La Historia y nuestro presente: de la nación a la tribu**


Hilda Sabato

conicet / pehesa – Instituto Ravignani – Universidad de Buenos Aires

El pasado –piensa Nula–, la más inaccesible y remota de las galaxias extinguidas que se empeña en seguir mandándonos, engañoso, su resplandor fosilizado”.

Juan José Saer, La grande, 2005.


Viajar a esa galaxia es el sueño del historiador –o al menos de esta historiadora–, que sin embargo solo logra acercarse imaginariamente a ella siguiendo ese “resplandor fosilizado” que llega a través del tiempo. Y lo hace sin poder arrancarse de su anclaje en el presente, que lo retiene con sus cadenas, pero a la vez lo tienta a mirar hacia atrás, lo provoca con sus preguntas que remiten al pasado, donde presumiblemente podrían descubrirse las claves de lo que le toca vivir. Fue esa ilusión, la de entender el presente de la Argentina, la que me impulsó hacia la Historia. Cincuenta años más tarde todavía no lo he logrado… en realidad, ya hace mucho tiempo me di cuenta de que no lo lograría jamás. Descubrí, en cambio, que internarse en el pasado constituye una aventura apasionante, y que hacerlo por la vía de la Historia, esa ciencia que es a la vez oficio y arte, me abría la posibilidad de explorar, desde mi lugar presente, mundos que me son ajenos, para tratar de recuperar, dar sentido e interpretar esa alteridad.

Claro que el pasado no desvela solo a los historiadores sino que, desde diferentes lugares, se recurre a él como cantera para construir relatos, legitimar acciones, fundar genealogías, forjar identidades. Nos distingue, sin embargo, una manera particular de relación con ese pasado, que supone una aspiración de conocimiento a partir de un conjunto de presupuestos, reglas y herramientas cognitivas específicas que definen la Historia como saber. Aunque cambiante e inestable, ese conjunto pauta el trabajo de los historiadores, establece los alcances y los límites de una disciplina que sin embargo parece empujarnos todo el tiempo a desbordarlos, atravesada como está por tensiones, controversias y disputas diversas. Sobre todo, la Historia plantea un problema para el que ha ofrecido diferentes soluciones, siempre tentativas, inestables, cuestionadas: me refiero a las formas de entender la relación entre el pasado al que buscamos dar sentido y el presente desde donde encaramos esa operación de conocimiento, relación que remite a su propia razón de ser.

En lo que sigue, quisiera compartir algunas reflexiones sobre esta cuestión, que no tienen la pretensión de incursionar en la filosofía de la historia –muy alejada de mis posibilidades– sino apenas la de hilvanar algunas observaciones a partir de mi propia experiencia. Esta ocasión, para mí tan especial, me movió a revisar los cambios que se han ido dando a lo largo de las últimas cuatro décadas –que son las centrales de mi propia trayectoria– en las formas privilegiadas de entender la dupla pasado-presente en la práctica de la Historia así como de su relación con las nuevas tendencias de la historiografía. Fueron y siguen siendo tiempos agitados, pues la disciplina ha experimentado cambios importantes en ese terreno a la vez que ha atravesado crisis epistemológicas que han sacudido a la profesión en todas partes, incluyendo la Argentina.

La tormenta de los 80

Como otras áreas del conocimiento, en su largo camino la Historia se rigió por diferentes paradigmas epistemológicos. Su consagración profesional tuvo lugar en el siglo xix, cuando se sistematizaron las reglas de lo que se consideraba una historia científica. El estudio del pasado humano se ajustó desde entonces a las convenciones que la propia comunidad profesional fue creando y modificando para distinguirla de aproximaciones al pasado hechas desde la literatura, la política o el periodismo, entre otras.

A lo largo del siglo xx la disciplina experimentó importantes cambios, el último de los cuales se inició en la década de 1980, cuando una profunda crisis sacudió las formas vigentes desde hacía varias décadas. En consonancia con transformaciones culturales más amplias, se inauguró entonces la crítica a los llamados grandes relatos sobre el progreso humano, que postulaban un avance inevitable de la humanidad que, según diferentes versiones, llevaba necesariamente hacia la modernización, el desarrollo o la expansión de las fuerzas productivas. La puesta en cuestión de ese presupuesto fuerte para las disciplinas sociales, incluida la Historia, incidió de manera directa en sus prácticas.

