Tres hipótesis sobre Comunidades imaginadas

 

Pablo A. Blitstein y Gabriel Entin

 

École des Hautes Études en Sciences Sociales conicet / Universidad Nacional de Quilmes /
Universidad de Chile
*

 

Publicado en 1983, Comunidades imaginadas promovió hace cuarenta años la conformación de un campo de estudio interdisciplinario sobre el nacionalismo. A pesar de que autores como Anthony Smith, Eric Hobsbawm, Ernest Gellner y Elie Kedourie habían explorado sus orígenes desde las décadas del 60 y 70, fue a partir del libro de Benedict Anderson que el nacionalismo adquirió forma como objeto específico de investigación académica. Desde entonces, el nacionalismo se volvió un tema de estudio de dimensiones globales. Este nuevo campo interpelaba no solo a la historia, sino también a la antropología, la literatura y la ciencia política, las disciplinas con las que Anderson o bien se había formado o bien dialogaba desde su posición como profesor en Estudios Internacionales en la Universidad de Cornell (1967-2002). Especialista del Sudeste Asiático, supo combinar en Comunidades imaginadas (a partir de aquí CI) interrogantes disciplinarios con estudios de área, logrando interpelar a públicos muy diferentes.1

A pesar de las múltiples críticas que el libro recibió desde su publicación, tanto por sus argumentos sobre el nacionalismo como por sus análisis de ejemplos históricos, en este ensayo nos proponemos indagar su vigencia historiográfica. Para ello, proponemos tres hipótesis que la explicarían.

En primer lugar, la eficacia de las categorías analíticas movilizadas por Anderson (principalmente “comunidades imaginadas” y “capitalismo de imprenta”). Si es verdad que el autor construye una imagen un tanto anacrónica y reduccionista de la historia del nacionalismo, la eficacia simplificadora de sus categorías permite pensar el fenómeno de modo global. Esta operación historiográfica pudo así atraer a un público amplio que, a partir de la disolución de la Unión Soviética en 1991, estaba ávido por reflexionar sobre la nación y las identidades nacionales más allá de Europa occidental.2

En segundo lugar, la convergencia de CI con el desarrollo de la historia global. Además del impulso inicial que recibió de parte de círculos intelectuales de la izquierda británica (por ejemplo, la de los marxistas de la New Left), el éxito internacional del libro pareciera relacionarse con la importancia creciente de la historia global y conectada a partir de los 90.3 Lejos de un nacionalismo metodológico que hace de las naciones unidades naturales y evidentes del análisis histórico, CI sitúa la historia del nacionalismo en una espacialidad planetaria definida por la materialidad y la geografía de las conexiones intelectuales y políticas. El libro une de este modo la historia intelectual del nacionalismo con métodos y enfoques desarrollados posteriormente por la historia global y conectada.

Nuestra tercera hipótesis sobre la vigencia historiográfica de CI se basa en las tensiones mismas de los argumentos de Anderson respecto de la historicidad del nacionalismo. Si por un lado afirma que la nación y el nacionalismo tienen un carácter modular y pueden “ser trasplantados”4 a diferentes territorios, sus análisis muestran también que los nacionalismos no pueden reducirse a un tipo-ideal esencialista desligado de sus usos en contextos políticos y sociales específicos. Dicho de otro modo, más que la asociación de los nacionalismos a una reproducción de comunidades “imaginadas” o “artefactos culturales”,5 el desarrollo expositivo de Anderson invita a explorar las interconexiones globales entre élites intelectuales. Sin anular la especificidad de las coyunturas regionales e históricas, estas interconexiones vuelven posible un uso simultáneo de la idea de “nación” en espacios geográficos diversos. De esta forma, la apuesta historiográfica de Anderson se revela más útil que las definiciones sobre las que se basa, y desafía a sostener una actitud crítica frente a sus propias tesis.

