A la sombra de los caudillos*

Carlos Altamirano

Universidad Nacional de Quilmes

El hombre representativo

El caudillo y la larga vigencia de su ascendiente en la vida pública se hallan entre las imágenes que los iberoamericanos forjaron de sus comarcas y de sus pueblos. Durante mucho tiempo, las élites cultivadas latinoamericanas representaron el territorio que se extendía desde México hasta el Río de la Plata como una tierra de caudillos. En la persistencia de este hecho se creyó ver un carácter colectivo, la señal de lo que en el lenguaje de nuestros días llamaríamos una identidad, sea nacional o hispanoamericana. “La imagen del rebelde señor de las pampas, que ejercía autoridad e influencia casi ilimitada sobre sus huestes e imponía su mandato autoritario en un territorio bajo su control, se acuñó y circuló en la región desde la segunda mitad del siglo xix”, observa Hilda Sabato.1 La historiadora va a poner en entredicho la conformidad de esa pintura con las experiencias políticas de América Latina en el siglo xix, sobre todo por lo que ese retrato no ha dejado ver.

Ahora bien, en este artículo la atención no va a estar puesta en dirimir el punto de la validez histórica o la parcialidad de esa imagen convencional, sino en la literatura que la forjó y la alimentó. En términos más exactos: en un género de esa literatura, el del ensayo.

En español la palabra caudillo estaba en curso desde el siglo xiv y designaba al cabecilla de un grupo armado. Sus derivados caudillaje y caudillismo serían, en cambio, autóctonos de la América hispana. En algunos países, sobre todo en México, el hombre fuerte recibió también el nombre de cacique, de origen caribeño, y su régimen el de caciquismo, con significado semejante al de caudillo y caudillismo.2 La idea del caudillo como “hombre representativo” (cuando no “gran hombre”) porque daba expresión a tradiciones y fuerzas colectivas de la sociedad hispanoamericana fue corriente después de la Independencia, cuando surgieron los problemas relativos al nuevo orden. Continuaría siéndolo, si bien, con el tiempo, el dictamen negativo del comienzo será atenuado o discutido.3 Pero, como quiera que se lo juzgara –como reflejo de un estado de sociedad, bárbaro o semibárbaro; como legado colonial o producto de la formación racial de los pueblos hispanoamericanos; como creador de orden donde reinaba la anarquía o como expresión de una democracia rudimentaria, pero auténtica–, el caudillo y su permanencia se asociaban con el gobierno del “hombre fuerte” sin sujeción a la ley y con la personalización del poder en la América de habla española.4 A menudo la imagen del caudillo se continuaba (y aún se continúa) en la del dictador. Sin embargo, en esas representaciones el caudillo no era simplemente el jefe poderoso, arbitrario y a menudo cruel de un orden autoritario. El caudillo era asimismo un jefe popular.5 Las preguntas y las respuestas se encadenaban. ¿Por qué fracasaban los gobiernos ilustrados y se imponían los caudillos? ¿Cuál era el pueblo que daba apoyo a los hombres fuertes? ¿Podía ser parte del pueblo elector que se invocaba en las cartas constitucionales?

El caudillismo se hará materia de un discurso continuo, múltiple en sus formas, que llega hasta nuestros días. Hay una literatura del caudillo. Esta se desplegó en el molde de diferentes géneros: el panfleto y la crónica periodística, la biografía y las memorias, el relato historiográfico, la novela y la poesía. El ensayo fue y sigue siendo uno de esos géneros. En Hispanoamérica, destacaba Alberto Zum Felde al considerar la producción de nuestros países en ese género de discurso, el tema americano resulta una constante. Los escritos consagrados a cuestiones universales, observaba, constituían una especie rara. “Todo el resto, y el resto es la inmensa mayoría, está aplicada a tratar problemas de sociología, de filosofía de la historia, de cultura, de política, propios de la fenomenalidad del Continente”.6 En la más reciente Breve historia del ensayo hispanoamericano, de José Miguel Oviedo, no se comprueba otra cosa: el tema americano predomina en tres de los cinco capítulos del libro.

Para seguir la marcha y las variaciones que conoce el tema del caudillo en la literatura ensayística hispanoamericana voy a detenerme en cuatro obras: Facundo, de Domingo F. Sarmiento; Evolución política del pueblo mexicano, de Justo Sierra; Las democracias latinas de América, de Francisco García Calderón, y Cesarismo democrático, de Laureano Vallenilla Lanz. En conjunto, esos escritos abarcan un período que se extiende de mediados del siglo xix a las primeras dos décadas del siglo xx.

