A propósito de Ángel Rama, Una vida
en cartas. Correspondencia 1944-1983
, Montevideo, Estuario, 2022 (edición a cargo de Amparo Rama y Rosario Peyrou, con textos introductorios de Peyrou y Beatriz Sarlo).


La aparición de la correspondencia de Ángel Rama (Montevideo 1926 - Madrid, 1983) implica un hecho trascendental para la historia intelectual latinoamericana: el acceso a la cantera de opiniones, proyectos, dilemas, discusiones y confidencias de una de las figuras que más activamente buscó tejer una trama continental de pensamiento en décadas clave de la segunda mitad del siglo xx –y cuyo profuso epistolario no fue nada accesorio en ese empeño–. Prismas agradece a Gonzalo Aguilar y María Inés de Torres, lectores atentos de Rama, su valiosa colaboración para internarnos en este libro imposible de abarcar en una reseña tradicional.



Cartas en juego.
La revolución cubana en el epistolario de Ángel Rama

Gonzalo Aguilar

Universidad Nacional de San Martín / Universidad de Buenos Aires


La publicación de epistolarios presenta un desafío y un terreno fértil para la historia de los intelectuales. Si la figura del intelectual se forja básicamente en la escena pública, las cartas revelan la vida privada e íntima y una serie de opiniones que todavía no pasaron por el tamiz de lo decible, antes de volcarse a un terreno (el de las circunstancias históricas y políticas) que a menudo exige reformulaciones, ajustes y adaptaciones. En las cartas personales suelen regir las confidencias, las consultas sigilosas y las complicidades, aunque también las discusiones y disidencias que muchas veces se prefiere mantener lejos de la arena pública. Nadie que escriba cartas supone la mirada entrometida de los lectores futuros: es como si, al adentrarse en los epistolarios, uno fuera espía de un laboratorio secreto y asistiera a los experimentos en los que se preparan los productos que finalmente se entregarán, después de una sutil metamorfosis, al escrutinio público. La compilación de la correspondencia que Ángel Rama escribió entre 1944 y 1983, titulada Una vida en cartas, permite atestiguar los avatares de la cultura latinoamericana durante buena parte del siglo xx, tanto por la dimensión intelectual del autor como por las diferentes ciudades y lugares por los que pasó en su errancia permanente (Montevideo, Caracas, San Juan de Puerto Rico, Stanford, París, Maryland), las diversas situaciones en las que le tocó participar (surgimiento de revistas culturales, proyectos editoriales, la Revolución cubana, el boom de la literatura latinoamericana, dictaduras militares, políticas migratorias estadounidenses) y los interlocutores con los que se carteó: entre los más de noventa destinatarios, Idea Vilariño y Jorge Guillén, Mario Vargas Llosa y Roberto Fernández Retamar, Antonio Candido y Darcy Ribeiro, Jean Franco y Saúl Sosnowski, además, por supuesto, de las cartas con Marta Traba, su pareja durante muchos años.

El título de uno de sus textos, “La riesgosa navegación del escritor exiliado”, describe bien la propia situación de Rama, situación que si bien le permitió tener una visión continental de la literatura y la cultura que pocos tuvieron (algo que se plasma en la Biblioteca Ayacucho que funda en Caracas y sobre la que hay muchísimas cartas) también lo llevó a una angustiante situación migratoria: después de quedar indocumentado en 1976 cuando la dictadura militar de su país le niega el pasaporte, debió enfrentar una de sus experiencias más traumáticas, cuando el gobierno estadounidense le niega la visa para dar clases, poco antes de su muerte en un accidente aéreo en el aeropuerto de Barajas, en Madrid, en 1983.

