Nacionalismo
criollo desacreditado
La
problemática recepción de Benedict Anderson entre especialistas de las
independencias
Fidel J. Tavárez
Queens College, City University of New
York
Introducción
La publicación
del célebre libro de Benedict Anderson, Imagined Communities (1983),
parecía, en primera instancia, augurar una recepción entusiasta entre
especialistas de las revoluciones de independencia hispanoamericanas. La razón
es simple. Mientras que la mayoría de los grandes historiadores de aquel
momento localizaban los orígenes del nacionalismo moderno en Europa, en
especial la Revolución francesa, Anderson hacía hincapié en las independencias
hispanoamericanas, las cuales, a su manera de ver, reunían con más exactitud
los elementos básicos de los nacionalismos modernos, es decir, las comunidades
imaginadas. Inesperadamente, y a pesar de que Anderson centraba la historia
hispanoamericana en su análisis, Imagined Communities generó mucha menos
aprobación de la esperada, al menos entre historiadores de las independencias.
Tal débil
acogida, incluso después de la publicación de la segunda edición en 1991, se
debió en gran medida a que los planteamientos sobre la conciencia criolla del
historiador a quien Anderson más citaba, John Lynch, estaban cuestionándose por
otros historiadores como Tulio Halperin Donghi, François-Xavier Guerra y Jaime
E. Rodríguez.1
Justo cuando Imagined Communities parecía tomar auge, algunos historiadores
revisionistas comenzaban a apuntar que las independencias hispanoamericanas
poco tenían que ver con aquella desilusión criolla a la que Lynch se refería;
fueron, más bien, un producto de la quiebra del Antiguo Régimen que generó la
invasión napoleónica de 1808, cuyo desenlace comenzó por un proceso de
modernización política fallido en toda la monarquía. Las independencias, como
bien sugería Rodríguez, no fueron procesos anticoloniales, ya que aquellos
supuestos “pioneros criollos” nunca dejaron de ser españoles, aunque a veces se
adjetivaban como americanos.2
En este
artículo volveremos sobre la recepción que tuvo Anderson entre historiadores de
las revoluciones hispánicas. En especial nos centraremos en la recepción que
tuvo Imagined Communities entre latinoamericanistas del mundo
angloparlante, aunque sin dejar de lado las conversaciones transversales que se
dieron con aquellos radicados en América Latina y en Europa. Como hemos
indicado, la recepción fue un tanto reticente, por no decir negativa. No
obstante, la importancia del trabajo era reconocida incluso entre quienes
criticaban sus planteamientos. Si bien sus conclusiones empíricas dejaban mucho
que desear, la identificación de las naciones modernas como “comunidades
imaginadas” daría mucha tela para cortar entre quienes trabajaban los
nacionalismos decimonónicos hispanoamericanos.
La idea del nacionalismo criollo
El
planteamiento de Anderson en cuanto al nacionalismo moderno giraba en torno a
unas cuantas premisas básicas: 1) que se basaba en “comunidades imaginadas” en
las cuales los miembros se identificaban uno con el otro aun sin haberse
conocido; 2) que eran comunidades limitadas, ya que ni el nacionalista más
ambicioso aspiraba a unificar la humanidad bajo una sola nación; 3) que dichas
comunidades modernas se pensaban soberanas en contraposición con las ideologías
de derecho divino que las antecedían; y 4) que se basaba, en principio al
menos, en un sentir de camaradería horizontal que, además de esconder
desigualdades objetivas, constituía el ímpetu a la guerra y a la disposición de
los ciudadanos a morir por sus respectivas naciones.3 Dada esta definición del
nacionalismo moderno, Anderson proponía que sus orígenes no se encontraban en
Europa, como muchos de los grandes historiadores del siglo pasado habían
propuesto, sino en la América hispánica, donde la creación de nuevos
Estados-naciones tras la independencia de España durante las primeras décadas
del siglo xix dio lugar al primer
experimento masivo de construcción de comunidades imaginadas modernas.
