Repensando el 17 de Octubre y la forja del lazo político peronista*
Roy Hora**
Universidad Nacional de Quilmes / conicet
El 17 de Octubre de 1945 ocupa un lugar de relieve en todos los estudios sobre el siglo xx argentino. Constituye el principal mojón de una historia narrada muchas veces: el ascenso del coronel Juan Perón en el seno de una dictadura nacida reaccionaria que busca sobrevivir abrazando la causa de la reforma laboral, la caída en desgracia del carismático jefe militar tras la Marcha de la Constitución y la Libertad, la movilización obrera que lo rescata del ostracismo y lo confirma como líder de los trabajadores. Menos obvia, sin embargo, es la manera de evaluar la relevancia de una jornada que, en sintonía con lo que propone el mito de origen del peronismo, ha sido descripta muchas veces como el momento en que esta fuerza política entró de lleno en la vida pública y, sobre todo, como la instancia de consagración del vínculo entre Perón y los trabajadores de un país sediento de justicia social. Estos argumentos ya se advierten en trabajos como el clásico El 45, de Félix Luna, que ofrece una detallada reconstrucción de los sucesos de ese año.[1] Pero mientras Luna, por muy buenas razones, llevó su narrativa hasta las elecciones de febrero de 1946, estudios posteriores tendieron a enfocarse en la crisis de septiembre-octubre de 1945 y, en particular, en el 17 de Octubre, al que le asignaron un papel central en la forja del peronismo como movimiento popular. De hecho, el argumento de que el Día de la Lealtad constituye un hito mayor en la construcción del lazo entre Perón y los trabajadores –“el acto de liberación por el cual los sectores obreros rompen los antiguos lazos que caucionaban sus lealtades” y hacen plenamente suya una nueva identidad política, según una elocuente formulación de Juan Carlos Torre– informa los estudios analíticamente más ricos y ambiciosos que, de las contribuciones pioneras de Gino Germani a las más recientes de Mariano Plotkin, sentaron los parámetros a partir de los cuales todavía hoy los analistas del peronismo se vuelven sobre el origen de la fuerza política más importante de la historia argentina contemporánea.[2]
Un rasgo común de estas aproximaciones es que los factores invocados para explicar los sucesos del 17 de Octubre remiten, casi invariablemente, al escenario surgido tras el golpe de septiembre de 1930 y el comienzo de la Gran Depresión. Allí nació lo que terminó de madurar en 1945. Ya sea que enfaticen la crisis económica y las migraciones internas, ya sea que subrayen el crecimiento manufacturero sin distribución del ingreso, ya sea que coloquen el acento sobre el fraude y el carácter excluyente del orden político nacido tras el derrocamiento de Yrigoyen, ya sea que destaquen la emergencia de un nuevo clima ideológico y la creciente gravitación de ejército e Iglesia, el año 1930 constituye el punto de arranque de las narrativas que ven el 17 de Octubre como el evento que, sobre el telón de fondo de una Argentina en la que ya no era posible reconocer a la nación liberal erigida al calor de la expansión de la economía exportadora, expuso a la luz del día el vínculo inquebrantable entre Perón y sus partidarios. Por cierto, en las últimas décadas nuevas aproximaciones a la conformación del peronismo aportan matices a este cuadro –enfocando la atención en nuevos espacios, como las provincias del interior, o dando mayor relieve a otros actores, como la clase dirigente que gobernó el país en la década de 1930– pero rara vez impugnan los trazos maestros de esta narrativa.[3] Dicho de otra manera: nuestra historiografía suele concebir los orígenes del peronismo en cuanto fuerza popular como la saga del país que comenzó a caminar sus primeros pasos bajo el impacto de la Gran Depresión, la dictadura de Uriburu y el régimen del fraude y que, quince años más tarde, en la Plaza de Mayo, asistió a la presentación en sociedad de la nueva configuración sociopolítica que iba a marcar su futuro por largas décadas.
Este artículo toma distancia de esta aproximación con el fin de explorar otras dimensiones del problema de la constitución del peronismo como fuerza popular. Sugiere que los estudios sobre el 17 de Octubre y el origen del peronismo no han prestado suficiente atención a la historia previa de participación de las mayorías en la calle y en la plaza. Argumenta, por otra parte, que situar al 17 de Octubre en una perspectiva de más largo plazo pone de relieve las limitaciones de las explicaciones, muchas veces simplistas, que conciben la construcción del lazo político entre Perón y sus seguidores como un fenómeno que, desplazando las identidades políticas de izquierda que predominaban en el mundo del trabajo, cobró forma madura en el breve lapso que corre entre el desembarco del coronel en la Secretaría de Trabajo y Previsión a fines de 1943 y el 17 de octubre de 1945. Sostiene, en cambio, que una comprensión más acabada de la forja del vínculo político entre Perón y sus partidarios debe enfocarse también en la etapa posterior a octubre de 1945. Esta modificación de la escala temporal permite comprender mejor tanto el diseño inicial como las transformaciones posteriores de la política económica justicialista. En concreto, las preguntas que organizan este ensayo son: ¿cómo se vincula lo sucedido en la Plaza de Mayo en octubre de 1945 con movilizaciones obreras y populares anteriores y qué nos revela esta exploración sobre la cultura política de las mayorías?; ¿hasta qué punto el 17 de Octubre debe ser entendido como el hito crucial en la forja del vínculo entre Perón y sus seguidores?
Los trabajadores en la Plaza de Mayo y en el espacio público
Los estudios sobre los orígenes del peronismo suelen enfatizar el carácter novedoso de la movilización del 17 de Octubre. Un influyente ensayo de Daniel James que aborda el problema desde el mirador que ofrecen las localidades de Berisso y La Plata constituye el ejemplo más logrado de esta aproximación. James concibió al Día de la Lealtad como el momento en el que súbitamente se hizo visible una cultura popular nueva, que las fuerzas de izquierda desconocían o no habrían sabido interpretar. De impronta plebeya e irreverente, a la vez que hostil al ideario ilustrado que imperaba en la vida cívica, esa movilización supuso “un apartamiento radical respecto de los cánones de la época sobre el comportamiento público aceptable de los obreros”, que importaba un “quebrantamiento de los repertorios de conducta” conocidos y tenidos por legítimos.[4]
Por supuesto, estos argumentos confluyen en varios puntos con el relato que los propios protagonistas de esa jornada hicieron suyo, y que desde entonces alimentó la narrativa nacional-popular de los sucesos del 17 de Octubre. Desde este punto de vista, esa movilización nacida al margen y en tensión con las formas de ocupación del espacio público cultivadas por socialistas, anarquistas y comunistas, a la vez que portadora de otros significados y valores, mostró, para quien quisiera verlo –y para decirlo con la conocida metáfora del nacionalista Raúl Scalabrini Ortiz– “el subsuelo de la patria sublevado”. Finalmente, agreguemos que estas aproximaciones suelen subrayar que la emergencia de esta nueva cultura obrera forjada a espaldas de las agrupaciones políticas de izquierda supuso el ocaso definitivo de ese sector del espectro político como vocero e intérprete de las demandas de los trabajadores. También en este punto, pues, octubre de 1945 marcó un antes y un después en la historia nacional.
Esta manera de ver el problema ignora el hecho de que la relación entre los obreros y la Plaza de Mayo no comenzó en 1945. No fue Perón, sino Roca, el primer presidente en dirigirse a una audiencia proletaria desde los balcones de la Casa Rosada.[5] El relato del periódico anarquista La Protesta Humana de la movilización obrera del 12 de agosto de 1901, que llegó a la plaza con sus reclamos, es reveladora. El semanario libertario condenó tanto “la mansedumbre” de los manifestantes como “la desfachatez de los gobernantes, que desde los balcones, peroran a los descamisados como empedernidos demagogos”.[6] El hecho nos recuerda que mucho antes de que Perón se lanzara a la conquista de apoyos obreros, la izquierda retrataba las expresiones de la cultura política popular con calificativos e impugnaciones que muchos autores suelen identificar como una novedad de 1945.