1. Eficacia y límites del capitalismo
de imprenta

Una de las tesis más exitosas de CI consiste en afirmar que la existencia del nacionalismo se relaciona con el desarrollo del capitalismo de imprenta.6 Para Anderson, la categoría “capitalismo de imprenta” no se refiere a la técnica de los tipos móviles, sino a la rapidez de la producción y a la proliferación de periódicos y libros: su capacidad para la generación de una conciencia nacional se explicaría por la disponibilidad masiva de textos escritos en lenguas vernáculas. Este hecho habría permitido crear un espacio de comunicación compartido por millones de lectores.7

El capitalismo de imprenta se convirtió en una categoría eficaz que relaciona la difusión de escritos impresos en una misma lengua con el surgimiento del nacionalismo en distintas partes del mundo. Dado que la generación de una unidad nacional dependía en muchos casos de la unidad lingüística, y que esta unidad lingüística exigía la proliferación y circulación de objetos textuales homogéneos, el capitalismo de imprenta se volvió, según afirma Anderson, un arma poderosa para la generalización del nacionalismo ya sea a través de la difusión de textos en una lengua oficial o de traducciones. En Francia, por ejemplo, las reformas propuestas luego de la revolución de 1789 incluían la destrucción de los dialectos locales (patois), y eso obligaba a los revolucionarios a traducir decretos oficiales en las diferentes lenguas del hexágono.8 En el Río de la Plata, tras la Revolución de 1810, Manuel Belgrano imprimía y difundía las traducciones de sus proclamas en español al guaraní y aymara, explicando los nuevos principios republicanos basados en la soberanía popular.9 Y en la China de fines del siglo de xix y principios del xx, tanto monarquistas como republicanos veían en la diversidad lingüística un obstáculo a sus proyectos educativos y políticos.10

Sin embargo, es difícil sostener la hipótesis de que el capitalismo de imprenta conduce a una nación moderna tal como la define Anderson, es decir, a una comunidad imaginada cuyas fronteras son las de otra nación y cuya soberanía reside en sí misma. Por lo menos desde el siglo vii existía la imprenta en China y la cantidad de textos impresos entre los siglos x y xvii superaba ampliamente a los de Europa occidental. La imprenta xilográfica china (más adecuada al tipo de escritura en caracteres que los tipos móviles, también presentes en el este asiático desde el siglo xi) permitió la divulgación de textos de un modo desconocido en el resto del mundo.11 Junto con la movilidad social creada por el sistema de concursos del Imperio chino, la cantidad de lectores en sus distintas regiones se multiplicó en pocos siglos. Pero esta proliferación no significó necesariamente la posibilidad de una nación. Más allá de las discusiones sobre la emergencia de la nación en China –algunos sostienen su existencia desde el siglo x, otros que recién en el siglo xix puede hablarse de nación–12 y de que la intensa actividad de la imprenta china hizo surgir nuevas “comunidades imaginadas”, lo cierto es que no todas correspondieron a naciones modernas entendidas como comunidades soberanas, limitadas en el espacio13 y “capaz de ser conscientemente” deseadas.14 Dicho de otra forma, es problemática la relación que Anderson establece entre la difusión de lenguas impresas15 y la conciencia nacional.16 Si el capitalismo de imprenta permite la multiplicación de lectores de una misma lengua, esto no lleva necesariamente a implantar, como señala el autor, “el embrión de la comunidad nacionalmente imaginada”.17

