Silvina Cormick (ed.), Mujeres intelectuales en América
Latina,
Buenos
Aires, Editorial SB, 2022, 292 páginas.
En una conferencia pronunciada en 1935, Victoria Ocampo
advertía que en toda conversación entre hombres y mujeres siempre había un
momento en que el hombre pedía no ser interrumpido para comenzar un monólogo,
sin sentir la necesidad del intercambio con ese ser semejante y sin embargo
distinto a él: la mujer. Pero a pesar de esta falta de escucha, muchas –como la
propia Ocampo– siguieron hablando, escribiendo e interviniendo en el espacio
público a lo largo del siglo xx. Y
de esto da testimonio, sin dudas, el libro colectivo Mujeres intelectuales
en América Latina, editado por Silvina Cormick
y compuesto por doce trabajos firmados por especialistas que se ocuparon de
analizar la actuación de diferentes mujeres –escritoras, artistas,
profesionales y militantes– en la vida pública de América Latina entre finales
del siglo xix y mediados del xx, a través de los aportes de diversas
perspectivas, como la historia intelectual, la historia y sociología de los
intelectuales y la historia de las mujeres, los estudios de género y los
feminismos. De este modo, las y los lectores se enfrentarán a un volumen que
reúne poderosos estudios que transitan y revisan la trayectoria y el rol de las
mujeres más importantes de la cultura latinoamericana en el cruce entre
pensamiento, clase y género.
Estableciendo un diálogo con el clásico
libro de Carlos Altamirano, Historia de los intelectuales en América Latina,
Cormick plantea en la Introducción que se buscó
estudiar a las mujeres protagonistas de cada capítulo en su condición de
intelectuales –una intelectualidad extendida que sin embargo nunca se termina
de (re)definir–, en función de no solo conocer sus ideas, sino también sus
actuaciones y posiciones, las actividades y asociaciones que llevaron a cabo y
los debates que dieron en el ámbito social, cultural y político de la región.
Un proyecto que buscó repensar la historia de las élites culturales
latinoamericanas en diversas instancias –conversaciones entre colegas,
congresos y jornadas académicas– hasta llegar finalmente a la publicación en
forma de libro. Me resulta importante señalar el acierto de no pensar los
discursos de estas mujeres separadamente de sus prácticas y de las redes
intelectuales que tejen, permitiendo en consecuencia que el volumen se
construya desde una concepción antiesencialista del género. En otras palabras,
no se asiste a una simple sucesión aislada de casos de mujeres o, lo que es lo
mismo, a una sumatoria de nombres excepcionales, ni tampoco se concentra en
describir los obstáculos que ellas encontraron. Al contrario, bajo la premisa
de que los campos intelectuales son espacios constituidos siempre en forma
conjunta por varones y mujeres, se inscribió a las mujeres estudiadas en la
historia intelectual de América Latina, sin olvidar que muchas veces fueron
relegadas a ocupar lugares subordinados. Oírlas, como quería Victoria Ocampo,
para así explorar cómo idearon estrategias y dieron batalla en pos de ser
reconocidas y hacerse un lugar (con o sin éxito) en el espacio público del
continente, a pesar de los mecanismos de exclusión y marginación que las
confinaban a la privacidad del hogar y la vida doméstica.
Si bien los capítulos se organizan
cronológicamente, es posible trazar tres grandes ejes temático-conceptuales que
impulsan otro itinerario posible de lectura. Son ejes que se cruzan y se
solapan entre sí, aunque también funcionan de forma separada. El primer eje se
detiene en el vínculo entre mujeres y profesionalización. Acá encontramos el
estudio de Flavia Fiorucci sobre Cecilia Grierson que recupera la figura de la “primera médica
argentina” y la relación conflictiva entre su condición de maestra, de médica y
de feminista. Es interesante cómo la autora reconstruye el “ser y saber como maestra” en algunos de los escritos relevantes de Grierson y, al mismo tiempo, muestra que la docencia no era
considerada por ella un trabajo emancipador en cuanto se asimilaba al rol
materno. Una paradoja que impregnó su feminismo y que, según Fiorucci, supuso la afirmación de roles tradicionales, pero
también la defensa de espacios laborales para las mujeres más allá de las
fronteras de la domesticidad. Por su parte, Inés de Torres nos presenta a
Paulina Luisi quien, también maestra, buscó
posicionarse como profesional universitaria de la medicina –la primera en
Uruguay– enfrentando la lucha contra la prostitución y la trata de blancas a
partir de los postulados del higienismo. A través de
la creación de la revista Acción Femenina, Torres analiza la
construcción de una “institucionalidad feminista en clave internacionalista”
que cimentó el liderazgo de Luisi y su posterior
alejamiento de la revista y del Consejo Nacional de Mujeres a causa de las
tensiones políticas con las demás integrantes.
