Daniel Roche
(1935-2023)
Imaginemos por un momento que, tras hojear una historia apócrifa de la historiografía occidental en castellano, descubrimos un curioso capítulo consagrado a un tipo de recepción de obras históricas muy poco transitado: una serie de autores cuyos trabajos, por una decisión editorial tal vez no muy difícil de rastrear, jamás (o apenas) fueron traducidos a nuestra lengua. Pese a que, naturalmente, los políglotas y los círculos de expertos pudiesen haber accedido a ellos en lengua original, resulta innegable el efecto lacunar que descubre una comunidad más vasta de historiadores tras advertir, por primera vez y con cierta alarma, la existencia de ilustres clásicos que han quedado fuera de su canon normativo. Surge así un nuevo panteón de historiografías ignotas que nos apremia a cartografiar de nuevo un imaginario bibliográfico que creíamos más estable y acabado. Desde luego, hay obras en aquel repertorio cuyo destierro en castellano resultaría un tanto comprensible: ningún editor sensato hubiera osado traducir las agobiantes ocho mil páginas de historia serial que Pierre y Huguette Chaunu titularon Seville et l’Atlantique (1955-1960), así como tampoco nadie intentó, en el siglo xix, ofrecer una versión española de los doce tomos que componen la infinita A History of Greece (1846-1856) de George Grote. Más allá, entonces, de tales perezas más o menos razonables, ¿qué clasificación podría regir aquel canon inexistente? Arrojemos solo tres categorías.
En principio, una serie de historiadores bien conocidos, pero cuyos grandes clásicos perduran a media luz. El caso de Michel Vovelle es ejemplar. Pese a que circulan en castellano tres de sus trabajos sobre la Revolución francesa y una compilación de ensayos un tanto más teóricos, sus dos obras maestras, Piété baroque et déchristianisation en Provence au xviiie siècle (1973) y, sobre todo, La Mort et l’Occident (1983), continúan bajo el velo de la referencia oblicua. Pero también podríamos incluir aquí Settecento riformatore (1969-1990) de Franco Venturi, los extraordinarios cinco volúmenes sobre la Ilustración italiana (y, a partir del tomo iii, europea) de los cuales el Instituto Mora de México solo alcanzó a traducir el primero (y cuya versión, cabe aclarar, apenas ha circulado), o Le Pain et le cirque (1976) de Paul Veyne, el asombroso experimento de sociología histórica sobre el evergetismo en la antigua Roma y hasta, quizá, The Great Divergence (2000), una obra clave de Kenneth Pomeranz que reactualiza el desajuste histórico entre China y Occidente. En segundo lugar, se situarían aquellas obras cuyos autores han sido traducidos de un modo casi fortuito: tan solo mencionemos los dos volúmenes titulados La Chrétienté et l’idée de croisade que Alphonse Dupront publicó junto con Paul Alphandéry en 1954 y que aparecieron por única vez en castellano cuatro años más tarde, debido solamente a que Henri Berr había tenido el olfato suficiente como para incluirlos en la célebre L’Évolution de l’humanité, la colección que uteha de México traduciría casi por completo. Finalmente, una tercera categoría podría incluir a aquellos historiadores que solo resultan relativamente familiares porque quienes sí fueron traducidos los han citado como autoridades litigantes. Keith Thomas es un nombre que apenas se libró de cierto olvido en castellano tras algunas alusiones de E. P. Thompson a Religion and the Decline of Magic (1971), una obra cumbre de antropología histórica sobre las creencias populares en los siglos xvii y xviii en Inglaterra. Precisamente, es entre la segunda y la tercera categoría en donde deberíamos situar al historiador francés Daniel Roche cuya obra discurre como un fantasma a través de un puñado de traducciones en las que su presencia se quiere casi accidental y, sobre todo, a fuerza de cita solariega en las voces de Maurice Agulhon, Roger Chartier o Robert Darnton, referencias que le aseguran, al menos, una piadosa existencia entre nosotros. Sin embargo, esta imagen espectral difiere drásticamente no solo de la formidable renovación que produjo su obra en la historiografía francesa, sino también de la enorme impronta que dejó en varias generaciones de historiadores, entre ellos los más traducidos a nuestra lengua. Intentemos componer, entonces, un acápite posible para aquel capítulo.