Ahora bien,
no es que Anderson argumentara que las primeras comunidades se imaginaron con
las revoluciones hispánicas de independencia. Al contrario, admitía que toda
comunidad tiene algo de imaginado. Las grandes comunidades que precedieron al
nacionalismo moderno eran religiosas e imperiales, pero tenían fundamentos
distintos, ya que se anclaban en textos sagrados de supuesta veracidad incuestionable,
la idea del derecho divino de los que gobernaban, y una noción del tiempo en la
que la historia y la cosmología estaban íntimamente entrelazadas.4
Hubo que esperar a que estos tres fundamentos básicos de las comunidades
premodernas se desmontaran durante la Ilustración para que pudieran emerger
nuevas formas de imaginarlas. Además del desmontaje intelectual del derecho
divino y la cosmología-historia a través de la secularización del tiempo, tal
vez el proceso más importante que influyó en la emergencia de las modernas
comunidades imaginadas fue la expansión del “capitalismo impreso”, una
combinación explosiva que tuvo el efecto de estandarizar los idiomas europeos y
permitir imaginarios más amplios que los que caracterizaban la fragmentación
política de la Europa medieval.5
Es aquí
donde los “pioneros criollos” entraban en juego en su análisis, ya que fue en
la Hispanoamérica revolucionaria donde la emergencia de nuevos Estados-naciones
tuvo lugar de una manera deliberada y significativa. Aunque nunca lo explicó
con detalle, no cabe duda de que Anderson tenía en cuenta que semejantes
procesos se habían puesto en marcha durante la revolución de las trece colonias
norteamericanas y la Revolución francesa, si bien no parece que la Revolución
haitiana entrara en su análisis. Aun así, estaba convencido de que el caso
hispanoamericano no solo fue más significativo que el norteamericano y el
francés, sino que había provisto al mundo verdaderos modelos de
Estados-naciones, o comunidades imaginadas de camaradería horizontal, donde la
soberanía residía en la nación. Por este motivo, la mayoría de las nuevas
naciones hispanoamericanas se constituyeron en repúblicas, y no en imperios absolutos
basados en el derecho divino. Con dicho armazón argumentativo, Anderson dejaba
claro que, a su manera de ver y a diferencia de la historiografía tradicional
eurocéntrica, el verdadero origen de las “comunidades imaginadas” modernas se
encontraba en la Hispanoamérica revolucionaria durante las primeras décadas del
siglo xix.6
Si bien
Anderson introdujo una manera nueva de relacionar las independencias
hispanoamericanas con planteos teóricos sobre el nacionalismo moderno, sus
ideas no eran del todo innovadoras, ya que se basaban en el trabajo de John
Lynch, cuyo libro definió por mucho tiempo la manera en la cual se explicaban
los procesos de independencia.7 Para entender los planteos sobre el
patriotismo criollo habría que comenzar con sus argumentos sobre las reformas
borbónicas. Para Lynch, dichas reformas representaron no solo una nueva forma
de gobernar a la francesa como resultado de la llegada de los Borbones a la
monarquía hispánica en 1700, sino también un gran cambio para las colonias
españolas en América, que a raíz de la decadencia española del siglo xvii lograron adquirir un gran nivel de
autonomía política y económica. En razón de dicha autonomía, las élites
criollas se convirtieron en actores políticos con un alto nivel de poder en la
toma de decisiones locales, aunque en principio estuviesen subordinados al
virrey, al Consejo de Indias y a la Corona. Dicha autonomía, sin embargo,
sufrió grandes cambios con las reformas borbónicas, cuya meta, según Lynch, fue
la centralización del Imperio y la subordinación de las élites criollas a la
Corona.8
Una tesis semejante venía desarrollando el reconocido y prolífico historiador
inglés David Brading, a quien Anderson parece no haber leído.9
Lo que resulta importante para nuestro análisis es que Lynch llegaría a la
conclusión de que las reformas borbónicas representaron una “segunda conquista”
de América, expresión que adoptarán muchos historiadores en adelante.10
Lógicamente,
Lynch planteaba que las reformas borbónicas fueron recibidas con recelo entre
las élites criollas, quienes vieron su poder reducido. Fue entonces cuando los
criollos comenzaron a utilizar el gentilicio “am--e-ricanos” con más frecuencia
y cuando desarrollaron una conciencia de sí en contraposición a la identidad
española. Este recelo y acumulación de agravios dio lugar a una especie de
protonacionalismo, que luego se convertiría en el motor de arranque durante los
movimientos de independencia.11 Además del ya mencionado
protonacionalismo, Lynch también reconocía la invasión napoleónica de la
península ibérica en 1808 como un elemento precipitador. Este evento representó