Más relevante todavía es que los estudios que analizan los orígenes populares del peronismo suelen prestan poca atención al ciclo de movilización política abierto con la reforma electoral de 1912. El período de casi dos décadas de intensa competencia partidaria abierto por la instauración del sufragio obligatorio, que llevó las campañas electorales a todos los rincones del país y que dio lugar a comicios en los que alcanzó a participar el 80% del padrón, parece no haber dejado legado alguno. Por supuesto, la idea de que hasta 1945 las clases trabajadores estaban poco integradas en la vida pública hubiese sorprendido a los testigos del abrupto proceso de expansión de la frontera política que siguió a la sanción de la Ley Saénz Peña, que subrayaron, y con frecuencia lamentaron, las dimensiones plebeyas que estaba adquiriendo la vida cívica al calor de la incorporación masiva de la población masculina a la competencia electoral.
En esos años, los motivos antielitistas que ya estaban presentes en la vida pública en el cambio de siglo adquirieron mayor relieve.[7] El punto a subrayar es que el ingreso de la Argentina en la era del sufragio obligatorio acrecentó la significación y visibilidad de una cultura política popular que fue objeto de crítica recurrente tanto en la derecha como en la izquierda. El ofensivo retrato con que La Vanguardia describió la manifestación con la que los seguidores de Yrigoyen –algunos de los cuales desfilaron con vestimentas gauchas– celebraron la consagración de José C. Crotto como gobernador de la provincia de Buenos Aires en abril de 1918 ofrece un ejemplo de este tipo de retórica. Según la descripción del diario socialista, la manifestación radical “asustaba, porque aquello era la horda avanzando, el malón en perspectiva y los gauchos malos de Güemes llenando, no la llanura, sino la ciudad y amenazando arrasar todo con sus desmanes y brutalidades”.[8] Vale la pena notar que, al igual que los eventos analizados por James en su estudio sobre el 17 de Octubre, el festejo en cuestión tuvo lugar en las calles del centro de La Plata.
En esos años, en la ciudad de Buenos Aires, también hubo demostraciones antielitistas que tienen un parecido de familia con las que los estudios sobre los orígenes del peronismo ven como novedades de 1945. En enero de 1922 un grupo de simpatizantes yrigoyenistas que desfilaba ruidosamente por la calle Florida aminoró el ritmo de su marcha al pasar frente al Jockey Club, al que agredió con gritos, insultos y burlas. Este desafío simbólico a la institución que mejor representaba la riqueza y el prestigio social en el país bien podría colocarse dentro de la categoría de “iconoclasia laica” que James señaló como uno de los aspectos más originales del comportamiento de los manifestantes que, más de dos décadas más tarde, salieron a la calle a reclamar la libertad de Perón. De hecho, al relatar el suceso, el conservador El Diario concluyó que el comportamiento de los manifestantes expresaba “los odios, las incomprensiones, la falta de cultura y el arrabal”, exhibidos a la luz del día al “pasear sobre el asfalto su guaranguería y su incultura”.[9]
Horda, malón, gauchos malos, campo y ciudad, arrabal que celebra su victoria sobre el centro, guarangos contra clases educadas, incluso descamisados y demagogos: todos estos tópicos asociados a la idea de un pueblo carente de cultura cívica, o de invasión de la ciudad culta y refinada por parte de la periferia pobre, tosca y altanera, en fin, los motivos que giran en torno al conflicto entre dos Argentinas, formaban parte de una grilla de interpretación de las movilizaciones populares que, lejos de ser una novedad de 1945, ya era perceptible hacia el cambio de siglo y estaba bien arraigada, tanto en la izquierda como en la derecha, en la era radical.
La renuencia a situar el 17 de Octubre en una historia más larga de la protesta popular suele venir acompañada de una segunda limitación. Los relatos tradicionales sobre los orígenes populares del peronismo enfocan su atención en las organizaciones políticas y gremiales de izquierda, a las que usualmente describen como los grandes articuladores de las demandas obreras y como los principales voceros de los intereses de las mayorías. Sin embargo, esta elección es problemática por cuanto ya en la era oligárquica, y de manera más evidente luego de 1912, los propagandistas de la política de clase y los animadores de proyectos políticos radicales nunca lograron concitar adhesiones masivas entre la población trabajadora. Por una parte, porque también los católicos, los radicales y los conservadores incidieron sobre las organizaciones obreras, muchas de las cuales, además, se movieron en el terreno de un laborismo muy pragmático, desprovisto de grandes lealtades político-ideológicas.[10] Pero también porque, y esto es más relevante, los indudables pero acotados logros de las fuerzas de la izquierda en el terreno sindical contrastan con las notorias dificultades que éstas encontraron al momento de forjar una cultura y una política de clase, que tuvieron su correlato en la muy acotada capacidad de este sector de la vida pública para incidir sobre las preferencias electorales de las mayorías. De allí que hablar de política popular antes de 1945 supone, por sobre todo, hablar de trabajadores que, al momento de ir a las urnas, se encolumnaban tras las banderas radicales y conservadoras.
Tanto es así que las organizaciones partidarias ubicadas en el centro y el centro-derecha del espacio político conquistaron más del 80% de los sufragios en todas las elecciones nacionales libres y competitivas que tuvieron lugar entre 1912 y 1943. Por supuesto, esto vale también para los distritos más industriales y obreros del país, como el municipio de Avellaneda, principal fortaleza electoral del conservadurismo bonaerense.[11] Esto significa que, a lo largo de medio siglo, el grueso de los trabajadores se identificó con organizaciones gremiales muy frecuentemente moldeadas por el sindicalismo de negociación y, a la vez, con un proyecto de nación que tenía por referentes a figuras como Mitre, Roca e Yrigoyen. Es indudable que, en la década de 1930, el desasosiego que produjeron el retroceso económico –cuya expresión más evidente fue un prolongado e inédito estancamiento de los salarios– y el régimen del fraude introdujeron nuevas tensiones en la relación entre los votantes y la oferta partidaria pero, aun así, el radicalismo se mantuvo como la opción preferida por las mayorías, seguido por el conservadurismo. Pese a contar con un entorno favorable para la crítica al orden establecido, el avance político de la izquierda fue muy acotado, tal como se advierte al observar su modesto influjo electoral.[12] Integrar estos factores a la explicación de los problemas históricos que plantea el 17 de Octubre es fundamental para entender cómo era el escenario en el que se desplegó ese drama, y qué expectativas movían a sus protagonistas populares. Pero antes de volver sobre estas cuestiones, conviene presentar un cuadro más completo del significado político de la participación popular en la plaza y en la calle.
El pueblo en la calle y en la vida pública
Durante largos años, la idea de que la historia popular de la Plaza de Mayo había comenzado en 1945, además de formar parte de la memoria ideológica del peronismo, ejerció un considerable influjo sobre los estudios académicos. Esa estación ha quedado atrás. En las últimas tres décadas, la investigación histórica reveló que, ya a comienzos de la era liberal, la disputa cívica se caracterizó por su naturaleza inclusiva y participativa, y por el vigor de la cultura de la movilización.[13] El pueblo en la calle, más que una rareza, pasó a ser concebido como un dato central de la vida pública, cuyos orígenes pueden remontarse a los días de la Revolución. En relación con el tema que nos ocupa, Silvia Sigal sentó un mojón en nuestra comprensión de este fenómeno. Su libro La Plaza de Mayo. Una Crónica muestra que, en tiempos de Roca, Yrigoyen o Justo, una miríada de agrupaciones, y decenas de miles de personas, una y otra vez ocuparon la Plaza de Mayo para interpelar al poder, fortalecer su personalidad pública y darles relieve a sus demandas.[14]
Los trabajadores no fueron ni los únicos ni los principales animadores de esas acciones. Durante casi un siglo, consumidores, asociaciones étnicas, partidos políticos, la Iglesia católica, entre muchos otros actores, superaron a las congregaciones de trabajadores en poder de convocatoria y capacidad de movilización. Ni siquiera los conservadores se privaron de luchar por el dominio del espacio público, como hicieron el 13 de octubre de 1935, cuando Manuel Fresco ingresó a la Plaza de Mayo al frente de una imponente columna de cerca de cien mil bonaerenses en la que, según La Nación, no faltaron los “jinetes con magnífica caballada y estampa netamente gaucha” ni los “viejos criollos marchando con juvenil vigor a pesar de las botas o las alpargatas”[15] y que, de acuerdo con La Vanguardia –declaradamente hostil a esa invasión de la urbe culta y orgullosa por los toscos conservadores provincianos–, dejó la vía pública “alfombrada con cáscaras de naranjas y bananas” y demandó mucho trabajo de “los encargados de la limpieza de nuestras calles”.[16]
A la luz de nuestro conocimiento sobre esta vigorosa cultura de la movilización cívica se hace evidente que supuestas anomalías como que la Marcha de la Constitución y la Libertad congregase un número mayor de participantes que el Día de la Lealtad pierden su condición de tales. Sin embargo, ni el 19 de septiembre ni el 17 de octubre de 1945 fueron un rayo en cielo sereno, sino eslabones de una cadena que hunde sus raíces en el siglo xix. En todo caso, la relevancia de estas dos manifestaciones resulta, en gran medida, de su condición de eventos que remataron en una inflexión decisiva del orden político. Por sobre todas las cosas, fue ese desenlace el que las recortó como hitos singulares y el que las hizo ingresar en letras de molde en la gran narrativa de la historia nacional.
