Tres
hipótesis sobre Comunidades imaginadas
Pablo A. Blitstein y Gabriel Entin
École des Hautes Études en Sciences Sociales conicet / Universidad Nacional de
Quilmes /
Universidad de Chile*
Publicado
en 1983, Comunidades imaginadas promovió hace cuarenta años la
conformación de un campo de estudio interdisciplinario sobre el nacionalismo. A
pesar de que autores como Anthony Smith, Eric Hobsbawm, Ernest Gellner y Elie
Kedourie habían explorado sus orígenes desde las décadas del 60 y 70, fue a
partir del libro de Benedict Anderson que el nacionalismo adquirió forma como
objeto específico de investigación académica. Desde entonces, el nacionalismo
se volvió un tema de estudio de dimensiones globales. Este nuevo campo
interpelaba no solo a la historia, sino también a la antropología, la
literatura y la ciencia política, las disciplinas con las que Anderson o bien
se había formado o bien dialogaba desde su posición como profesor en Estudios
Internacionales en la Universidad de Cornell (1967-2002). Especialista del
Sudeste Asiático, supo combinar en Comunidades imaginadas (a partir de
aquí CI) interrogantes disciplinarios con estudios de área, logrando
interpelar a públicos muy diferentes.1
A pesar de
las múltiples críticas que el libro recibió desde su publicación, tanto por sus
argumentos sobre el nacionalismo como por sus análisis de ejemplos históricos,
en este ensayo nos proponemos indagar su vigencia historiográfica. Para ello,
proponemos tres hipótesis que la explicarían.
En primer
lugar, la eficacia de las categorías analíticas movilizadas por Anderson
(principalmente “comunidades imaginadas” y “capitalismo de imprenta”). Si es verdad
que el autor construye una imagen un tanto anacrónica y reduccionista de la
historia del nacionalismo, la eficacia simplificadora de sus categorías permite
pensar el fenómeno de modo global. Esta operación historiográfica pudo así
atraer a un público amplio que, a partir de la disolución de la Unión Soviética
en 1991, estaba ávido por reflexionar sobre la nación y las identidades
nacionales más allá de Europa occidental.2
En segundo lugar, la convergencia de CI con el desarrollo de la
historia global. Además del impulso inicial que recibió de parte de círculos
intelectuales de la izquierda británica (por ejemplo, la de los marxistas de la
New Left), el éxito internacional del libro pareciera relacionarse con la importancia
creciente de la historia global y conectada a partir de los 90.3
Lejos de un nacionalismo metodológico que hace de las naciones unidades
naturales y evidentes del análisis histórico, CI sitúa la historia del
nacionalismo en una espacialidad planetaria definida por la materialidad y la
geografía de las conexiones intelectuales y políticas. El libro une de este
modo la historia intelectual del nacionalismo con métodos y enfoques
desarrollados posteriormente por la historia global y conectada.
Nuestra tercera hipótesis sobre la vigencia historiográfica de CI
se basa en las tensiones mismas de los argumentos de Anderson respecto de la
historicidad del nacionalismo. Si por un lado afirma que la nación y el
nacionalismo tienen un carácter modular y pueden “ser trasplantados”4
a diferentes territorios, sus análisis muestran también que los nacionalismos
no pueden reducirse a un tipo-ideal esencialista desligado de sus usos en
contextos políticos y sociales específicos. Dicho de otro modo, más que la
asociación de los nacionalismos a una reproducción de comunidades “imaginadas”
o “artefactos culturales”,5
el desarrollo expositivo de Anderson invita a explorar las interconexiones
globales entre élites intelectuales. Sin anular la especificidad de las
coyunturas regionales e históricas, estas interconexiones vuelven posible un
uso simultáneo de la idea de “nación” en espacios geográficos diversos. De esta
forma, la apuesta historiográfica de Anderson se revela más útil que las
definiciones sobre las que se basa, y desafía a sostener una actitud crítica
frente a sus propias tesis.