 

Sarmiento: liberalismo e historicismo romántico

En 1845 aparece en Chile la primera gran pintura literaria del caudillismo sudamericano: Facundo, de Domingo F. Sarmiento.Tras una primera publicación por entregas en forma de folletín de El Progreso, periódico que el mismo Sarmiento dirigía en Chile, el texto vio la luz en un volumen que llevaba el largo título de Civilización y barbarie. Vida de Facundo Quiroga y aspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina.

Sarmiento pertenecía a la “generación de 1837” no solo por razones de edad, sino también de lecturas e ideología. Con esa denominación se conoce en la historia intelectual y literaria de la Argentina al círculo de jóvenes, universitarios en su mayoría, que en Buenos Aires animó el Salón Literario en 1837, para dar vida después a la Asociación de la Joven Argentina –una sociedad secreta que orientaba el escritor Esteban Echeverría–. Buenos Aires, que había sido el centro animador de la revolución independentista, contaba con una universidad desde 1821 y constituía la sede principal del saber ilustrado en la sección rioplatense de Hispanoamérica. A través de aquel grupo las doctrinas del Romanticismo encontraron eco y aclimatación en el país. Hijo de familia modestísima, Sarmiento había nacido en San Juan, una provincia alejada del foco de Buenos Aires. No obstante, con pocos años de educación escolar, pero ávido de lecturas, conocerá las nuevas ideas del saber romántico algo más tarde. Tras una reyerta con seguidores del gobernador de San Juan se exilió en Chile, donde un artículo afortunado le abrirá las puertas del periodismo y no tardará en hacerse de una reputación en la prensa del país vecino.

Facundo, el libro que lo hará famoso, encerraba una intención política. Tenía en la mira desacreditar a Juan Manuel de Rosas, al régimen que el poderoso jefe rural había establecido en la provincia de Buenos Aires y, más en general, a enjuiciar la hegemonía de los caudillos en la vida política de su país. Pero el autor quería que su crítica fuera más que un panfleto, que el escrito reflejara también doctrina, estudio, meditación, sin renunciar, por otra parte, a los encantos de la escritura literaria. En suma, Facundo es un texto mezclado, híbrido, se diría hoy, cuando el análisis cultural le ha quitado al término híbrido su acepción negativa.

La explicación sarmientina de la supremacía de los caudillos remitía a un escenario, el de las extensas llanuras poco pobladas que albergaba el territorio de la futura República Argentina, el “desierto”, y a un proceso histórico que se remontaba al tiempo de la colonización española. Dos sociedades –la de la campaña y la de las ciudades– van a formarse y desarrollarse en el espacio sobre el que se establecerá más tarde el Virreinato del Río de la Plata. En la llanura extensa y poco habitada, en la que durante largo tiempo se cruzaron indios y españoles, se había forjado ya en los años de la Colonia un modo de vida distinto al de los núcleos urbanos. Primitivo, expuesto a la presión inmediata de la naturaleza y al arbitrio de la fuerza, alejado de la ley y de las ideas de la ciudad, el modo de vida de la campaña pastora había engendrado sus costumbres y sus tipos sociales. Era el mundo del gaucho. El saber, las destrezas, así como los valores de los habitantes de este mundo elemental, nos dice Sarmiento, eran los requeridos por las faenas rudimentarias de la estancia ganadera y una vida sometida permanentemente al peligro. Lo que producía nombradía en el llano eran las habilidades estimadas por los gauchos y las pruebas de coraje físico. Este era el ambiente de la barbarie, un término que, en el lenguaje ideológico de la época, implicaba tanto una idea como una invectiva. La antítesis del escenario bárbaro es la ciudad: “Allí están los talleres de las artes, las tiendas del comercio, las escuelas y colegios, los juzgados, todo lo que caracteriza, en fin, a los pueblos cultos”.7 La ciudad era el ámbito de las leyes y de las doctrinas, el núcleo de la civilización europea rodeado por la naturaleza americana –la pampa, el desierto–.

