Reivindicación del paréntesis

 

Víctor Goldgel Carballo

 

University of Wisconsin-Madison

En Comunidades imaginadas, se dijo ya muchas veces, Benedict Anderson se equivocó en casi todo.1 Repetirlo, creo, ayuda a reconocer la enormidad del libro y a precisar su carácter de gran relato. Inspirado en Erich Auerbach, que en su Mímesis había recorrido casi tres milenios de literatura, y en Walter Benjamin, que llamaba a interrumpir el tiempo lineal de la historia con un mesiánico tiempo-ahora, Anderson analizó el origen de las comunidades modernas que llamamos naciones remontándose a los sistemas monárquicos y las sagradas escrituras. Hacer tamaño recorrido le habría resultado imposible sin poner muchas cosas entre paréntesis. De ahí mi propuesta en este ensayo: considerar que la clave para seguir aprendiendo de Comunidades imaginadas está en sus paréntesis, elementos fundamentales pero hasta ahora desatendidos de su escritura.

Poner entre paréntesis significa dos cosas muy diferentes y hasta contradictorias. Con aliento benjaminiano, Anderson argumenta que la prensa periódica y las novelas están en la base de la producción de ese tiempo “homogéneo” y “vacío”, el de relojes y calendarios, dentro del cual emerge la conciencia de simultaneidad característica de toda nación moderna. Dicha conciencia, sugiere, genera un efecto simbólico de pertenencia: hace posible que una determinada persona se imagine, mientras lee el diario o una novela, que participa de un “nosotros” nacional, concebible y hasta perceptible a pesar de que las personas que lo componen son demasiadas como para alguna vez conocerse entre sí. Pero al enfocarse en la comunidad imaginada y los procesos de homogenización del tiempo, Anderson, como los nacionalismos, pone entre paréntesis el carácter desigual y heterogéneo de toda sociedad.

Se podría argumentar que los conflictos internos de las naciones están implícitos en su análisis, que trata justamente de entender por qué millones de personas pueden sentirse partícipes de una misma comunidad nacional a pesar del racismo, el sexismo o las diferencias de clase. Pero dejar implícito y ocultar pueden ser dos caras de la misma moneda. Poner entre paréntesis, en otras palabras, significa a veces posponer, minimizar, marginalizar. Mary Louise Pratt fue una de las primeras críticas en observarlo, en un ensayo de 1987 en el que sugería reemplazar la noción androcéntrica e idealizante de “comunidades lingüísticas” por una “lingüística de contacto”. En un mundo de flujos transnacionales y de comunidades internamente diversas, observaba Pratt, imaginar la nación como un universo social “homogéneo y unificado” es bastante absurdo. La explicación que proponía era afectiva: la “nostalgia por la totalidad” y el “enorme consuelo mental” que aquella imagen de unidad produce. Algunos años después, Julio Ramos destacaría que Anderson pasó por alto la “agonística subyacente” en sociedades organizadas en torno a la diferencia racial. Por la misma época Florencia Mallon se distanciaba explícitamente de Comunidades imaginadas al examinar el nacionalismo “desde abajo”, o más allá de los parámetros burgueses.2

A pesar de estos rechazos y críticas, el libro se volvió un clásico. Reconociéndose víctima de su éxito, en el epílogo a la edición de 2006 Anderson se lamentaba de los “vampiros de la banalidad” que reducen Comunidades imaginadas a su título.3 La queja tiene algo de elitismo y hasta de mala fe, porque esa banalización, en todo caso, se debe a la facilidad con la que se puede entender el concepto central de la obra, y esa facilidad, a su vez, es un producto de su apuesta básica: cruzar la selva de lo heterogéneo y lo multicausal a fuerza de un relato simple y bastante teleológico, aunque también lleno de variados y coloridos ejemplos. Como los nacionalismos, Comunidades imaginadas se basa en generalizaciones extremas. Como los nacionalismos, logra hacer del azar destino y de lo contingente algo necesario. Los periódicos y las novelas, dice Anderson, por ejemplo, fueron los medios técnicos que permitieron imaginar la nación, y esto ocurrió en primer lugar en América. Objetar que en las naciones americanas prácticamente no hubo periódicos o novelas antes de las independencias jamás será suficiente para sepultar su ben trovato argumento. Citando solo tres fuentes, y para colmo en inglés y de tres autores nacidos en Europa (Jean Franco, An Introduction to Spanish-American Literature, de 1969; John Lynch, The Spanish American Revolutions, 1808-1826, de 1973; y Gerhard Masur, Simón Bolívar, de 1948), Anderson abarca toda la historia moderna hispanoamericana y se vuelve referencia obligada desde México hasta la Argentina. ¿Puede haber prueba más elocuente de lo poco que importan las pruebas? Incluso el hecho de que Comunidades imaginadas le haya otorgado a América la cucarda de Gran Pionera en el desarrollo de los nacionalismos modernos parecería ser menos relevante para explicar su éxito que el encanto de la simplificación.

