Quinn Slobodian, Globalistas. El fin de los imperios y el nacimiento del neoliberalismo,

traducción de Paula Zumalacárregui,

Madrid, Capitán Swing, 2021, 448 páginas.

Pocos “-ismos” han sido tan elásticos, tan camaleónicos, tan escurridizos como el “liberalismo”. En nombre de principios liberales, muchos se han declarado socialistas, como John Stuart Mill y Léon Walras.1 Otros han podido simpatizar con Mussolini, como Ludwig von Mises, o sostenido teorías racistas; otros han apoyado dictaduras o partidos-Estado, como algunos liberales chilenos y chinos; y muchos de ellos se han mostrado defensores entusiastas de un liberalismo autoritario inspirado en Carl Schmitt.2 Toda ideología puede convertirse en su contraria, pero el liberalismo se ha prestado más fácilmente que otros a la contradicción.

La traducción española de Globalistas. El fin de los imperios y el nacimiento del neoliberalismo, de Quinn Slobodian, ofrece al lector hispanoparlante una ocasión para explorar una de las mutaciones más significativas del liberalismo en el siglo xx: se trata de lo que Slobodian define como la “escuela de Ginebra” del neoliberalismo. Eran miembros de esta escuela grandes figuras como Friedrich von Hayek y Ludwig von Mises, pero también personajes menos conocidos como Gottfried Haberler y Wilhelm Röpke. A diferencia de otras “escuelas” neoliberales, como la de Chicago (Milton Friedman) o la de Freiburg (Walter Eucken, Franz Böhm), la escuela de Ginebra se caracteriza por una particularidad: la idea de que debe existir una “constitución económica” a escala global. La “constitución económica” ya era impulsada desde los años 30 por el ordoliberalismo de la escuela de Freiburg. Para Walter Eucken, principal exponente del ordoliberalismo, el mercado no podía protegerse por sí solo de la intervención estatal, sino que demandaba una serie de instituciones capaces de mantenerlo en funcionamiento. Como lo señalaba en 1983 un discípulo de Hayek, “El punto de partida común de la teoría económica neoliberal es la idea de que, en cualquier economía de mercado que funcione como es debido, es necesario complementar la ‘mano invisible’ de la competencia con la ‘mano visible’ del derecho” (pp. 25-26). El “neo” de este liberalismo –acuñado por el ordoliberal alemán Alexander Rüstow– provenía de esta idea. Pero la escuela neoliberal de Ginebra le agregaba una especificidad: para sus miembros, esta constitución económica no podía ser nacional, sino global.

El libro de Slobodian explora la historia de la escuela ginebrina desde sus primeros proyectos de un federalismo mundial en los años 1930 a la fundación la Organización Mundial del Comercio en los años 1990. Los primeros neoliberales comenzaron su revisión del liberalismo clásico a partir de una constatación compartida: frente al sufragio universal, el socialismo y las luchas sindicales, que ponían en riesgo el mercado y la propiedad privada, era necesario abandonar el laissez faire ingenuo y recurrir a la intervención del Estado. Las posiciones de un Ludwig von Mises en la “Viena roja” de los años 1920 son emblemáticas de cómo, sin ser fascista, Von Mises consideró que el carácter represivo del fascismo se justificaba por el peligro que representaban el socialismo y el bolchevismo. Esta idea aparecerá varias décadas después en el modo en que Hayek y otros liberales defendieron la llamada “dictadura liberal” de Pinochet (p. 416).

La organización obrera no era el único objeto de preocupación para los fundadores de la escuela ginebrina. Slobodian pone también de relieve un aspecto descuidado de esta historia: el rol que tuvo la disolución de los imperios, tanto europeos como coloniales. Las nuevas fronteras nacionales auguraban una proliferación de las “barreras” tarifarias ya erigidas en las antiguas metrópolis. Frente a esta amenaza, las posiciones puramente negativas de un principio –supresión de las tarifas– se transmutaron en planes más concretos de organización institucional (p. 52).3 A fines de los años 1930, en el Coloquio Lippman, las posiciones ya tenían más consistencia: el objetivo era abandonar “la falacia del laissez faire” y concentrarse en las condiciones necesarias para hacer existir un mercado global amenazado por el proteccionismo (p. 122). El coloquio llevaba el nombre de un periodista, Walter Lippman, cuyo libro An Inquiry into the Principles of the Good Society proveía la clave de la reforma neoliberal: un mercado mundial regido por instituciones adecuadas y un estado de derecho (p. 122). Los participantes del coloquio –Rüstow, Hayek, Von Mises y Röpke, entre otros– mostraban sin tapujos sus diferencias, pero todos coincidían en dos puntos capitales: no solo internacionalismo de mercado, sino también desconfianza sistemática hacia los datos y modelos macroeconómicos (p. 123). Las conclusiones del coloquio prefiguraban la agenda liberal de los años a venir.