Una de las hipótesis fundamentales de Anderson consiste en afirmar que los Estados americanos surgidos entre fines del siglo xviii y principios del xix (en América del Norte y en Hispanoamérica) constituyen los primeros ejemplos de nacionalismos modernos y representan modelos para el resto del mundo.18 Ahora bien, Anderson construye para Hispanoamérica una lectura simplificada y teleológica de la revolución y de la emergencia de las comunidades imaginadas.19 Simplificada, porque Anderson no solo unifica como parte de un mismo proceso dos dinámicas diferentes en Hispanoamérica (la nación y el nacionalismo), sino porque también considera la revolución como una lucha por la liberación nacional de criollos contra españoles, una afirmación criticada hace ya veinte años por anacrónica y ahistórica.20 Teleológica, porque Anderson considera las nacionalidades consolidadas a fines del siglo xix no como una consecuencia sino como el origen de revoluciones nacionales. El capitalismo de imprenta habría creado a fines del siglo xviii “un mundo imaginado de lectores locales” que funcionaría como “embrión” de una comunidad de criollos que ya se sabe nacional.21 Pero esta interpretación se vuelve válida solo aceptando dos presupuestos problemáticos: por un lado, la relevancia de periódicos en poblaciones donde este tipo de publicaciones era escasa y una ínfima parte de la población accedía a ellos; por el otro, la creencia de que los criollos constituían un grupo social evidente con una conciencia e identidad propias.

2. Comunidades imaginadas
e historia global

Entre otros objetivos, Anderson se proponía dos operaciones con CI. En primer lugar, oponerse al eurocentrismo de otros estudios teóricos sobre los orígenes del nacionalismo, en particular los de Smith, Hobsbawm y Gellner, y poner de relieve las experiencias del Sudeste Asiático y de Hispanoamérica. En segundo lugar, criticar a los Estados Unidos, tanto por su política imperialista en América Latina, Asia y África como por el provincialismo de su perspectiva histórica sobre el mundo. Como sugiere en su posfacio de la edición de 2006, su intención era “deseuropeizar” la historia de la nación, arrebatarla de una Europa occidental acostumbrada a asumirse como el origen de la modernidad política,22 y situarla en una región, América, y en particular Hispanoamérica, por lo general considerada una derivación periférica e imperfecta de la cultura europea. Desde esta perspectiva, la relevancia del capítulo “Los pioneros criollos” no radica tanto en su análisis de las revoluciones americanas como en su idea de que el continente marcó como ningún otro la historia del nacionalismo moderno. América le permite a Anderson mostrar la comunidad imaginada como encarnación social y política de lo que en la Europa posrevolucionaria aún era una vaga ilusión. Es su punto de partida para disociar la historia del nacionalismo de la historia europea.23

El estudio sobre los orígenes y difusión del nacionalismo le permitía a Anderson abarcar varios espacios y períodos, y desarrollar a través de un estilo ameno problemas cuyo interés trascendían una disciplina específica: el imperialismo, el colonialismo, la historia, la memoria, la identidad, la lengua, la tecnología, etc. A partir de la caída de la Unión Soviética y de la formación de nuevos Estados, la nación recuperaba un cierto protagonismo, y CI supo aprovechar esa coyuntura: se trataba no solo de tomar al nacionalismo como fuerza histórica de pleno derecho, sino también de combinar materialismo e interés por el discurso y la imaginación desde una perspectiva global y comparativa. Siguiendo las pistas de un nacionalismo que se desplazaba por el mundo, y se revelaba con un rostro diferente en cada una de sus encarnaciones, el autor construía su narración situando la historia de los nacionalismos en regiones consideradas periféricas, y relacionándola con objetos originales para su estudio (primero con los periódicos y luego, en la segunda edición de 1991, con censos, mapas y museos).

Si se observa el libro a la luz de los desarrollos posteriores del campo historiográfico, desde los estudios subalternos hasta la historia global y conectada, puede afirmarse que CI anticipaba un giro historiográfico. Cierto, la historia del nacionalismo no era nueva, como tampoco lo era su estudio desde una perspectiva mundial. Pero Anderson indaga un problema más vasto que el de la llamada cuestión nacional: el de la producción y circulación de un imaginario, y de cómo este imaginario modifica a las sociedades. CI no trata de interrogarse sobre la existencia o no de las naciones, sobre su falsedad o realidad, sobre el derecho o no a la autodeterminación (temas típicos de las discusiones marxistas sobre la cuestión nacional), sino de identificar la espacialidad concreta de los intercambios políticos e intelectuales.