un momento de oportunidad para las élites criollas, las cuales, según Lynch, no
querían ser gobernadas ni por Napoleón, ni por los liberales españoles ni por
la Corona. Y aunque la identidad americana le era común a la mayoría de las
élites criollas, los territorios hispanoamericanos se fragmentarían en muchas
repúblicas independientes, porque incluso en el período colonial había
bastantes riñas entre las distintas unidades territoriales americanas. En la
práctica y en la vida diaria, los criollos eran mexicanos, peruanos,
venezolanos o chilenos, razón por la cual nunca se pretendió crear una sola
república hispanoamericana. De ahí que el recelo general de los criollos acabaría
por convertirse en una gama de distintos nacionalismos locales.12
Los
planteos de Anderson sobre los pioneros criollos mucho tenían que ver con el
importante argumento de Lynch, a quien citaba frecuentemente. En primera
instancia, Anderson también estaba convencido de que los primeros nacionalismos
hispanoamericanos fueron cuestión de élites criollas, y no de clases medias y
mucho menos de indígenas, africanos y castas. Fue por ello, según Anderson
citando a Lynch, que la Corona española pudo reclutar a indígenas en Quito y a
afrodescendientes en Venezuela, lo que a su vez aseguró el regreso, aunque de
manera pasajera, de las fuerzas realistas en los mencionados territorios entre
1814 y 1816.13
No obstante, dichos movimientos no tardarían en convertirse en movimientos de
independencia nacionales. En última instancia, las élites criollas se vieron
obligadas a incluir a las masas, ya fueran indígenas, mestizas o
afrodescendientes, como miembros de las naciones que estaban creando, aunque en
la práctica dicha inclusión fuera a menudo ignorada. En este punto radicaba el
enigma. En palabras de Anderson:
¿Por qué fueron precisamente las
comunidades criollas las que concibieron en época tan temprana la idea
de su nacionalidad, mucho antes que la mayor parte de Europa? ¿Por qué
produjeron tales provincias coloniales, que de ordinario albergaban grandes
poblaciones de oprimidos que no hablaban español, criollos que
conscientemente redefinían a estas poblaciones como connacionales? ¿Y a España,
a la que estaban ligados en tantos sentidos, como a un enemigo extranjero? ¿Por qué el Imperio hispanoamericano, que
había persistido tranquilamente durante casi tres siglos, se fragmentó de
repente en 18 Estados distintos?14
La
respuesta de Anderson tenía varios componentes. Primero, y apoyándose
nuevamente en el trabajo de Lynch, proponía que casi todas las nuevas
repúblicas hispanoamericanas tenían antecedentes como unidades administrativas
en el período colonial.15
No obstante, insistía en que ninguna por sí misma tenía la capacidad para crear
patrias a las cuales futuros ciudadanos se sintiesen conectados.16
Aquí llegamos entonces al segundo punto, que giraba en torno a la idea de que
los criollos, a diferencia de los peninsulares, tuvieron poca circulación
dentro de los territorios del Imperio, lo cual se debió al afán de la
metrópolis de mantenerlos subordinados. Finalmente, el elemento quizá más
importante del planteo de Anderson era la idea de la proliferación del llamado
“capitalismo impreso” en las colonias americanas. Aunque la imprenta existía en
las ciudades de México y Lima desde muy temprano en el período colonial, estaba
a cargo de la Corona. Fue solo en el siglo xviii
cuando se crearon nuevas imprentas locales, dando lugar a un sinnúmero de
publicaciones periódicas. He aquí el eje central de la propuesta de Anderson,
pues terminaba el capítulo sobre los pioneros criollos ratificando el
importante papel que jugaron aquellas publicaciones criollas y locales, las
cuales crearon una comunidad imaginada local que se impuso sobre la identidad
general de “españoles americanos”.17
La historia revisionista y la fría
recepción de Anderson
La mala
acogida que tuvo el argumento de Anderson se debió principalmente al hecho de
que justo cuando su libro ganaba atención se estaba llevando a cabo un cambio
paradigmático en la manera de interpretar el momento fundacional de las
repúblicas hispanoamericanas. A pesar de que historiadores como Tulio Halperin
Donghi y Jaime Rodríguez habían sido pioneros en el revisionismo histórico de
las revoluciones, el momento clave tuvo lugar en 1992 con la publicación del
célebre libro de François-Xavier Guerra Modernidad e independencias. Ensayos
sobre las revoluciones hispánicas.18 Guerra partía de una premisa
básica: la revolución política ocurrida tanto en la España peninsular como en
Hispanoamérica después de la invasión napoleónica de 1808 debía estudiarse en
conjunto, cosa que no era común entre los historiadores de aquel momento.
