Presentación

Vidas y sobrevidas de Comunidades imaginadas

Lila Caimari y Michael Goebel

 

Universidad de San Andrés / conicet Freie Universität Berlin

 

Rastrear la trayectoria de un libro como Comunidades imaginadas, publicado por primera vez en 1983, pronto se vuelve un ejercicio de big data. Ubicado fácilmente entre los cinco libros más exitosos en las ciencias sociales y humanidades del último medio siglo, hasta el momento de su tercera edición en inglés, en 2006, había sido traducido a veintinueve idiomas y publicado en treinta y tres países.1 En verdad, era difícil establecer estas cifras con exactitud, ya que su autor, Benedict Anderson, había encontrado al menos una versión (coreana) “pirateada”.2 Para entonces, la carrera del libro se asemejaba cada vez más a la de su tema, el origen y difusión del naciona-lismo en el mundo moderno, igualmente “pirateado” a través del globo, según el mismo Anderson.

Cual efervescente encuentro de ideas, Comunidades imaginadas contenía en un gran fresco lo que numerosos estudios habían abordado de manera separada.3 La audacia creativa del libro, escrito con pluma culta y enérgica, se desplegaba en una trayectoria de aliento inusualmente amplio, un mapa de por sí desestabilizante en donde los más conocidos casos europeos eran puestos en un mismo cuadro junto a ejemplos latinoamericanos, asiáticos y africanos. Este recorrido se organizaba en torno a un argumento fuerte: en todas partes y con cronologías diversas –se afirmaba– los orígenes de las identidades nacionales eran relativamente recientes, y se vinculaban a la impronta del “capitalismo impreso” o “capitalismo de imprenta” (tales fueron las dos traducciones más frecuentes de la expresión print capitalism, un concepto desarrollado a partir de la lectura de Walter Benjamin). En esta visión, el nacionalismo moderno era el resultado de la intersección explosiva entre un sistema económico y una tecnología de diseminación cultural. Aquí y allá, el capitalismo de imprenta habría producido un nuevo tipo de temporalidad –homogénea, vacía y secular, medida por el reloj y el calendario– particularmente apta para la identificación solidaria transversal, y por ende, para la emergencia de comunidades imaginadas de maneras radicalmente diversas de sus precedentes dinásticos o religiosos.4 Este fenómeno requería de abordajes muy distintos de los que eran habituales para estudiar expresiones políticas como el fascismo y el liberalismo, pues necesitaba de herramientas de la antropología, los estudios literarios, o la historia cultural.

Este gran argumento era luego puesto a trabajar en contextos históricos y geográficos extraordinariamente diversos, en un despliegue que iba de la América hispana en vísperas de sus revoluciones de independencia a la Europa decimonónica y sus nacionalismos populares, de las grandes expansiones imperiales a los movimientos independentistas en Asia y África. En cada escala aparecían temas adicionales, que agregaban densidad a esta visión de la construcción nacional. Gran peso explicativo era acordado a las lenguas vernáculas, un elemento aglutinante muy resaltado en las interpretaciones, incluso sobre factores tan establecidos como la raza. Si el aliento generoso y el amplio espíritu de concepción reservaba a este libro un lugar descollante en discusiones futuras sobre el nacionalismo, no menos decisiva en ese derrotero era la eficacia de su ejecución, pues el hallazgo de expresiones como “comunidad imaginada” o “capitalismo de imprenta” acompañaba muchas comparaciones inspiradas, capaces de desnaturalizar instantáneamente y con pulso humorístico fenómenos familiares al lector.

Con todos sus méritos y originalidades, no es menos evidente que el éxito que le aguardaba a Comunidades imaginadas debía mucho a algunos datos del contexto de publicación, pues momento y lugar de origen eran por demás propicios para su posterior carrera global. Como es sabido, un libro académico escrito en inglés tiene por regla un alcance geográfico más extendido que aquellos nacidos en otros idiomas. Y Gran Bretaña era entonces –y quizás hasta el día de hoy– el epicentro de estudios sobre el nacionalismo. Los programas de seminarios sobre el tema siguen superpoblados de textos publicados allí en los tempranos años ochenta, como lo muestra la presencia, junto con Anderson, de autores como Eric Hobsbawm, Ernest Gellner y Anthony Smith. Los integrantes de este milieu multiplicaban las reverberaciones de sus ideas a través de discusiones públicas entre sí.