En lugar de deducir la trayectoria del nacionalismo a partir de su nacimiento en Europa, y de recortar de modo arbitrario el territorio de su objeto de estudio, Anderson localiza las diferentes instancias en que el nacionalismo se habría manifestado en la historia moderna, y a partir de ellas explica su desarrollo. Al extender las geografías del nacionalismo desde América a Asia, y atribuirle un peso comparable a cada experiencia nacionalista, muestra la importancia de los nacionalismos no europeos en la historia contemporánea y en el orden nacional actual, y sugiere que la historia del nacionalismo se vuelve incomprensible sin los nacionalismos americanos, africanos y asiáticos. Este es un presupuesto compartido por los estudios poscoloniales y subalternos, la historia global, la historia conectada o los estudios transculturales, aun si las bases epistemológicas de estas perspectivas son diferentes y en algunos casos contradictorias. En oposición abierta a los principales teóricos del nacionalismo, CI abría en la década de los 80 la posibilidad de concebir que ideas en apariencia “europeas” (comenzando por la de nacionalismo) debían su origen y desarrollo político, social y cultural a historias no europeas. Esta tesis sería un elemento fundamental en el desarrollo posterior de la historia global y conectada.

3. Contradicciones del nacionalismo modular

En varios aspectos, CI anticipó la exploración de conexiones sociales y espaciales desarrollada más tarde por una parte de la historia global y conectada.24 Sebastian Conrad considera este libro como un estudio pionero de las “conexiones y transferencias” para el análisis de las naciones y los nacionalismos: desde su publicación, el nacionalismo ya no es un “efecto de la modernización socio-económica explicable en términos puramente endógenos”, sino que resulta de una “difusión” mundial del módulo nacional.25 Sin embargo, un aspecto metodológico de CI no termina de convencer a Conrad: la cuestión de la “modularidad” del nacionalismo y del desequilibrio en el análisis de los múltiples usos de la nación. En efecto, si bien CI estudia cómo las comunidades imaginadas de las naciones se constituyeron en Europa y en América como “módulos” transferibles (“con grados variables de autoconciencia”), el resto del mundo aparece como un simple receptor.26

Pero las críticas al enfoque “modular” de Anderson explicitan una tensión ya existente en CI. En los casos abordados, el nacionalismo aparece no tanto como un módulo en desplazamiento, sino como una serie de “discursos nacionales” en conflicto desde América hasta Asia, movilizados por los actores según experiencias, objetivos y contextos diversos. Si la idea de modularidad le permite a Anderson comparar diversas coyunturas políticas y culturales como parte de una misma dinámica de la historia del nacionalismo, su análisis de las trayectorias lingüísticas, sociales y políticas de los actores de cada región revelan al nacionalismo como una experiencia plural e irreductible a módulos predeterminados. Los nacionalismos comparten un cierto aire de familia porque, por un lado, surgieron en un marco de expansión, transformación o caída de los imperios y del colonialismo y, por el otro, porque existen conexiones entre referencias y temas en los discursos sobre la nación.

La historia común del nacionalismo depende de los usos situados de actores a partir de experiencias y expectativas en muchos casos previas a su surgimiento. En el este asiático, por ejemplo, el repertorio conceptual de la “nación” no modificó por sí solo las instituciones, sino que proveyó herramientas suplementarias a actores que contaban ya con discursos y proyectos políticos preexistentes ligados a la constitución de la organización imperial. Por ejemplo, cuando las élites de la China de los Qing (1636-1912) se familiarizaron con los diversos discursos nacionalistas entre mediados y fines del siglo xix, no solo ya habían lanzado reformas políticas para resolver problemas estructurales del Imperio, sino que lo habían hecho sobre la base de sus propias tradiciones políticas. En este contexto, sus usos de la nación eran variables, desde traducciones puramente fonéticas a identificaciones con palabras de uso corriente (por ejemplo, guo, referida a la unidad política) y con sus propias referencias confucianas o legistas sobre el Imperio.27 El resultado fue la producción, entre fines del siglo xix y principios del xx, de una serie de discursos nacionalistas novedosos, relacionados tanto con la “nación” como con otros discursos políticos del este asiático.