La edición de Una vida en cartas fue realizada por Amparo Rama junto con Rosario Peyrou, quien escribió uno de los textos introductorios (el otro es de Beatriz Sarlo). Se trata de una selección muy exhaustiva acompañada de un excelente aparato crítico y que, si bien obviamente no ha podido recopilar la totalidad de la correspondencia, da una buena idea de la trayectoria y la personalidad de Rama. En una carta a Idea Vilariño del 24 de octubre de 1976, el propio Rama se refiere a lo que significa para él escribir cartas. Le comenta allí: “Contigo voy a celebrar haber llegado al medio millar de cartas de la editorial en lo que va del año y eso quizás te explique por qué, contra todos mis conocidos hábitos epistolares, no he sido un buen corresponsal privado en este tiempo. Escribo entre tres y cinco cartas diarias, algunas muy extensas, sobre diversos aspectos del trabajo editorial, lo cual agota mis posibilidades epistolares. Hasta el punto de que a veces me siento como desagradado por la tarea”. Sean impulsadas por trabajo o por afectos, las cartas continúan, de una manera desviada, lo que fue una de las pasiones dominantes del crítico: la conversación intelectual. Las cartas son “el mejor sistema de llenar el tiempo que te queda libre cuando estás deseando charlar con alguien” (29/4/1944) o, en otro momento, “las cartas no sirven de mucho, son pedazos, chispas de una conversación” (7/4/1966). Pese a esta deficiencia del género (“la vía epistolar no es la más precisa”, 24/12/1967; “aunque todo esto no sea para explicar por carta”, 27/3/1965), es el único espacio que alguien que viaja por diversos lugares (sobre todo a partir de 1969) encuentra para constituir redes intelectuales y afectivas que lo acompañan en la discusión latinoamericana.

Uno de los acontecimientos que mejor permite calibrar la alquimia entre lo público y lo privado en las cartas es la Revolución cubana. La laguna existente entre 1955 y 1962, período del que no se conservan cartas, no permite evaluar las primeras reacciones que aparecen, de un modo desviado, en la correspondencia que mantiene en 1963 con Ezequiel Martínez Estrada por la edición de su libro sobre Nicolás Guillén en Arca. Pero en los años posteriores, ya aparecen los hitos que marcan su relación con Cuba: la reunión con Fidel Castro en la Biblioteca Nacional en 1967, su disgusto por el giro de 1968 con la invasión soviética a Checoslovaquia y el caso Padilla, la relación distanciada durante la década del setenta (sobre todo después de la prisión a Heberto Padilla y Belkis Cuza Malé en 1971) y el nuevo capítulo que se abre con la ascensión de Reagan y el giro conservador que encuentra a Rama en los Estados Unidos enfrentando la negativa del servicio de migraciones a entregarle la visa y en polémica con los exiliados cubanos.

Aunque la crisis de Rama con la Revolución cubana se produce con el caso Padilla, ya antes hay indicios de que percibe un peligro que el entusiasmo deja en segundo plano: son “los malos pensamientos” que asoman, como le dice a Haydée Santamaría en una carta del 11 de mayo de 1964 en la que también afirma: “Cuba me supera”. En 1965, el realismo socialista es todavía una broma (“que los jurados elijan grandes novelas del realismo socialista como Somnia Malenkov heroína soviética”), pero el hecho de que incluya esa posibilidad en una carta enviada a todo el plantel de Casa en medio de loas a la situación cubana habla de que la percibe como una amenaza latente (15/1/1965). Las primeras desavenencias vienen, llamativamente, de la persecución a los homosexuales. Rama reacciona como otros intelectuales y artistas activistas (“soy un activista”, s/f, p. 203) con el consabido “no es el momento” (27/3/1965), pero tiene la valentía de plantear el problema en la reunión con Fidel Castro en la Biblioteca Nacional, cuando denuncia frente a la plana mayor de la burocracia cultural cubana la existencia de las UMAP (Unidad Militar de Ayuda a la Producción; véase la carta del 28/5/1974). Pero la crítica nunca deja de tener un lugar secundario, como lo muestran sus objeciones a la invitación a Allen Ginsberg a visitar Cuba y el escándalo por homosexualidad y drogas que desató (“era previsible”, 27/3/1965), así como cuando unos años después, en una carta a Jean Franco, critica la “mariquería” de Juan Goytisolo para quien “la libertad y el progresismo se reducen al gay liberation” (28/7/1977). Rama se mantendrá hasta el final fiel a los debates de la modernidad ilustrada y de la política en términos clásicos, y si bien comprende los conflictos de la diversidad sexual, no los considera suficientes para romper con Cuba. La crítica de Rama a la política cultural transita por tres niveles: el elocuente de las cartas, el de la reserva de sus posiciones en la arena pública y, finalmente, uno elusivo, pero no por eso menos poderoso: la publicación de las obras de Reinaldo Arenas y de Norberto Fuentes en Arca, la editorial que dirigía en Montevideo.