Para completar este razonamiento hay que enfatizar que, en las décadas previas a 1945, las mayorías no eran solo número o cantidad. La cultura popular, o de masas, también estaba conquistando un lugar de relieve en la vida pública. Las visiones que describen el 17 de Octubre como el momento de emergencia de una cultura popular hasta entonces acallada o reprimida, a la vez que enemiga de instituciones elitistas como la universidad o los grandes diarios, resultan problemáticas. Y no solo porque un lema como “¡Alpargatas sí, libros no!”, coreado el 17 de Octubre, ya tenía un lugar en el lenguaje político desde dos décadas antes, al que había ingresado merced a la acción de una fuerza política tan popular y populista como el lencinismo mendocino. O porque, como ya señalamos, esa no fue la primera vez que santuarios de la clase alta como el Jockey Club fueron hostilizados. Más importante es que, mucho antes de 1945, la arena pública ya estaba impregnada de fuertes tonalidades plebeyas, y que ese clima ejercía una considerable influencia sobre las interacciones sociales y políticas en las grandes urbes de la región litoral.
El capítulo más relevante de ese ascenso popular tuvo lugar en el primer tercio del siglo xx, y recibió impulso de tres fenómenos paralelos: el proceso de expansión económica que ensanchó las avenidas de movilidad social y erosionó las jerarquías construidas en el siglo xix, la forja de un régimen de sufragio amplio y libre que movió el centro de gravedad de la vida pública hacia abajo, y la expansión del sistema educativo y de las industrias culturales, que amplió los horizontes políticos y culturales de las mayorías y democratizó la vida social. Estos fenómenos, combinados, acotaron el papel de las élites decimonónicas como centro de la vida cultural de la nación, y abrieron espacios para la expansión de una cultura de acusados rasgos igualitaristas.
En esos años, al calor del veloz ascenso sociocultural de las clases medias, la vida pública acrecentó su impronta antielitista. No es preciso suscribir las visiones que, como Karush, proponen que las narrativas de conflicto entre ricos y pobres que propagaban la radio y la pantalla cinematográfica expresaban el vigor de una cultura popular contestataria que contribuyó a moldear al peronismo para coincidir en que, en los años de entreguerras, gracias al fútbol y al turf, al tango y al folclore, los rasgos plebeyos de la cultura urbana cobraron singular relieve.[17] Hijo de una sociedad dominada por el ideal del ascenso social, y por tanto tan hostil al elitismo como indiferente al clasismo, ese ambiente desafiaba las prerrogativas de las clases altas pero también los llamados a transformar el orden social provenientes tanto de la izquierda como de la derecha. En esos años, ídolos populares de orígenes sociales bajos, como Irineo Leguisamo, Bernabé Ferreyra, Carlos Gardel o Libertad Lamarque, se volvieron personajes más importantes para el gran público que cualquier figura representativa de la alta cultura o de la élite social del Centenario. Agreguemos que, tanto por la fuerte incidencia de los grandes medios de comunicación en la forja de esa cultura como por sus implicancias políticas, ni la izquierda ni la derecha celebraron esas novedades. De hecho, socialistas y comunistas se convirtieron en críticos tan implacables del magisterio de las industrias culturales y el deporte profesional sobre las mayorías como la propia Iglesia católica.[18]
No solo la prensa, la radio y el cine reflejaron el impacto de una sociedad en veloz proceso de democratización social que avanzaba por caminos distintos a los imaginados por quienes, a derecha o izquierda, deseaban convertirse en guías de la elevación cultural del pueblo cristiano o del pueblo trabajador. El mundo del hipódromo y el deporte, del espectáculo, e incluso la lengua, fueron terrenos donde las mayorías dejaron marcas indelebles en los patrones de interacción social. En las grandes ciudades, y en particular en Buenos Aires, el habla pone de relieve cuánto se había democratizado el trato en la esfera pública en las décadas previas a la llegada de Perón. Lo señaló, consternado, Amado Alonso en su El problema de la lengua en América. En ese conocido estudio aparecido en 1935, el filólogo español observó que como consecuencia de cierta “inundación de plebeyismo […] la minoría de hablar correcto tiene sobre la masa de conciudadanos un influjo menor que el esperable y necesario, pues no son para los más ese punto obligado de referencia por el cual la mayoría orienta su conducta social”.[19]
Alonso nos recuerda que, diez años antes de que el nombre de Perón se volviera conocido, y más que en cualquier otro lugar de América Latina, las clases más educadas ya habían perdido la batalla por el dominio de la corrección en el uso del lenguaje. Y la habían perdido no contra las deformaciones que la lengua culta había experimentado como resultado del arribo de millones de inmigrantes que no hablaban el idioma nativo sino como producto de la emergencia de una lengua popular nueva –de la que el lunfardo era pieza central–, cuyas expresiones tenían carta de ciudadanía no solo en la calle sino también en los medios de comunicación. El testimonio más evidente de la significación de este fenómeno nos lo ofrece el rechazo de la Revolución de Junio a esa “degradación” de la lengua que, en 1944, dio lugar a una agresiva campaña dirigida a adecentar el habla popular sanitizando, entre otros objetos, las letras de tango y los modismos y expresiones coloquiales que propalaba la radio. Por supuesto, un combate contra los gustos de las mayorías era una batalla que no podía ganarse, por lo que, al cabo de un tiempo, estos censores de la cultura popular debieron reconocer su derrota. Al fin y al cabo, hasta el propio presidente Farrell –cuya infancia transcurrió en un distrito tan popular como Lanús– era un apenas secreto amante del tango.
A la luz de este panorama, que revela la intensidad de lo que Lila Caimari describe como el “aire de insolencia democrática” imperante en la Buenos Aires de entreguerras, resulta discutible que el comportamiento de los protagonistas del 17 de Octubre deba verse como expresión de un pueblo hasta entonces ignorado o reprimido o de una iconoclasia secular que pretendía desafiar a las élites del poder y del prestigio.[20] En esa sociedad que ya no puede pensarse en términos polares, las demandas de reconocimiento en el plano cultural no corrían por el mismo andarivel ni tenían la misma intensidad que los reclamos –inevitablemente más potentes tras esa larga década perdida para la mejora popular que fue la “Década Infame”– de inclusión y mejora socioeconómica. Es significativo que los manifestantes que ganaron la calle el 17 de Octubre mostraran mayor encono contra el edificio del diario Crítica, emblema y decano de la prensa amarilla, que venía haciendo una virulenta campaña contra Perón, que contra medios más asociados al alto mundo social y cultural como La Prensa o La Nación. La impugnación política y moral a los que tomaron parte en las protestas de ese día que puede leerse en la prensa de izquierda no debe confundirnos. Descamisados, hordas, turbas, lumpen-proletarios, alpargatas contra libros, centro contra suburbio: esas figuras retóricas no fueron un invento de 1945, ni expresaron la emergencia de una nueva conciencia popular. Basta mirar hacia atrás para advertir que, al margen del (previsible) modo en que fue tratada por socialistas y comunistas, la cultura popular que se expresó ese día en la Plaza de Mayo o en La Plata había venido ganando terreno y cobrando entidad en la vida pública por, al menos, un tercio de siglo.