Apuntaba que aquella crisis de 1808 que dejó a la Monarquía Hispánica acéfala
fue “un proceso único que comienza con la irrupción de la modernidad en una
Monarquía del Antiguo Régimen, y va a desembocar en la desintegración de ese
conjunto político en múltiples Estados soberanos, uno de los cuales será la
España actual”.19
Para Guerra, las revoluciones hispánicas poco tenían que ver con nacionalismos
o comunidades imaginadas y mucho con la irrupción de la modernidad política,
entendida como la quiebra de la monarquía del Antiguo Régimen y el surgimiento
de nuevos imaginarios políticos, como la idea de soberanía nacional.20
Apenas
cuatro años después, Jaime Rodríguez publicaba su magnum opus en castellano,
La independencia de la América española, trabajo que se publicaría en
inglés en 1998.21
De manera provocadora, y en directa oposición a perspectivas nacionalistas,
Rodríguez planteaba que las independencias hispanoamericanas no fueron
movimientos anticoloniales.22 Al igual que Guerra, Rodríguez
insistía en que el ocaso del Imperio se debió a la revolución liberal fallida
que ocurrió entre 1808 y 1814. Según Rodríguez, la mayoría de las élites
criollas se pensaban españolas, y estaban totalmente comprometidas con el
proyecto liberal iniciado durante las crisis de 1808. Más que por la emergencia
de nacionalismos anticoloniales, el Imperio colapsó solo cuando la reforma imperial
que se llevó a cabo en el contexto de una grave crisis fracasó en ganar
legitimidad, en especial por la cuestión de autonomía política y representación
americana en las Cortes.23
A pesar del experimento inaudito ensayado en Cádiz, fue solo después de que las
demandas autonomistas de los criollos fracasaron que la opción de independencia
apareció como la más viable para las élites criollas, aunque siempre de manera
ambivalente.24
Esta perspectiva, en conjunto con un sinnúmero de otras contribuciones,
representaron un verdadero revisionismo que, de manera contundente, echaba a un
lado al nacionalismo anticolonial como explicación a las independencias
hispanoamericanas, en contradicción directa tanto con las historias patrias
como con la perspectiva de Lynch sobre el patriotismo criollo.25
Tomando en
consideración el consenso creciente en torno a esta perspectiva, no debería
sorprender que el trabajo de Anderson haya tenido escasa impronta entre los
estudiosos de las independencias. No obstante, en el año 2003, se publicaría un
volumen en el que se trataba de manera explícita y coordinada la utilidad del
concepto andersoniano de “comunidades imaginadas” para la historia decimonónica
hispanoamericana: Beyond Imagined Communities: Reading and Writing
the Nation in Nineteenth-Century Latin America. Editado por Sara
Castro-Klarén y John Charles Chasteen, el libro nació de un congreso
multidisciplinar celebrado en el año 2000. Ya en la segunda página de la
Introducción, Chasteen dejaba claro los límites del modelo andersoniano para
América Latina, si bien concedía que el planteo podía tener utilidad para los
estudiosos de la literatura.
Tomados en conjunto, los ensayos
aquí reunidos proveen escaso apoyo a las afirmaciones de Anderson sobre América
Latina, a menos que esas afirmaciones sean sustancialmente cualificadas. Todos
los historiadores presentes en la reunión estuvieron de acuerdo en ese punto.