1. Eficacia y límites del
capitalismo
de imprenta
Una de las tesis más exitosas de CI consiste en afirmar que la
existencia del nacionalismo se relaciona con el desarrollo del capitalismo de
imprenta.6 Para
Anderson, la categoría “capitalismo de imprenta” no se refiere a la técnica de
los tipos móviles, sino a la rapidez de la producción y a la proliferación de
periódicos y libros: su capacidad para la generación de una conciencia nacional
se explicaría por la disponibilidad masiva de textos escritos en lenguas
vernáculas. Este hecho habría permitido crear un espacio de comunicación
compartido por millones de lectores.7
El capitalismo de imprenta se convirtió en una categoría eficaz que
relaciona la difusión de escritos impresos en una misma lengua con el
surgimiento del nacionalismo en distintas partes del mundo. Dado que la
generación de una unidad nacional dependía en muchos casos de la unidad
lingüística, y que esta unidad lingüística exigía la proliferación y
circulación de objetos textuales homogéneos, el capitalismo de imprenta se
volvió, según afirma Anderson, un arma poderosa para la generalización del
nacionalismo ya sea a través de la difusión de textos en una lengua oficial o
de traducciones. En Francia, por ejemplo, las reformas propuestas luego de la
revolución de 1789 incluían la destrucción de los dialectos locales (patois),
y eso obligaba a los revolucionarios a traducir decretos oficiales en las
diferentes lenguas del hexágono.8 En el Río de la Plata, tras la
Revolución de 1810, Manuel Belgrano imprimía y difundía las traducciones de sus
proclamas en español al guaraní y aymara, explicando los nuevos principios
republicanos basados en la soberanía popular.9 Y en la China de fines del siglo
de xix y principios del xx, tanto monarquistas como republicanos
veían en la diversidad lingüística un obstáculo a sus proyectos educativos y
políticos.10
Sin embargo, es difícil sostener la hipótesis de que el capitalismo de
imprenta conduce a una nación moderna tal como la define Anderson, es decir, a
una comunidad imaginada cuyas fronteras son las de otra nación y cuya soberanía
reside en sí misma. Por lo menos desde el siglo vii
existía la imprenta en China y la cantidad de textos impresos entre los siglos x y xvii
superaba ampliamente a los de Europa occidental. La imprenta xilográfica china
(más adecuada al tipo de escritura en caracteres que los tipos móviles, también
presentes en el este asiático desde el siglo xi)
permitió la divulgación de textos de un modo desconocido en el resto del mundo.11
Junto con la movilidad social creada por el sistema de concursos del Imperio
chino, la cantidad de lectores en sus distintas regiones se multiplicó en pocos
siglos. Pero esta proliferación no significó necesariamente la posibilidad de
una nación. Más allá de las discusiones sobre la emergencia de la nación en
China –algunos sostienen su existencia desde el siglo x, otros que recién en el siglo xix puede hablarse de nación–12 y de que la intensa actividad de
la imprenta china hizo surgir nuevas “comunidades imaginadas”, lo cierto es que
no todas correspondieron a naciones modernas entendidas como comunidades
soberanas, limitadas en el espacio13 y “capaz de ser conscientemente”
deseadas.14
Dicho de otra forma, es problemática la relación que Anderson establece entre
la difusión de lenguas impresas15 y la conciencia nacional.16
Si el capitalismo de imprenta permite la multiplicación de lectores de una
misma lengua, esto no lleva necesariamente a implantar, como señala el autor,
“el embrión de la comunidad nacionalmente imaginada”.17
Una de las
hipótesis fundamentales de Anderson consiste en afirmar que los Estados
americanos surgidos entre fines del siglo xviii
y principios del xix (en América
del Norte y en Hispanoamérica) constituyen los primeros ejemplos de
nacionalismos modernos y representan modelos para el resto del mundo.18
Ahora bien, Anderson construye para Hispanoamérica una lectura simplificada y
teleológica de la revolución y de la emergencia de las comunidades imaginadas.19
Simplificada, porque Anderson no solo unifica como parte de un mismo proceso
dos dinámicas diferentes en Hispanoamérica (la nación y el nacionalismo), sino
porque también considera la revolución como una lucha por la liberación
nacional de criollos contra españoles, una afirmación criticada hace ya veinte
años por anacrónica y ahistórica.20 Teleológica, porque Anderson
considera las nacionalidades consolidadas a fines del siglo xix no como una consecuencia sino como
el origen de revoluciones nacionales. El capitalismo de imprenta habría creado
a fines del siglo xviii “un mundo
imaginado de lectores locales” que funcionaría como “embrión” de una comunidad
de criollos que ya se sabe nacional.21 Pero esta interpretación se vuelve
válida solo aceptando dos presupuestos problemáticos: por un lado, la
relevancia de periódicos en poblaciones donde este tipo de publicaciones era
escasa y una ínfima parte de la población accedía a ellos; por el otro, la
creencia de que los criollos constituían un grupo social evidente con una
conciencia e identidad propias.