Promesa y apuesta
Encuadrar la movilización del 17 de Octubre en una historia más larga no supone, por cierto, ignorar todo lo que esta jornada tuvo de singular. Como recuerda James, un aspecto novedoso radica en el hecho de que los manifestantes que ese día concurrieron a la Plaza fueron interpelados por Perón en cuanto trabajadores, y en cuanto trabajadores que eran elevados a la condición de alma de una nueva nación.[21] El pueblo tanto como el ciudadano indiferenciado de otros tiempos habían sido desplazados por una nueva figura que poseía un perfil de clase más nítido, y a la que el coronel reformista convocaba a movilizarse con el fin de inaugurar una era de justicia social y afirmación nacional que debía apoyarse sobre un nuevo patrón de crecimiento orientado por el Estado y centrado en la cada vez más gravitante actividad manufacturera volcada sobre el mercado interno. Al calor de la acentuación de la polarización social y política que acompañó el ascenso de Perón, el componente clasista de la disputa por el poder alcanzó un inédito relieve. En un plano más inmediato, y sobre el telón de fondo de un país dividido, quizá lo más importante fue que los sucesos de esa jornada se ganaron un lugar en la historia porque impusieron un giro drástico a la crisis política que, tras la marcha de la oposición civil del 19 de septiembre, parecía haber sellado la suerte de Perón y de la dictadura militar.
Más que revelar una verdad esencial sobre el pueblo, más que inaugurar un nuevo tiempo de participación popular, esa sorpresiva movilización repuso a Perón en el centro del escenario y le abrió el camino para consagrarse como el candidato oficialista a la presidencia en las elecciones convocadas para el 24 de febrero de 1946. Es muy importante tener presente que el resultado de esos comicios decisivos no estaba contenido en los eventos del 17 de Octubre, ni era el reflejo del avance del todavía modesto poder sindical. De hecho, por entonces muy pocos imaginaban que el candidato de la Revolución de Junio sería capaz de imponerse a una coalición electoral que reunía a casi todo el arco político. Como es sabido, muchos observadores desestimaron la relevancia de la movilización del 17, convencidos de que los comicios de febrero la condenarían, como a otras protestas del pasado, al basurero de la historia.
Las elecciones de 1946, sin embargo, contaron otra historia. Para entender qué hizo posible la victoria de Perón, una fértil intuición de Silvia Sigal nos ayuda a expandir nuestro horizonte cognitivo. Sigal afirma que, prisioneros de la idea de que la emergencia del peronismo debe concebirse como una reacción directa al panorama de explotación económica y marginación política que signaba la condición obrera en la época, los estudios sobre el tema no han prestado suficiente atención al poder movilizador de la promesa peronista. Al enfocarse en el contexto del que surgió la nueva fuerza política –esto es, en el peronismo como un movimiento de rechazo a un pasado de explotación y miseria–, los analistas del fenómeno dejaron en un segundo plano lo referido a las expectativas y esperanzas que el coronel supo concitar.[22]
Esta línea de indagación permite integrar mejor en la explicación de la constitución del lazo político y afectivo entre Perón y sus seguidores el hecho de que, en la primavera de 1945, este recién llegado a la lucha por el poder hablaba en nombre de un proyecto cuyos apoyos populares todavía eran endebles e inciertos, en parte porque sus logros aún eran modestos. En cuanto al primer punto, recordemos que apenas habían pasado tres meses desde ese 12 de junio en el que la cgt, por primera vez, se pronunció abiertamente en favor de Perón (fue la primera ocasión en que los participantes de un acto público se definieron como “peronistas”). Sin embargo, mientras la cúpula cegetista tomaba ese camino, muchos dirigentes sindicales seguían dudando de la conveniencia de atar su suerte a la del Secretario de Trabajo y Previsión de la dictadura. Tanto es así que, en septiembre, La Fraternidad, institución decana del sindicalismo, abandonó la central obrera, y su salida fue imitada por otros gremios de relieve (comercio, textil, calzado). Aún si estas divisiones no hubieran tenido lugar, insistir en la importancia del universo sindical como base de apoyo de Perón es exagerar la relevancia de ese actor. Conviene recordar que, aunque sin duda más activo y movilizado por efecto de las nuevas circunstancias creadas por la activa interpelación oficial, el universo sindicalizado seguía teniendo una envergadura similar a la que poseía antes de la llegada de los militares al poder. A fines de 1945, el total de afiliados, que en 1941 rondaba los 440.000, solo había crecido un modesto 20%, hasta los 528.000. Incluso en el sector manufacturero, tan cortejado por Perón, en ese quinquenio el número de trabajadores creció más rápido que la tasa de sindicalización.[23] La gran expansión de la organización gremial, que para 1950 había llevado el número de asalariados sindicalizados por encima de los dos millones, aún estaba fuera del horizonte. Agreguemos que ese medio millón de afiliados de 1945 representaba menos del 20% de los votantes que concurrieron a las urnas en las elecciones en las que Perón se consagró presidente. No está de más recordar, finalmente, que tanto Perón como los dirigentes sindicales sabían bien que toda la historia previa enseñaba que, en el cuarto oscuro, el voto popular nunca se había mostrado (ni se mostraría luego) demasiado fiel a las insinuaciones o las directivas de la dirigencia gremial.
Desplazar la atención desde el plano de la organización sindical al de la regulación de las relaciones laborales y las remuneraciones al trabajo nos permite constatar que, para octubre de 1945, el conjunto de iniciativas desplegadas desde la Secretaría de Trabajo y Previsión no había alterado de forma sustantiva la condición del conjunto de la población asalariada. Para entonces, la justicia del trabajo solo había comenzado a actuar en la capital federal; su acción era desconocida en el resto del país.[24] En lo referido al tema crucial del nivel de las remuneraciones, los estudios existentes indican que, al cabo de casi dos años de intensa actividad de la Secretaría de Trabajo y Previsión, los salarios reales de 1945 eran similares a los de 1943. Ni siquiera en el sector industrial, de fuerte expansión en esos años, se habían producido aumentos significativos.[25] La información oficial sobre distribución del ingreso cuenta esta misma historia desde otro ángulo. En 1945, la porción correspondiente a remuneraciones al trabajo (46,7) no fue muy distinta a la existente en la segunda mitad de la “Década Infame” (en 1939 y 1940 fue de 46,0 y 46,4, respectivamente).[26] Medidas como la concesión del sueldo extraordinario (el aguinaldo) estaban en el futuro, y serían motivo de grandes disputas en diciembre de 1945 y agitadas discusiones durante la campaña electoral. La expansión del régimen previsional era, también, un proyecto todavía sin forma. En síntesis, para los manifestantes que concurrieron a la Plaza de Mayo el 17 de octubre, en términos de realizaciones materiales, lo más importante estaba en el porvenir. Muchos eran los indicios de que Perón estaba comprometido con una ambiciosa agenda reformista. Su figura evocaba una promesa sin duda muy atractiva pero, por distintas razones, de concreción todavía incipiente, cuando no incierta.
Con este cuadro en mente podemos avanzar un paso más allá que Sigal para enfatizar que la idea misma del 17 de Octubre como el momento de cristalización del lazo entre Perón y los trabajadores peca de simplista, toda vez que concibe la forja de una relación política tan perdurable como la que unió al coronel con sus seguidores como una suerte de designio providencial que se realiza en un instante. El concepto de experiencia, tan valioso para abordar los siempre complejos procesos de construcción de identidades, debería prevenirnos contra la tentación de suscribir razonamientos que son más propios de la memoria ideológica de una fuerza política que del análisis histórico. Visto desde este ángulo, queda claro que, no ya en octubre, sino todavía a fines de ese año, la consagración de ese lazo era una posibilidad entre muchas. Su concreción dependía más de lo que Perón realizaría en el futuro que de lo que hasta entonces había hecho. En 1945, el coronel Kolynos, ese sonriente militar recién llegado a la vida pública, era pura promesa.
