Edward Gibbon, Ensayo sobre el estudio de la literatura, edición y traducción de Antonio Lastra,
Barcelona, Ediciones del Subsuelo, 2022, 141 páginas.
Memorias de mi vida, edición e introducción de Antonio Lastra,
Madrid, Cátedra, 2022, 447 páginas.
Según afirmó en 1871 el filólogo alemán Jacob Bernays, “Gibbon, Lessing y Kant son los tres hombres del siglo xviii que serán inmortales”.1 Hoy, esta sentencia parece no haber perdido vigencia: la obra de Edward Gibbon sigue tan viva como siempre. Pese a que su monumental History of the Decline and Fall of the Roman Empire (1776-1789), en el que estudia un milenio y medio de historia del Imperio romano, es un clásico indiscutible, su corpus no se detiene allí.2 En este sentido, si las Memorias de mi vida (1776-1788) representan un trabajo que resulta esclarecedor para comprender mejor su época y, sobre todo, el propio Decline and Fall, el Ensayo sobre el estudio de la literatura (1759) se presenta como un verdadero comentario historiográfico que ofrece las bases de su filosofía: todo un hito en nuestra lengua, además, puesto que es la primera vez que se traduce al castellano. Antonio Lastra, profesor de la Universidad de Valencia, editor y traductor de ambas ediciones, es uno de los principales expertos en Gibbon en España. Cabe agregar que una eventual traducción científica del Decline and Fall corregiría las imperfecciones de las opciones disponibles actualmente en castellano: recordemos que el público solo cuenta en nuestra lengua, por fuera de algunas eventuales antologías, con la obsoleta y casi ininteligible traducción de José Mor de Fuentes (1842-1847), con una modernización de esa misma traducción que no resuelve sus problemas, y con el reciente trabajo a cargo de José Sánchez de León Menduiña para la editorial Atalanta (2012-2017), edición en dos volúmenes que, sorprendentemente, no sigue un serio procedimiento crítico pues, entre otras cosas, llega a omitir casi todas las notas a pie de página del autor inglés, notas que, como se sabe, son esenciales e inescindibles para comprender su trabajo como historiador.3
Por lo pronto, la joven editorial catalana Ediciones del Subsuelo ha tenido el buen tino de publicar la primera traducción al español del Ensayo sobre el estudio de la literatura. La obra cuenta con todas las notas originales de Gibbon junto con las añadidas por Lastra, lo cual permite contextualizar a personajes poco conocidos en nuestra época. También se han traducido todas las citas que Gibbon recupera, en su gran mayoría, de los poetas latinos. Al final del Ensayo, encontramos, además, varios capítulos inéditos, con claras indicaciones sobre el lugar que deberían ocupar en el corpus de la obra, así como aquellos pasajes que acabaron sustituyéndolos. Para este verdadero trabajo de investigación, Lastra ha construido un enorme aparato crítico que contempló la consulta de las numerosas ediciones anteriores de la obra, tanto en francés como en inglés, otros escritos del autor (tales como su correspondencia o sus diarios), la literatura posterior que ha indagado en profundidad la figura gibboniana (en particular, el influyente Barbarism and Religion de John Pocock), las traducciones previas al español de las Memorias (la primera, publicada en 1949 en la legendaria colección Austral de Espasa-Calpe y, luego, una moderna publicada por Alba en 2003) y, desde luego, todas y cada una de las ediciones del Decline and Fall.4 Recordemos que Gibbon culmina el Ensayo mientras se encuentra en Lausana, Suiza, ciudad a la que su padre lo había enviado para revertir la decisión del joven escolar de convertirse al catolicismo (religión que le cerraba todas las puertas en la anglicana Inglaterra). Su objetivo principal consistía en justificar el valor del legado grecorromano y defender a los “Antiguos” de algunas posiciones ilustradas –defendidas, entre otros, por Voltaire y Diderot–, quienes consideraban que los clásicos tenían poco que enseñar al presente. Para Gibbon, no había que intentar conocer mejor a los Antiguos de lo que ellos mismos ya se conocían –aspiración que parte de una base errada–, sino, por el contrario, familiarizarse con su época a través de un estudio diligente, demostración que siguió escrupulosamente en el Decline and Fall. Por otra parte, en el aviso al lector, Gibbon apuntaba que con esta obra “le gustaría conocerse” (p. 35), frente a lo cual podríamos considerar el Ensayo como un paso importante en la formación de su filosofía, una base sobre la cual el lector puede acceder a varios asuntos que también se proyectan en la escritura del Decline and Fall. Su primera línea, sin ir más lejos, nos da una clave importante para comprender su prosa: “La historia de los imperios es la de la miseria de los hombres. La historia de las ciencias es la