Reconocido por una erudición de antiguo savant al servicio de una nouvelle histoire propia de la tercera generación de Annales, Daniel Roche siempre prefirió destinar su tiempo tanto a la producción de obras compactas y contundentes como a la discreta formación de jóvenes historiadores. Tras la muerte de su esposa en 2009, la historiadora del arte Fanette Roche-Pézard, especialista en el futurismo italiano, la vida de Roche sufrió un duro golpe y, paulatinamente, fue aislándose en su enorme biblioteca personal donde tan solo se limitaba a recibir a antiguos estudiantes. Fue allí donde murió, serenamente, el 19 de febrero de 2023. Podría decirse que partió con el mismo sosiego con que vivió. Lejos de haberse propuesto la construcción de un perfil público con miras consagratorias que rebasara las puertas del campo académico, Roche trazó una dehesa pedagógica muy comedida: “Soy profesor antes que historiador”, había afirmado. También su obra se fue asentando con esa misma quietud hasta convertirse, finalmente, en una referencia insoslayable para la historia del siglo xviii francés. En este sentido, forma parte de una generación de historiadores como Franco Venturi, J. G. A. Pocock, Peter Gay, Rudolf Vierhaus, Dorinda Outram, Jonathan Israel, Bronisław Baczko, Javier Fernández Sebastián o Anthony Pagden (entre tantos otros), quienes, a partir de diferentes puntos de mira, buscaron salvar del oprobio el retrato lineal, inmutable y, sobre todo, negativo que, desde el Romanticismo, la Dialéctica frankfurtiana y el posestructuralismo, se venía endosando a la Ilustración como movimiento intelectual. Si bien un punto de partida posible para esta empresa de reparación podría situarse en 1975 con el Fourth International Congress on the Enlightenment que tuvo lugar en la Universidad de Yale e, inclusive, antes, con La filosofía de la Ilustración de Ernst Cassirer (1932) o tras el desvío habermasiano de sus maestros, fue a partir de los años 1980 cuando la historiografía comenzó a revertir efectivamente tópicos muy instalados. Fue así como el ejercicio de la razón, la idea de felicidad o la ideología del progreso dieron paso a una concepción más dinámica y flexible del movimiento ilustrado que logró alojar, por ejemplo, las prácticas culturales de las élites y del pueblo llano, o bien, tras la implosión de la “filosofía” entendida en términos experimentales, morales o especulativos, la emergencia de una nueva economía de saberes.