De hecho, el argumento más poderoso invocado por Perón para seducir a la ciudadanía no eran sus realizaciones sino sus propuestas. A lo largo de 1945, y con mayor fuerza en el curso de la campaña electoral que se extendió entre fines de octubre y los comicios del 24 de febrero de 1946, el candidato oficialista derrochó ofrecimientos. De allí que, más que como el beneficiario de una lealtad ya probada y refrendada, resulta más productivo concebir al Perón de esos meses como un dirigente político que, a fuerza de invocar su compromiso con la causa de la justicia social y la construcción de un nuevo país, estaba contrayendo una enorme deuda con sus votantes. En definitiva, el triunfador del 17 de Octubre no era el portador de un cheque en blanco sino, por el contrario, el deudor de un oneroso pagaré. De un pagaré que, en caso de ser aceptado en los comicios del 24 de febrero, debía redimirse a la mayor brevedad posible.
Todo esto sugiere que el 17 de Octubre, más que lealtad, identidad o interés, hubo apuesta. Y es importante tener en cuenta que, por el carácter todavía precario del vínculo que Perón había tejido con quienes ese día lo rescataron del ostracismo, y de aquellos que el 24 de febrero otra vez apostaron por él, no tenía más opción que honrar con creces ese exigente compromiso. Enfrentado a una poderosa coalición opositora que comprendía casi todo el arco político, sin un pasado capaz de legitimar su palabra y fortalecer su personalidad pública, carente de una fuerza política estructurada sobre la que apoyarse, acechado por rivales en el propio seno del ejército, ese era el único camino que podía fortalecer su posición ante las mayorías. Al fin y al cabo, si la apuesta por Perón –un personaje salido de la nada, una figura a quien tres años antes nadie conocía y, quizá para peor, un militar– defraudaba las expectativas que había logrado concitar, sus ocasionales votantes tenían el camino despejado para retornar a las agrupaciones políticas a las que habían acompañado en el pasado. El peronismo ya era parte del paisaje político, pero su destino mayoritario no estaba escrito en piedra.
En este punto, es importante volver a recordar que en 1946 no había nada parecido a masas en disponibilidad y, mucho menos, votantes políticamente vírgenes. Este es uno de los puntos donde los estudios que hacen comenzar la historia del ascenso del peronismo en los años treinta muestran una de sus mayores debilidades. Para 1945, el país ya contaba no solo con una larga historia de participación cívica sino también con partidos políticos de considerable arraigo, que habían animado la vida pública por más de un tercio de siglo. Aún si el régimen del fraude había lesionado el vínculo entre votantes y oferta partidaria, la ucr permanecía como la primera opción de las mayorías, y el conservadurismo también se había mostrado capaz de suscitar duraderas adhesiones populares en varios distritos, entre los que se contaban los suburbios industriales de Buenos Aires. Las similitudes en los resultados de las elecciones bonaerenses de 1931 y 1940 ponen de manifiesto que, aun cuando la Década Infame fue un tiempo de dificultades y frustración, el malestar acumulado en esos años no introdujo ninguna inflexión decisiva en las preferencias de los votantes del mayor distrito electoral del país. La impotencia electoral no solo de la extrema derecha sino también de la izquierda ofrece una prueba adicional de esa estabilidad.
Considerando este panorama no resulta fortuito que Perón buscara reforzar su atractivo electoral sumando un dirigente radical de primer nivel a su fórmula presidencial y, mucho menos, que su requisitoria se estrellara contra un muro de indiferencia. Perón tenía claro que allí, entre los seguidores del radicalismo, estaban los votos populares que necesitaba para convertirse en un candidato competitivo.[27] Convencidos de que su partido se impondría cuando llegara el momento de ir a las urnas, ningún dirigente radical de relieve y proyección nacional quiso acompañarlo (Amadeo Sabattini, por ejemplo, rechazó la candidatura a vicepresidente que tenía servida en bandeja). Solo unos pocos radicales de segundo rango, como Armando Antille y Juan Ignacio Cooke, así como varios jóvenes dirigentes que veían bloqueado su avance dentro de la estructura partidaria, se mostraron dispuestos a saltar el cerco. De allí que Perón tuviese que conformarse con ungir como candidato a vicepresidente a un dirigente de muy escaso porte, el correntino Hortensio Quijano, que siempre había sido un perdedor en su distrito y que, además, había hecho toda su carrera en las filas del antiyrigoyenismo. Que Perón terminara eligiendo a este gris político alvearista habla a las claras de la importancia de atraer a los votantes con una fórmula presidencial con alguna coloración radical, y de las dificultades que debió enfrentar para lograrlo.
En síntesis, la reticencia de los dirigentes radicales ante las generosas ofertas de Perón nos dice mucho sobre cómo era visto el panorama electoral en el seno del partido dominante del sistema político. Una imagen similar se alcanza al comprobar que la cúpula radical tampoco tomó en serio a los dirigentes gremiales que, como Luis Gay, decidieron acercársele: convencidos de que tenían el voto popular de su lado, no creyeron necesario hacer concesiones ni buscar nuevos aliados.[28]
De todos modos, el punto más relevante a considerar al momento de situar al 17 de Octubre en un contexto más amplio no fue lo que sucedió en la campaña electoral o en las urnas el último domingo de febrero de 1946, sino el hecho de que, en el curso del trienio posterior, se produjera una profunda transferencia de lealtades que dejó al radicalismo y al conservadurismo huérfanos de apoyos populares. Ese movimiento tectónico forzó a la ucr a reinventarse como partido de clases medias y, además, hundió al conservadurismo en la insignificancia. Por supuesto, el factor determinante de esta drástica reformulación del mapa electoral fue la política de mejora del ingreso y de incremento del bienestar popular más ambiciosa de la historia nacional (retomo este punto más abajo). En varias ocasiones, Perón justificó este programa señalando que su objetivo era contener el avance del comunismo. Es evidente, sin embargo, que ese argumento no era más que un artificio retórico calculado para hacer menos amarga la medicina, hecha a base de altas dosis de justicia social que, muy a su pesar, debieron tragar capitalistas y empleadores.
El hecho de que en las elecciones de 1946 los representantes del capital decidieran inclinarse abiertamente por una alianza en la que participaban el Partido Socialista y el Partido Comunista –la Unión Democrática– no deja dudas sobre qué relevancia le asignaban a la amenaza roja. Al margen de algunas iniciativas dirigidas a extirpar a la izquierda de las organizaciones sindicales, las acciones del propio Perón revelan una visión similar del desafío político que tenía por delante. Este no consistía en combatir el ascenso de una izquierda que, en rigor, solo ejercía cierto influjo sobre el mundo gremial, todavía un actor de escaso relieve en el campo del poder y que, por sobre todas las cosas, era incapaz de moldear las preferencias políticas de las mayorías. Consistía, en rigor, en impedir que los trabajadores que lo habían acompañado en octubre de 1945 y febrero de 1946 llegaran a la conclusión de que ese ambicioso coronel no estaba a la altura de sus promesas y, por tanto, que volvieran sobre sus pasos y nuevamente cedieran su voto a las agrupaciones partidarias con las que se habían identificado por más de tres décadas. En síntesis, Perón debía convertir una adhesión que todavía tenía mucho de superficial en un compromiso estable y duradero.
A la luz de lo que sabemos sobre el universo de creencias políticas de la ciudadanía, solicitar el voto y reclamar apoyo para el heredero reformista de la Revolución de Junio era una tarea que no suponía grandes obstáculos en el plano ideológico. Es sabido que la idea de justicia social ya tenía un lugar visible en la discusión pública, y que las mayorías abrigaban sentimientos nacionalistas y reformistas que eran compatibles con el programa de Perón. Por otra parte, la escasa gravitación electoral de la izquierda constituye un indicador elocuente de que la identificación popular con ideas reformistas y antielitistas no se asentaba sobre una sensibilidad anticapitalista.[29] A ello hay que agregar que la amplia adhesión que en su momento concitó el yrigoyenismo, lo mismo que vertientes del conservadurismo popular como la encarnada por Alberto Barceló, sugieren que la retórica que describía al campo político como un espacio dividido en dos hemisferios en tensión, en el que solo uno de ellos encarnaba los valores positivos de la nación, resultaba menos ajeno al sentido común de las mayorías que los argumentos que se apoyaban en visiones liberales o pluralistas de la comunidad política.