También incidían los cambios tectónicos en las humanidades y ciencias sociales ocurridos durante los años ochenta y noventa, que allanaron el camino para ideas de identidad nacional arraigadas en lo cultural, nutriéndose de este libro y retroalimentando sus argumentos. Vale recordar en este punto que Comunidades imaginadas se presentaba como una polémica contra la incapacidad del marxismo estérilmente materialista para comprender un fenómeno como el nacionalismo, habitualmente descartado como mera falsa conciencia. No es difícil percibir allí el eco de discusiones más amplias que orientaban la atención de tantos historiadores (sociales o económicos) hacia variables culturales, manteniendo el compromiso con las bases materiales. En los albores de aquel “giro cultural”, el énfasis simultáneo en el mundo simbólico y las apoyaturas concretas de la lectura como base explicativa de un fenómeno hasta entonces considerado en términos más estrictamente políticos no podía sino encontrar terreno propicio. Por lo demás, el interés en los modos de imaginación impulsados por el capitalismo de imprenta, el lugar estelar acordado a la prensa y a la novela como vehículos, y la plausibilidad emocional que esta explicación prestaba a las naciones, se adaptaban bien al movimiento hacia la literatura por parte de otras disciplinas humanísticas, muy propio también de aquel momento. Particularmente incitante era la atención prestada al papel de las ficciones (literarias, periodísticas, burocráticas) en el perdurable apego de estas identidades, que abriría una verdadera compuerta de análisis y discusiones.5 Muy pronto, Comunidades imaginadas se convirtió en una referencia ineludible no solo para historiadores, soció-logos y politólogos, sino también para quienes eran sensibles a los giros paradigmáticos del momento, que tocaban a la mayoría de los académicos de muchos países.

Mientras este camino iba multiplicando sus zonas de contacto y rendimiento, comenzaban a acumularse síntomas de otro tipo, lecturas que aquí y allá identificaban dimensiones vulnerables –e incluso fallidas– contenidas en la manifiesta grandeza de Comunidades imaginadas. La dispar trayectoria que los años siguientes reservaron a algunos elementos de esta gran visión son un testimonio del interés y también de las objeciones opuestas al despliegue argumental de Anderson. La reacción sería temprana en algunos casos, y se extendería con la segunda edición ampliada y corregida, publicada en 1991 como una especie de relanzamiento de aliento más internacional. Provino de rincones diversos, a menudo movilizada por especialistas en los casos nacionales evocados para ilustrar el argumento general. Tenían una dimensión correctiva previsible: ajustar la interpretación de un ejemplo particular, reclamar mayor atención a contextos específicos, a historiografías regionales, traer contraejemplos que erosionaban el argumento. En algunos pocos casos, esas miradas localizadas en los campos discretos de expertise también podían abrir objeciones más generales al conjunto.

Ya en 1986, Partha Chatterjee formulaba una profunda crítica a la propuesta de Anderson. Su principal argumento era que los nacionalismos del tercer mundo no debían interpretarse únicamente en su “carácter profundamente ‘modular’”, como copias posteriores de modelos establecidos en América y Europa. A su juicio, ese ejercicio no era compatible con la evidencia del contexto bengalí que mejor conocía, y que ponía sobre el tapete las insoslayables particularidades del nacionalismo en contexto colonial.6 Su lectura objetaba también la noción clave de “tiempo homogéneo y vacío”, concepción que consideraba propia de una utopía capitalista, y muy discutible en sus manifestaciones particulares. Esa noción unificadora de la temporalidad era condición explícita del argumento de Comunidades imaginadas, como hemos visto, pues en su interior podían albergarse aquellas afinidades de larga distancia que hacían posibles identidades transversales de gran escala entre personas que no se conocían –el fenómeno de lectura simultánea del mismo diario en puntos alejados entre sí representaba aquí el ejemplo más emblemático–. Dicha visión era una proyección sin bases en la realidad, insistía Chatterjee, pues pasaba por alto no solamente manifestaciones culturales de otro tipo en la génesis del sentido identitario (su ejemplo era el teatro), sino también evidentes asincronías en el marco de las naciones, cuya historia efectiva transcurría en disparidad de temporalidades, y cuyo análisis no podía sino considerarse en tiempos y espacios heterogéneos.7