Los estudiosos de la literatura, por su lado, sugirieron persuasivamente que
las interpretaciones generales de Anderson –su amplia búsqueda histórica de los
contornos imaginativos y, en particular, el poder afectivo del nacionalismo
moderno– proveen valiosos aportes para América Latina.26
A pesar de
la aparente brecha entre críticos literarios e historiadores, el desacuerdo era
menos incisivo de lo que parecía. La cuestión era que, por lo menos durante el
momento de crisis a partir de 1808, el nacionalismo que Anderson imponía en el
proceso independentista hispanoamericano no parecía encajar con la evidencia
empírica, lo cual no significa que el modelo andersoniano fuera inútil para un período
posterior.
El primer
historiador de la colección era nada menos que Guerra, cuyo trabajo sobre las
revoluciones hispánicas había cuestionado, como hemos visto, las historias
patrias y nacionalistas de la independencia. Desde las primeras páginas de su
capítulo, afirmaba tajantemente que “El argumento de Anderson da por sentado
que antes de 1808 Hispanoamérica se había dividido tranquila e informalmente en
comunidades nacionales que aspiraban a la independencia –una premisa por demás
problemática”–.27
La razón por la cual tal planteo le resultaba problemático era simple. Si en
realidad existían naciones con intenciones independentistas antes de 1808, ¿por
qué no se produjeron movimientos independentistas justo después de la invasión
napoleónica? Más crucial aún: si las élites criollas ya eran nacionalistas,
¿cómo se explica la gran lealtad que mostraron los criollos durante la crisis
que dejó a la monarquía acéfala? En cuanto a las causas que Anderson aducía para
explicar el supuesto nacionalismo hispanoamericano, ni los funcionarios
criollos eran tan sedentarios ni los periódicos fueron tan decisivos como
suponía. Guerra descalificaba la primera causa disculpando a Anderson, ya que
en 1983 existían pocos estudios prosopográficos sobre los funcionarios
criollos.28
Pero la segunda causa vinculada al papel de los periódicos coloniales (el
“capitalismo impreso”) debía contemplarse con más detenimiento, razón por la
cual centraba el capítulo en dicho tema.
A pesar de
reconocer los límites de la historiografía en la cual Anderson se apoyaba,
Guerra no dejaba de ser tajante: el problema del planteamiento de Anderson era
que “prácticamente cada paso del argumento es falso”.29 Nunca hubo una proliferación
masiva de periódicos en Hispanoamérica como en los Estados Unidos. De hecho, en
la gran mayoría de los territorios hispanoamericanos la imprenta llegó solo
después de 1808, lo cual hacía difícil sostener el papel decisivo que Anderson
le atribuía.30
Tampoco eran estas empresas rentables, como suponía Anderson. Muchas
desaparecieron precisamente por problemas económicos a causa de la falta de
suscriptores.31
Guerra agregaba que la íntima relación entre cultura escrita e identidad que
Anderson daba por supuesta era difícil de sostener en una sociedad
esencialmente barroca, en la que las imágenes y los rituales nunca dejaron de
jugar un papel importantísimo en la construcción de la identidad.32
Y si bien la imprenta y la palabra escrita proliferaron en Hispanoamérica una
vez iniciada la crisis de 1808, su contenido se vinculaba más con la necesidad
de defender al invasor francés que con identidades nacionales.33
En última instancia, lo que se evidenciaba en aquel momento de crisis y
proliferación de escritos impresos no eran identidades nacionales, sino la
desintegración de una identidad y de una monarquía con siglos de existencia.34
En el
siguiente capítulo, Halperin Donghi ofrecía su crítica de Imagined
Communities a través del caso argentino. Tan tajante como Guerra, aunque
quizás un poco más cortés, Halperin Donghi escribía que “hay muy poco en el
marco analítico de Anderson que pueda ser aplicado con provecho a
Hispanoamérica, más allá de su caracterización de las naciones como “comunidades
imaginadas”.35
Al igual que Guerra, Halperin Donghi tomaba como punto de partida la crisis
imperial iniciada con la invasión napoleónica, argumentando que el
descubrimiento de la nación española como actor político no comenzaba con un
deseo de crear un Estado propio, como suele ocurrir con los nacionalismo
modernos, sino con un intento de salvaguardar a la nación española de un
invasor a través de la construcción de una nueva legitimidad basada en la
soberanía nacional, que no regía.36 Ahora bien, a la vez que se
construía aquel proyecto de imperio-nación en Cádiz, algunos proyectos
revolucionarios hispanoamericanos ya proponían un futuro sistema político
abierto, “que llevara a la natural reestructuración o la total destrucción del
sistema imperial español”.37
Tal fue el caso de la revolución bonaerense del 25 mayo de 1810, que tuvo
contrapartes en Quito, Caracas, Bogotá y Santiago de Chile.38
Aunque la ruptura con el Imperio no se hubiera planteado formalmente, no hay
duda de que el horizonte que abría aquella Revolución de Mayo incluía la
posibilidad de una ruptura, un planteamiento que se diferenciaba tanto de los
argumentos de Guerra como del revisionismo de historiadores como Rodríguez.