2. Comunidades imaginadas
e historia global
Entre otros
objetivos, Anderson se proponía dos operaciones con CI. En primer lugar,
oponerse al eurocentrismo de otros estudios teóricos sobre los orígenes del
nacionalismo, en particular los de Smith, Hobsbawm y Gellner, y poner de
relieve las experiencias del Sudeste Asiático y de Hispanoamérica. En segundo
lugar, criticar a los Estados Unidos, tanto por su política imperialista en
América Latina, Asia y África como por el provincialismo de su perspectiva
histórica sobre el mundo. Como sugiere en su posfacio de la edición de 2006, su
intención era “deseuropeizar” la historia de la nación, arrebatarla de una
Europa occidental acostumbrada a asumirse como el origen de la modernidad
política,22
y situarla en una región, América, y en particular Hispanoamérica, por lo
general considerada una derivación periférica e imperfecta de la cultura
europea. Desde esta perspectiva, la relevancia del capítulo “Los pioneros
criollos” no radica tanto en su análisis de las revoluciones americanas como en
su idea de que el continente marcó como ningún otro la historia del
nacionalismo moderno. América le permite a Anderson mostrar la comunidad
imaginada como encarnación social y política de lo que en la Europa
posrevolucionaria aún era una vaga ilusión. Es su punto de partida para
disociar la historia del nacionalismo de la historia europea.23
El estudio
sobre los orígenes y difusión del nacionalismo le permitía a Anderson abarcar
varios espacios y períodos, y desarrollar a través de un estilo ameno problemas
cuyo interés trascendían una disciplina específica: el imperialismo, el colonialismo,
la historia, la memoria, la identidad, la lengua, la tecnología, etc. A partir
de la caída de la Unión Soviética y de la formación de nuevos Estados, la
nación recuperaba un cierto protagonismo, y CI supo aprovechar esa
coyuntura: se trataba no solo de tomar al nacionalismo como fuerza histórica de
pleno derecho, sino también de combinar materialismo e interés por el discurso
y la imaginación desde una perspectiva global y comparativa. Siguiendo las
pistas de un nacionalismo que se desplazaba por el mundo, y se revelaba con un
rostro diferente en cada una de sus encarnaciones, el autor construía su
narración situando la historia de los nacionalismos en regiones consideradas
periféricas, y relacionándola con objetos originales para su estudio (primero
con los periódicos y luego, en la segunda edición de 1991, con censos, mapas y
museos).
Si se
observa el libro a la luz de los desarrollos posteriores del campo
historiográfico, desde los estudios subalternos hasta la historia global y
conectada, puede afirmarse que CI anticipaba un giro historiográfico.
Cierto, la historia del nacionalismo no era nueva, como tampoco lo era su
estudio desde una perspectiva mundial. Pero Anderson indaga un problema más
vasto que el de la llamada cuestión nacional: el de la producción y circulación
de un imaginario, y de cómo este imaginario modifica a las sociedades. CI
no trata de interrogarse sobre la existencia o no de las naciones, sobre su
falsedad o realidad, sobre el derecho o no a la autodeterminación (temas
típicos de las discusiones marxistas sobre la cuestión nacional), sino de
identificar la espacialidad concreta de los intercambios políticos e
intelectuales.