Quizás otra de las razones detrás del éxito de libro sea el haber puesto entre paréntesis el giro académico hacia la interseccionalidad, lo posicional y lo subalterno. Como dejaron claro las críticas a la segunda ola feminista, o las dirigidas al modelo de esfera pública de Jürgen Habermas, para mucha gente (me incluyo) es obvio que identificar contrapúblicos o destacar la historia de los feminismos antirracistas es más lúcido que hacer de cuenta que lo público o el feminismo han sido siempre una sola cosa (blanca-hetero-cis-etc.) La eficacia de este tipo de críticas, sin embargo, es complementaria a la de Comunidades imaginadas. Desde un ángulo, se destacan las diferencias de poder. Desde otro, el poder de obviar diferencias propio del nacionalismo. Anderson subrayó lo más básico, lo más importante: la tendencia humana a esencializar lo socialmente construido. Las naciones son un invento, arbitrarias, recientes y todo lo que se quiera, pero lo importante, observa él, atento al sentido común, es que producen un vínculo afectivo capaz de hacer olvidar todo esto y hasta de sobreponerse a sus conflictos internos. Poner entre paréntesis, en el sentido de hacer olvidar provisionalmente: he ahí uno de los grandes poderes del nacionalismo.

Poner entre paréntesis, sin embargo, también tiene otro sentido. Incluso las naciones más aislacionistas, señala Anderson, admiten “el principio de naturalización (¡maravillosa palabra!), por mucho que puedan dificultarla”.4 En esa frase no caben la erudición y la capacidad analítica de Anderson, pero sí el ímpetu de su principal argumento: la maravilla de que podamos creer lo increíble, olvidar lo más evidente. La frase es, además, una de las tantas en las que Anderson usa el paréntesis como signo gráfico. En el capítulo “Las raíces culturales”, por ejemplo, abre paréntesis más de cuarenta y cinco veces, sin contar los que usa para indicar fechas. Al hacerlo, nos enfrenta constantemente al segundo y paradójico sentido del paréntesis: la irrupción de una voz y un nivel narrativo que le recuerdan al lector que lo que venía leyendo no es toda la historia; que aquello que había quedado afuera en realidad está presente.

En el capítulo sobre pioneros criollos, Anderson se refiere al decreto de 1821 en el que San Martín declara: “En adelante no se denominarán los aborígenes indios o naturales: ellos son hijos y ciudadanos del Perú, y con el nombre de peruanos deben ser conocidos”.5 De inmediato, Anderson comenta, entre paréntesis: “(Podríamos añadir: a pesar de que el capitalismo impreso no había llegado todavía a estos analfabetos)”.6 La metalepsis (el cambio súbito de nivel narrativo que produce el paréntesis) pone de relieve el carácter construido de su relato y nos transporta a una dimensión tan familiar como extraña: un futuro desde el cual, retrospectivamente, incluso los más antiguos habitantes del territorio habrían sido peruanos. Como el “adelante” de San Martín, los saltos de nivel narrativo le permiten a Anderson reconocer y superar lo que contradice sus argumentos. Al contarnos una historia muy simple (Perú existe y sus habitantes se consideran peruanos) nos invita a olvidar todas las otras historias (por ejemplo, que en el Perú de hoy viven más de cinco millones de personas que también se autoidentifican como indígenas y hablan casi cincuenta lenguas diferentes).