Otro núcleo de cuestionamiento se dio en torno al estructuralismo y a las nociones de sujeto, totalidad y determinación social, que habían marcado la disciplina en su proceso de renovación anterior, en las décadas centrales del siglo xx. Por entonces, frente a los tradicionales enfoques de historia institucional y política, se afirmaron nuevas perspectivas que apuntaron a desentrañar los mecanismos profundos de funcionamiento social, radicados en la dimensión material de la vida humana: solo a partir de esas estructuras podía explicarse el devenir de cada sociedad. La Historia se identificó entonces con las ciencias sociales; y en ese marco, en las décadas de 1960 y 1970, la Historia social pasó a ocupar un lugar privilegiado como área innovadora por excelencia, desde la cual parecía posible descifrar las claves de la sociedad en su conjunto. Mi formación inicial transcurrió precisamente por esos carriles, que a partir de los 80 comenzarían a ser cuestionados de manera radical.

Un tercer terreno de turbulencia se dio en torno a la noción de tiempo, tan central para los historiadores. En ese plano, hubo un quiebre en las concepciones más lineales de la temporalidad, que postulaban una continuidad sin fisuras entre pasado, presente y futuro. Al estudiar el pasado, los historiadores aparecían, desde el presente, como mediadores con el futuro. Esta colocación fue particularmente importante en los procesos de construcción y legitimación de los Estados-nación, en la medida en que la Historia les ofrecía articulaciones hacia atrás que confirmaban su camino hacia adelante. Durante los siglos xix y xx, la disciplina alcanzó con ello un lugar de privilegio, pues desempeñó un papel clave en la invención de mitos e identidades nacionales. Ese papel se había desdibujado parcialmente hacia la segunda posguerra, pero la Historia siguió influyendo en la constitución de identidades colectivas, ya no solo nacionales sino también de clase. El quiebre de la concepción continua del tiempo resultó, en cambio, decisivo para desplazarla de ese lugar, que en los años siguientes quedó en manos del campo de la memoria social.

Todos estos cambios contribuyeron a poner en crisis las formas de concebir y escribir la Historia que habían mantenido su hegemonía durante varias décadas, y dieron paso a revisiones radicales sobre la naturaleza de la producción historiográfica y las características del conocimiento histórico, así como a un período de controversias y ensayos en diferentes direcciones. Por entonces, la Historia terminó de desgajarse del papel central que había ocupado en la formación y legitimación de las naciones, así como de su pretensión de explicar globalmente el mundo. Se abrieron intensos debates acerca de las relaciones entre Historia y memoria, en los que los cultores de la primera insistían en separar los campos, en distinguir las operaciones de conocimiento histórico de las que respondían a los mandatos de la construcción de memorias. De esta manera, desprendida de sus imperativos teleológicos y de sus obligaciones identitarias, la Historia ganaba autonomía.

El peso del presente

La historiografía argentina no fue ajena a estas tendencias, aunque tuvo sus propias derivas y ritmos. Fue un período de gran expansión al calor de la recuperación de la democracia y de la recomposición de las instituciones de investigación y enseñanza, que abrió espacios para la formación de un campo profesional vigoroso e innovador. En el plano personal, ese fue el momento de mi iniciación como historiadora y marcó profundamente mi labor futura.