La Ilustración también perderá su tradicional destello como cuerpo preparatorio para el desenlace francés de 1789, lectura que recodificaba y se articulaba con toda la historiografía encolumnada y en marcha rumbo al Bicentenario de la Revolución. Con semejante mudanza, la temporalidad y la topografía, inevitablemente, también debían trastocarse. Ante todo, comenzará a hablarse de un siglo xviii “largo”: recuperando la vieja interpretación de Paul Hazard sobre la “crisis de la conciencia europea” (1935), el movimiento comenzaría a fines del siglo xvii y se extendería hasta los primeros años del siglo xix, asegurando, de este modo, menos rupturas y más continuidades junto con una periodización segmentada al interior de una larga duración secular. Como diría Pocock con relación a Gibbon, tuvieron lugar, en realidad, “varias Ilustraciones”. Esta pluralidad también se extenderá a un plano continental en el cual, si bien la Ilustración francesa seguiría funcionando como modelo, perderá su tradicional supremacía sobre las diferencias nacionales y solo representará un caso más. Así, este plano de universalidad, circulación de bienes culturales y prácticas de sociabilidad entre naciones tenderá a diversificar el movimiento hacia el exterior, pero también hacia el interior. Con su primera obra publicada, Le Siècle des Lumières en province (1978), Daniel Roche contribuyó a romper con esa hegemonía. Junto con la indagación del acostumbrado eje parisino, también trazará la geografía de la cultura cortesana a escala nacional a partir de la expansión de las academias durante el siglo xviii, instituciones que dejaron de ser entendidas –tal como sostenía Daniel Mornet en 1925– como un simple movimiento de “ideas” para convertirse en un escenario donde la sociabilidad y la cooperación entre las élites provinciales conformaba una nueva cultura política. Y Roche no solo trataba de involucrar los localismos e integrar aquellas instituciones y prácticas diseminadas a un conjunto más vasto, sino también de sindicar la historia social clásica (siempre presente en su obra en términos de configuraciones y orígenes estamentales) con una historia cultural de la que ha sido pionero y para la cual bosquejó los primeros lineamientos empíricos. Con todo, siempre asumió este tipo de experimentación historiográfica con cierta timidez y un “complejo de autodidacta”, bien refrendado por una formación que, en principio, fue más bien sinuosa y poco previsible.
Daniel Roche nació en París en 1935 y procedía de una familia tradicional de clase media alejada del mundo académico. Tras haber cursado sus estudios primarios en Neuilly, pasó luego al Collège Vauban en Courbevoie y al Lycée Chaptal de París donde obtuvo un título que lo calificaba como tornero-fresador. No obstante, en aquel bachillerato técnico solo cumplió un primer tramo: impulsado por sus profesores de historia, este virtual operario pasó en 1954 con toda naturalidad a la Facultad de Letras de la Universidad de París-Sorbona. Allí comenzó a preparar su ingreso a la École normale supérieure (ens) de Saint-Cloud donde, finalmente, cursó entre 1956 y 1960 sus estudios de Historia y Geografía mientras ejercía como profesor ayudante y aprendía a montar a caballo en el picadero de los bosques de Boulogne como parte de las actividades deportivas que exigía la ens. Fue en aquellos años como normalien cuando conoció a unos jóvenes Jacques Le Goff y Pierre Goubert quienes reforzaron aún más el consejo de sus viejos profesores y lo llevaron, definitivamente, por el camino de la historia. Tal es así que, en 1958 y a instancias de este último, tomó contacto con Ernest Labrousse para que dirigiera su diploma de estudios superiores en la ens, título que consiguió en 1960. Fue en aquel año cuando publicó, junto con Michel Vovelle, su primer artículo, “Bourgeois, rentiers, propriétaires: éléments pour la définition d’une catégorie sociale à la fin du xviiie siècle”, trabajo que ambos habían preparado como parte del proyecto labroussiano: un amplio estudio sobre las burguesías occidentales como marco de ruptura para comprender los fenómenos revolucionarios. Mientras tanto, también oficiaba como profesor de nivel secundario en el Liceo de Châlons-sur-Marne y comenzaba a indagar los archivos parisinos bajo la tutela de un joven François Furet quien, además, lo instruiría en la lectura de Tocqueville y Marx. Su carrera académica fue adquiriendo, así, una dirección cada vez más clara y encauzada. Luego, se convertirá en profesor asistente en la ens entre 1962 y 1969, año en que ingresa como investigador al Centre national de la recherche scientifique hasta 1973. Durante un lustro, se desempeñará como profesor en la Universidad de París VII para, finalmente, pasar a la Sorbona hasta 1999, año en que es elegido profesor en el Collège de France (hasta su jubilación en 2005) en la cátedra titulada –como no podía ser de otro modo– Histoire de la France des Lumières. Tal ha sido la imperturbable trayectoria institucional de quien siempre comprendió la sociabilidad académica como un gesto de urbanidad y gratificación intelectual, pero también como una base de operaciones desde la cual producir una obra que suscitaría, casi inadvertidamente, varias revoluciones sigilosas en los cimientos de la historiografía francesa.