Hasta el comienzo del movimiento independentista (1810), indica Sarmiento, coexistieron en el territorio de la futura Argentina estas dos formas de asociación humana. Ambas permanecieron indiferentes una de otra hasta que la Revolución de 1810 las puso en activo contacto. La revolución de la ciudad, impulsada por las ideas europeas –libertad, progreso, gobierno de la ley– movió, a su vez, a la campaña y esta introdujo un elemento extraño, un “tercer elemento”, irreductible a los términos de una oposición entre progresistas y conservadores –el antagonismo propio de la revolución europea en la visión de Sarmiento–. Sobre el fondo de esta imagen de las dos sociedades en presencia, que desde la Revolución ya no se ignoran mutuamente, expone la clave que, a sus ojos, echaba luz sobre las convulsiones argentinas. El movimiento revolucionario activó una doble lucha: la guerra que las ciudades libraron contra el orden español, buscando abrir paso al progreso de la civilización europea, por un lado; por otro, la que emprendieron los caudillos, representantes del espíritu de la campaña, contra las ciudades. El objeto de esta otra guerra no era poner fin a la autoridad española, sino a toda autoridad regular y a todo ordenamiento civil. Para la campaña, la Revolución solo fue la oportunidad para desplegar, en un escenario más vasto que el de la pulpería, los hábitos, las tendencias, todo lo que en su ámbito era hostil al espíritu civilizado de la ciudad.

La campaña acabará por imponerse a las ciudades y el espíritu de la barbarie americana triunfará sobre la civilización. De acuerdo con Sarmiento, el caudillismo constituía una herencia de la crisis que trajo aparejada la independencia, un legado que esta había transferido a la etapa que la sucedió. La narración de la vida de Facundo Quiroga, que ocupa la segunda parte de la obra, se inscribía en ese marco interpretativo. La biografía del caudillo enlazaba en un destino, a la vez singular y representativo, los elementos discontinuos y dispersos de una historia colectiva. En la carrera de Facundo Quiroga (su carácter, su forma de hacer la guerra, su estilo de gobierno), Sarmiento representará los rasgos que consideraba típicos del caudillo: coraje, astucia, arbitrariedad, ascendiente sobre los sectores plebeyos, crueldad. El relato transmitía a la vez reprobación y fascinación por el “personaje histórico”.

La trayectoria de Quiroga concluía con su asesinato en una emboscada cuya preparación y desenlace el escritor evoca con maestría en el capítulo titulado “Barranca Yaco”. En los dos últimos capítulos de su obra, Sarmiento emplea su pluma en la execración de Rosas y su régimen; en vapulear a los viejos unitarios por inoperancia; en el elogio de la generación de 1837, y en la crítica a la actitud de Francia e Inglaterra, que evitan involucrarse en las guerras intestinas sudamericanas y no dan apoyo a aquellos que, en estos países, defendían los principios de la civilización europea. Sarmiento, sin embargo, no desesperaba. Halla que el mal que significaba Rosas había engendrado un bien: le dio unidad a un país invertebrado y enseñó a sus habitantes a obedecer. Los intereses adversos al tirano se multiplicaban, su caída no estaba lejana. Entonces, a orillas del Río de la Plata se abrirían paso la civilización y el progreso: la inmigración europea debía ser uno de sus motores.

Digamos, antes de dejar el libro de Sarmiento, que después del Facundo la representación dramática de las relaciones entre la ciudad y el campo ya no abandonaría el pensamiento social y político hispanoamericano. Un libro poderoso, observará Pedro Henríquez Ureña en Las corrientes literarias en la América Hispánica. Facundo, subrayaba, “ha sido la obsesión de muchos lectores cuya preocupación esencial es el problema de las causas y los remedios de los males que ha padecido y padece la América española”.8 Desde los comienzos del siglo xx, sin embargo, se abrirían paso en la ensayística hispanoamericana otras interpretaciones del caudillo. Este ya no representaba el mal –al menos, no solo el mal–, sino el remedio a males igualmente propios de estos países. Los caudillos, al menos algunos de ellos, ya no eran lo contrario del progreso: lo hacían posible.

Del caudillo de la revuelta al caudillo del orden

Entre 1900 y 1902 se publicó en México una obra colectiva de dos tomos en tres volúmenes (el primer tomo tenía dos volúmenes), México: su evolución social. Síntesis de la historia política, de la organización administrativa y militar y del estado económico de la federación mexicana. Se la considera la expresión mayor de la historiografía porfiriana. Como “director literario” figuraba Justo Sierra, quien también hacía su contribución a la obra con dos ensayos –“Historia política” y “La era actual”–. El plan de México: su evolución… había sido ideado por Sierra y el Gobierno de Porfirio Díaz se había encargado de su financiación.9

Casi cuatro décadas después Alfonso Reyes entresacó de aquella obra los dos capítulos de Sierra y los editó en un volumen bajo el título con el que llega hasta nuestros días: Evolución política del pueblo mexicano. Todos los mexicanos veneran y aman la memoria de Justo Sierra, afirmó Reyes en el prólogo de la nueva edición de los ensayos. Situaba a su compatriota en la fila de los que consideraba nombres insignes de la inteligencia hispanoamericana: Bello, Sarmiento, Montalvo, Hostos, Martí.