En Hispanoamérica a fines del siglo xviii, la nación podía significar muchas cosas: el lugar de nacimiento de habitantes de una región, provincia o reino; grupos étnicos (como los indígenas) o castas y, desde el derecho natural y de gentes, cuerpos políticos bajo un mismo gobierno y leyes.28 En ningún caso los sentidos étnicos o políticos de la nación referían a una comunidad política imaginada “inherentemente, limitada y soberana” cuyos miembros compartían una conciencia nacional.29 Los “criollos” a los que se refiere Anderson eran españoles americanos que podían ver a la monarquía hispánica como la nación a la que pertenecían, o también podían considerar jurisdicciones territoriales de la monarquía en América (provincias o reinos integrados jurídicamente a la Corona de Castilla) como sus naciones.30 Más que una identidad nacional, había múltiples identificaciones superpuestas (como la de español y americano) que hasta las revoluciones no eran necesariamente contradictorias. Son las revoluciones que harían, de aquellos españoles americanos, americanos en lucha contra los españoles. No solo no existiría una nación de criollos, sino que la historia de las naciones en Hispanoamérica estaría atravesada no por un “compañerismo profundo”,31 sino por múltiples formas de guerra entre americanos (además de la lucha contra invasiones extranjeras al continente).

Estos ejemplos no invalidan todas las tesis de Anderson, pero revelan un problema fundamental: en la historia de la construcción de la nación y del nacionalismo no hubo reemplazo de un “módulo prenacional” por uno “nacional”, sino usos selectivos de recursos intelectuales disponibles y no limitados a los “discursos nacionales”. Desde esta perspectiva, puede pensarse de otra forma la historia de la nación y del nacionalismo de los últimos dos siglos. El aire de familia entre los modos de construcción nacional no remite ni a la proliferación paralela de procesos endógenos similares ni a la simple difusión modular de un tipo-ideal. Por el contrario, este aire de familia estaría dado por coyunturas análogas y por la interconexión sincrónica, asimétrica y creciente entre élites de diferentes regiones del planeta desde el inicio del siglo xix. Desde aquel momento, la nación provee recursos conceptuales tanto para generar nuevas formas de cohesión política (ya sea por medio del consenso o por medio de la imposición) como para redefinir la organización social y política del mundo contemporáneo. Y pudo también servir para consolidar la dominación sobre un territorio, como en los nacionalismos franceses y británicos, para deshacerse de la dominación de una potencia colonial, como en las luchas anticoloniales en América, Asia y África, o para buscar separarse de una unidad política existente creando una nueva, como en las reivindicaciones independentistas en Europa o Asia.

La virtud de CI reside en que permite dimensionar la complejidad de estas dinámicas a escala global. Ciertamente, al reducir las diferencias entre nacionalismos a variaciones de módulos nacionales, el libro corre el mismo riesgo que cualquier otra perspectiva difusionista sobre la historia: olvidar que las diferencias no son accidentales, sino consubstanciales a las construcciones políticas. No obstante, a pesar de sus contradicciones, los análisis de Anderson permiten leer entre líneas la nación como un fenómeno contingente y plural. En este sentido, su libro abre la posibilidad de comprender la pequeña parte que la idea de nación ocupa en la larga historia de las comunidades imaginadas.. o

Bibliografía citada

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* Texto desarrollado en el marco del proyecto Fondecyt nº 11191108.

 

1 Benedict Anderson, Una vida más allá de las fronteras, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2020 [2016].

 

2 Para un balance de la historiografía reciente sobre el nacionalismo, en particular en relación con la historia global, véase Michael Goebel (coord.), Cemil Aydin et al., “Rethinking Nationalism”, The American Historical Review, vol. 127, nº 1, 2022. Para una síntesis del lugar de CI en la historiografía sobre el nacionalismo, Clément Thibaud, “1983: Benedict Anderson dévoile le fondement fictionnel des nations”, en Cyril Lemieux (dir.), Pour les sciences sociales. 101 livres, París, Éditions de l’ehess, 2017.