En sintonía con lo que ocurrió en otras latitudes, el clima posestructuralista de las décadas del 80 y 90 impulsó a los historiadores locales a revisar los fundamentos de su quehacer. Al mismo tiempo, nos llevó a explorar con nuevas preguntas la llamada “historia nacional”, trabajando a contrapelo de esa fórmula en la interrogación crítica y la deconstrucción de mitos y memorias. En particular, hubo una importante producción destinada a desmontar las visiones canónicas de la nación y a revisar las interpretaciones de la formación de la Argentina. Esa vocación cuestionadora llevó a privilegiar ciertos períodos sobre otros y el largo siglo xix –período tardocolonial a 1930– cobró centralidad en la agenda. Como resultado de ese movimiento, poco quedó en pie de la imagen previa del siglo xix como un período de transiciones lineales y progresivas de la sociedad, la economía y las instituciones coloniales del Antiguo Régimen a las del Estado-nación, el capitalismo, la modernidad y la democracia. Se fueron construyendo, en cambio, interpretaciones alternativas que desarmaron esas totalidades y que, sobre todo, implicaron quiebres en las concepciones que suponían una continuidad del tiempo histórico y permitían ir hacia atrás para rastrear procesos que llegaban al presente y se proyectaban al futuro.

Se produjo así un cambio en la relación que los historiadores establecíamos entre pasado y presente, que se distingue de lo que había antes y de lo que vino después. Ese quiebre llevó eventualmente, como ha planteado el filósofo de la Historia Chris Lorenz, a la disolución total de las coordenadas temporales dentro de las cuales tradicionalmente había transitado la Historia, y abrió un campo de controversias que continúa hasta hoy.1 Pero en sus inicios, en el terreno más prosaico de la práctica historiográfica, ese quiebre tuvo efectos muy pragmáticos, al menos en la Argentina. Los historiadores pusimos el foco en la necesidad de mediatizar el vínculo entre pasado y presente para evitar que la operación de conocimiento (la investigación histórica) se subordinara sin mediaciones a los mandatos previos del investigador. No se trató de una propuesta original para un problema que desvela a los cultores de la Historia desde siempre, sino de la activación de una convicción que, con distintas formulaciones, ha formado parte de tradiciones seculares de la historiografía. Si el presente inspira las pasiones y pulsiones del historiador y por lo tanto sus preguntas, se trataba de evitar que ellas impusieran a priori las respuestas. Suena muy sencillo, pero no lo es, y la discusión sobre lo que se ha dado en llamar “presentismo” tiene sin duda muchas aristas y ha inspirado innumerables reflexiones, que se potenciaron en los últimos años, como veremos más adelante. Entre las exigencias de una Historia que se pretende “objetiva” y desenraizada del presente y las posturas que subordinan el pasado enteramente a sus mandatos se abre una diversidad de caminos posibles para los historiadores.

En la Argentina de finales del siglo xx, la reformulación de la relación entre pasado y presente que acabo de mencionar se desmarcó de las versiones historicistas tradicionales y de los supuestos positivistas de una objetividad deseable, para postular en cambio la posibilidad de explorar esa galaxia que evocaba Saer, una operación de conocimiento moldeada por las percepciones y los sesgos del historiador, pero que aspira a cierto grado de autonomía.2 Con el punto de partida y de llegada del presente, el historiador interroga desde su propio lugar y recurre a restos e indicios de un pasado presupuesto siguiendo los protocolos de la disciplina que, aunque fluidos y disputados, lo orientan en el proceso de conocimiento. En palabras de Eric Hobsbawm, ese grande de la historiografía del siglo xx: “La profesión del historiador es inevitablemente política e ideológica, aunque lo que un historiador dice o puede no decir depende estrictamente de reglas y convenciones que requieren pruebas y argumentos…”.3

Formulaciones como esta constituían parte del credo historiográfico de las últimas décadas del siglo xx, que abogaba por el ejercicio de un control epistemológico crítico sobre las orientaciones del historiador, que le permitiera interpelar al pasado en sus propios términos, descubrir y dar cuenta de lo que tiene de diferente, de verdaderamente “otro”. Se trataba de contribuir a la construcción de un saber específico, diferente del generado desde otros espacios de intervención sobre el pasado.



