos, Cândido Mendes de Almeida, Hermes Lima, Ignácio Rangel y João Paulo Almeida Magalhães.

 

33 “Que é o ademarismo”, en S. Schwartzman, O pensamento nacionalista e os “Cadernos de nosso tempo”, Brasilia, unb, 1981.

 

34 Angela de Castro Gomes, “O populismo e as ciencias sociais no Brasil: notas sobre a trayectoria de un conceito”, en Ferreira (org.), O populismo e sua história.

 

35 Daniela Mussi y André Kaysel Velasco e Cruz, “Os populismos de Francisco Weffort”, Revista Brasileira de Ciências Sociais, vol. 35, n° 104, 2020.

 

36 Francisco Weffort, “Política y masas”, en G. Cohn, O. Ianni y P. Singer, Política e revolução social no Brasil, Río de Janeiro, Civilização Brasileira, 1965, p. 176.

 

37 Fernando H. Cardoso y Francisco Weffort, “Introducción”, en F. H. Cardoso y F. Weffort (eds.), América Latina. Ensayos de interpretación sociológico-política, Santiago de Chile, Editorial Universitaria, Colección Tiempo Latinoamericano, 1970.

 

38 Entre los referentes de esta teoría se destacan el ya mencionado Fernando Henrique Cardoso, y Enzo Faletto, André Gunder Frank, Wanderley Guilherme dos Santos y Aníbal Quijano.

 

39 En 1961, Alberto Guerreiro Ramos, uno de los sociólogos del Grupo de Itatiaia, había sostenido que el populismo en Brasil comenzó con el fin de la dictadura de Getulio Vargas, en 1945. Una década después, una mayoría de los estudiosos brasileros confluirían en que el período del populismo en Brasil abarcaba desde el ascenso de Vargas, en 1930, hasta el golpe militar contra João Goulart, en 1964.

 

40 Francisco Weffort, “Clases populares y desarrollo social (contribución al estudio del Populismo)”, en F. Weffort y A. Quijano, Populismo, marginalización y dependencia. Ensayos de interpretación sociológica, Centroamérica, EDUCA, 1976 [primera edición 1973]. Véase también Francisco Weffort, “O populismo na política brasileira”, en C. Furtado (ed.), Brasil: tempos modernos, Río de Janeiro, Paz e Terra, 1968.

 

41 Ibid., p. 39.

 

42 Octavio Ianni, A formação do estado populista na América Latina, Río de Janeiro, Civilização Brasileira, 1975, p. 16. En este estudio puede encontrarse un análisis de los diferentes casos nacionales desde una perspectiva similar a la que estamos siguiendo.

 

43 Ianni dedicó su estudio El colapso del populismo en Brasil (México, Universidad Nacional Autónoma de México, 1974 [1968]) a sostener esta tesis para el caso brasilero. Véase también Octavio Ianni, “Populismo y relaciones de clase”, Revista Mexicana de Ciencia Política, n° 67, México, enero-marzo, 1972.

 

44 Para un análisis de los cambios en la evaluación de Weffort sobre el populismo, véase Mussi y Velasco e Cruz, “Os populismos de Francisco Weffort”.

 

45 Cardoso y Weffort, “Introducción”, p. 31.

 

46 Entre los varios textos que Laclau dedicó a reflexionar sobre estos temas, merece ser destacado, además de los mencionados, Hegemony and Socialist Strategy. Towars a Radical Democratic Politics [1985], escrito junto con su esposa, Chantal Mouffe.

 

47 Sobre este punto véase, por ejemplo, la discusión de la explicación del fascismo provista por Nicos Poulantzas que Laclau desarrolla en “Fascismo e ideología”, en E. Laclau, Política e ideología en la teoría marxista. Capitalismo, fascismo, populismo, Buenos Aires, Siglo XXI, 1977.

 

48 Laclau, “Hacia una teoría del populismo”, en Laclau, Política e ideología en la teoría marxista, p. 191.

 

49 Ibid., p. 201.

 

50 Después de 1955, de acuerdo con Laclau, el antagonismo de la interpelación nacional-popular rebasó los límites impuestos por el régimen peronista. Reorganizado desde las bases, con Perón en el exilio, “el antagonismo potencial de las interpelaciones popular-democráticas pudo desarrollarse plenamente” y en los años setenta “pasó a fundirse con el socialismo”, algo evidenciado en la fórmula “socialismo nacional”. Ibid., p. 224.

 

51 Ibid., p. 231.

 

52 Franco Venturi, Il populismo russo, Turin, Einaudi, 1977 [1952].

 

53 Véanse, por ejemplo, Emilio de Ipola, “Populismo e ideología (A propósito de Ernesto Laclau, Política e ideología en la teoría marxista”), Revista Mexicana de Sociología, vol. 41, n° 3, julio-septiembre, 1979; y Juan Carlos Portantiero, “Socialismos y política en América Latina (Notas para una revisión)” [1982], en J. C. Portantiero, La producción de un orden. Ensayos sobre la democracia entre el estado y sociedad, Buenos Aires, Nueva Visión, 1988. Emilio de Ípola y Juan Carlos Portantiero, “Lo nacional popular y los populismos realmente existentes”, Nueva Sociedad, n° 54, mayo-junio, 1981. Este artículo fue presentado el mismo año en un coloquio en la ciudad de Oaxaca, en México, país donde ambos se encontraban exiliados.

 

54 De Ípola y Portantiero, “Lo nacional popular y los populismos realmente existentes”, p. 18.

 

55 Emilio de Ípola, “La última utopía. Reflexiones sobre la teoría del populismo de Ernesto Laclau” [2008], en C. Hilb (comp.), El político y el científico. Ensayos en homenaje a Juan Carlos Portantiero, Buenos Aires, Siglo XXI, 2009, p. 201.

 

56 A este respecto véase, por ejemplo, Ángel Rivero, Javier Zarzalejos y Jorge del Palacio (coords.), Geografía del populismo. Un viaje por el universo del populismo desde sus orígenes hasta Trump, Madrid, Tecnos, 2017.

 

57 Sebastián Carassai, “El populismo como diagnóstico político epocal”, en J. L. Villacañas Berlanga y A. Garrido (eds.), Republicanismo, nacionalismo y populismo como formas de la política contemporánea, Madrid, Ediciones Dado, 2021.