 

3 En su posfacio de 2006, Anderson explica la historia de las traducciones de su libro que, publicado en más de treinta países y treinta lenguas, lo volvieron uno de los más citados en las ciencias sociales; véase:<https://blogs.lse.ac.uk/impactofsocialsciences/2016/05/12/what-are-the-most-cited-publications-in-the-social-sciences-according-to-google-scholar/>.

 

4 Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 21. A partir de aquí CI.

 

5 Para Anderson las comunidades son imaginadas porque aun si los miembros de una nación nunca se conocerán, comparten “la imagen de su comunión” (CI, p. 23).

 

6 Anderson, CI, cap. 3 (“El origen de la conciencia nacional”), pp. 63-76.

 

7 Ibid., p. 68.

 

8 Véase, por ejemplo, Eugen Weber, Peasants into Frenchmen. The Modernization of Rural France, 1870-1914, Stanford, Stanford University Press, 1976, p. 72.

 

9 Capucine Boidin, “Textos de la modernidad política en guaraní (1810-1813)”, CORPUS. Archivos virtuales de la alteridad americana, 2014, vol. 4, nº 2 [en línea].

 

10 Elisabeth Kaske, The Politics of Language in Chinese Education, 1895-1919, Leiden-Boston, Brill, 2008, capítulo 2 (pp. 77-159).

 

11 Cynthia Brokaw, “On the History of the Book in China”, en C. Brokaw y K.-W. Chou (eds.), Printing and Book Culture in Late Imperial China, Berkeley, University of California Press, pp. 3-14.

 

12 Ge Zhaoguang, Zhaizi Zhongguo. Chongjian youguan “Zhongguo” de lishi lunshu, Beijing, Zhonghua shuju, 2011; Nicolas Tackett, The Origins of the Chinese Nation. Song China and the Forging of an East Asian World Order, Cambridge, Cambridge University Press, 2017.

 

13 Véase Prasenjit Duara, Rescuing History from the Nation. Questioning Narratives of Modern China, Chicago, University of Chicago Press, 1995, pp. 53-54.

 

14 Anderson, CI, p. 102.

 

15 Difusión posible a través de la interacción entre la contingencia o fatalidad de la historia, el capitalismo y la tecnología (ibid., pp. 71-74).

 

16 Ibid., p. 72.

 

17 Ibid., p. 73.

 

18 Ibid., cap. iv (“Los pioneros criollos”), pp. 71-101.

 

19 Véase el artículo de Fidel Tavárez en este dossier.

 

20 François-Xavier Guerra, “Forms of Communication, Political Spaces, and Cultural Identities in the Creation of Spanish American Nations”, en J. Ch. Chasteen y S. Castro-Klarén (ed.), Beyond Imagined Communities: Reading and Writing the Nation in Nineteenth-Century Latin America, Washington, Woodrow Wilson Center Press, 2003; Tulio Halperin Donghi, “Argentine Counterpoint: Rise of the Nation, Rise of the State”, en ibid.

 

21 Anderson, CI, pp. 60, 75 y 98. Véase la crítica de Elías Palti a la concepción genealógica de la nación en Anderson a partir de su comprensión de la temporalidad (La nación como problema. Los historiadores y la “cuestión nacional”, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2003, pp. 45-46).

 

22 Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism (edición revisada), Londres, Verso, 2006, 209-210.

 

23 Benedict Anderson, “We Study Empires as we do Dinosaurs: Nations, Nationalism, and Empire in a Critical Perspective, Interview with Benedict Anderson” (entrevista realizada por Alexander Semyonov y Sergei Glebov), Ab Imperio, nº 3, 2003, p. 61.