La historia en la era identitaria

Pero la historiografía no se queda quieta y el nuevo siglo trajo novedades en las formas de hacer Historia, también en nuestro rincón del mundo. La disciplina sigue creciendo en todas partes, con una amplitud que hace difícil sistematizar su rumbo. La tormenta de los años 80 ha pasado, pero la revolución epistemológica que horadó varios de los pilares sobre los que se erguía la producción anterior no derivó en la imposición de alguna nueva ortodoxia. Una mirada rápida sobre la situación actual del campo muestra segmentación de las miradas, diversidad de temas y enfoques, multiplicidad de lenguajes y estrategias de investigación, aquí y en todas partes. El repertorio de temáticas de indagación experimentó un verdadero estallido y hoy no hay ámbito del quehacer humano que quede descartado de la agenda del historiador. En suma, parece haberse llegado a un consenso inestable de convivencia historiográfica e institucional entre diversas ramas específicas, orientaciones teóricas e inclinaciones temáticas, en un marco general común y compartido.

Sin embargo, esa situación no conforma a todos los cultores de la disciplina y se han hecho varios intentos por definir nuevos territorios historiográficos privilegiados, giros epistemológicos que buscaron replicar el impacto que en su momento tuvo el giro lingüístico pero que no alcanzan la radicalidad de aquel. Quizás el más conocido y exitoso de esos esfuerzos sea el que se resume bajo la etiqueta de “historia global”. No hay una definición precisa del término, que se utiliza genéricamente para hacer referencia a un conjunto de aproximaciones diferentes al pasado –historia mundial, transnacional, croisée, entre otras– pero que tienen un denominador común: la crítica a las historias nacionales, que focalizan su mirada dentro de las fronteras de cada país o de otros espacios sociopolíticos específicos, como imperios o ciudades-Estado. Estamos, pues, ante una manera interrogar el pasado que aspira a ampliar los marcos y escalas espaciales y temporales de referencia y ha contribuido a renovar temas y perspectivas. Al mismo tiempo, no ha planteado desafíos epistemológicos fuertes a las orientaciones que fueron surgiendo de la ola posestructuralista y más bien puede pensarse como una manifestación más de su vigencia.

En cambio, en contrapunto con estas perspectivas que apuestan a lo global, ha ido ganando espacios una tendencia que apunta en otra dirección –casi opuesta–: la de contribuir a la construcción y afirmación de identidades particulares. La impugnación de la figura de un sujeto privilegiado portador de la historia universal, que caracterizó la historiografía finisecular, abrió el camino para la diversificación de sujetos protagonistas de distintas historias dignas de ser contadas. Desde entonces, surgió un creciente interés por la identificación y el estudio de sujetos colectivos que habían permanecido al margen del mainstream historiográfico o habían quedado subsumidos en las categorías más amplias de nación y clase. De allí la irrupción y multiplicación de trabajos sobre historias de mujeres, pueblos indígenas, afrodescendientes, grupos étnicos y comunidades de inmigrantes, colectivos de género, y sectores subalternos diversos.

Esta tendencia está generando un vasto corpus de investigaciones que buscan iluminar zonas hasta ahora muy poco transitadas del pasado. En la producción reciente es notable la cantidad de tesis, artículos y libros que se orientan en esa dirección, con enfoques sobre lo social que incorporan de manera predominante la dimensión cultural. Esa transformación está en sintonía con un fenómeno político e ideológico contemporáneo, el de las políticas identitarias. En ese marco, y a diferencia de la historia global, plantea desafíos fuertes a las formas hasta hace poco predominantes de hacer Historia. En primer lugar, esta parece retomar la función identitaria que la había caracterizado en la era de las naciones, ahora para operar en el terreno de la construcción de identidades de grupos sociales específicos. Esta función implica, en segundo lugar, una reformulación de la relación entre pasado y presente, un presente cuyos mandatos políticos e ideológicos adquieren creciente peso en las operaciones de conocimiento.