La primera de estas revoluciones la forjaría con el propio Furet y con Alphonse Dupront –a la sazón, su director de tesis doctoral– con quienes Roche emprendería una de las investigaciones colectivas más perdurables de la segunda posguerra. Con los dos volúmenes de Livre et société dans la France du xviiie siècle, publicados en 1965 y en 1970, se iniciaba una renovación de carácter enteramente interdisciplinar y cuantitativa en la que el libro dejaba de ser el objeto sacralizado de la tradición literaria y del individualismo romántico para convertirse en una mercancía impresa. Se trataba de una investigación colectiva que también incluyó algunos elementos de semántica histórica cual protohistoria conceptual. Lo mismo cabría decir sobre el sintagma “cultura popular”, un concepto que reorientó la historia socioeconómica estructural de corte marxista y labroussiana de la modernidad temprana hacia una lógica de agencias y prácticas en la que los actores sociales cobraban un nuevo protagonismo. Así, en 1981, Roche regresa a su ciudad de origen y publica Le Peuple de Paris. Essai sur la culture populaire au xviiie siècle, en el que investiga la vida cotidiana en sus más nimios detalles a partir de una fuente poco explorada: las sucesiones por causa de muerte. De allí surgiría un universo desconocido de objetos y comportamientos, desde los usos de la cama y los armarios y las prácticas alimenticias, hasta la existencia de tapices baratos colgados en las paredes como decoración y calefacción. Nos encontramos, en realidad, ante lo que Roche definió, con más evocación que filiación braudeliana, como historia de la “cultura material”, contemporánea de la microhistoria y proclive a la misma reducción de la escala de análisis, aunque, en su caso, deberíamos sumar una precoz incursión en la “historia de las cosas”. Pero Roche también se hará de un Menocchio. Un año después, publicará una suerte de desprendimiento nominal de Le Peuple de Paris en el que abordará la vida de Jacques-Louis Ménétra, un vidriero parisino del siglo xviii cuyo diario personal incluye observaciones escritas entre dos épocas, pre y posrevolucionaria (Ménétra se jactaba de jugar a las damas con Rousseau en un café mientras este, con indolencia, fingía ignorar el tumulto ocasionado por el gentío que se amontonaba para verlo en primera fila). Tal es la “historia desde abajo” sociocultural de un artesano que hacía de su libre pensamiento y su individualidad un hecho sin prejuicios.
Ahora bien, será en el segundo volumen –subtitulado sintomáticamente Culture et société– de la obra que publicó con su viejo amigo Pierre Goubert en 1984, Les Français et l’Ancien Régime, donde Roche hará un primer alto para sistematizar y sintetizar toda la herencia annaliste: una “historia de los modelos culturales, de las ideas y de las mentalidades” con el fin de descubrir “las apropiaciones sociales de las estructuras mentales y los valores culturales”, observando tanto las fracturas como la historia inmóvil. Esta evidente fluctuación entre lo estructural y lo agencial –cual dispositivo virtuoso– lo seguirá guiando, con una exquisita impunidad y sofisticación, por todo el entramado sociocultural. Tal es lo que ocurre con los artículos reunidos bajo el título Les Républicains des lettres. Gens de culture et Lumières au xviiie siècle (1988) donde parte nuevamente hacia el extrarradio parisino: la dimensión cuantitativa de los listados, catálogos y registros de academias y bibliotecas son leídos a la luz de una fluidez simbólica que le permite, tras un riguroso trabajo empírico, desmentir aquel clásico duelo entre la burguesía ilustrada y la aristocracia feudal, puesto que la “gente de cultura” provincial estaba conformada, en realidad, por nobles terratenientes y eran