Por cierto, este diagnóstico refería sobre todo al capítulo vii de Comunidades imaginadas, sobre la “última oleada” de nacionalismos en Asia y en África, soslayando el largo análisis sobre Hispanoamérica, que evidentemente no formaba parte de la definición implícita del “tercer mundo” de Chatterjee. Anderson deploraba la escasa atención de estas lecturas iniciales al escenario latinoamericano: “en muchas de las noticias de Comunidades imaginadas [] este provincianismo eurocéntrico permanece impávido, y [] el decisivo capítulo sobre las Américas como originadoras pasaba casi enteramente inadvertido. Ante esto, el prefacio a la segunda edición enfatizaba su voluntad de incluir en el cuadro los orígenes del nacionalismo del Nuevo Mundo, ya que “había tenido la sensación de que un provincianismo inconsciente había influido y deformado las teorías sobre el tema”.8

Contra esa persistente indiferencia, Anderson redoblaba la apuesta, y renombraba el capítulo hispano-ame-ricano “Pioneros criollos”. Como observa Fidel Tavárez en su contribución a este dossier, esa solución “instantánea” no dejó de tener efecto, aunque no fuese exactamente el buscado. De hecho, se preparaba el terreno para uno de los núcleos de impugnación más severos: luego de pasar desapercibida en los años ochenta, la idea de los “pioneros criollos” generó una avalancha de comentarios de historiadores latinoamericanistas. Y en ese repentino movimiento de atención, concentrado en los años 1990 y tempranos 2000, casi todos se permitían disentir, más o menos estentóreamente. Como el mismo Anderson admitió en varias ocasiones, era “incapaz de leer español en 1983”,9 lo cual derivó en una dependencia excesiva de bibliografía en lengua inglesa, sobre todo de la obra de John Lynch. Este límite debilitaba fatalmente su audaz argumento en relación con el vínculo entre las independencias hispanoamericanas y el temprano despertar de un nacionalismo hispanoamericano. La mayor atención prestada en esta edición a la comparación con el Brasil de algún modo empeoraba el asunto. Pues si el caso brasileño ilustraba una independencia sin mucho nacionalismo, se desprendía mejor que antes que ese ingrediente tampoco era una condición tan necesaria para las independencias hispanoamericanas.

Con la traducción al castellano, en 1993, el argumento fue sometido a la lectura de un grupo mayor de especialistas. Entre los más terminantes estaba José Carlos Chiaramonte, quien acusó a Anderson de ligero descuido en afirmaciones sobre áreas que conocía poco, y sometió a particular escrutinio la concepción (a su juicio insostenible) de un nacionalismo previo a las revoluciones hispanoamericanas de independencia. Tal noción pasaba por alto que la identidad nacional era del todo ajena a los americanos de entonces, y que el nacionalismo “fue mucho más tardío, en la medida en que su aparición es fruto y no causa del proceso de Independencia”.10 Claudio Lomnitz resumiría así las múltiples refutaciones del argumento de los “pioneros criollos”: “la fecha temprana de los movimientos independentistas [] no resultaba tanto de la fuerza de sentimientos nacionalistas en la región como de la decadencia de España en el foro europeo”.11 Este diagnóstico era parte de un análisis de conjunto, que además de cuestionar la explicación de las independencias hispanoamericanas, ofrecía argumentos críticos en relación con otras premisas de Comunidades imaginadas, nacidas del conocimiento del caso mexicano. Así, la preeminencia de la lengua sobre la raza como factor identitario era puesta en duda, como lo era la noción sacrificial del nacionalismo, o incluso el momento de emergencia del “tiempo vacío” en el mundo hispanoamericano, que Lomnitz situaba antes de la crisis del Imperio español. Tampoco parecía evidente a este lector la horizontalidad de una comunidad imaginada forjada en la lectura. La complejidad del fenómeno hacía difícil las generalizaciones, insistía, y cada caso requería de “descripción densa”.12