Si Comunidades imaginadas sigue vigente, esto tal vez se deba a que sus buenos lectores también son capaces de poner entre paréntesis muchos de los problemas del libro, en el doble sentido de obviarlos y destacarlos. Por ejemplo, ha sido posible demostrar que el mercado de textos impresos fue parte de un engranaje social mucho más amplio en el que las redes clientelistas e instituciones como la Iglesia podían tener tanto o más peso que el capitalismo, como hizo recientemente Corinna Zeltsman al enfocarse en el siglo xix mexicano; o analizar los modos en que lo nacional fue sobre todo imaginado por fuera de la imprenta y la escritura, como hizo Marial Iglesias Utset al enfocarse en las “ceremonias patrióticas” de Cuba en un contexto en el cual el 70% de la población era analfabeta; o pensar el nacionalismo como un elemento más en un conjunto de formas de imaginación política que incluía también los vínculos transnacionales de la diáspora africana, el sueño de una Confederación Antillana, los activismos indígenas capaces de producir reformas constitucionales que reconocen una realidad plurinacional, etc.7 Se podría incluso poner entre paréntesis una de las hipótesis centrales de Anderson, según la cual la lectura de periódicos y novelas habría estado en el origen de las naciones, y destacar la importancia de la escasez o incluso la inexistencia de textos impresos para producir una comunidad imaginada: las discusiones sobre la necesidad de fundar una revista, la desesperación a la hora de juntar fondos, los lamentos por el alto precio del papel, los llamados a que alguien por favor escriba una novela nacional, etcétera.

No pretendo enumerar todos los sentidos del paréntesis, pero en este punto me veo obligado a reconocer uno más: dar ejemplos. Efectivamente, a la hora de escribir es bastante común abrir un paréntesis y ofrecer ejemplos después de hacer alguna afirmación de índole general. Ahora bien, la fuerza de los ejemplos reside en su singularidad, o en el hecho de que no solo ilustran lo general sino que además pueden excederlo y hasta contradecirlo. Esto se vincula con la relación paradojal que la academia estableció con Comunidades imaginadas desde un comienzo, y que Halperin Donghi sintetizó al señalar que los admiradores del libro no pueden sino confesar que en sus respectivas áreas de especialización Anderson “se equivocó en casi todo” (véase nota 1). El relato general de Anderson, dicho de otra manera, produce una admiración que es inmune al hecho de que los casos particulares lo contradigan.

Para elucidar esta paradoja, en las páginas que quedan voy a enfocarme en un ejemplo muy singular: un poeta nacido y esclavizado en Cuba a mediados del siglo xix. Aunque Anderson le dedica bastantes páginas del libro a Filipinas, Cuba brilla por su ausencia. Y aunque hace varias referencias a la esclavitud y el racismo, su enfoque en las élites criollas deja pendiente la tarea de entender qué podía significar el nacionalismo para una persona esclavizada. En las antípodas del San Martín de Anderson, que había declarado peruanos a aborígenes analfabetos, este poeta se declaró a sí mismo cubano a través de la escritura. Y lo hizo en un contexto muy diferente: colonia española hasta 1898, Cuba fue un lugar donde la nación se imaginó por un largo tiempo antes de adquirir su propio Estado. El poeta en cuestión y su patria están muy lejos de ser representativos de los grupos sociales y las regiones analizados por Anderson. Si algo representan es, justamente, las innumerables particularidades que Comunidades imaginadas debió poner entre paréntesis para elevarse a la categoría de gran relato académico. Lo que propongo, entonces, es dejarnos orientar por las paradojas del paréntesis (de lo que, al ser puesto de lado, queda puesto en el centro, y de lo que, al ser puesto como ejemplo, excede y hasta contradice lo que debería ilustrar) para considerar que todo aquello que Anderson dejó afuera puede ser el núcleo de la futura vigencia de su libro, y que su esquema general puede revalorizarse con cada nuevo caso particular que lo exceda y lo contradiga.

La principal razón por la cual la ruptura de Cuba con España se postergó hasta finales de siglo fue la esclavitud, abolida en 1886: el miedo a que una revolución política derivase en una social, o en una “guerra de razas” como la haitiana, mantuvo a raya las tendencias independentistas de la élite. Como la primera guerra de independencia se inicia recién en 1868, voy a referirme a los años inmediatamente anteriores, cuando la antítesis entre nación cubana y esclavitud era todavía la norma; cuando, dicho de otra manera, imaginar un futuro nacional implicaba antes que nada buscar una solución a esa antítesis aparentemente irresoluble. Es en ese momento, en 1865, que un joven esclavizado de 22 años, Ambrosio Echemendía, publica en la ciudad de Trinidad un libro de poemas titulado Murmuríos del Táyaba.8 Lo firma con un anagrama, Mácsimo Hero de Neiba, que exhibe su ingenio y complace el de sus lectores a la vez que participa de una tradición de anonimato fingido que le permite exhibir también su prudencia. Como había pasado tres décadas antes con el autor de la única autobiografía escrita por un esclavo en castellano, Juan Francisco Manzano, Echemendía establece una alianza desigual con un sector de la élite liberal para circular como poeta, publicar y, finalmente, comprar su libertad. Antes de recopilarlos en su libro de 1865, Echemendía había publicado poemas en varios periódicos, como El Correo de Trinidad, El Telégrafo de Cienfuegos y El Fanal de Puerto Príncipe (hoy Camagüey).9 Como el de Manzano, se trata de un caso atípico, que sin embargo revela el modo en que muchas personas podían sacarle provecho a las jerarquías y conflictos consustanciales al desarrollo de una comunidad nacional.