Agreguemos, finalmente, que el catolicismo social invocado por Perón conectaba mejor con el ideario popular que el laicismo militante de la dirigencia política y sindical de izquierda y, quizá también, que el laicismo moderado exhibido por una parte considerable de la dirigencia radical y conservadora. El 17 de Octubre tuvo algo del clima irreverente propio de las concentraciones populares, pero testimonios como los de Delfina Bunge, incluso si parciales o sesgados, nos recuerdan que el catolicismo popular no era ajeno al universo cultural de los manifestantes (“la multitud se muestra respetuosa. Hasta se vio una columna en la que parte de sus componentes hacían la señal de la cruz al enfrentarse con la Iglesia”).[30] Al margen de las derivas de la discusión en curso sobre la verdadera envergadura de las iniciativas católicas en el mundo del trabajo, no cabe duda de que los motivos católicos que tanta visibilidad y gravitación alcanzaron en el mundo gremial a partir de los años peronistas, todavía hoy muy visibles, lograron imponerse porque sintonizaban mucho mejor con el sentimiento popular que el enfático anticlericalismo del gremialismo de izquierda.[31] También en este plano, pues, la distancia entre el universo de ideas con las que Perón se identificaba y el que primaba entre las clases populares era considerablemente menor de lo que proclamaban sus opositores, que describían al heredero de la Revolución de Junio como un nazi o un enemigo de la democracia.
La construcción del lazo de lealtad
En síntesis, estos elementos nos sugieren que, para conquistar y asegurar adhesiones populares, y al margen de lo que su extraordinario talento político podía aportar a esa tarea, el mayor desafío que Perón tenía por delante era de naturaleza eminentemente práctica, y su piedra de toque era su capacidad para elevar a las mayorías, sin demora, a un umbral superior de bienestar. Era la gran asignatura pendiente en una nación que, en la década y media previa, tras la Gran Depresión, había visto opacarse el sueño del progreso individual y familiar que tan central había sido, como discurso público y como experiencia popular, en la era del crecimiento exportador. Podemos tomar idea de la magnitud de la inversión que Perón realizó en este proyecto al observar el extraordinario sesgo protrabajo de la política económica que signó los tres primeros años de su presidencia. Fue precisamente la precariedad de sus apoyos populares, no su solidez, lo que obligó a Perón, que juró la presidencia en junio de 1946, a conceder tanto en tan poco tiempo. La necesidad de librar una onerosa batalla por el corazón y las mentes de los argentinos de a pie –una respuesta perentoria a las demandas de quienes “aspiraban a alcanzar sus justas reivindicaciones de un día para el otro”–[32] constituye el principal determinante político de la revolución distributiva de 1946-1948, sin duda el aspecto más original y distintivo de ese primer peronismo (mucho más notable que su industrialismo, su estatismo o su nacionalismo). Y que, por añadidura, también explica los profundos desequilibrios macroeconómicos en que incurrió la política económica durante ese trienio. Bien mirados, esos desajustes no fueron más que la contracara y la consecuencia inevitable de la imperiosa necesidad de avanzar a marcha forzada en busca del apoyo popular.
Entre 1946 y 1948, las mayorías experimentaron una mejora aún más formidable que la que habían vivido en la década de 1920, hasta entonces lo más parecido a un paraíso popular que los trabajadores pudieran recordar. En los años veinte, las remuneraciones crecieron algo más del 50%; además, las condiciones laborales mejoraron y la duración de la jornada laboral se acortó.[33] El arraigo popular del radicalismo se afirmó sobre este enorme avance en la condición popular. Cuando llegó su turno, Perón empujó un alza de los salarios de proporciones similares. Pero lo hizo en apenas tres años y, a diferencia del que tuvo lugar un cuarto de siglo antes, ese incremento dependió mucho más del impulso estatal que de lo que podía ofrecer el mercado (un Estado cuyo acrecido aparato de difusión, además, invirtió gran energía para narrarlo y celebrarlo).
Fue el incremento del bienestar popular más importante de toda la historia nacional. Cuando Perón ganó la presidencia, los salarios reales casi no habían aumentado. Desde entonces, subieron muy por encima de los beneficios y la productividad, creciendo a casi el 12% anual entre 1946 y 1948, hasta acumular un alza de cerca del 40% entre 1946 y 1949.[34] Otras estimaciones sugieren que el poder de compra de los salarios medios industriales creció un 51% entre 1946 y 1949.[35] En 1948, los haberes previsionales eran un 51% más altos que al comienzo de la Revolución de Junio.[36] Los estudios sobre consumo cuentan una historia paralela, de acrecentada prosperidad popular.
La comparación internacional pone de relieve cuán excepcional fue esa revolución distributiva. Nada similar sucedió en esas décadas en América Latina, ni tampoco en el hemisferio norte. Quienes como Pedro Conde Magdaleno contrastaron la calidad de vida de los trabajadores en la Nueva Argentina y la Rusia soviética percibieron inmediatamente que, tanto en términos de libertad como de bienestar material, el país de Perón opacaba al de Stalin.[37] Es difícil imaginar una vara más exigente para medir el sesgo protrabajo de la economía política justicialista que la que ofrece la Europa gobernada por la izquierda y, sin embargo, como observó Perry Anderson, “Perón consagró una redistribución del ingreso desde el capital al trabajo mayor que la de cualquier gobierno socialdemócrata de la Europa de posguerra”.[38] Por supuesto, esta política de seducción material vino acompañada de una ambiciosa legislación laboral, muy sensible a los reclamos de los trabajadores sindicalizados y, en términos más generales, de numerosas iniciativas en el plano de las políticas culturales, que contribuyeron a forjar una idea más amplia e inclusiva de ciudadanía social. Eva, que desde 1946 fue ocupando un lugar cada vez más central en la arquitectura del poder peronista, también hizo lo suyo, llevando el mensaje peronista a los sectores menos organizados del mundo del trabajo. Todo esto ayuda a explicar las amplias victorias oficialistas en las elecciones legislativas de marzo de 1948 (56,4%) y en las convocadas el 5 diciembre de ese mismo año para reformar la Constitución (66,7%), que elevaron su caudal electoral bien por encima de los resultados de febrero de 1946 (52,8 %).
Es sabido que, con las espaldas mejor cubiertas, Perón se dispuso a disciplinar a los actores más díscolos de su propia coalición. En 1947 disolvió el Partido Laborista y la Unión Cívica Radical Junta Renovadora. Al año siguiente puso tras las rejas a Cipriano Reyes, cerrando la puerta a cualquier atisbo de autonomía sindical. Pero quizá lo más importante es que el trienio 1946-48 fue decisivo para dotar de un nuevo estatus político a ese Primer Trabajador que no tenía otro pasado que la vida de cuartel y, sobre todo, para transformar a los simpatizantes que había comenzado a atraer en los años de la Revolución de Junio en un conjunto de seguidores no solo más nutrido sino también más devoto. El nuevo umbral de bienestar alcanzado en esos años, que dio verdadera carnadura a la promesa formulada en 1945/6, fue crucial para erigir al líder justicialista en la estrella polar de la política popular. No es casual que la consigna “Perón cumple”, reproducida de mil maneras y verdadero mantra de la comunicación oficial, se volviera omnipresente hacia 1948-1949.
Quizá la evidencia más clara de que, al cabo de algunos años, Perón había conquistado ese lugar de privilegio en la consideración popular es que recién en 1949, por primera vez, el primer mandatario se sintió lo suficientemente seguro de la solidez de sus respaldos como para dar un golpe de timón y proponer una política económica menos concesiva hacia los trabajadores. Los primeros indicios de este giro –un movimiento que suponía un desafío mayor que disciplinar a los aliados de 1946– comenzaron a advertirse en 1949, cuando los síntomas de los desarreglos macroeconómicos provocados por la expansiva política económica llevada adelante en los años previos ya eran inocultables. De hecho, 1949 fue un año plagado de sinsabores: déficit en la balanza comercial, contracción de la producción industrial y un salto de los precios que llevó la tasa de inflación a cifras que no se conocían desde los años de la formación del Estado. A la luz de este panorama, es comprensible que, superada exitosamente la prueba electoral de 1948, y confiado en que la fidelidad al nuevo orden parecía arraigada, Perón inaugurara una nueva fase de su gobierno, en el que las cuestiones vinculadas al equilibrio fiscal, el control de la emisión monetaria y el crecimiento sustentable pasaran a primer plano.