Este debate, que tanto marcó la trayectoria del libro en nuestra región, es muy diverso del que el libro suscitaba en otras partes del mundo. En su análisis de la perdurable huella de Comunidades imaginadas en los estudios del nacionalismo en el Sudeste Asiático –una región mucho mejor conocida por Anderson: su área de especialidad, su lugar de residencia en repetidas ocasiones, y su foco de compromiso político y personal de largo plazo–,13 John Sidel ha mostrado que lejos de verse refutadas, sus hipótesis centrales se han visto allí consolidadas, y sus intuiciones desarrolladas en mayor detalle por estudios ulteriores sobre los orígenes del nacionalismo y de la prensa regional. Esa huella es diversa en sus énfasis, además. Por caso, la singular atención prestada al vínculo entre capitalismo impreso, aparatos educativos y lenguas vernáculas como origen de la identidad nacional, soslayado en tantos análisis, se ha visto sometida a un examen más pormenorizado. En líneas más generales, el espectro abierto a casos tan diversos y el aliento comparatista del planteo global impulsaron una nueva ola de estudios sobre el lugar del cosmopolitismo en los orígenes del nacionalismo en el Sudeste Asiático.14

Mientras tanto, la cadena de reacciones adversas parecía anunciar el fracaso de Co-munidades imaginadas en las humanidades latinoamericanas, y un curso divergente en relación con su versión inglesa. Si es posible adivinar una influencia más atenuada que la de aquella deslumbrante performance, también es cierto que la mayor parte de esas impugnaciones estaba circunscripta al vapuleado capítulo sobre los pioneros criollos. Acaso por eso mismo, una vez saldada esa discusión, fue evidente que aun cuando Anderson se había equivocado en relación con las independencias latinoamericanas, su argumento mantenía interés para pensar otros problemas, incluyendo la posterior formación de identidades nacionales en la región. Más importante: la voluntad de apertura de una avenida para la discusión amplia sobre el nacionalismo tenía valor por sí misma, y su fuerza expansiva excedía en mucho la validez de las conclusiones parciales de esta operación. Tal era el perspicaz balance de Tulio Halperin Donghi, quien apenas se detenía a considerar el valor de la propuesta sobre las independencias, pero destacaba aun así la productividad de la noción de comunidad imaginada y, sobre todo, la apuesta al comparatismo, cuya validez consideraba del todo independiente de los errores parciales, tan abundantemente desmentidos por los especialistas. “En historia, como en otras disciplinas –observaba– encontrar las preguntas correctas es tan importante como encontrar las respuestas. Y Anderson ha encontrado una manera nueva de formular las preguntas básicas sobre la nación y el nacionalismo”.15

La pervivencia y la geografía de Comunidades imaginadas tienden a confirmar que la vida de este portentoso libro era relativamente independiente de las validaciones parciales. Con razón William Acree observa en este dossier que el libro “ha pervivido más que la mayoría de los libros sobre nacionalismo y los estudios de corte académico en general”. En comparación con otros estudios académicos, es llamativo que la atracción de la obra no parece haber disminuido desde su primera publicación. Es al menos lo que sugiere el Google Ngram de “imagined communities”, herramienta que permite visualizar el porcentual de frecuencia de uso de dicha expresión en el tiempo. A juzgar por este indicador, la evocación aumentó sostenidamente a partir de la segunda edición, en 1991, llegando a su auge en el año 2016. La línea es más despareja en castellano, pero permite observar que la expresión no adquirió difusión masiva hasta bien entrados los 2000, y su pico (más bajo que el de la versión inglesa) data asimismo de 2016.16 Algo similar sucedería con otras traduc-ciones, de las cuales hasta el momento de la segunda edición había solo tres, al japonés, al alemán y al serbocroata. Esta última sin duda se ensamblaba con el auge del interés académico y público despertado por la disolución violenta de Yugoeslavia y la fragmentación de la Unión Soviética que conllevaron una nueva ola de fundaciones de Estados nacionales. El propio Anderson vislumbró este evidente motivo para el éxito del libro cuando escribió en el prefacio a la segunda edición:

habiendo seguido las explosiones nacionalistas que destruyeron los vastos reinos políglotas y poliétnicos que fueron gobernados desde Viena, Londres, Constantinopla, París y Madrid, no pude ver que la fila continuaba al menos hasta Moscú. Resulta una consolación melancólica observar que la historia parece estar confirmando la ‘lógica’ de Comunidades imaginadas mejor que su propio autor.17

La invasión rusa en Ucrania en febrero de 2022 ha renovado esta confirma-ción, si aún hacía falta.

Con todo, la larga curva del uso de la expresión que da título al libro durante más de tres décadas –desde los años noventa hasta al menos 2016– desmiente que su éxito haya sido función de constelacio-nes geopolíticas momentáneas o de la economía global de la atención periodística. El ritmo no parece responder ni a confirmaciones específicas del poder del imaginario nacionalista ni a confrontaciones bélicas en particular: va simplemente aumen-tando, para alcanzar una especie de altiplano alrededor del 2005. En un simposio sobre Comunidades imaginadas en 2016, John Breuilly contó 64.000 citas en Google Scholar.18 Pero entre esa fecha y febrero de 2023 encontramos otras 31.000. El significado de estas cifras es incierto, sin duda, y bien podría ser testimonio de un uso crecientemente superfi-cial del libro en el que la contracara de su éxito sería el vaciamiento de su significado –máxime si observamos que el aumento absoluto de los últimos años no se refleja en el uso porcentual registrado por el Ngram, y que probablemente se explica o por el aumento de publicaciones académicas en general, o por la ampliación de cobertura de Google Scholar–. Aun así, es claro que la difusión del libro estuvo lejos de disminuir con el tiempo.

Si todo indica que la vigencia de Comunidades imaginadas se mantuvo mucho más allá de su recepción inicial y de los vaivenes de la política internacional, ¿qué tipo de lecturas admitió una vez sedimentadas las discusiones iniciales, a medida que esa permanencia le permitía pasar del estatus de best seller al de “clásico”? No faltan, por cierto, elementos que autorizan este término en los sentidos más consagrados: el libro que no solamente se mantiene presente sino que carga con las lecturas previas suscitando a la vez otras nuevas; el que tiene capacidad de generar en cada ciclo “un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima”; el “que nunca termina de decir lo que quiere decir”; el que creemos conocer de oídas “y tanto más nuevos, inesperados, inéditos nos resultan al leerlos de verdad”.19 Con la perspectiva que aportan cuatro décadas de distancia en relación con la edición inicial, este dossier se apoya en la evidencia del diálogo de Comunidades imaginadas con obras concebidas más tarde, y con lectores distantes de los climas que marcaron tanto su génesis como su recepción inicial. Los ensayos que siguen podrían encuadrarse, así, en una lectura “de segunda generación”, con las marcas y el espectro de diálogos de otro tiempo.

Esa colocación permite, por ejemplo, volver sobre aquellas críticas, incorporadas hoy al utillaje de lectura y a la vez factibles de devenir ellas mismas objeto de análisis sobre los contextos de recepción de la propuesta de Anderson. Tal es el ejercicio de Fidel Tavárez en su contribución sobre la reacción de historiadores latinoamericanistas al capítulo dedicado a los “pioneros criollos”. Además de sintetizar los argumentos de esa crítica, tal reacción queda situada en el marco de un giro decisivo en los paradigmas historiográficos en torno al origen de las revoluciones de independencia, que permite comprender mejor lo que se jugaba en esta discusión.