Aun
reconociendo la clara diferencia entre los argumentos de Halperin Donghi y
aquellos de los mencionados revisionistas, no hay duda de que el célebre
historiador argentino coincidía en que no había nación argentina en aquel
primer momento revolucionario. Y es que, si bien se abría la posibilidad a una
futura independencia, todavía no quedaban muy bien definidas la nación y la
patria que supuestamente se estaban defendiendo. ¿Se trataba solo de la ciudad
de Buenos Aires?, ¿del Virreinato del Río de la Plata?, ¿del Imperio inca? Es
más, tan poca operatividad tenía la idea de la nación argentina, que los
líderes de Mayo contemplaron la reincorporación al Imperio, propuesta que
terminó fracasando solo por la intransigencia del rey Fernando VII.39
Desmontada así la importancia del nacionalismo durante la Revolución de Mayo,
Halperin Donghi procedía a explicar que si bien existió una “comunidad
imaginada” durante el momento revolucionario, no fue una comunidad
nacionalista, sino la comunidad del partido o la facción.40
Por ello, el “capitalismo impreso” que tanto preocupaba a Anderson no se
utilizó en aquel primer momento revolucionario como mecanismo creador de
nación. Más bien, se desplegó como mecanismo propagandístico de facciones
políticas. Aunque el capítulo de Halperin Donghi tenía muchas otras vertientes
complejas en torno al gobierno de Juan Manuel de Rosas, al final dejaba claro
que el nacionalismo argentino a la manera en que Anderson lo definía fue un
fenómeno de la segunda mitad del siglo.41
Conclusión
A pesar de
que Benedict Anderson hacía hincapié en la importancia de la Hispanoamérica
revolucionaria para entender la emergencia del nacionalismo moderno, los
planteamientos de Imagined Communities tuvieron muy poco consenso entre
historiadores de las independencias hispanoamericanas, aun entre aquellos que
estaban radicados en el mundo anglosajón. La razón que explica esta poco
entusiasta acogida remite al hecho de que la publicación del libro, en especial
la segunda edición de 1991, coincidió con un cambio historiográfico en el cual
la independencia dejaba de entenderse a través de un foco nacionalista, y
pasaba a estudiarse como la eclosión de una crisis imperial hispana que solo
luego se tornó independentista, y siempre de manera ambivalente. Era justo en
aquel momento también cuando comenzaban a cuestionarse los planteamientos del
importante libro de John Lynch, que proponía que las independencias
hispanoamericanas fueron el resultado del desarrollo de identidades criollas
anticoloniales, cuya causa habría que localizar en la “segunda conquista” que
se llevó a cabo con las reformas borbónicas. En suma, y a pesar de que su
trabajo era sin duda innovador, Anderson había utilizado una bibliografía que
ya era obsoleta.
No
obstante, quizá la mayor contribución de Imagined Communities no hayan
sido sus argumentos sobre los pioneros criollos, sino las preguntas y nuevas
perspectivas que abría. Como reconocía Halperin Donghi, “en historia, como en
cualquier otra disciplina, encontrar las preguntas correctas es tan importante
como llegar a las respuestas correctas”. Es más, continuaba: “Comunidades
Imaginadas de Anderson es el tipo de libro que, poniendo sistemáticamente
en acción la perspectiva comparativa de la historia más frecuentemente
recomendada que practicada, hace una contribución a su tema que es
independiente de la validez de sus conclusiones específicas”.42
Más concretamente, proponía Halperin, “al observar la nación como una especie
del género ‘comunidad imaginada’, hace de su emergencia un momento en la
historia de ese género, en el que la nación supera a las dos “comunidades
imaginadas” previas –a saber, la comunidad religiosa y el reino dinástico–
haciendo uso de los instrumentos surgidos en paralelo por el triunfo del
“capitalismo de imprenta”.43
Con dicho juicio concordaban los críticos literarios que colaboraron en el ya
mencionado libro Beyond Imagined Communities, quienes utilizaron el
término “comunidades imaginadas” para explicar procesos de construcción
nacional que tuvieron lugar en un período posterior a las revoluciones. Quizá
por ello, también, el trabajo de Anderson tenga resonancia hasta el día de hoy,
cuarenta años después de la publicación del trabajo original. o
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2
Jaime Rodríguez, The Independence of Spanish America, Cambridge,
Cambridge University Press, 1998.