El nacionalismo cubano es perceptible a lo largo de toda la campaña para manumitir a Echemendía, y en particular en los poemas del libro Murmuríos del Táyaba, publicado varios meses antes de su liberación. El Táyaba del título es una referencia al río que pasa por Trinidad. Echemendía era trinitario (su dueño lo llevó luego a Cienfuegos), y fue ahí donde se editó la obra, pero el patriotismo restringido que exhibe en poemas como “A Trinidad” (“Salve! salve mi solar paterno / donde el TAYABA undoso alegre gira, / Hermosa TRINIDAD, búcaro eterno”) se amplía en otros que abarcan toda la isla. “Vivo orgulloso de mis patrios lares”, dice en “A Cuba”, y proclama su lealtad de manera categórica: “Patria feliz, idolatrada CUBA, / Tú, después de mi Dios, mi amor primero”.10 A este poema le siguen, en este orden, “A mi señor”, “A la religión” y otro de los varios “A mi señor”. Echemendía enhebra patriotismo, religión y fidelidad a amos, protectores y patricios para acercarse a la libertad por la vía tradicional de la sumisión. Ser mulato (o sea, menos negro), haber aprendido a escribir y cultivar vínculos por dentro y por fuera de la familia de su dueño lo ayudaron a conseguir el apoyo de un grupo de cubanos y cubanas que, aun inclinándose hacia el liberalismo, difícilmente se hubiese solidarizado de manera pública con una persona recién traída de África o (como indico más abajo) con una mujer obligada a amamantar a hijos ajenos.

La lealtad de Echemendía no era solamente una imposición, un privilegio y una estrategia, sino también, desde el punto de vista de la nación imaginada, una virtud patriótica, relativa tanto a su patrón como a sus padrinos y a las redes en las que se movían. A la hora de desplegar esa virtud, la prensa periódica cumplió un rol importante, y el poeta hace esto explícito de varias maneras. Por ejemplo, dedica uno de sus sonetos al periódico El Fanal, de Puerto Príncipe, y en el primer terceto anuncia su objetivo:

Al publicar mis pobres concepciones

Manumitirme solamente espero,

Por eso ruego abiertas suscriciones

Como otros pocos poetas esclavizados (Manzano, Juan Antonio Frías, Néstor Cepeda, Manuel Roblejo, Amalia Gutiérrez), Echemendía se vincula al nacionalismo de la élite criolla abolicionista sin esconder su interés, que era emanciparse, ni el de ella, que era mostrarse magnánima y avanzar hacia una Cuba posesclavista.

Tan importante como el dedicado a El Fanal es el poema que Echemendía dedica al director de El Siglo. Este diario, fundado en 1863 por criollos reformistas, se publicaba en La Habana y había empezado a propugnar un abolicionismo gradual. Con el fin de la Guerra de Secesión y de la esclavitud en los Estados Unidos, por un lado, y el ocaso del comercio clandestino de esclavos en Cuba, por el otro, El Siglo empezaba a imaginar una nación basada en el trabajo asalariado y una ciudadanía capaz de incorporar a la población afrodescendiente. En ese contexto, ventilar en letras de molde el caso de un esclavo que componía sonetos era una forma de refutar el argumento colonial-proesclavista según el cual el salvajismo, la ignorancia y, en síntesis, la inferioridad “racial” de la población esclavizada hacían imposible su integración a la vida civilizada.