En lugar de
deducir la trayectoria del nacionalismo a partir de su nacimiento en Europa, y
de recortar de modo arbitrario el territorio de su objeto de estudio, Anderson
localiza las diferentes instancias en que el nacionalismo se habría manifestado
en la historia moderna, y a partir de ellas explica su desarrollo. Al extender
las geografías del nacionalismo desde América a Asia, y atribuirle un peso
comparable a cada experiencia nacionalista, muestra la importancia de los
nacionalismos no europeos en la historia contemporánea y en el orden nacional
actual, y sugiere que la historia del nacionalismo se vuelve incomprensible sin
los nacionalismos americanos, africanos y asiáticos. Este es un presupuesto
compartido por los estudios poscoloniales y subalternos, la historia global, la
historia conectada o los estudios transculturales, aun si las bases epistemológicas
de estas perspectivas son diferentes y en algunos casos contradictorias. En
oposición abierta a los principales teóricos del nacionalismo, CI abría
en la década de los 80 la posibilidad de concebir que ideas en apariencia
“europeas” (comenzando por la de nacionalismo) debían su origen y desarrollo
político, social y cultural a historias no europeas. Esta tesis sería un
elemento fundamental en el desarrollo posterior de la historia global y
conectada.
3. Contradicciones del nacionalismo
modular
En varios
aspectos, CI anticipó la exploración de conexiones sociales y espaciales
desarrollada más tarde por una parte de la historia global y conectada.24
Sebastian Conrad considera este libro como un estudio pionero de las “conexiones
y transferencias” para el análisis de las naciones y los nacionalismos: desde
su publicación, el nacionalismo ya no es un “efecto de la modernización
socio-económica explicable en términos puramente endógenos”, sino que resulta
de una “difusión” mundial del módulo nacional.25 Sin embargo, un aspecto
metodológico de CI no termina de convencer a Conrad: la cuestión de la
“modularidad” del nacionalismo y del desequilibrio en el análisis de los
múltiples usos de la nación. En efecto, si bien CI estudia cómo las
comunidades imaginadas de las naciones se constituyeron en Europa y en América
como “módulos” transferibles (“con grados variables de autoconciencia”), el
resto del mundo aparece como un simple receptor.26
Pero las
críticas al enfoque “modular” de Anderson explicitan una tensión ya existente
en CI. En los casos abordados, el nacionalismo aparece no tanto como un
módulo en desplazamiento, sino como una serie de “discursos nacionales” en
conflicto desde América hasta Asia, movilizados por los actores según
experiencias, objetivos y contextos diversos. Si la idea de modularidad le
permite a Anderson comparar diversas coyunturas políticas y culturales como
parte de una misma dinámica de la historia del nacionalismo, su análisis de las
trayectorias lingüísticas, sociales y políticas de los actores de cada región
revelan al nacionalismo como una experiencia plural e irreductible a módulos
predeterminados. Los nacionalismos comparten un cierto aire de familia porque,
por un lado, surgieron en un marco de expansión, transformación o caída de los
imperios y del colonialismo y, por el otro, porque existen conexiones entre
referencias y temas en los discursos sobre la nación.
La historia común del nacionalismo depende de los usos situados de
actores a partir de experiencias y expectativas en muchos casos previas a su
surgimiento. En el este asiático, por ejemplo, el repertorio conceptual de la
“nación” no modificó por sí solo las instituciones, sino que proveyó
herramientas suplementarias a actores que contaban ya con discursos y proyectos
políticos preexistentes ligados a la constitución de la organización imperial.
Por ejemplo, cuando las élites de la China de los Qing (1636-1912) se
familiarizaron con los diversos discursos nacionalistas entre mediados y fines
del siglo xix, no solo ya habían
lanzado reformas políticas para resolver problemas estructurales del Imperio,
sino que lo habían hecho sobre la base de sus propias tradiciones políticas. En
este contexto, sus usos de la nación eran variables, desde traducciones
puramente fonéticas a identificaciones con palabras de uso corriente (por
ejemplo, guo, referida a la unidad política) y con sus propias referencias
confucianas o legistas sobre el Imperio.27 El resultado fue la producción,
entre fines del siglo xix y
principios del xx, de una serie de
discursos nacionalistas novedosos, relacionados tanto con la “nación” como con
otros discursos políticos del este asiático.
