Sabina Loriga y Jacques RevelUne histoire inquiète. Les historiens et le tournant linguistique,

París, Éditions de l’ehess/Gallimard/Éditions du Seuil, 2022, 392 páginas.

El libro de Sabina Loriga y Jacques Revel se propone reconstruir las eficacias del “giro lingüístico” en la práctica historiográfica, cuyos efectos se verificaron principalmente en la escena angloparlante. El punto de partida del análisis es el sentido común de lo que podríamos denominar la epistemología espontánea de la historiografía consolidada a fines del siglo xix: los conocimientos históricos son positivos y acumulativos. De acuerdo con una cita temprana de Una historia inquieta (p. 9), en la primera versión de la Cambridge Modern History (1896) lord Acton confiaba en que el futuro proporcionaría una “historia definitiva”, solo momentáneamente inacabada.

Ocho décadas más tarde, cuando debían haberse cumplido gran parte de los sueños de Acton, el escenario era muy otro. La idea de progreso en el conocimiento histórico era socavada por un creciente relativismo sobre las distintas maneras de llevar adelante la tarea historiadora, por una crisis epistemológica que cuestionaba el programa cientificista decimonónico y por una corrosión de la ontología más o menos consensuada respecto de la existencia de una realidad previa a las narraciones que la refieren, y que un uso inteligente de las fuentes permitiría conocer así no fuera, como anhelaba Acton, definitivamente. Desde luego, sería sensato preguntarse por el alcance concreto de esas crisis. Tengo la impresión de que para amplias y quizás mayoritarias zonas de la profesión tales preocupaciones fueron injustificadas (y no descartaría que todavía hoy las evalúen ociosas).

El libro está dividido en tres partes. La primera lleva el título de “Críticas de la modernidad”. Los dos capítulos que la componen bosquejan el programa “posmoderno” y reconocen una “pérdida de la inocencia” de alcance cultural mayor al de la sola historiografía. Conceptos como ciencia, objetividad, verdad, progreso dejan de ser obvios. El cambio de época perceptible a fines de la década de 1970 involucra un movimiento histórico más amplio en el que se conjugan desacuerdos en la historia, en la filosofía de la historia, pero también fenómenos ligados a las fracturas generacionales, a novedades en la demografía del mundo universitario, y a cambios en el escenario ideológico. Lo “posmoderno” es problemático y sus sentidos, además de inciertos, son múltiples y cambiantes.

El segundo capítulo, “La pérdida de la inocencia”, parte del asesinato de J. F. Kennedy y la proliferación de conjeturas, tesis conspirativas y representaciones narrativas e imágenes, que condujeron a “un sentimiento general de incertidumbre, una creciente dificultad de definir qué es verdadero y qué es falso, una ‘pérdida de objetividad’” (p. 83). La historia no permaneció intacta ante dicho acaecer. Al archivo de novedades se añadieron las secuelas psíquicas y culturales de la guerra en Vietnam. Las consecuencias de esa guerra habrían ocasionado una “crisis profunda de la concepción realista”, “de la posibilidad de aprehender el mundo empírico a través del lenguaje” (p. 101). Observado desde otro ángulo, el fenómeno generó un desdibujamiento de la frontera entre relato histórico y relato ficcional.

El tercer capítulo, con el título de “¿Cuál giro lingüístico?”, se nutre de la problematización desplegada en un Forum de la American Historical Review en 2012 y de una selectiva secuencia de textos. Varias autobiografías de quienes fueron jóvenes historiadores durante los primeros años setenta testimonian el paulatino pero ostensible avance del giro lingüístico (A Crooked Line, la memoria intelectual de Geoff Eley, es al respecto ejemplar). Un momento significativo es detectado en el coloquio sobre historia intelectual convocado en la Universidad de Cornell por Dominick LaCapra en 1980. El giro lingüístico, sin embargo, no surgió entero como Palas Atenea de la cabeza de Zeus. Si Hayden White participó del evento, la complejidad del momento se revela en que quien puso en palabras el espíritu del encuentro, Martin Jay (“¿Debe la historia intelectual adoptar un giro lingüístico?”), manifestó ciertas reservas al respecto.