3
Benedict Anderson, Imagined Communities, edición revisada, Londres,
Verso, 2006, pp. 6-7.
4 Ibid., p. 36.
5 Ibid., p. 46.
6 Ibid., pp. 47-65.
7
Lynch, The Spanish American Revolutions. Además de Lynch, Anderson a
menudo citaba una vieja biografía de Simón Bolívar: Gerhard Masur, Simón
Bolívar, Alburquerque, University of New Mexico Press, 1948.
8
Lynch, The Spanish American Revolutions, pp. 2-7.
9
David Brading, Miners and Merchants in Bourbon Mexico, 1763-1810,
Cambridge, Cambridge University Press, 1971; David Brading, “Bourbon Spain and
Its American Empire”, en L. Bethell (ed.), The Cambridge History of Latin
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Cambridge University Press, 1984.
10
Lynch, The Spanish American Revolutions, p. 16.
11 Ibid., p. 23.
12 Ibid., pp. 24-27.
13 Anderson, Imagined Communities, p. 49.
14 Ibid.,
p. 50 (trad. de Eduardo L. Suárez en: Benedict Anderson, Comunidades
imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México,
Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 81).
15 Ibid., p. 52.
16 Ibid., p. 53.
17 Ibid., pp. 61-65.
18 Rodríguez,
The Emergence of Spanish America; Halperin Donghi, Reforma y
disolución de los imperios ibéricos.
19 Guerra, Modernidad
e independencias, p. 12.
20 Ibid.
21
Rodríguez, The Independence of Spanish America.
22 Ibid., p. 1.
23 Ibid., pp. 75-106.
24 Ibid., pp. 169-237.
25 José M.
Portillo Valdés, Crisis atlántica. Autonomía e independencia en la crisis de
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Hispánicos e Iberoamericanos-Marcial Pons Historia, 2006; Jeremy Adelman, Sovereignty
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26 Sara
Castro-Klarén y John Charles Chasteen (eds.), Beyond Imagined Communities:
Reading and Writing the Nation in Nineteenth-Century Latin America,
Baltimore, Johns Hopkins University Press, 2003, p. x (la traducción de las citas
provenientes de este libro son de los editores del dossier).
27
Francois-Xavier Guerra, “Forms of Communication, Political Spaces, and Cultural
Identities in the Creation of Spanish American Nations”, en Castro-Klarén y
Chasteen (eds.), Beyond Imagined Communities, p. 4.
28 Ibid., p. 5.
29 Ibid
30 Ibid., p. 6.
31 Ibid.
32 Ibid.,
pp. 7-9. En el siglo xviii, se
comienza a dar más importancia a la cultura escrita y a la imprenta, pero dicha
importancia se mantuvo circunscrita a comunidades ilustradas, para quienes la
palabra escrita era un vehículo para transmitir ideas útiles. Por ello la
libertad de imprenta nunca fue la prioridad. Para las élites intelectuales de
aquel momento, las masas “ignorantes” poco tenían que contribuir al debate
ilustrado de la mejora y el progreso. Guerra,
“Forms of Communication”, pp. 10-11.
33 Ibid., p. 13.
34 Ibid., p. 31.
35
Tulio Halperin Donghi, “Argentine Counterpoint: Rise of the Nation, Rise of the
State”, en Castro-Klarén y Chasteen (eds.), Beyond Imagined Communities,
p. 34.
36 Ibid., p. 36.
37 Ibid., p. 37.
38 Ibid.
39 Ibid., p. 43.
40 Ibid., p. 45.
41 Ibid., pp. 52-53.
42 Ibid.,
p. 33.
43 Ibid.