La lectura a cuatro décadas de distancia también pone de relieve las zonas de contacto que Comunidades imaginadas ha mantenido con campos de estudio desarrollados después de su publicación. Y ninguna de estas “afinidades anticipadas” es más evidente que la que emparenta a esta obra con la historia global, entre otros motivos, porque pronto fue evidente que el capitalismo de imprenta bien podía ser concebido como la base material de lazos de solidaridad otros que el nacionalismo. El mismo Anderson se adelantó a plantear el potencial de esta deriva, en verdad. En Bajo tres banderas (2005), volvía sobre su énfasis en el vínculo entre las formas de la circulación cultural e informativa y las identidades colectivas, para iluminar los efectos de esta posibilidad en el desarrollo del anarquismo finisecular, asentado en redes políglotas internacionales y cosmopolitas, muy por fuera de los marcos nacionales (y en contra de ellos).20 El nacionalismo –decía en una adenda a la tercera edición de Comunidades imaginadas– existía en “matrimonio indivorciable” con el internacionalismo.21 No sorprende, entonces, que la obra se integrara en el campo emergente de la historia global mucho más que otros estudios del nacionalismo. Si no llegó a ser una referencia canónica en este ámbito, es porque desde los años 90 el tema del nacionalismo estaba siendo desplazado por las recurrentes demandas de “ir más allá” de las naciones y el Estado-nación.22 Pero incluso en este marco adverso al objeto principal del libro, esa presencia se reveló singularmente resistente a tal marginalización.

Tributarios de las perspectivas de la historia global que tanto han iluminado los modos de circulación de los imaginarios nacionales, Gabriel Entin y Pablo Blitstein proponen tres hipótesis de lectura que dan cuenta de la vigencia de Comunidades imaginadas, poniendo la obra en diálogo con corrientes historiográficas posteriores –los estudios poscoloniales, los estudios subalternos y la historia conectada, entre otros–. Con esta lente, revisan la problemática relación entre capitalismo de imprenta y nacionalismo, y la noción de nacionalismo “modular” como principio de difusión del fenómeno. A cuarenta años del origen, su evaluación crítica de estos argumentos confirma lo que el mejor conocimiento de casos específicos distribuidos en un espectro muy amplio –China y América Latina son sus escenarios– permite seguir corrigiendo de aquel modelo, un ejercicio que a la vez ilustra lo que los más refinados estudios recientes de circulación de ideas aún comparten con la visión de Anderson.

En otras zonas asociadas al gran cauce de la historia global, algunas intuiciones formuladas en Comunidades imaginadas han sido objeto de estudios pormenorizados y específicos. Una dimensión que ha mantenido particular vigencia remite al peso atribuido a la prensa –apuesta enfatizada y expandida en Bajo tres banderas– que permitía vaticinar un derrotero ulterior en la historia cultural de las comunicaciones. Así fue. En la introducción a su libro sobre el sistema informativo francés en Argelia (2019), por ejemplo, Arthur Asseraf retomaba naturalmente el diálogo con lo que ya era un clásico, haciendo foco en el peso atribuido a los medios de comunicación –el diario en particular, y su capacidad para crear identidades y experiencias del tiempo–, para someterlo al test de un estudio más matizado de la circulación y las apropiaciones de la información en situación colonial.23 En su contribución a este dossier, Asseraf retoma aquellas hipótesis sobre el vínculo entre información, comunicación e identidad, a la luz de los considerables avances de este campo. Su propuesta invoca nociones más precisas y diferenciadas de audiencia, distinciones entre efectos posibles según medios diferentes, y comunidades solidarias de tenor diverso, entre otros ejercicios de ajuste y refinamiento.