En términos doctrinarios, El Siglo estaba alineado con la revista bisemanal La América. Crónica Hispano-Americana, que se venía publicando en Madrid desde 1857. Su dueño y director, Eduardo Asquerino, visitó Cuba al poco tiempo de la publicación de los Murmuríos. La élite liberal cubana le organizó un banquete de cien cubiertos en el que la campaña de liberación de Echemendía tuvo su punto culminante. Cuando los invitados empezaban a irse, José Manuel Mestre, simpatizante del abolicionismo y temprano traductor de la novela de Harriet B. Stowe Uncle Tom’s Cabin (Taita Tomás, le puso de título), expresó “con voz vibrante” (cito a su biógrafo) que la celebración de los ideales liberales que los convocaban “debía coronarse con una demostración”. Acto seguido pasó a recoger con un sombrero donaciones para Echemendía.11

Al ponerlo patas para arriba, ejemplos como el de Echemendía revitalizan el análisis de Anderson. Al escribir sobre el rol de la prensa, por ejemplo, Anderson enfatiza la importancia del anonimato, o el hecho de que los lectores no se conocen entre sí. Quienes se encontraban con Echemendía al leer el periódico, sin embargo, se encontraban al mismo tiempo con una imagen de su nación en la que conocerse era indispensable: las redes de amistad y patronazgo, el intercambio de textos mano a mano, las tertulias en las que se los leía, los banquetes para recaudar dinero, etc. Para Anderson, el desinterés es “la esencia de la nación”;12 el nacionalismo de Echemendía es abiertamente interesado. Anderson destaca que la prensa periódica es efímera; los diarios de Cuba, sin embargo, reproducían los poemas de Echemendía publicados en otros diarios, y no faltó quien los recortase para preservarlos. Según Anderson, el tiempo de los periódicos es vacío y homogéneo, mientras que la campaña de liberación de Echemendía nos remite sobre todo a esa otra experiencia del tiempo que Anderson describe como perimida y explica citando a Auerbach: cuando se interpreta el sacrificio de Isaac como “prefiguración del sacrificio de Cristo”, señala Auerbach, “se establece una conexión entre dos acontecimientos que ni temporal ni causalmente se hallan enlazados”, pero que están “unidos verticalmente con la Divina Providencia”.13 El tiempo vacío y homogéneo descripto por Benjamin, sostiene Anderson, tomó el lugar de esta noción providencialista. ¿Pero por qué no podrían coexistir? En enero de 1866, el corresponsal en Cuba de la Revista Hispano Americana de Madrid observaba lo siguiente: “Viva feliz el bardo de Cienfuegos [Echemendía, que ya no estaba en Trinidad], hoy emancipado merced al patriotismo de nuestros conciudadanos; y que sean sus cantos para nosotros el bálsamo que calme nuestro dolor, al acordarnos del malogrado Plácido!”.14 Plácido, el poeta pardo nacido libre que se había convertido en mártir anticolonial luego de ser fusilado en 1844, era así puesto en un mismo plano que Echemendía. Como iba a pasar después con José Martí, Plácido empezaba a resucitar cada vez que la patria lo requería. ¿No nos invita el mismo Anderson, al insistir a lo largo de su libro en la figura de quien muere por la patria, a pensar que esa simultaneidad providencial tal vez sea tan central en la historia de los nacionalismos como la del tiempo vacío y homogéneo?

Interrumpir el curso del mundo, esta fue la más profunda voluntad de Baudelaire”, observaba Walter Benjamin, refiriéndose a un poeta francés contemporáneo de Echemendía.15 La cita destaca el tiempo-ahora: la posibilidad de interrumpir, mesiánicamente, revolucionariamente, el horror del mal llamado progreso. Dejando a este Benjamin de lado, Anderson destaca la capacidad de los nacionalismos de hacer olvidar este horror. El caso de Echemendía puede ser leído desde esas dos posiciones, y por eso permite percibir tanto lo que Anderson destaca como lo que excluye: apuntalamiento de un sentido de pertenencia y un statu quo nacional (un esclavo que, al cantarle a Cuba, sirve a los intereses de la élite que lo explota) e interrupción del mundo (un joven que, eludiendo el yugo de la esclavitud, se educa, publica poesía y refuta el supremacismo blanco).