Voy a ir por partes. Empiezo por una breve referencia a las políticas identitarias que se despliegan en muchas de nuestras sociedades contemporáneas. Se trata de un concepto fluido, inestable y en discusión, que refiere directamente a la cuestión de la identidad. En un ensayo reciente, que tituló elocuentemente Faut-il universaliser l’histoire? Entre dérives nationalistes et identitaires, el historiador indio Sanjay Subrahmanyam señala que el término se expandió ampliamente a partir de los años 90 cuando “para grupos particulares en el interior de un sistema político y social, la identidad devino sobre todo una manera de afirmarse en cuanto colectividad…”.4 La enciclopedia filosófica de Stanford, por su parte, nos dice: “La frase ‘política identitaria’ refiere a una amplia gama de actividades y teorizaciones políticas fundadas en la experiencia compartida de injusticia por miembros de ciertos grupos sociales […] apuntan a asegurar las libertades […] de colectivos específicos marginalizados…”.5

El lugar central que ocupa esta problemática en la agenda política contemporánea ha tenido un impacto muy decisivo en el campo del conocimiento, sobre todo en las áreas relacionadas con las ciencias sociales y las humanidades. El caso que nos ocupa, el de la Historia como disciplina y campo de saber, no ha sido ajeno a este clima de ideas y es esperable que así sea, en la medida en que el presente inspira y alimenta los interrogantes de los historiadores. Al mismo tiempo, la fuerte carga político-ideológica del tema ha incidido para infundir una empatía explícita con los sujetos colectivos en estudio. Ya a principios de este siglo, el historiador mexicano Mauricio Tenorio advertía con ironía: “Un fantasma recorre el mundo intelectual y académico […]: la identidad […] Ser crítico, activista o profesor es salvar, descubrir, inventar, reinventar, proteger, escribir, describir o apoyar una o varias identidades, buenas, justas, auténticas y nobles…”.6 Claro que esta identificación ha contribuido a dinamizar la investigación, generando resultados muy originales. Pero también tiene sus riesgos: cuando la empatía deviene identificación lisa y llana, y se acompaña por el imperativo de reivindicación política, social o cultural, suele inducir a una naturalización de los actores y a esencializar sus identidades, obturando así la posibilidad de interrogación crítica de los procesos en estudio.

En todo caso, y más allá de esos riesgos, la Historia aparece cumpliendo una vez más un rol central en la construcción de memorias e identidades, ya no de la nación o la clase sino de los distintos colectivos ahora en foco. Esa función, que le otorga presencia en las disputas contemporáneas y le devuelve parte de la relevancia social que había alcanzado en la era de las naciones, coarta su autonomía como campo de saber, limita sus posibilidades de encarar operaciones de conocimiento que se desmarquen de las luchas presentes.

El giro presentista

Pero ¿por qué no? ¿Por qué no escribir la Historia explícitamente en función del presente? Una pregunta que hoy muchos se contestan por la afirmativa y que nos lleva otra vez a la relación entre pasado y presente en esta nueva curva de la historiografía, no solamente en la Argentina. Esta cuestión ha activado un concepto un tanto trillado pero que ha adquirido nueva vigencia en los debates recientes, el “presentismo”, término que refiere precisamente al lugar del presente en la labor del historiador. Por cierto que el tema es muy viejo y la Historia ha respondido de muy diferentes formas a la pregunta que encierra, desatando, en estas primeras décadas del siglo xxi, controversias apasionadas que oponen diferentes posiciones en ese sentido. La discusión es todo menos sencilla, pero para ponerla en términos muy esquemáticos diría que estamos frente a una revalorización del compromiso del historiador con su realidad presente que ha llevado a cuestionar el distanciamiento crítico fuerte que sostenían las corrientes predominantes en las décadas anteriores.