El rechazo de la macroeconomía tendría en efecto un rol central en las ideas de estos neoliberales. Hayek fue el mayor exponente de la idea de que la economía es incognoscible, que los precios y los datos macroeconómicos no permiten entender la realidad de la economía, y que la única manera de intervenir en el mercado sin destruirlo es a través de reglas. Esas reglas no pueden estar libradas al voto, a los parlamentos, a los ejecutivos; tienen que ser reglas comunes a la mayor parte del globo, de modo que toda ruptura de la regla implique la destrucción de la economía nacional. En palabras de Slobodian, el proyecto de la escuela de Ginebra estaba focalizado en declarar la invisibilidad de la economía mundial. En definitiva: “Su programa consistía en diseñar las instituciones adecuadas para aprisionar la economía mundial sin describirla” (p. 134). En el fondo, el objetivo era mantener separados el espacio de la soberanía y el espacio de la propiedad privada. Lectores entusiastas de Carl Schmitt, varios neoliberales lo ponían en los términos de El Nomos de la Tierra: el dominium y el imperium deben ser impermeables el uno al otro (p. 29).4

Los proyectos de “constitución económica” se manifestaron de diferentes maneras. Algunos neoliberales, como Röpke, los combinaron con teorías culturalistas o cuasi racistas, y vieron en el apartheid sudafricano o el segregacionismo norteamericano la base social de una constitución económica al abrigo de las masas negras. Otros, como Haberler, se aliaron con representantes del tercer mundo para luchar contra los subsidios agrícolas de Europa y Estados Unidos –aunque, en el momento de redactar un informe para el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (gatt), Haberler parece haberse sentido aliviado cuando supo que Raúl Prebisch no estaría en el comité–. Otros se implicaron en la construcción de la Comunidad Económica Europea y, a pesar de las críticas de sus correligionarios, aplicaron una versión pragmática de la doctrina neoliberal: Europa guardaría hacia afuera ciertas medidas proteccionistas, pero tendría mecanismos institucionales para garantizar hacia adentro la libre competencia (p. 301).

La tesis del libro es que los neoliberales buscaban “aprisionar (encase) la economía mundial”. En discusión con la idea de que el liberalismo habría “desencastrado” el mercado de la sociedad –la famosa hipótesis de Karl Polanyi–, Slobodian muestra que los neoliberales de la escuela de Ginebra pasaron más de medio siglo buscando instituciones para encastrar el mercado. Desde sus primeros proyectos de federación, en que las soberanías nacionales serían limitadas por las reglas jurídicas del mercado internacional, hasta su participación directa o indirecta en el diseño de la gatt, de la Comunidad Económica Europea y de la Organización Mundial del Comercio, los neoliberales ginebrinos dedicaron su tiempo a pensar mecanismos de regulación a escala global, y contribuyeron sin duda a homogenizar las reglas jurídicas que hoy impiden a los Estados nacionales intervenir en ciertos aspectos del mercado mundial. Según Slobodian, el “globalismo” de la escuela de Ginebra no consistió en un desencastramiento, sino en un “aprisionar”; no en el laissez faire, sino en mecanismos jurídicos globales para proteger la existencia del mercado tal como ellos lo imaginaban.

Ahora bien, si el neoliberalismo representa una novedad con respecto al liberalismo clásico, ¿cuán alejados están de sus predecesores? El libro quizás exagera el “neo” neoliberal: si la voluntad explícita de organizar el mercado podía ser novedosa, quizá no lo era tanto su propósito de homogenizar las reglas jurídicas a una escala mundial. Paradójicamente, cuando se explora la historia de la bête noire del neoliberalismo, el Estado nacional, nos encontraremos con un fenómeno análogo al que describe Slobodian. La extensión del Estado-nación como forma jurídica y política ha sido en gran parte un producto “globalista” de los liberales decimonónicos.