En
Hispanoamérica a fines del siglo xviii,
la nación podía significar muchas cosas: el lugar de nacimiento de habitantes
de una región, provincia o reino; grupos étnicos (como los indígenas) o castas
y, desde el derecho natural y de gentes, cuerpos políticos bajo un mismo
gobierno y leyes.28
En ningún caso los sentidos étnicos o políticos de la nación referían a una
comunidad política imaginada “inherentemente, limitada y soberana” cuyos
miembros compartían una conciencia nacional.29 Los “criollos” a los que se
refiere Anderson eran españoles americanos que podían ver a la monarquía
hispánica como la nación a la que pertenecían, o también podían considerar
jurisdicciones territoriales de la monarquía en América (provincias o reinos
integrados jurídicamente a la Corona de Castilla) como sus naciones.30
Más que una identidad nacional, había múltiples identificaciones superpuestas
(como la de español y americano) que hasta las revoluciones no eran
necesariamente contradictorias. Son las revoluciones que harían, de aquellos
españoles americanos, americanos en lucha contra los españoles. No solo no
existiría una nación de criollos, sino que la historia de las naciones en
Hispanoamérica estaría atravesada no por un “compañerismo profundo”,31
sino por múltiples formas de guerra entre americanos (además de la lucha contra
invasiones extranjeras al continente).
Estos
ejemplos no invalidan todas las tesis de Anderson, pero revelan un problema
fundamental: en la historia de la construcción de la nación y del nacionalismo
no hubo reemplazo de un “módulo prenacional” por uno “nacional”, sino usos
selectivos de recursos intelectuales disponibles y no limitados a los
“discursos nacionales”. Desde esta perspectiva, puede pensarse de otra forma la
historia de la nación y del nacionalismo de los últimos dos siglos. El aire de
familia entre los modos de construcción nacional no remite ni a la
proliferación paralela de procesos endógenos similares ni a la simple difusión
modular de un tipo-ideal. Por el contrario, este aire de familia estaría dado
por coyunturas análogas y por la interconexión sincrónica, asimétrica y
creciente entre élites de diferentes regiones del planeta desde el inicio del
siglo xix. Desde aquel momento, la
nación provee recursos conceptuales tanto para generar nuevas formas de
cohesión política (ya sea por medio del consenso o por medio de la imposición)
como para redefinir la organización social y política del mundo contemporáneo.
Y pudo también servir para consolidar la dominación sobre un territorio, como
en los nacionalismos franceses y británicos, para deshacerse de la dominación
de una potencia colonial, como en las luchas anticoloniales en América, Asia y
África, o para buscar separarse de una unidad política existente creando una
nueva, como en las reivindicaciones independentistas en Europa o Asia.
La virtud
de CI reside en que permite dimensionar la complejidad de estas
dinámicas a escala global. Ciertamente, al reducir las diferencias entre
nacionalismos a variaciones de módulos nacionales, el libro corre el
mismo riesgo que cualquier otra perspectiva difusionista sobre la historia:
olvidar que las diferencias no son accidentales, sino consubstanciales a las
construcciones políticas. No obstante, a pesar de sus contradicciones, los
análisis de Anderson permiten leer entre líneas la nación como un fenómeno
contingente y plural. En este sentido, su libro abre la posibilidad de
comprender la pequeña parte que la idea de nación ocupa en la larga historia de
las comunidades imaginadas.. o
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* Texto desarrollado en el marco del proyecto Fondecyt nº 11191108.
1 Benedict
Anderson, Una vida más allá de las fronteras, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2020 [2016].
2 Para un balance de la historiografía reciente sobre el
nacionalismo, en particular en relación con la historia global, véase Michael
Goebel (coord.), Cemil Aydin et al., “Rethinking Nationalism”, The American Historical Review,
vol. 127, nº 1, 2022. Para una síntesis del lugar de CI en la
historiografía sobre el nacionalismo, Clément Thibaud, “1983:
Benedict Anderson dévoile le fondement fictionnel des nations”, en Cyril
Lemieux (dir.), Pour les sciences sociales. 101 livres, París, Éditions
de l’ehess, 2017.