Antes de pasar a la escena local, voy a referirme a la polémica en términos más generales con un ejemplo. En mayo de 2002, Lynn Hunt, prestigiosa historiadora de la Revolución francesa que era entonces la presidenta de la institución rectora de la disciplina en los Estados Unidos, la American Historical Association, publicó una nota en Perspectives, la revista para sus miembros, titulada “Against Presentism”. Allí manifestaba su preocupación por lo que veía como una propensión renovada a “interpretar el pasado en términos presentistas” y llamaba a recordar “las virtudes de mantener una tensión fructífera entre las preocupaciones actuales y el respeto por el pasado…[como] ingredientes esenciales para la buena Historia”.7 En su momento, esta nota no despertó demasiadas reacciones, y debió esperar casi veinte años para volver al candelero. En esta nueva etapa, hace un par de meses, el actual presidente de la Association, James Sweet, especialista en historia del África y de la esclavitud, retomó la nota de Hunt para volver a batir el parche sobre el presentismo en su columna en la misma revista. Allí se lamenta de lo que ve como una generalizada tendencia de la Historia en esa dirección, y se pregunta: “Acaso si no vemos el pasado a través del prisma de los temas contemporáneos de justicia social –raza, género, sexualidad, nacionalismo, capitalismo–, ¿estamos haciendo una Historia menos relevante?”. Luego de mencionar críticamente algunos ejemplos concretos de la subordinación del pasado a las políticas identitarias actuales, finaliza diciendo: “Las preguntas históricas emanan con frecuencia de las preocupaciones presentes, pero el pasado interrumpe, desafía y contradice el presente por vías impredecibles”.8 Ahora sí esta intervención provocó reacciones inmediatas y desató furias de todo tipo y por todos los medios, incluyendo las redes sociales, que cayeron sobre Sweet, quien –no obstante haber recibido algunos apoyos– se sintió acorralado y publicó una disculpa por lo que llamó “su provocación”.9 Este desenlace desafortunado da muestra de un clima caldeado que llega a la intolerancia frente a posiciones que osan desmarcarse, aun tímidamente, de la ola presentista en boga.

Por cierto que la discusión tiene otras aristas que no puedo traer aquí, pero es muy ilustrativa de las nuevas orientaciones. Más allá de este caso, el “presentismo” ha sido objeto de artículos y libros recientes, que en general parten de críticas duras al historicismo tradicional para hilar más fino en torno a las maneras en que el presente ineludiblemente incide, influye, hasta determina (según algunos) la tarea del historiador. Las visiones difieren en cuanto al grado, pero hay una tendencia muy marcada a resaltar el valor del compromiso militante del historiador con su presente más que a advertir sobre los riesgos de esa relación.

Nuestra propia historiografía está muy en sintonía con esta tendencia. Y si bien el término “presentismo” se usa poco en nuestro medio, la problemática a la que alude está en el centro de la discusión sobre nuestro métier. Y aquí vuelvo a mi propia experiencia. Como mencioné antes, en las décadas finales del siglo xx se fue dibujando cierto consenso respecto del vínculo deseable entre pasado y presente. Se partía de afirmar ese vínculo y a la vez problematizarlo, buscando aplicar con rigor los instrumentos de la crítica para no anticipar, torsionar o forzar resultados en función de las inclinaciones y pasiones previas del historiador, que por su parte se reconocían como fuente de interrogantes y pulsiones. En las últimas décadas, en cambio, han surgido otras propuestas que, por el contrario, privilegian el anclaje determinante en el presente. En ese marco, hay un espectro amplio de posicionamientos, que van desde la reivindicación de la Historia como arma militante para las luchas actuales hasta formulaciones que privilegian el compromiso con el presente sin renunciar a la especificidad del trabajo sobre el pasado. Pero todos ellos comparten la crítica a las posiciones previas que se esforzaban por mediatizar ese vínculo.

Este nuevo giro, que podríamos llamar “presentista”, ha influido muy directamente en las orientaciones que ha seguido la investigación en los últimos años. Tanto aquí como en otras latitudes se ha señalado el interés cada vez mayor por el estudio de los pasados recientes, que se conectan con facilidad a las contiendas contemporáneas. Sobre todo, hay una conexión muy evidente con las investigaciones ligadas a las historias de actores colectivos que reivindican su lugar en las sociedades actuales en el marco de las ya citadas políticas identitarias. En este clima, como vimos, la Historia como disciplina parece recuperar su antigua función en la construcción y legitimación de identidades, pero ahora de grupos sociales, étnicos, culturales –las tribus de mi título–, que estaban ausentes o marginalizados en las historias nacionales previas, con los riesgos que ya señalamos: naturalización de los actores y esencialización de sus identidades. En esos casos, que no son la regla pero tampoco una excepción, se recurre al pasado no ya como territorio a conocer sino como cantera para responder a las demandas del día. Al mismo tiempo, la restitución a la Historia de su función legitimadora está experimentando una deriva paradójica. Cuando ya augurábamos el fin de las naciones, vemos en cambio un resurgimiento de las nacionalidades, y en ese movimiento, que en algunos casos se muestra muy agresivo, también la disciplina interviene. Lo vemos en países como Polonia, Rusia o la India, donde los historiadores están bajo presión de los mandatos recientes orientados a legitimar renovados nacionalismos.