El segundo eje refiere a mujeres y
literatura y/o artes plásticas. Dennis Arias Mora se detiene en el derrotero de
Carmen Lyra, escritora de novelas sociales y cuentos
infantiles y militante comunista desde los años treinta. El capítulo nos
muestra cómo el universo narrativo de la escritora se trasladó al mundo
político de la intelectual en forma de metáfora: escritores, nombres de
personajes y obras de la literatura mundial ingresaron en su léxico para dar
cuenta de las figuras políticas y personalidades conocidas en su presente, e
incluso sus personajes se adentraron en el mundo de la política electoral. Del
mismo modo, Gabriela Cano en su capítulo dedicado a Amalia de Castillo Ledón también manifiesta la importancia de relevar la
formación y experiencia literaria y artística de la autora mexicana en su
desenvolvimiento político y diplomático, en especial en lo concerniente a la
soltura escénica que jugó a favor de su desempeño público. Por su parte, el
trabajo de Silvina Cormick sobre Gabriela Mistral se
concentra en la construcción de su trayectoria intelectual como representante y
expresión del continente latinoamericano. Dividido en dos partes, el capítulo
rastrea la constitución como intelectual pública de Mistral a través de la
imagen de la “maestra-poeta” que le permitió preservar su vida privada y,
luego, la internacionalización de su figura, a partir del viaje a México en
1922, cuando se consolida como funcionaria y diplomática, destacándose dos
experiencias: la parisina (su trabajo en el Instituto Internacional de
Cooperación Intelectual y el diseño y ejecución de la Colección de Clásicos
Iberoamericanos) y la neoyorquina, donde discutió las relaciones
interamericanas con intelectuales e instituciones panamericanistas y les
disputó la representación de América Latina a los académicos hispanistas. Este
conjunto de prácticas permitió que se la identificara con lo que Cormick llama la “conciencia de América Latina”, que moldea
un relato compuesto de literatura, música, costumbres y folclore combinado
tanto con la herencia indígena como con una perspectiva femenina y feminista
que rescata voces y figuras de mujeres americanas. Sobre esto último, queda por
pensar si el feminismo mistraliano no se relacionaría
también con el lesbianismo como elección sexual disidente y forma de vida no
hegemónica. El capítulo firmado por Dina Comisarenco Mirkin estudia una figura controversial, Nahui Olin, con el objetivo de ir
contra la imagen cristalizada de la artista y escritora que exalta su belleza,
sus romances y escándalos. Por el contrario, Dina se propone estudiar sus
pinturas y poesías de los años veinte y treinta para devolverle a Nahui Olin un lugar dentro de la
historia cultural de México, prestando particular atención a sus vínculos con
el movimiento muralista. Rafael Rojas escoge como protagonista de su capítulo a
Mirta Aguirre, poeta y ensayista cubana que se exilió en México en los años
treinta, donde se acercó al feminismo social. Rojas examina los trabajos de
crítica literaria y de política, en especial el estudio sobre sor Juana Inés de
la Cruz publicado en 1975, en el cual la escritora saca a sor Juana de la
corriente mística del siglo xvi y
hace una lectura materialista que la enfrenta con Octavio Paz, Henríquez Ureña y
Lezama Lima. Finalmente, Maria Alice Rezende de
Carvalho sigue el paso de Zélia Gattai
que pasa de ser la “mujer de” Jorge Amado a convertirse en una autora
reconocida de autobiografías. A partir de ese pasaje, el capítulo explora la
relación conflictiva de Zélia con los feminismos de
la época y la apuesta por la crítica académica, y no por el mercado (a
diferencia de su esposo), como signo de legitimación literaria.
En tercer lugar, se propone el eje mujeres
y militancia. Cecilia Macón indaga en la figura de
María Rosa Oliver el vínculo entre corporalidad-discapacidad, ejercicio de la
reflexión y acción política. A partir de las teorías contemporáneas sobre el
afecto, Macón lee un “sentimiento de injusticia” que
Oliver encarnó y reprodujo cuando impugnaba con sus acciones el capacitismo y otros mecanismos de opresión, a la vez que
fue este sentimiento el que permitió enlazar el orden afectivo con la idea de
emancipación y diversos modos de agenciamiento.