3 En su
posfacio de 2006, Anderson explica la historia de las traducciones de su libro
que, publicado en más de treinta países y treinta lenguas, lo volvieron uno de
los más citados en las ciencias sociales; véase:<https://blogs.lse.ac.uk/impactofsocialsciences/2016/05/12/what-are-the-most-cited-publications-in-the-social-sciences-according-to-google-scholar/>.
4 Benedict
Anderson, Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión
del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica, 1993, p. 21. A partir
de aquí CI.
5 Para
Anderson las comunidades son imaginadas porque aun si los miembros de una
nación nunca se conocerán, comparten “la imagen de su comunión” (CI, p.
23).
6 Anderson, CI,
cap. 3 (“El origen de la conciencia nacional”), pp. 63-76.
7 Ibid.,
p. 68.
8 Véase, por
ejemplo, Eugen Weber, Peasants into Frenchmen. The Modernization of Rural France, 1870-1914, Stanford, Stanford University Press, 1976, p. 72.
9 Capucine
Boidin, “Textos de la modernidad política en guaraní (1810-1813)”, CORPUS.
Archivos virtuales de la alteridad americana, 2014, vol. 4, nº 2 [en
línea].
10
Elisabeth Kaske, The Politics of Language in Chinese Education, 1895-1919,
Leiden-Boston, Brill, 2008, capítulo 2 (pp. 77-159).
11
Cynthia Brokaw, “On the History of the Book in China”, en C. Brokaw y K.-W.
Chou (eds.), Printing and Book Culture in Late Imperial China, Berkeley,
University of California Press, pp. 3-14.
12 Ge
Zhaoguang, Zhaizi Zhongguo. Chongjian youguan “Zhongguo” de lishi lunshu,
Beijing, Zhonghua shuju, 2011; Nicolas Tackett, The Origins of the
Chinese Nation. Song China and the Forging of an East Asian World Order,
Cambridge, Cambridge University Press, 2017.
13
Véase Prasenjit Duara, Rescuing History from the Nation. Questioning
Narratives of Modern China, Chicago, University of Chicago Press, 1995, pp.
53-54.
14 Anderson, CI,
p. 102.
15 Difusión posible a través de la interacción entre la contingencia o
fatalidad de la historia, el capitalismo y la tecnología (ibid., pp.
71-74).
16 Ibid., p. 72.
17 Ibid., p. 73.
18 Ibid., cap. iv
(“Los pioneros criollos”), pp. 71-101.
19 Véase el
artículo de Fidel Tavárez en este dossier.
20
François-Xavier Guerra, “Forms of Communication, Political Spaces, and Cultural
Identities in the Creation of Spanish American Nations”, en J. Ch. Chasteen y
S. Castro-Klarén (ed.), Beyond Imagined Communities: Reading and Writing the
Nation in Nineteenth-Century Latin America, Washington, Woodrow Wilson
Center Press, 2003; Tulio Halperin Donghi, “Argentine Counterpoint: Rise of the
Nation, Rise of the State”, en ibid.
21 Anderson, CI, pp. 60, 75 y
98. Véase la crítica de Elías Palti a la concepción genealógica de la nación en
Anderson a partir de su comprensión de la temporalidad (La nación como
problema. Los historiadores y la “cuestión nacional”, Buenos Aires, Fondo
de Cultura Económica, 2003, pp. 45-46).
22
Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and
Spread of Nationalism (edición revisada), Londres, Verso, 2006, 209-210.
23
Benedict Anderson, “We Study Empires as we do Dinosaurs: Nations, Nationalism,
and Empire in a Critical Perspective, Interview with Benedict Anderson”
(entrevista realizada por Alexander Semyonov y Sergei Glebov), Ab Imperio,
nº 3, 2003, p. 61.