 

24 Existe una diversidad de corrientes que se identifican con la historia global. En este caso nos referimos a un tipo específico de historia global que les presta particular atención a las conexiones para delimitar la escala espacial del objeto de estudio. Véase, por ejemplo, el número consagrado a la historia global e historias conectadas de Revue d’histoire moderne et contemporaine, suplemento, nº 54, 4bis, 2007.

 

25 Sebastian Conrad, What is Global History?, Princeton, Princeton University Press, 2016, pp. 80-81 [trad. esp. de Gonzalo García: Historia global. Una nueva visión para el mundo actual, Barcelona, Crítica, 2017].

 

26 Ibid., p. 81; Anderson, CI, p. 21. La crítica a la transferibilidad de los módulos para el análisis del nacionalismo había sido desarrollada desde los estudios subalternos por Partha Chatterjee (Nationalist Thought and the Colonial World. A Derivative Discourse, Londres, Zed Books, 1986, pp. 19-22). A pesar de su crítica, es evidente la simpatía de Chatterjee con la tesis de que el nacionalismo debe en gran parte su historia a desarrollos extraeuropeos. Sobre la capacidad heurística de la idea del nacionalismo modular de Anderson, véase Manu Goswami, “Rethinking the Modular Nation Form: Toward a Sociohistorical Conception of Nationalism”, Comparative Studies in Society and History, vol. 44, nº 4, 2002.

 

27 De hecho, las reformas “modernistas” en el este asiático no siempre siguieron directamente la inspiración europea, y a veces ni siquiera buscaron una inspiración “moderna”. Las reformas de Meiji en Japón son un buen ejemplo. Anderson ve en estas reformas la llegada del módulo “nacionalismo oficial” al Japón (CI, pp. 138-139). Sin embargo, cuando el emperador Meiji reorganizó el consejo de Estado (el Daijô kan) como parte de una reforma general de centralización del poder político y de supresión de los poderes “feudales” ligados al shogunato, su inspiración no provenía solo de las construcciones estatales europeas, sino también del código Taihô de 701, que estaba basado a su vez en el código “chino” de Tang. Vale la pena recordar que, a diferencia del Japón, la administración china tenía desde el siglo iii a. C. un grado de centralización administrativa mucho mayor que el de muchas otras entidades políticas del mundo, con una administración territorial en dependencia directa de la corona y, desde el siglo vii, contaba con un cuerpo de administradores elegidos por concurso. Sobre la “modernidad” de la China imperial (iii a. C.-1912), véase Alexander Woodside, Lost Modernities. China, Vietnam, Korea, and the Hazards of World History, Cambridge, Harvard University Press, 2006. Sobre la inspiración “china” Meiji, véase Oka Yoshitake, Meiji seiji shi, Tokyo, Iwanami shoten, 2019, vol. 1, pp. 154-155. Sobre las definiciones y usos plurales de nación en China, Wang Fansen, “Wan Qing de zhengzhi gainian yu ‘Xin shixue’”, en Zhongguo jindai sixiang yu xueshu de xipu, Taipei, Lianjing, 2003; Marc Matten, “China is the China of the Chinese: The Concept of Nation and its Impact on Political Thinking in Modern China”, Oriens Extremus, nº 51, 2012.

 

28 Fabio Wasserman, “El concepto de nación y las transformaciones del orden político en Iberoamérica, 1750-1850”, en J. Fernández Sebastián (dir.), Diccionario político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones, 1750-1850 [Iberconceptos-I], Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2009.

 

29 Anderson, CI, p. 23.

 

30 Los primeros constitucionalistas españoles comienzan a fines del siglo xviii a equiparar la monarquía compuesta a España como nación unitaria, donde estaba integrada América, pero cuya historia sería exclusivamente europea. Véase José María Portillo Valdés, Revolución de Nación. Orígenes de la cultura constitucional en España, 1780-1812, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000; y Crisis Atlántica. Autonomía e independencia en la crisis de la monarquía hispánica, Madrid, Marcial Pons, 2006.

 

31 Anderson, CI, p. 25.