La ruptura o la discreta toma de distancia (ya que el gran problema es hasta qué punto hacer públicas o estridentes sus desavenencias) llega con la prisión a Heberto Padilla y Belkis Cuza Malé que, como dice en la carta del 5 de abril de 1971, “eriza la piel más coriácea” y configura “una de las mascaradas intelectuales más indignas y despreciables a que nos hayamos enfrentado” (carta a Jorge Ruffinelli, 16/5/1971). A eso se suma la posición de Cuba frente a la intervención soviética en Checoslovaquia y, entonces, metafóricamente hablando, Rama comienza a hacer las valijas. La carta clave es la que le escribe a Haydée Santamaría el 27 de mayo de 1971. Pese a que Rama la define como una “carta abierta”, en el prólogo Peyrou nos informa que “finalmente nunca fue enviada ni publicada” (p. 25). Para Rama, 1967 es el último año en el que hubo una “concepción abierta de la cultura” de la singular “experiencia socialista cubana”. Rama percibe un desplazamiento del “debate científico”, que alude a la confrontación de argumentos, al “insulto ad hominem” que alienta la persecución y la paranoia y a poner en un segundo plano el debate de ideas. Beatriz Sarlo define a Rama como un latinoamericano antiimperialista al que podría aplicársele el calificativo de “socialdemócrata” (p. 34); sin embargo, no sabemos si él hubiese adherido a las socialdemocracias de los años ochenta haciendo un pasaje desde lo que, en las cartas, define como una “democracia socialista” (27/5/1971, cursivas del original). Tal vez haya que ir a Las máscaras democráticas del modernismo, su libro póstumo, para ver las direcciones inesperadas que se abrían en su trayectoria intelectual. Durante los setenta, Rama mantiene la disidencia con la Revolución cubana en términos que prefiere no hacer estridentes, elaborando en una esfera más íntima su frustración ya que, como le escribe a Jorge Edwards, se “trata de asuntos que me han tocado mucho, que incluso he tratado de olvidar o ahogar adentro” (28/5/1974).

En ese momento crítico, Rama tiene dos destinatarios privilegiados: Roberto Fernández Retamar, quien entonces dirigía la revista de Casa de las Américas, y Mario Vargas Llosa, que pertenecía al Comité de Redacción y con quien Rama establece una alianza para entender lo que estaba pasando (sobre todo cuando el escritor peruano asiste a reuniones de la revista a las que Rama no puede ir porque no obtiene el permiso para viajar desde Puerto Rico, como se lee en la carta del 12 de noviembre de 1970). Con Fernández Retamar establece una relación epistolar a partir de su designación como director de la revista de Casa de las Américas, cargo que en un principio se había pensado para David Viñas, pero que varios no alentaron (el propio Rama, que lo va a defender enfáticamente cuando se enfrente a Borges por sus declaraciones durante la dictadura de 1976, va a decir que Viñas “tiene problemas con el género humano”, 27/3/1965). El nombramiento de Retamar es saludado por las “coincidencias en arte y en política”, por el “fervor común” y en contra de los “cubanos exiliados que en su diarucho nos tiran la mierda habitual” (cartas de 27/3/1965 y 10/3/1971). Pero las cartas toman cada vez un cariz más diplomático y como Rama percibe que Fernández Retamar no es víctima de la política oficial cubana, sino más bien uno de sus promotores, sospecha que el “debate científico” que intenta establecer nunca tendrá lugar. Ya en una carta de 1974, le cuenta a Jorge Edwards de su encuentro con Fernández Retamar en un congreso en Montreal con una descripción lapidaria: “Tan magro, mal vestido, ya canoso con barbita rusa”. En ese diminutivo y en el adjetivo despectivo se sintetizan los miedos del crítico uruguayo al autoritarismo de izquierda.