de su grandeza y felicidad. Si mil consideraciones deben hacer precioso este último género de estudio a los ojos del filósofo, esta reflexión lo hará querido a todo amante de la humanidad” (p. 39). Teniendo por delante este pasaje, se dilucida que la posterior composición de su historia imperial tendrá un perenne matiz irónico. Asimismo, el anclaje del Ensayo en su propio presente permite comprender su defensa del legado grecolatino. En este sentido, las obras clásicas no son, como habrían pensado un Voltaire o un Diderot, “anticuadas”, sino que forman parte de los problemas de todos los tiempos: desechar siglos de pensamiento por el mero hecho de que no tratan problemas contemporáneos es, para el autor, un notable error. En el Ensayo, Gibbon califica a Tácito como un “historiador filósofo”, una categoría que también extiende a Montesquieu y a sí mismo, y es por ello que señala: “Aunque los filósofos no sean siempre historiadores, sería deseable al menos que los historiadores fueran filósofos” (p. 96), es decir, que el historiador no debe ser un simple analista, sino que su propia filosofía debe formar parte inescindible de su trabajo. Sin embargo, un autor que plasma su juicio en un escrito histórico no se convierte automáticamente en un historiador filósofo: un escrito histórico de esta naturaleza, impulsado por intereses personales o políticos caería en los vicios del panfleto o del mero comentario. Por el contrario, un historiador filósofo es, esencialmente, una persona libre que no tiene obligaciones con nadie más, salvo consigo mismo y con el amor al conocimiento. Pero también debía ser una persona con una formación portentosa, para lo cual se necesitaba una memoria privilegiada, una pasión incombustible por la lectura y, desde luego, mucho tiempo libre. Es, precisamente, en sus Memorias donde veremos esa acumulación de requisitos en toda su expansión.
Por su parte, la editorial Cátedra ha incluido la primera traducción íntegra de las Memorias de Gibbon al castellano en su amplia colección Letras Universales, tras lo cual le asegura un claro puesto entre los clásicos. Durante varias generaciones, los notables procesos de creación y redacción de las Memorias han provocado algunos problemas a la hora de editar la autobiografía del historiador londinense. Ya era hora de que el público hispanoparlante, luego de más de dos siglos de la primera edición de las Memorias (realizada en 1796 por el albacea literario de Gibbon, lord Sheffield) y tras más de setenta años desde la primera traducción a nuestra lengua hecha por Antonio Dorta en 1949 (quien se limitaba a traducir la versión de Sheffield), tenga por fin acceso a esta obra de forma íntegra. Y lo hacen antes, incluso, que los lectores ingleses puesto que la edición de Lastra es la primera que reúne una serie de insumos materiales que incluye el uso de los manuscritos del autor, lo cual le ha permitido añadir, en muchos pasajes, información sobre anotaciones o tachaduras que provienen directamente de la pluma de Gibbon y que dan al lector una información única sobre su proceso de escritura. Por otra parte, las Memorias presentan algunas características poco usuales: no se trata de un relato lineal con un principio y un final definidos como tales, sino seis esbozos que comienzan y acaban en lugares diferentes tras una narración con más o menos detalle de los acontecimientos que comparten, en varias ocasiones, pasajes repetidos. Hay otra peculiaridad que se vincula con lord Sheffield. A la muerte del historiador, este se había hecho cargo de sus escritos, entre los cuales se encontraban los bocetos de las Memorias, pero, al editarlos, suprimió muchos pasajes con el objetivo de mantener para la posteridad una imagen de Gibbon como perfecto caballero inglés, tal como él mismo había procurado sostener en vida. Es por ello que han sido varias las generaciones de lectores que no pudieron disfrutar de los momentos más irónicos (ni tampoco de los más sinceros) que incluían sus Memorias. Esta nueva edición en castellano restituye todos esos pasajes. Asimismo, las condiciones de producción de las Memorias tampoco fueron de lo más habituales: una salud muy frágil durante su niñez obligó a Gibbon a pasar largos períodos convaleciente, tiempo que destinaba a una lectura que no tardaría en conformar una respetable base erudita de estricta diligencia. Cabe recordar, además, que procedía de una familia rica que le permitió contar con los recursos necesarios para suplir sus necesidades literarias y no tenía que preocuparse por administrar la enorme hacienda familiar ni rendir cuenta de títulos y posesiones. Como el mismo Gibbon señala en un pasaje suprimido por lord Sheffield: “pocos libros de mérito e importancia se han compuesto en una buhardilla o en un palacio” (p. 332).