Una relectura más actual aún de la hipótesis del vínculo entre capitalismo de imprenta e identidad solidaria permite a Aviel Roshwald pensar los efectos de las tecnologías de la comunicación en plazos más largos. Nacida de preocupaciones y debates aún en curso sobre el efecto de las redes sociales en las subjetividades, su comparación pone de relieve lo que en retrospectiva aparece como un sesgo fundamentalmente optimista subyacente a aquella visión. Pues si Anderson encontraba que el vínculo identitario nacido de la práctica de la lectura entre personas distantes podía ser lo suficientemente fuerte y perdurable para construir una nación, es porque creía que ese efecto subjetivo podía sostenerse por encima de las mil contradicciones que deparaba la vida cotidiana. Esa expectativa, argumenta Roshwald, resulta insostenible en la era de la frustración, el fracaso económico, y la consecuente disyunción violenta entre la vida en línea y la vida real. Por el contrario: todo sugeriría que las intensas identidades allí cultivadas operan erosionando los grades marcos de pertenencia nacionales, vinculados a operaciones simbólicas propias del siglo xix.

El sedimento de vertientes tributarias de la historia global también permite ver con claridad otro rasgo fundamental en la génesis de Comunidades imaginadas que fuera soslayado en su momento, a saber: el explícito encuadre de la intervención de Anderson en el marco de las guerras poscoloniales del Sudeste Asiático. Es Martín Bergel quien explora esta dimensión, inspirado en la (mucho más reciente) historia del Tercer Mundo y el tercermundismo. Ese proyecto “global, ubicuo e hiperconectado” no podía sino ejercer su influencia sobre la figura de Anderson, se argumenta, formado en las instituciones británicas de élite en época de derrumbe del imperio, y conocedor de primera mano de ese mundo hoy desaparecido.

La capacidad de supervivencia de Comunidades imaginadas a las impugnaciones y grandes cambios de la historiografía es el tema de William Acree, quien atribuye un peso sustantivo a la detección de la base emocional del nacionalismo, y la relación de esa carga con las narrativas identitarias a lo largo del tiempo. Su análisis, que denota una sensibilidad muy actual en torno al lugar de las narrativas y de la emoción como elementos explicativos de la historia, extiende la pregunta al lugar de esta obra en una cultura estudiantil que ha cambiado mucho en las últimas décadas. Su punto de observación es, justamente, el aula de clase, y la variación de las reacciones de los jóvenes lectores a las incitaciones de la noción misma de comunidad imaginada.

Vigencia de largo plazo y resistencia a la crítica son atributos de Comunidades imaginadas que también interesan a Víctor Goldgel Carballo. Para dar cuenta de ellos, atiende a los mecanismos expositivos desplegados a lo largo de una obra de semejante aliento. Su análisis llama la atención sobre el recurso andersoniano al paréntesis, entendido tanto como una opción utilizada en la construcción de su narrativa, como un método más amplio de selección de elementos argumentales. Abordado en niveles diferentes, el paréntesis es identificado como una clave que ha permitido salvar la propuesta más allá del efecto olímpico de sus grandes afirmaciones, permitiéndole absorber las críticas recibidas a lo largo del camino. Para ilustrar esta capacidad, Goldgel Carballo retoma el gran argumento sobre prensa e identidad nacional a propósito del caso de Ambrosio Echemendía, un cubano esclavizado autor de poemas nacionalistas publicados en la prensa de la isla.

De la crítica historiográfica inscripta en campos específicos al ejercicio en tiempo presente; de la relectura inspirada en las corrientes actuales de la disciplina al examen de los recursos narrativos que guardan el secreto de su longevidad: la diversidad de reacciones que suscita Comunidades imaginadas a cuarenta años de su publicación puede ser pensada tanto con relación a sus vulnerabilidades como a su diálogo vital con corrientes profundas de la historiografía que la sucedió. Quizás la combinación no sea tan paradójica, en verdad. Los libros que dejan marca no son por fuerza los más perfectos. A menudo son aquellos que irradian una visión clara, y guardan en su bagaje suficientes elementos para hacer un viaje largo. Libros cuya eficacia inspira otros libros, porque despiertan impugnaciones, o porque en su paso vertiginoso también han plantado intuiciones que valen exploración. El falible Comunidades imaginadas estaba dotado de la audacia generosa que mueve la rueda. o

Bibliografía citada

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1 Benedict Anderson, Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism, tercera edición, Londres, Verso, 2006, p. 207. La primera versión en castellano data de 1993: Comunidades imaginadas. Reflexiones sobre el origen y la difusión del nacionalismo, México, Fondo de Cultura Económica.