Ante estos desarrollos y la revitalización de posturas que entienden que la Historia debe estar al servicio de las demandas contemporáneas, recurro una vez más a Eric Hobsbawm, a quien nadie podría acusar de falta de compromiso social, para recuperar sus palabras de hace más de veinte años: “La Historia requiere distancia, no solamente de las pasiones, emociones, ideologías y miedos de nuestras propias guerras de religión, sino de las aún más peligrosas tentaciones de la ‘identidad’”.10 Desde esta perspectiva –que también es la mía–, quizás el mayor desafío para los historiadores consista en soltar amarras de nuestro presente para tratar de entender, dar sentido, interpretar la acción humana a través de los tiempos y crear y recrear visiones de aquella “galaxia extinguida” de Saer, pasados en plural que a su vez alimenten los debates de nuestro propio tiempo. En todo caso, y por suerte, la discusión sigue abierta…

* Conferencia dictada en ocasión del otorgamiento del Doctorado Honoris Causa por la Universidad Nacional de Rosario, Rosario, 11 de noviembre de 2022. Será reproducida en la colección Conversaciones en la biblioteca, de la misma universidad.


1 Chris Lorenz, “Out of Time? Some Critical Reflections on François Hartog’s Presentism”, en M. Tamm y L. Olivier (eds.), Rethinking Historical Time: New Approaches to Presentism, Londres, Bloomsbury, 2019, y “Unstuck in Time: Or, the Sudden Presence of the Past”, en K. Tilmans, F. van Vree y J. Winter (eds.), Performing the Past: Memory, History, and Identity in Modern Europe, Ámsterdam, Amsterdam University Press, 2010.


2 Gabrielle Spiegel, “The Task of the Historian”, The American Historical Review, Presidential Address, vol. 114, n° 1, 2009.


3 Eric Hobsbawm, “Cuando la pasión ciega a la Historia”, Clarín, 2 de abril del 2000.


4 Sanjay Subrahmanyam, Faut-il universaliser l’histoire? Entre dérives nationalistes et identitaires [‘¿Debemos universalizar la historia? Entre derivas nacionalistas e identitarias’], París, CNRS, 2020 (traducción propia).


5 Cressida Heyes, “Identity Politics”, en E. N. Zalta (ed.), The Stanford Encyclopedia of Philosophy, 2020. Disponible en: <https://plato.stanford.edu/archives/fall2020/entries/identity-politics/> (traducción propia).


6 Mauricio Tenorio Trillo et al., “Identidad, nuestra preclara obsesión: un diálogo y algo más”, Istor, año 3, n° 11, 2002, p. 19.


7 Lynn Hunt, “Against Presentism”, Perspectives on History, vol. 40, n° 5, mayo de 2002. Disponible en: <https://www.historians.org/research-and-publications/perspectives-on-history/may-2002/against-presentism> (traducción propia).


8 James Sweet, “Is History History?”, Perspectives on History, vol. 60, n° 6, septiembre de 2022, p. 7. Disponible en: <https://www.historians.org/research-and-publications/perspectives-on-history/september-2022/is-history-history-identity-politics-and-teleologies-of-the-present> (traducción propia).


9 James Sweet, “Author’s Note”, Perspectives on History, vol. 60, n° 6, septiembre de 2022. Disponible en: <https://www.historians.org/research-and-publications/perspectives-on-history/september-2022/is-history-history-identity-politics-and-teleologies-of-the-present> (traducción propia).


10 Eric Hobsbawm, Interesting Times. A Twentieth-Century Life, Nueva York, Pantheon Books, 2002, p. 415 (traducción propia).