Es sabido que la idea de soberanía nacional fue en parte impuesta en el siglo xix por tratados de inspiración liberal. Por ejemplo, antes de firmar sus tratados con el Imperio británico y otras potencias coloniales, el Imperio Qing, el Japón de Tokugawa o la Corea de Choson ya intercambiaban sus bienes con sus futuros “socios” comerciales, pero sus criterios de soberanía y su visión del orden mundial eran diferentes. En el caso del Imperio Qing, las autoridades no consideraban a otros Estados como sus pares; la Corea de Choson era formalmente un Estado vasallo del Imperio Qing; y el Japón de Tokugawa tenía un emperador con soberanía simbólica, por un lado, y por el otro un shogun que dominaba una multitud de señores, cada uno con dominios relativamente autónomos. Ninguno se pensaba como un Estado-nación entre otros. Cuando las potencias coloniales les exigieron por las armas que firmaran esos tratados y que se comportaran hacia el exterior como una persona legal obligada a honrar sus contratos, todos ellos tuvieron que adoptar las ficciones jurídicas de las élites liberales europeas, en especial del Imperio británico. La “diplomacia de la cañonera” los obligó a comportarse como Estados-nación.5 A partir de ese momento, la situación empezó a revertirse para algunos de ellos: ya familiarizados con los principios de la nación y de la soberanía –constantemente violados por las potencias que los impusieron–, empezaron a usarlos tanto contra sus vecinos como contra el antiguo opresor.

No debería sorprendernos que la generalización jurídico-política de la nación soberana haya sido en gran parte impulsada por las élites liberales decimonónicas. A fin de cuentas, la organización en Estados-nación conserva una impronta liberal, dado que la llamada “sociedad mundial” es una colección de individuos-naciones jurídicamente iguales los unos a los otros (y desiguales en la práctica). Si el neoliberalismo del siglo xx se sintió obligado a repensar las reglas mundiales y a debilitar las soberanías nacionales, es porque el liberalismo del siglo xix ya no podía controlar las fuerzas sociales que había conjurado, y porque ese mismo idioma que los viejos liberales habían contribuido a imponer –el idioma de la soberanía nacional– ahora se usaba para formular proyectos alternativos. En este sentido, como parece sugerir Slobodian, el “neo” de los neoliberales no pasa tanto por el globalismo en sí, sino quizá por sus nuevos modos de intervención en instituciones globales. Y como lo muestra claramente su libro, también en este aspecto los neoliberales se mantienen fieles a sus predecesores: con vaivenes similares a los del tratado y la cañonera, han contribuido a crear un mundo que hoy, una vez más, se les escapa de las manos.

Pablo Blitstein

École des Hautes Études en Sciences Sociales

 

1 Jean Pierre Potier, “Le socialisme de Léon Walras”, L’économie politique, vol. 3, n° 51, 2011; Alessandro Stanziani, Rules of Exchange, Cambridge, Cambridge University Press, 2012.

 

2 Charlotte Kroll, Carl Schmitt in China. Liberalismus- und Rechtsstaatdiskurse, 1989-2018, tesis doctoral, Universidad de Heidelberg, 2021; Renato Cristi, La tirania del mercado. El auge del neoliberalismo en Chile. Santiago, Lom Ediciones, 2021. Sobre la elasticidad conceptual del liberalismo, véase Jörn Leonhardt, Liberalismus. Zur historischen Semantik eines europäischen Deutungsmusters, Múnich, Oldenbourg, 2001.

 

3 Para un Von Mises, la Belle époque había sido la era dorada: “Antes de la primera guerra estábamos a punto de realizar el sueño de una sociedad ecuménica”, decía en 1922.

 

4 Carl Schmitt, Der Nomos der Erde, Berlín, Duncker und Humblot, 1974, p. 17.

 

5 En lengua occidental, véase sobre este tema Maria Adele Carrai, Sovereignty in China: A Genealogy, Cambridge, Cambridge University Press, 2019; Watanabe Hiroshi, A History of Japanese Political Thought, 1600-1901, Tokio, International House of Japan, pp. 333-351; Kirk Larsen, Tradition, Treaties and Trade: Qing imperialism and Choson Korea, 1850-1910, Cambridge, Harvard University Press, 2008.