Revel y Loriga reponen la intrincada serie de usos y sentidos de la expresión “giro lingüístico” desde aproximadamente 1950. Dos orígenes pueden ser reconocidos: la filosofía analítica anglosajona y la lingüística saussuriana, sin desmedro de los sucesivos tránsitos disciplinares, la inflación de reinterpretaciones y los desplazamientos a lo largo de las décadas. El foco se direcciona hacia la recepción por parte de una nueva generación historiográfica, entre los cuales se destacan Gareth Stedman Jones, Joan W. Scott, Gabrielle Spiegel y Keith Baker, para quienes, con matices en modo alguno intrascendentes, el discurso conquista una creciente autonomía en sus concepciones de lo histórico.

Los tres capítulos siguientes son los menos historiográficos del volumen. Por razones de espacio aquí los mencionaré rápidamente. El capítulo cuarto, “La gran teoría”, sigue las peripecias de la French Theory en los Estados Unidos, con el foco puesto en los escritos de Jacques Derrida. El capítulo quinto, “Referencias cruzadas: una transferencia cultural”, continúa el tópico del precedente, pero presta más atención a las recepciones norteamericanas de Michel Foucault. El capítulo sexto reconstruye la emergencia de los Studies en que se verificaron los efectos más sustantivos de la French Theory: de los Cultural Studies a los Subaltern Studies, pasando por una amplia gama de innovaciones ligadas a diversas utilizaciones de algunos temas del giro lingüístico, pero no solo de él.

La tercera parte del volumen, “El debate de los historiadores”, es el decisivo del libro. Comienza con el capítulo séptimo dedicado a “Hayden White y la escritura de la historia”. La reconstrucción es matizada. El itinerario de White propuesto permite distinguir varios momentos, en los que el enfoque estructuralista de Metahistoria, conmovido en los ensayos de Trópicos del discurso, no permanece incólume en El contenido de la forma ni en Realismo figural (se prescinde del último gran texto de White, El pasado práctico). Revel y Loriga despejan algunas discusiones mal planteadas al destacar que White no abogó por un determinismo lingüístico radical: su tesis fue más bien que los eventos particulares, a su entender caóticos, no proporcionan los criterios de las narrativas de conjunto ni los de sus opciones éticas e ideológicas, las cuales son impuestas por el trabajo constructivo del historiador.

La lectura de White no es apologética. Largas páginas son dedicadas a restituir los arduos debates que encontraron su epicentro en el coloquio organizado por Saul Friedländer en 1990 en la Universidad de California: “El nazismo y la ‘solución final’: probando los límites de la representación”. Tampoco se olvida la crítica a White formulada por Arnaldo Momigliano en varios artículos de comienzos de la década de 1980. Del mismo modo se repone el reproche dirigido a White tanto por “desrealizar” la historia en el plano teórico (Pierre Vidal-Naquet), como por sustraer la dimensión del trabajo con las fuentes y las pruebas en el plano de la práctica histórica (Carlo Ginzburg), carencias que a juicio de sus adversarios lo conducirían, nolens volens, a derivas relativistas radicales. El capítulo concluye con la respuesta ensayada por White ante las críticas a través de la noción de voz media (de acuerdo con una sugerencia de Roland Barthes, un uso del lenguaje ajeno a las oposiciones clásicas del realismo), que incluso teóricos afines hallan insatisfactoria.

El capítulo octavo, “La historia social en cuestión”, describe los debates acontecidos en esa especialidad historiográfica durante el tramo final del siglo pasado. Si hasta principios de la década de 1970 el sentimiento general en la historia social era optimista, hacia fines de ese decenio comenzaron a percibirse disensos. El giro lingüístico, sugieren Revel y Loriga, jugó un rol importante, aunque paulatino, en ese cambio de humor historiográfico. Los recuerdos de William Sewell en Logics of History, cuya trayectoria tiene parecidos de familia con la de Eley, sirven como hilo conductor demostrativo de las dudas crecientes ante el determinismo atribuido a la historia social. La formación de identidades, y entre ellas las políticas, ya no podía reducirse a otras instancias sociales más fundamentales. Debía trazarse en el campo del discurso, en los usos del lenguaje. Ese convencimiento caracterizó los recorridos de historiadores como Lynn Hunt, Stedman Jones, J. W. Scott, Allan Megill, Eley y Sewell, entre otros.