El ejemplar de los Murmuríos que se conserva en la Biblioteca Nacional de Cuba tiene pegado un recorte del periódico El Siglo: un soneto de Echemendía publicado en un periódico de Cienfuegos y dedicado al Damují, el río navegable que atraviesa dicha ciudad. Las aguas del río, escribe el poeta, bañaban antes unas pobres casas, hasta que

El Progreso escuchó tu murmurio,

Y en tus incultas márgenes hojosas

Brotó Cienfuegos! []

De inmediato se pregunta si el progreso vendrá también a enaltecerlo a él, y promete:

Si es cierto, Damují ¡ay! en mi lira,

Al mudar cual tus linfas, a otro estado

Te promete cantar quien hoy suspira!16

La lógica es transaccional, y si Echemendía floreció como Cienfuegos, lo hizo dentro de los márgenes de la ley y los intereses de cierto sector de la élite; o sea, en un mundo no tan grande como el mundo. Su libertad, para él, fue sin duda un progreso. Pero ¿y todas las demás personas esclavizadas? En la misma página de El Siglo donde se publica el poema, a la derecha, y entre los típicos anuncios de alquiler, alguien ofrece “una nodriza a leche entera, a 8 días de parida, muy abundante, robusta, fina, amable y decente: color pardo, 18 años de edad y jamás ha estado ni con un dolor de cabeza. La hija, que la llevará al acomodo, no toma más que leche de vaca con una mamadera”.17 Siguiendo a Anderson, cabría decir que Echemendía, la nodriza y la persona que la alquilaba eran o iban a ser pronto parte de la misma comunidad imaginada. Siguiendo al Benjamin mesiánico (el que Anderson posterga con realismo), cabría decir que esa comunidad era un horror, y que someterse a las normas de la élite y cantarle a la patria, como hacía Echemendía, era una forma de convalidarlo. Pero si, siguiendo la lógica paradojal del paréntesis, pudiésemos pensar esa contradicción como la coexistencia de dos niveles narrativos, cada uno capaz de irrumpir en el otro, sería posible suponer que aquellas personas que estaban excluidas del relato nacional, como la nodriza, se hacían ya percibir como ausencia en las páginas de los periódicos, a la vez que tomaban nota del fervor nacionalista para imaginarse a sí mismas como parte de comunidades muy diferentes. o

Bibliografía citada

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Resumen/Abstract

Reivindicación del paréntesis

Comunidades imaginadas, de Benedict Anderson, se volvió un clásico al mismo tiempo que era criticado por poner entre paréntesis categorías como género y raza; por minimizar, marginalizar o invisibilizar las diferencias internas que caracterizan a toda nación. Cuando atendemos al uso constante del signo gráfico paréntesis a lo largo del libro, sin embargo, la escritura de Anderson revela un segundo y muy contrario sentido de la acción de poner entre paréntesis: la irrupción de una voz y un nivel narrativo que le recuerdan al lector que lo que venía leyendo no es toda la historia, o que aquello que había quedado afuera en realidad está presente. ¿Cómo usar el paréntesis para pensar la relación entre lo minimizado y lo que irrumpe? ¿Cómo conciliar los argumentos generales de Comunidades imaginadas con las particularidades históricas que los contradicen? Al analizar el caso de Ambrosio Echemendía, un poeta esclavizado en Cuba a mediados del siglo xix, y el de una nodriza puesta en alquiler a la derecha de uno de los poemas de Echemendía en un periódico de La Habana, este artículo sugiere que el futuro de Comunidades imaginadas (y, por extensión, de los grandes relatos académicos) dependerá en parte de la posibilidad de considerar que todo aquello que el libro minimizó está en el núcleo mismo de su vigencia.

 

Palabras clave: Paréntesis - Invisibilización - Esclavitud - Raza - Cuba - Comunidades imaginadas

 

 

 

In defense of the parenthesis

Imagined Communities, by Benedict Anderson, became a classic as it was criticized for “putting into brackets” categories such as gender and race; for minimizing, marginalizing, or invisibilizing the internal differences characteristic of any nation. When we pay attention to the constant use of parentheses in the book, however, Anderson’s writing reveals a second and very opposed meaning of the action of putting into brackets: the sudden emergence of a voice and a narrative level that remind readers that what they had been reading was not the whole story; that something that had been left out is actually present. How may parentheses help one think the relationship between what is minimized and what suddenly emerges? How to reconcile the general arguments of Imagined Communities with the historical particularities that contradict them? Analyzing the cases of Ambrosio Echemendía, an enslaved Cuban poet of the mid-19th century, and of a wetnurse who was offered for rent to the right of one of Echemendía’s poems in a Havana newspaper, this article suggests that the future of Imagined Communities (and, by extension, of other grand scholarly narratives) will depend in part on the possibility of considering that everything that the book minimized lies at the very core of its validity.