miembros de las más altas profesiones burocráticas del Estado. Un año después, Roche vuelve a la “cultura material”, pero de la mano de una historia de la indumentaria con La Culture des apparences. Une histoire du vêtement, xviie-xviiie siècles (1989) para demostrar de qué modo la historia del consumo de los objetos materiales interactúa siempre con la materialidad de las ideas: el fluir de la moda conlleva necesariamente nuevas prácticas intelectuales, de allí que, tres décadas antes de la Revolución, toda esta cultura de las apariencias promoviese una prensa femenina que buscaba la igualdad social tras la falsa banalidad de los espejos y perfumes. Por detrás de un escrupuloso código prerrevolucionario de recatos y colores, emergía un lema no oficial: “liberté, égalité, frivolité”. Pese a que su ritmo de producción y publicación nunca cejó, han sido dos grandes investigaciones las que coronarán el derrotero de Roche. La primera de ellas, publicada antes de que Ulrich Raulff diese a conocer su extraordinaria Adiós al caballo (2017), corresponde a una trilogía sobre el orden ecuestre en Occidente (2008-2015) que se extiende del siglo xvi al siglo xix.1 La segunda es un tratado de un millar de páginas: todo lo que el lector sea capaz de imaginar con relación a las prácticas de desplazamiento y utilidad de los viajes, lo encontrará, sin dudas, en Humeurs vagabondes (2011), una obra que parece combinar el realismo artesanal de aquel operario que nunca llegó a practicar su oficio con un colosal idealismo, propio del normalien erudito en que, finalmente, se había convertido.2
Andrés G. Freijomil
Universidad Nacional
de General
Sarmiento
1 La trilogía fue publicada por Fayard. El primer volumen llevó por título La Culture équestre de l’Occident xvie-xixe siècle. L’ombre du cheval. Tomo I: Le cheval moteur (2008), y los siguientes, el título general Histoire de la culture équestre, xvie-xixe siècle. El segundo volumen se subtitula La Gloire et la puissance (2011) y el tercero Connaissance et passion (2015).
2 Las escasas traducciones al castellano que el lector encontrará de los trabajos de Daniel Roche nunca tuvieron el expreso objetivo de difundir su nombre, sino que su publicación más bien ha respondido al fruto del azar editorial. A este respecto, han circulado tempranamente un capítulo escrito junto con Roger Chartier titulado “El libro. Un cambio de perspectiva” para el tercer volumen de la célebre trilogía dirigida por Jacques Le Goff y Pierre Nora, Hacer la historia iii. Nuevos temas (Barcelona, Laia, 1980 [1974]]; un brevísimo artículo de divulgación (“¿Hacen la revolución los libros?”, Cuadernos de Historia, vol. 16, nº 3, 1985); más tarde, una obra colectiva editada por Roche en colaboración con Vicenzo Ferrone y publicada por primera vez en italiano en 1997, titulada en castellano Diccionario histórico de la Ilustración (Madrid, Alianza, 1998), y, finalmente, dos artículos científicos: “Una declinación de las Luces” (en J.-P. Rioux y J.-F. Sirinelli [eds.], Para una historia cultural, México, Taurus, 1999) y “La cultura material a través de la historia de la indumentaria” (en H. de Gortari y G. Zermeño [dirs.], Historiografía francesa. Corrientes temáticas y metodológicas recientes, México, Centro de Estudios Mexicanos y Centroamericanos, 2000). A estos trabajos, cabe sumar dos entrevistas importantes: la primera fue realizada por Maria Lúcia G. Pallares-Burke (en La nueva historia. Nueve entrevistas, Valencia, Publicaciones de la Universitat de València, 2005 [publicada originalmente en portugués en el año 2000]), y la segunda a cargo de Alejandro y Fabián Herrero en 1998 (incluida en La cocina del historiador. Reflexiones sobre la historia de la cultura europea, Banfield, Ediciones de la unla, 2002).