Los temperamentos, sin embargo, no fueron siempre los mismos. Stedman Jones nunca se propuso reducir el campo de lo histórico a lo lingüístico, como puede advertirse (otra vez, con matices) en Patrick Joyce y en algunos textos de J. Scott. Loriga y Revel señalan que en Joyce no se trata tanto de eliminar la historia social como de proponer otro tipo de historia social. Se preguntan si con sus premisas ello es posible, sin arriesgar una respuesta terminante. Pero la vacilación misma es reveladora. Los debates emergen como discusiones con sentido y ya no en términos de, por un lado, una historiografía conservadora y, por otro, teóricos radicalmente relativistas finalmente incompatibles con todo proyecto historiográfico. Este último lugar quizás pueda atribuirse a abogados del posmodernismo como Alan Munslow y Keith Jenkins (o a lectores acríticos de White como Hans Kellner), según se explica en el capítulo noveno. Mas se trataría de un sector delimitado.

Con el título de “Paisaje después de la batalla”, el capítulo décimo recapitula y concluye el libro. En este segmento final se rehuye de diagnósticos aproximativos de validez a lo sumo parcial, para ensayar, en cambio, un balance reflexivo luego de tantos debates por momentos efusivos. Estremecida la complacencia en la historia profesional respecto de sus premisas epistemológicas y de las teorías sociales implícitas en su quehacer cotidiano, las opciones del giro lingüístico están lejos de ser por ello siempre consistentes y convincentes. El señalamiento de las incertidumbres en conceptos como realidad, objetividad y verdad, si conmueven el sueño dogmático de un conocimiento sin mediaciones y definitivo, habilitan múltiples posibilidades. Así las cosas, es problemático disolver la realidad en favor de construcciones lingüísticas endógenas. Reconocida la relevancia de las prácticas discursivas para la experiencia histórica y para la actividad historiográfica, solo un nuevo reduccionismo podría sostener que todo es lenguaje. A propósito de la objetividad, los autores se resisten a elegir entre dos opciones: o bien los hechos hablan por sí mismos, o bien resultan de interpretaciones. Esas son posturas “a menudo caricaturizadas” y es viable elaborar, en consonancia con lo defendido por Peter Novick en Ese noble sueño, toda una variedad de conceptos de objetividad (p. 347). Por último, respecto de la verdad, Revel y Loriga sostienen que su disolución en beneficio de la retórica es propia de “una franja extrema y a menudo militante” del giro lingüístico (p. 352).

Con una noción de verdad más frágil pero no derrotista ni escéptica, Loriga y Revel cierran su obra con un llamado a reconocer que la tarea historiadora es inacabable. No es particularmente traumático renunciar a una coincidencia de los escritos históricos con el pasado. Sobre esa inadecuación, la historia “puede fundar su proyecto de conocimiento” (p. 369, yo enfatizo).

Una historia inquieta logra desplegar una comprensión del giro lingüístico distante de las recepciones usualmente unívocas y terminantes. Su referente es múltiple, cambiante y él mismo está saturado de divergencias. Mas también muestra que la actitud historiadora no fue solo reactiva. En suma, nos encontramos con un argumento complejo y matizado de la relación a veces tormentosa entre historia práctica y giro lingüístico.

Es plausible que, por eso mismo, el libro esté destinado a hallar una recepción incómoda. Temo que, para los partidarios de las versiones más reduccionistas del giro lingüístico, Una historia inquieta encarne la quimera inviable de un compromiso entre innovación y tradición, entre representación y conocimiento. En cambio, para la historiografía practicante que confía en el acceso al pasado gracias al trabajo crítico con las fuentes será interpretado como una concesión a tesis inexorablemente escépticas. Es imposible adivinarlo, pero tal vez ese lugar incómodo constituya una intemperie donde Revel y Loriga descubren un refugio para la historia como saber precario. Quizás su carácter interminable revele la fuerza secreta de una milenaria fascinación suscitada por ese reino misterioso que es el pasado.

Omar Acha

Universidad de Buenos Aires / conicet