A comienzos de 1949 Perón despidió a Miguel Miranda, el osado arquitecto de la primera economía justicialista, y lo remplazó por el más cauto y competente Alfredo Gómez Morales, que ensayó una política económica más ortodoxa. Lo que siguió es conocido: tres años de estancamiento, retroceso de los salarios reales y, como respuesta, malestar e incluso algunas huelgas. Esa etapa sin muchos logros que celebrar en términos de mejora popular y progreso social fue la antesala de la crucial elección del 11 de noviembre de 1951 en la que, gracias a la reforma de la Constitución, Perón volvía a competir por la presidencia.
Los comicios de 1951 no solo constituyeron una suerte de plebiscito sobre la reelección o sobre cuestiones más abstractas como la adhesión a la nueva Constitución de impronta estatista y nacionalista. Tal vez más importante, las urnas se pronunciaron sobre la valoración popular de un justicialismo más austero, que combinaba democratización social con autoritarismo político en una fase más madura y estabilizada, en donde había menos de lo primero y más de lo segundo. Ante ese panorama, que ya no era el de las promesas de 1945/6 o el de la exuberancia de 1947/8, el veredicto popular fue inequívoco e inapelable: casi dos tercios (63,4%) de un electorado muy ampliado por la presencia femenina proclamó que, pese a todo, quería mantenerse junto al gobierno nacido en 1946.
El contundente respaldo que Perón obtuvo en las urnas sugiere que, luego del envión inicial que le habían dado tres años formidables, otros tres mucho más grises no habían dañado su ascendiente, ni provocado fugas hacia el campo opositor. Este panorama permite comprender por qué fue recién entonces cuando, fortalecido por esa rotunda victoria, el gobierno decidió que había llegado el momento de lanzar un plan de ajuste que pronto se reveló más ambicioso, coherente y sistemático que todo lo hecho en ese plano en los tres años previos. Anunciado por el propio Perón el 18 de febrero de 1952, el Plan de Emergencia Económica restringió el crédito y contrajo el gasto público y la emisión monetaria. En una decisión que un tiempo antes hubiera sido considerada anatema, también impuso un congelamiento salarial destinado a extenderse por dos años. Todo esto fue acompañado por concesiones al capital agrario, cuyos representantes escucharon de boca del presidente que la hasta entonces vilipendiada oligarquía terrateniente y el latifundio ya no representaban un obstáculo para el progreso del país.[39] El nuevo rumbo también promovió la apertura al capital extranjero y la reconciliación con los Estados Unidos. El trato deferente que Milton Eisenhower recibió en su visita de julio de 1953 podría haber hecho pensar a un distraído que la consigna Braden o Perón nunca había existido, o que pocos años antes el país no había sancionado una Constitución nacionalista. En síntesis, tras el espaldarazo que significaron las elecciones de noviembre de 1951 comenzó un nuevo capítulo en la historia justicialista que, en aspectos sustantivos, fue mucho más que una pausa en el camino. Y emergía otro Perón, convencido de que ya resultaba políticamente posible tomar mayor distancia de las demandas de sus bases de apoyo, por fin dispuesto a enfatizar la acumulación por sobre la distribución.[40]
¿Por qué esta inflexión, visible tanto en el plano de la política económica como en el del discurso oficial, se produjo apenas conocido el resultado de la elección del 11 de noviembre de 1951? Seguramente porque el contundente mensaje de las urnas mostró que el ciclo político que había tenido sus hitos fundantes el 17 de Octubre y el 24 de febrero de 1946 estaba clausurado. Además de asegurarle otros seis años en la presidencia, noviembre de 1951 mostró que el ascendiente de Perón no había sido erosionado por las frustraciones y dificultades que sus partidarios experimentaron tras el fin de la revolución distributiva de 1946-1948 –el estancamiento del salario, el ascenso de la inflación, la mayor dureza en el trato con huelguistas y disidentes– y que, por tanto, su lugar eminente en el campo del poder ya no era tributario de la realización de una promesa sobre el futuro. Es indudable que en el transcurso de esos seis años se habían consolidado poderosas organizaciones sindicales que, si por una parte le dieron al justicialismo un mayor arraigo social, a la vez acotaron el margen de maniobra de la Casa Rosada para encarar políticas de austeridad. Pero el momento del lanzamiento del Plan de Emergencia Económica sugiere que la preocupación principal del gobierno no estaba en el frente sindical sino en el electoral y que, en este punto, las enormes restricciones políticas que habían acompañado al justicialismo en sus primeros años de vida se habían desvanecido.
El 11 de noviembre le dio a Perón una renovada confianza en que sus seguidores ya no abrigaban dudas sobre el valor diferencial del justicialismo. La ucr había perdido definitivamente su condición de partido mayoritario y las agrupaciones conservadoras y de izquierda, despojadas de sus séquitos populares, contaban todavía menos. Para entonces, pues, estaba claro que el vínculo entre Perón y sus partidarios había perdido la naturaleza precaria, y en alguna medida también instrumental, que había signado su encuentro en 1945-1946. Perón ya estaba en condiciones de explotar, sin mayor riesgo, ese mayor margen de maniobra con el fin de devolverle orden a las finanzas públicas y dinamismo al tejido productivo. De allí que, si esa jornada electoral de fines de 1951 tiene algún significado para una historia del peronismo, tal vez sea este: mucho más que el 17 de Octubre de 1945, que en estas páginas hemos concebido como el día de la apuesta por Perón, el 11 de noviembre de 1951 puede ser imaginado como el auténtico Día de la Lealtad. El momento en que, por fin, Perón pudo corroborar que el pueblo trabajador, pese a que nunca se avendría a aceptar de buen grado los sacrificios que imponía un peronismo más austero, había renunciado a imaginar soluciones políticas fuera del marco justicialista.[41]
Mirar el 17 de Octubre desde otro ángulo, y colocarlo en una serie que lo integra en una historia más larga de la participación popular en la vida pública, y que incluye también una jornada mucho menos dramática como el 11 de noviembre, puede resultar un ejercicio polémico. Sin embargo, interrogar críticamente los mitos que refuerzan la identidad de las comunidades políticas es una tarea indelegable del historiador. La constitución de un vínculo político tan intenso y perdurable como el que unió a Perón con sus partidarios debe someterse a un examen que ponga entre paréntesis la manera en que el peronismo eligió contar su historia y celebrarse a sí mismo. Por cierto, el momento actual es especialmente propicio para ampliar el horizonte de esta exploración, llevándola más allá de lo que propone este ensayo. El búho de Minerva, sugiere un dicho famoso, levanta vuelo al atardecer. Ahora que el lazo entre peronismo y clases populares está siendo sometido a enormes tensiones, y exhibe a la luz del día sus fracturas y sus heridas, tal vez haya llegado la ocasión de hacernos nuevas preguntas sobre la naturaleza de esa relación y sobre los procesos históricos que le dieron forma. Ello puede resultar de utilidad para entender mejor no solo el 17 de Octubre sino también para enriquecer nuestra visión de la experiencia peronista y de la política popular de la Argentina del siglo xx. o
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Resumen / Abstract
Repensando el 17 de Octubre y la forja del lazo político peronista
Este
ensayo sostiene que la comprensión de la relevancia histórica del 17 de
Octubre, mito
de origen del peronismo, gana en profundidad
cuando el análisis es colocado en un marco
temporal más amplio que el que predomina en las reconstrucciones habituales de
ese evento. En particular, discute la muy extendida idea de que esa jornada
crucial en la historia política argentina supuso una novedad radical en las
formas de expresión política popular. Sugiere que ese modo de aproximación
ignora una larga historia previa de participación de las clases subalternas en
la esfera pública y, además, no hace plena justicia a la complejidad del
fenómeno de construcción del lazo político entre Perón y sus seguidores, que
debe ser explorado con una perspectiva de más largo plazo.
Palabras clave: 17 de Octubre - Perón - Historiografía - Lazo político
17
October 1945: rethinking the making
of the Peronist political bond
This essay argues that a deeper understanding of the historical significance of 17 October, the day which represents the myth of origin of Peronism, can only be achieved if we place the analysis of this popular demonstration in a wide temporal framework. In doing so, it challenges the prevailing notion that this pivotal event represents a complete departure from earlier forms of popular political expression. It contends that traditional ways of depicting the 17 de Octubre often overlook a pre-existing, potent history of popular engagement in the public arena. Moreover, it emphasizes the need to extend the analysis of the making of the political bond between Perón and his supporters to encompass the period up to 1952.