24 Existe una diversidad de corrientes que se identifican con la historia
global. En este caso nos referimos a un tipo específico de historia global que
les presta particular atención a las conexiones para delimitar la escala
espacial del objeto de estudio. Véase, por ejemplo, el número consagrado a la
historia global e historias conectadas de Revue d’histoire moderne et
contemporaine, suplemento, nº 54, 4bis, 2007.
25 Sebastian
Conrad, What is Global History?, Princeton, Princeton University Press,
2016, pp. 80-81 [trad. esp. de Gonzalo García: Historia global. Una nueva
visión para el mundo actual, Barcelona, Crítica, 2017].
26 Ibid., p. 81; Anderson, CI, p. 21. La crítica a la transferibilidad de los módulos para el análisis del
nacionalismo había sido desarrollada desde los estudios subalternos por Partha
Chatterjee (Nationalist Thought and the Colonial World. A Derivative
Discourse, Londres, Zed Books, 1986, pp. 19-22). A pesar de su crítica, es
evidente la simpatía de Chatterjee con la tesis de que el nacionalismo debe en
gran parte su historia a desarrollos extraeuropeos. Sobre la capacidad
heurística de la idea del nacionalismo modular de Anderson, véase Manu Goswami,
“Rethinking the Modular Nation Form: Toward a Sociohistorical Conception of
Nationalism”, Comparative Studies in Society and History, vol. 44, nº 4,
2002.
27 De hecho,
las reformas “modernistas” en el este asiático no siempre siguieron
directamente la inspiración europea, y a veces ni siquiera buscaron una
inspiración “moderna”. Las reformas de Meiji en Japón son un buen ejemplo.
Anderson ve en estas reformas la llegada del módulo “nacionalismo oficial” al
Japón (CI, pp. 138-139). Sin embargo, cuando el emperador Meiji
reorganizó el consejo de Estado (el Daijô kan) como parte de una reforma
general de centralización del poder político y de supresión de los poderes
“feudales” ligados al shogunato, su inspiración no provenía solo de las
construcciones estatales europeas, sino también del código Taihô de 701, que
estaba basado a su vez en el código “chino” de Tang. Vale la pena recordar que,
a diferencia del Japón, la administración china tenía desde el siglo iii a. C. un grado de centralización
administrativa mucho mayor que el de muchas otras entidades políticas del
mundo, con una administración territorial en dependencia directa de la corona
y, desde el siglo vii, contaba con
un cuerpo de administradores elegidos por concurso. Sobre la “modernidad” de la
China imperial (iii a. C.-1912),
véase Alexander Woodside, Lost Modernities. China, Vietnam, Korea, and the Hazards of World History, Cambridge, Harvard University Press, 2006. Sobre la
inspiración “china” Meiji, véase Oka Yoshitake, Meiji seiji shi, Tokyo,
Iwanami shoten, 2019, vol. 1, pp. 154-155. Sobre las definiciones y usos plurales de nación en China, Wang Fansen,
“Wan Qing de zhengzhi gainian yu ‘Xin shixue’”, en Zhongguo jindai sixiang
yu xueshu de xipu, Taipei, Lianjing, 2003; Marc Matten, “China is the China
of the Chinese: The Concept of Nation and its Impact on Political Thinking in
Modern China”, Oriens Extremus, nº 51, 2012.
28 Fabio
Wasserman, “El concepto de nación y las transformaciones del orden político en
Iberoamérica, 1750-1850”, en J. Fernández Sebastián (dir.), Diccionario
político y social del mundo iberoamericano. La era de las revoluciones,
1750-1850 [Iberconceptos-I], Madrid, Centro de Estudios Políticos y
Constitucionales, 2009.
29 Anderson, CI,
p. 23.
30 Los
primeros constitucionalistas españoles comienzan a fines del siglo xviii a equiparar la monarquía compuesta
a España como nación unitaria, donde estaba integrada América, pero cuya
historia sería exclusivamente europea. Véase José María Portillo Valdés, Revolución
de Nación. Orígenes de la cultura constitucional en España, 1780-1812,
Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2000; y Crisis
Atlántica. Autonomía e independencia en la crisis de la monarquía hispánica,
Madrid, Marcial Pons, 2006.
31 Anderson, CI, p. 25.