Contemporánea a Oliver, Nydia Lamarque es estudiada por Laura Prado Acosta,
quien reconstruye su perfil intelectual a través de la encrucijada que vivió la
autora entre sostener un estilo polemista y, al mismo tiempo, ampararse en dos
sistemas de ideas, el Partido Comunista, en primer lugar, y luego la Iglesia
católica. No obstante, la lectura atenta de Prado Acosta demuestra que esta
encrucijada se sostuvo gracias al interés que la autora siempre depositó en las
figuras del héroe o la heroína como redentores de la humanidad: Rosa
Luxemburgo, Lenin, Jesús y María, el personaje de La cautiva de Esteban
Echeverría. Por último, el capítulo de Jorge Myers sigue el singular itinerario
militante de Blanca Luz Brum, que pasó por el mariateguismo en los años veinte, la militancia en el
Partido Comunista en Uruguay y México en los treinta y el peronismo en la
Argentina de los cincuenta hasta la democracia cristiana en el Chile de los
sesenta y el apoyo final a la dictadura de Augusto Pinochet. Con rigor, se
reconstruye la primera parte de esta trayectoria tan disímil ideológicamente
pero tan rica en su accionar, que avanza de la mano de sus parejas, pero las
excede por su impronta y propia producción compuesta de poesía, periodismo y
ensayismo. El texto cautiva al transitar por la vida y escritura de Brum que permite también recorrer diversas e importantes
empresas culturales latinoamericanas del siglo xx,
como la revista Amauta, la propia revista de Brum,
Guerrilla, el movimiento muralista y la escena porteña con Crítica
y el vínculo –intelectual y sexual– que mantuvo con Natalio Botana y Salvadora Onrubia. Es importante señalar que el capítulo cierra con
una reflexión aguda acerca las mujeres en entreguerras y la nueva modalidad en
la función intelectual que se les presentó: la de ser gestoras culturales que
dirigían, fijaban una posición y contribuían con su producción cultural a una
emancipación que abarcaba diversos aspectos de su vida, como la posibilidad de
escoger sus parejas y vivir relaciones sentimentales y sexuales.
El libro cierra con un capítulo que se
recorta del resto, firmado por Heloisa Pontes, quien asume el desafío, que ella califica de
“experimento sociológico”, de comparar a la brasileña Gilda de Mello e Souza y
a la argentina Victoria Ocampo en los términos de dos mujeres que eligieron el
ensayo como modalidad privilegiada de expresión y, al hacerlo, permitieron
abrir otras zonas en la comprensión de las condiciones de producción del
ensayismo latinoamericano. Con gran sensibilidad, el texto expone las
dificultades que cada una tuvo en sus ámbitos culturales. Del lado de Gilda, se
pinta el vínculo afectivo e intelectual con Mário de
Andrade, sus primeras incursiones en la ficción y su decisión de abandonarla
para escribir “como hombre”, es decir, desde el campo científico de la
sociología. Sin embargo, como aclara Pontes, su tesis
doctoral sobre la moda en el siglo xix,
concebida como un ensayo de sociología estética, fue considerado fútil, como
“cosa de mujeres”, opinión que acompañaba el predominio masculino dentro y
fuera de la universidad. Esta elección por un estilo propio de ensayismo la
conecta con Ocampo, quien con su primer libro De Francesca a Beatrice también
apostó por ese género tan público para una mujer en los años veinte, cuando la
poesía en francés era lo que correspondía por su género y clase. Con sus
diferencias personales, sociales y geográficas, Heloisa
Pontes apunta que ambas se rebelaron en contra de los
recursos expresivos usuales para las mujeres de la época, afirmándose como
intelectuales en el plano de las ideas y del pensamiento, aun cuando Gilda no
haya tenido la misma proyección de la que gozó Victoria. Gran acierto que este
trabajo concluya el volumen, ya que condensa la propuesta por visibilizar los
modos en que las mujeres debieron lidiar con los dispositivos sexistas del campo
cultural latinoamericano y, al mismo tiempo, idear estrategias para hacerse
escuchar en el espacio público, con más o menos éxito.
Laura Cabezas
Universidad de Buenos Aires / conicet