Keywords: 17 October 1945 - Perón - Historiography - Political bond
Fecha de presentación del original: 24 / 10 / 2023
Fecha de aceptación del original: 17 / 02/ 2024
* Algunos argumentos de este ensayo fueron adelantados en mi “17 de Octubre: la promesa, la apuesta y la lealtad”, La Vanguardia, 17/10/2020. Agradezco a Lila Caimari y Pablo Gerchunoff por sus sugerencias y comentarios.
** rhora@unq.edu.ar. ORCID: <https://orcid.org/0000-0002-7303-4936>.
[1] Félix Luna, El 45. Crónica de un año decisivo, Buenos Aires, Hyspamérica, 1984.
[2] Juan Carlos Torre, La vieja guardia sindical y Perón. Sobre los orígenes del peronismo, Buenos Aires, Sudamericana, 1990, p. 257.
Las principales contribuciones están reunidas en Juan Carlos Torre (comp.), El 17 de Octubre de 1945, Buenos Aires, Ariel, 2023. Véanse, también, Mariano Plotkin, El día que se inventó el peronismo. La construcción del 17 de Octubre, Buenos Aires, Sudamericana, 2008; Silvia Sigal, “Del peronismo como promesa”, Desarrollo Económico, vol. 48, n° 190/191, 2008.
[3] Véanse, entre otros, Oscar Aelo (comp.), Las configuraciones provinciales del peronismo. Actores y prácticas políticas, 1945-1955, Buenos Aires, Archivo Histórico de la Pcia. de Buenos Aires, 2010; y Darío Macor y César Tcach (eds.), La invención del peronismo en el interior del país ii, Santa Fe, Ediciones unl, 2013.
[4] Daniel James, “17 y 18 de octubre de 1945: el peronismo, la protesta de masas y la clase obrera argentina”, Desarrollo Económico, vol. 27, n° 107, 1987, p. 454.
[5] Estos episodios son analizados en Hora, “17 de octubre”.
[6] La Protesta Humana, 17 de agosto de 1901.
[7] Inés Rojkind, “Campañas periodísticas, movilizaciones callejeras y críticas al gobierno. La participación política en el orden conservador”, Investigaciones y Ensayos, vol. 65, 2017.
[8] La Vanguardia, 9 de abril de 1918, p. 1.
[9] El Diario, 9 de enero de 1922, p. 3.
[10] Roy Hora, “Socialistas, anarquistas, católicos y liberales: trabajadores y política en la Buenos Aires del Novecientos”, Estudios Sociales, vol. 61, n° 2, 2021; Miranda Lida, “La caja de Pandora del catolicismo social: una historia inacabada”, Archivos de Historia del Movimiento Obrero y la Izquierda, vol. vii, 2018; Francisco Reyes, Los orígenes de la identidad política del radicalismo (1890-1916), Rosario, Prohistoria, 2022.
[11] Pablo Fernández Irusta, “Políticas públicas y caudillismo conservador en Avellaneda, 1909-1930”, Tesis doctoral inédita, Universidad Nacional de Quilmes, 2011.
[12] Roy Hora, “Izquierda y clases populares en Argentina, 1880-1945”, Prismas. Revista de Historia Intelectual, vol. 23, 2019.
[13] Hilda Sabato, La política en las calles: entre el voto y la movilización. Buenos Aires, 1862-1880, Buenos Aires, Sudamericana, 1998.
[14] Silvia Sigal, La Plaza de Mayo. Una crónica, Buenos Aires, Siglo XXI, 2006.
[15] La Nación, 14 de octubre de 1935, p. 12; El Mundo, 14 de octubre de 1935, p. 14.
[16] La Vanguardia, 14 de octubre de 1935, p. 1.
[17] Matthew B. Karush, Cultura de clase. Radio y cine en la creación de una Argentina dividida (1920-1946), Buenos Aires, Ariel, 2013.
[18] Roy Hora, Historia del turf argentino, Buenos Aires, Siglo XXI, 2014.
[19] Amado Alonso, El problema de la lengua en América, Madrid, Espasa Calpe, 1935, p. 169.
[20] Lila Caimari, “Mezclas puras: lunfardo y cultura urbana (años 1920 y 1930)”, en A. Gorelik y F. Areas Peixoto (comps.), Ciudades sudamericanas como arenas culturales, Buenos Aires, Siglo XXI, 2016, p. 163.
[21] Daniel James, “Los orígenes del peronismo y la tarea del historiador”, Archivos de Historia del Movimiento Obrero y la Izquierda, vol. 3, 2013, p. 138.
[22] Sigal, “Del peronismo”.
[23] Louise Doyon, Perón y los trabajadores. Los orígenes del sindicalismo peronista, 1943-1955, Buenos Aires, Siglo XXI Editora Iberoamericana, 2006, pp. 119-121.
[24] Juan Manuel Palacio, La justicia peronista. La construcción de un nuevo orden legal en la Argentina, Buenos Aires, Siglo XXI, 2018, pp. 107-112.
[25] Osvaldo Ferreres (dir.), Dos siglos de economía argentina (1810-2004), Buenos Aires, Norte y Sur, 2005, p. 461; Carlos Newland y Martín E. Cuesta, “Peronismo y salarios reales: otra mirada al período 1939-1956”, Investigaciones y Ensayos, n° 64, 2017.
[26] Poder Ejecutivo Nacional, Secretaría de Asuntos Económicos, “Producto e ingreso de la República Argentina en el período 1935/1954”, 1955, pp. 51-52.
[27] Samuel Amaral, Perón presidente. Las elecciones del 24 de febrero de 1946, Buenos Aires, Eduntref, 2018.
[28] Al respecto, véase el testimonio de Luis Gay, Archivo de Historia Oral, Instituto Di Tella.
[29] Roy Hora, “The impact of the Depression on Argentine society”, en P. Drinot y A. Knight (eds.), The Great Depression in the Americas and its Legacies, Durham/Londres, Duke University Press, 2014.
[30] El Pueblo, 20 de octubre de 1945.
[31] Jessica Blanco, Historia de una relación impensada. El catolicismo en los sindicatos durante el primer peronismo, Buenos Aires, Eudem-geu, 2021; Lida, “La caja de Pandora”.
[32] Alfredo Gómez Morales, en A. Cafiero, Cinco años después…, edición del autor, 1964, p. 405.
[33] Fernando Rocchi, “Una expansión desigual. Los cambios en el consumo argentino, desde principios del siglo xx hasta la década de 1940”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, n° 53, 2021, p. 237.
[34] Pablo Gerchunoff y Damián Antúnez, “De la bonanza peronista a la crisis de desarrollo, 1946-55”, en J. C. Torre (comp.), Los años peronistas (1943-1955), Buenos Aires, Sudamericana, 2002, p. 146.
[35] Claudio Belini, “Inflación, recesión y desequilibrio externo. La crisis de 1952, el plan de estabilización de Gómez Morales y los dilemas de la economía peronista”, Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana Dr. Emilio Ravignani, n° 40, 2014, p. 144.
[36] José Luis Bour, “La política provisional”, en R. Cortés Conde, J. Ortiz Batalla, L. D’Amato y G. Della Paolera (eds.), La economía de Perón, Buenos Aires, Edhasa, 2020, p. 222.
[37] Ernesto Semán, Ambassadors of the Working Class: Argentina´s International Labor Activists and Cold War Democracy in the Americas, Durham, Duke University Press, 2017.
[38] Perry Anderson, “Jottings on the Conjuncture”, New Left Review ii/48, 2007, disponible en: https://newleftreview.org/issues/ii48/articles/perry-anderson-jottings-on-the-conjuncture.
[39] Roy Hora, ¿Cómo pensaron el campo los argentinos? Y cómo pensarlo hoy, cuando ese campo ya no existe, Buenos Aires, Siglo XXI, 2018, pp. 130-131.
[40] Pablo Gerchunoff y Lucas Llach, El ciclo de la ilusión y el desencanto. Políticas económicas argentinas de 1880 a nuestros días, Buenos Aires, Crítica, 2018; Belini, “Inflación, recesión y desequilibrio externo”.
[41] Doyon, Perón y los trabajadores.