 

Keywords: Parenthesis - Invisibilization - Slavery - Race - Cuba - Imagined Communities

1 Según Tulio Halperin Donghi, Anderson “hace una contribución al tema que es bastante independiente de la validez de sus conclusiones específicas. No debería entonces ser una sorpresa el encontrar a tantos entre los admirados y agradecidos lectores de Anderson reconociendo con pesar que en sus áreas de especialización se equivocó en casi todo” (“Argentine Counterpoint: Rise of the Nation, Rise of the State”, en S. Castro-Klarén y J. Ch. Chasteen (eds.), Beyond Imagined Communities: Reading and Writing the Nation in Nineteenth-Century Latin America, Baltimore, The Johns Hopkins University Press, 2003, p. 33). En el mismo libro, François-Xavier Guerra sostiene: “prácticamente cada paso de su argumento es falso” (“Forms of Communication, Political Spaces, and Cultural Identities in the Creation of Spanish American Nations”, p. 5) [traducciones mías del inglés].

 

2 Mary Louise Pratt, “Linguistic Utopias”, en N. Fabb, D. Attridge et al. (eds.), The Linguistics of Writing: Arguments between Language and Literature, Nueva York, Methuen, 1987, pp. 57 y 64; Julio Ramos, Paradojas de la letra, Caracas, eXcultura, 1996, p. 31; Florencia Mallon, Peasant and Nation: The Making of Postcolonial Mexico and Peru, Berkeley, University of California Press, 1995, p. 5.

 

3 Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, tercera edición, Londres, Verso, 2006, p. 211.

 

4 Bendict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y difusión del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 205. Las citas de Anderson en castellano corresponden a esta edición.

 

5 Cito el decreto tal como aparece en la Colección documental de la Independencia del Perú, Lima, Comisión Nacional del Sesquincentenario, vol. 13, nº 2, 1976, p. 364.

 

6 Anderson, Comunidades imaginadas, p. 50.

 

7 Corinna Zeltsman, Ink Under the Fingernails: Printing Politics in Nineteenth-Century Mexico, Oakland, University of California Press, 2022, p. 154; Marial Utset, Las metáforas del cambio en la vida cotidiana. Cuba 1898-1902, La Habana, Ediciones Unión, 2003, p. 219; Frederick Cooper, Colonialism in Question. Theory, Knowledge, History, Berkeley, University of California Press, 2005, p. 53; Yolanda Martínez-San Miguel, “Spanish Caribbean Literature: A Heuristic for Colonial Caribbean Studies”, Small Axe, vol. 20, nº 3, p. 71.

 

8 Ambrosio Echemendía, Murmuríos del Táyaba. Poesías por Mácsimo Hero de Neiba, Trinidad, Oficina Tipográfica de Rafael Orizondo, 1865.

 

9 Yansert Fraga León, “El discurso emancipatorio en la expresión de poetas esclavos en el siglo xix cubano. El trinitario Ambrosio Echemendía”, Trabajo de diploma, Universidad Central Marta Abreu de Las Villas, 2004, p. 20. Véase también la introducción a Echemendía en Poesía completa (edición, estudio introductorio y apéndices documentales de Amauri Gutiérrez Coto), Leiden, Almenara, 2019.

 

10 Echemendía, Murmuríos del Táyaba, pp. 21-22.

 

11 José Ignacio Rodríguez, Vida del Doctor José Manuel Mestre, La Habana, Imprenta Avisador comercial, 1909, pp. 70-71.

 

12 Anderson, Comunidades imaginadas, pp. 202-203.

 

13 Cito de la versión en castellano: Erich Auerbach, Mimesis. La representación de la realidad en la literatura occidental, México, Fondo de Cultura Económica, 2011 [1950], p. 76.

 

14 “Política Ultramarina. Correo de las Antillas”, Revista Hispano-Americana. Política, Económica, Científica, Literaria y Artística, tomo iv, entrega 5, año iii, nº 27, Madrid, 12 de enero de 1866, p. 187.

 

15 Walter Benjamin, El París de Baudelaire, traducción de Mariana Dimópulos, Buenos Aires, Eterna Cadencia, 2012, p. 257.

 

16 Agradezco a Carlos Venegas por su ayuda fotografiando este recorte.

 

17 El Siglo, 8 de septiembre de 1865, p. 3.