Si bien cada pequeño detalle de la trayectoria vital de Gibbon ayudó a su eventual devenir como historiador de Roma, vale recordar, finalmente, dos momentos decisivos: su destierro a Lausana y su viaje a Italia. A los dieciséis años, Gibbon, por entonces estudiante en el Colegio de la Magdalena de la Universidad de Oxford, abjuró del protestantismo y se convirtió con toda convicción al catolicismo, un acontecimiento que, por aquel tiempo, era de lo más singular. Sin embargo, nunca se trató de una decisión tomada a la ligera: su interés por la presencia de la religión en la sociedad europea sería algo que siempre lo acompañaría. El propio Pocock llegó a decir que, en el fondo, Gibbon era un “güelfo”. En todo caso, su padre decidió enviar a su rebelde hijo a Lausana, Suiza, donde un ministro calvinista, Pavillard, trabajaría para revertir la decisión del joven. De manera que, desde los dieciséis hasta los veintiún años, Gibbon vivió en un territorio donde se hablaba una lengua que no comprendía: el francés. No obstante, logró aclimatarse a la situación hasta confesar en sus Memorias que había dejado de ser inglés: pensaba, escribía y hablaba en lengua francesa. Esta es, precisamente, la época en que compuso el Ensayo y cuando también se produjo una circunstancia clave en su formación: al “dejar de ser” inglés, como apunta en las propias Memorias, había perdido todos los prejuicios de su patria, hecho que permitió su conversión a una especie de cosmopolita. Por su parte, el viaje a Italia es otro de los momentos más destacados de su vida, en particular, por su simbolismo. En el año 1764, partió desde Lausana hacia el sur, cruzó los Alpes y visitó, a lo largo de varios meses, algunas de las ciudades más destacadas de la península itálica. Se detuvo en Roma y allí describió el poético (aunque ficticio) momento en el que apareció en su cabeza por primera vez el plan que acabaría convirtiéndose en el trabajo de su vida: “Fue el quince de octubre, al atardecer, cuando me senté a meditar en el Capitolio, mientras los frailes descalzos cantaban sus letanías en el Templo de Júpiter, cuando concebí el primer pensamiento de mi historia”. Si bien la filiación intelectual de estas Memorias es, ante todo, literaria, no obstante, resulta difícil dotarlas de suficiente autonomía: se trata de un trabajo que, en realidad, funciona mejor como introducción, incluso como preparación, para una posterior lectura del Decline and Fall. Con todo, hasta que no contemos con una buena traducción al castellano de esta última obra, deberíamos conformarnos con su original inglés cuya claridad es inclusive superior a la de cualquier otro texto de la misma época escrito en nuestra propia lengua. Después de todo, Gibbon había “dejado de ser inglés” y, por lo tanto, no escribía para ingleses, sino para todo el mundo.
Luis Rupérez
Universidad de Valencia
1 Jacob Bernays, “La obra histórica de Edward Gibbon. Un ensayo de valoración”, Araucaria. Revista Iberoamericana de Filosofía, Política, Humanidades y Relaciones Internacionales (Sevilla), traducción realizada por la Escuela de Traductores de la Torre del Virrey, vol. xxiv, nº 51, 2022 [1871].
2 Hasta la fecha, la mejor edición en inglés de la obra sigue siendo la editada por David Womersley en tres volúmenes: Edward Gibbon, The History of the Decline and Fall of the Roman Empire, Londres, Allen Lane-The Penguin Press, 1994.
3 Cf. Edward Gibbon, Historia de la decadencia y ruina del Imperio Romano, traducida del inglés de la reciente edición de H. H. Milman con todas las notas del autor y las de aquel y Guizot por Don José Mor de Fuentes, Barcelona, Imprenta de Antonio Bergnes y Compañía, 1842-1847. Esta edición fue reimpresa en ocho volúmenes por Ediciones Turner de Madrid en 1984 y en cuatro volúmenes en 2006, pero bajo el título Historia de la decadencia y caída del Imperio Romano, tras una revisión y actualización al castellano moderno por Luis Alberto Romero. En el segundo caso, cf. Edward Gibbon. Decadencia y caída del Imperio Romano, prólogo y traducción de José Sánchez de León Menduiña, Girona, Atalanta, 2012-2017.
4 Cf. Edward Gibbon, Autobiografía, traducción de Antonio Dorta, Madrid, Escapa-Calpe, colección Austral, 1949, y Edward Gibbon, Memorias de mi vida, traducción de Néstor Fraile, Rafael Gómez-Cabrero, Andrea Montero y Josep Marco, Barcelona, Alba Editorial, 2003.