Con Vargas Llosa, en cambio, Rama encuentra un interlocutor ideal con el que puede disentir en un plano de franqueza. “Me muero de aburrimiento –le escribe– desde que no mantenemos polémicas tempestuosas” (22/3/1976). Pese a que tenían concepciones muy diferentes de la literatura (Rama escribió objeciones feroces contra Historia de un deicidio, el libro de Vargas Llosa sobre García Márquez), hacían ambos una defensa de la libertad de expresión que, por más que los haya impulsado a caminos distintos, los enfrentó a ambos con el Gobierno cubano a partir del clima represivo que comenzó a vivirse sobre todo a partir de 1968. Los dos pertenecían al Comité Editorial de la revista de Casa de las Américas y también compartían la pasión por Arguedas, en un momento en que Vargas Llosa escribía diversos homenajes y prefacios y Rama iniciaba la investigación que culminaría en Transculturación narrativa en América Latina (1982). Son dieciséis cartas, entre 1967 y 1982, que muestran la fidelidad a ese debate en el que lo que se pone en juego son las ideas.

Pese a que su decepción crece a lo largo de la década de 1970, la estrategia de Rama es lo que podría llamarse una tercera vía, un intento de establecer una disidencia desde adentro, a diferencia del camino que toma Vargas Llosa, que rompe públicamente con la Revolución. Y Rama encuentra esa vía en la figura de Norberto Fuentes, escritor que había declarado que se consideraba “un hijo de la Revolución” y que es involucrado contra su voluntad en el affaire Padilla. De hecho, Rama publica Condenados de condado (1968) cuando nadie quería hacerlo, ni dentro ni fuera de la isla. Su texto crítico “Norberto Fuentes: el narrador en la tormenta revolucionaria” trata de reinstalar un debate que se queda sin escenario: porque a los críticos e instituciones de Cuba no les interesa revisar su posición y porque para quienes habían adherido anteriormente la Revolución cubana deja de ser la referencia fundamental.

A principios de los años ochenta se produce una serie de transformaciones que van a afectar todavía más el modo en que Rama piensa su intervención intelectual. Las elecciones en los Estados Unidos en las que triunfa Ronald Reagan son el 4 de noviembre de 1980 y tres días después Rama le escribe a Idea Vilariño: “Creo mucho menos que antes en los seres humanos, los siento lejanos y poco estimables en general” (7/11/1980). Las posiciones del “debate científico” se hacen imposibles. Con las dictaduras en los países latinoamericanos, la frustración de la promesa cubana y la consolidación del conservadurismo en los Estados Unidos, el “insulto ad hominem” comienza a ser la norma para juzgar las ideas. Las acusaciones absurdas que le hacen para negarle la visa (básicamente ser comunista) rigen los debates de la escena pública y reciben apoyos insólitos como el de Reinaldo Arenas, a quien Rama no solo había defendido publicándolo cuando era censurado en Cuba, sino que lo había avalado con una carta para la obtención de la Beca Guggenheim. En las cartas con Arenas y en las referencias que les hace a otros destinatarios, puede observarse cómo Rama percibe que el “derecho a la libertad de opinión y expresión” (p. 783) debe lidiar con un “ambiente emocional” (30/11/1981) que hace difícil sostener la objetividad progresista. Es más, Rama por momentos se burla de ese deslizamiento (por ejemplo, cuando comenta que se entera por el “rimbaldiano Arenas” de que Desnoes es agente de la inteligencia cubana, 18/3/1982) pero en otras ocasiones también admite la irritación que puede producir su postura de “mantener una línea coherente, independiente y sensata” (carta a Reinaldo Arenas30/11/1981). En una comunicación que le envía a Luis Harss poco después, menciona el “estado paranoico” de Arenas y sus “delirios” y concluye así: “Han vivido muy traumáticas experiencias y necesitan un tiempo largo para descargar los trastornos espirituales que padecieron” (1/12/1981). La experiencia de Rama no es menos traumática, pero su formación ilustrada en la ciudad letrada lo lleva permanentemente a separar las desgracias personales de la escena pública, que imagina como un lugar de confrontación de argumentos y opiniones. Rama muere en un accidente en noviembre de 1983 y en las últimas cartas, como en las que envía a Saúl Sosnowski, se percibe esta preocupación por los modos de argumentación demenciales y por lo que llama “selectividad culpable” (20/8/1982), por la que un hecho desencadena las consecuencias más insólitas (por ejemplo, haber viajado a la Unión Soviética se considera una adhesión al comunismo). Una vida en cartas. Correspondencia 1944-1983 puede ser leído como la historia obstinada de un intelectual que hace todo lo posible para mantener la separación entre el debate de ideas y las cuestiones personales, y también como el testimonio de cómo esa separación se hace imposible a medida que avanza el siglo.