 

2 Anderson, Imagined communities, p. 213.

 

3 Manu Goswami, “Benedict Anderson, Imagined Communities (1983)”, Public Culture, vol. 32, nº 2, 2020, p. 442.

 

4 La condensación de este argumento en Anderson, Imagined Communities, cap. ii.

 

5 Sobre las implicancias del planteo de Comunidades imaginadas para el análisis de la ficción literaria, y de la novela en particular: Jonathan Culler, “Anderson and the Novel”, y Andrew Parker, “Bogeyman: Benedict Anderson’s ‘Derivative’ Discourse”, ambos incluidos en el dossier “Grounds of Comparison: Around the Work of Benedict Anderson”, Diacritics, vol. 29, nº 4, 1999; Joep Leerssen, “Community and Imagination: Anderson and Literary Studies”, en John Breuilly (ed.), “Benedict Anderson’s Imagined Communities: A Symposium”, Nations and Nationalism, vol. 22, nº 4, 2016.

 

6 Partha Chatterjee, Nationalist Thought and the Colonial World: A Derivative Discourse?, Tokio, Zed Books, 1986, p. 21. Una versión en castellano de estos argumentos en Partha Chatterjee, La nación en tiempo heterogéneo y otros estudios subalternos, Buenos Aires, Siglo XXI, 2008; especialmente “La nación en tiempo heterogéneo”, “Comunidad imaginada: ¿por quién?” y “La utopía de Anderson”.

 

7 Chatterjee, La nación en tiempo heterogéneo, p. 62.

 

8 Anderson, Comunidades imaginadas, pp. 13-14.

 

9 Ibid., p. 13.

 

10 José Carlos Chiaramonte, “Acerca de Comunidades imaginadas de Benedict Anderson”, en J. C. Chiaramonte, Nación y Estado en Iberoamérica. El lenguaje político en tiempos de las independencias, Buenos Aires, Sudamericana, 2004, p. 164.

 

11 Claudio Lomnitz, “Nationalism as a Practical System: Benedict Anderson’s Theory of Nationalism from the Vantage Point of Spanish America”, en M. A. Centeno y F. López-Alves (eds.), The Other Mirror: Grand Theory Through the Lens of Latin America, Princeton, Princeton University Press, 2001, p. 348.

 

12 Ibid., pp. 351-353.

 

13 Benedict Anderson, Una vida más allá de las fronteras, Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 2020 [2016].

 

14 John T. Sidel, “Axial Twist: The Impact of Imagined Communities on the study of nationalism in Southeast Asia”, en Breuilly (ed.), “Benedict Anderson’s Imagined Communities”.

 

15 Tulio Halperin Donghi, “Argentine Counterpoint: Rise of the Nation, Rise of the State”, en S. Castro Klarén y J. Ch. Chasteen (eds.), Beyond Imagined Communities. Reading and Writing the Nation in Nineteenth-Century Latin-America, Washington-Baltimore, W. Wilson Center-Johns Hopkins University Press, 2004, p. 33.

 

16 Véase <https://books.google.com/ngrams/graph?content=imagined+communities&year_start=1980&year_end=2019&corpus=en-2019&smoothing=0>.

 

17 Anderson, Comunidades imaginadas, p. 11.

 

18 Breuilly, “Benedict Anderson’s Imagined Communities”, p. 2.

 

19 Italo Calvino, Por qué leer los clásicos, México, Tusquets, 1992, pp. 7-14.

 

20 Benedict Anderson, Bajo tres banderas. Anarquismo e imaginación anticolonial, Madrid, Akal, 2008 [2005].

 

21 Anderson, Imagined Communities (tercera edición, 2006), p. 207.

 

22 Axel Körner, “Beyond Nation States: New Perspectives on the Habsburg Empire”, European History Quarterly, vol. 48, nº 3, 2018.

 

23 Arthur Asseraf, Electric News in Colonial Algeria, Oxford, Oxford University Press, 2019, pp. 7-9.