Abogado, poeta y cuentista, periodista, educador, político, historiador y dueño de una excelente prosa, Sierra integró el grupo de los llamados “científicos”, que ejercerá el papel de intelligentsia en el poder, sobre todo en las últimas dos décadas del porfiriato. La denominación de “científicos” provenía del reclamo que hizo el grupo desde su ingreso en la vida pública mexicana: que los problemas nacionales y las políticas para resolverlos fueran encarados con criterios científicos o positivos. Hacían suyo el esquema comteano de los tres estadios progresivos recorridos por el espíritu humano en orden al conocimiento –“teológico”, “metafísico” (o abstracto) y “positivo” (o científico)– y juzgaban a sus adversarios, los liberales republicanos o doctrinarios, como políticos y publicistas todavía prisioneros de una concepción metafísica de la vida social. A los ojos de los “científicos”, ese liberalismo abstracto y de raíz jacobina, que fomentaba la agitación política y la revolución constante, podía haber sido apto para la destrucción de un orden, pero no para fundar un orden nuevo, el que requería el mejoramiento y el progreso de la nación mexicana. El diario La Libertad, aparecido en enero de 1878 y que al comienzo llevaba como título complementario el de Periódico Científico y Literario, fue la tribuna de expresión de esa prédica (poco después lo reemplazarían por el subtítulo de Periódico liberal-conservador).10

Los “científicos” no habrán sido más de cincuenta, calcula Luis González y González, y “los importantes” solo unos veinte. “Fue aquel un equipo de licenciados, tribunos, maestros, periodistas y poetas”.11 Una minoría urbana ilustrada. Algunos de sus miembros provenían de familias pudientes (era el caso de José Yves Limantour o el de Justo Sierra), otros de una clase media modesta. En la historia intelectual mexicana se considera a esta promoción de hombres cultivados la tercera y última generación positivista.

Sierra, observa Álvaro Matute, “era un excelente lector de historia mexicana y universal”.12 Desde 1877 –y durante varios años– fue profesor de historia en la Escuela Nacional Preparatoria, el instituto de enseñanza media creado en la ciudad de México bajo el Gobierno de Benito Juárez. En ejercicio de esa cátedra redactará entre otros textos para los estudiantes un Compendio de historia de la Antigüedad. La voluntad de docencia, uno de los rasgos salientes de su acción pública, alienta también los dos ensayos que componen su Evolución del pueblo mexicano. Se trataba, en este caso, de conjugar una síntesis de la historia mexicana con la intención de ofrecer a su pueblo una conciencia de sí mismo. Un objetivo de conocimiento y una intención cívica. Condición de esa conciencia era que el pueblo mexicano, que se había gestado en el cruzamiento de dos grupos raciales –el de los pueblos indígenas y el de los conquistadores europeos–, se aviniera con su pasado. Pero la conciencia nacional en que pensaba debía tramarse con la verdad histórica, una verdad que se desprendiera de los hechos. El precepto lo había fijado ya en el ensayo en que trazó las líneas generales de la obra colectiva que lo tendrá como “director literario” y en la que colaboraría con sus dos estudios históricos. En ese ensayo se lee: “Por respeto a nuestro país y a nuestra dignidad nos hemos creído obligados a ser sinceros, a no ocultar nada, a no engañar a nadie”.13

En su Historia de las historias de la nación mexicana, Enrique Florescano elogia la labor de Sierra (“una síntesis magistral”), pero inscribe la perspectiva integradora de la historia de México que rige La evolución política del pueblo mexicano en un modelo precedente, un “canon” de la historia nacional orientado a reconciliar los diferentes pasados del pueblo mexicano. Esa pauta la había inaugurado México a través de los siglos, fruto de una labor colectiva que dirigió el político y escritor liberal Vicente Riva Palacio y que se publicaría en cinco volúmenes entre 1884 y 1889. Esta obra, observa Florescano, “tuvo la virtud de integrar en un discurso que unía la antigüedad prehispánica con el virreinato, y a ambos con la guerra de la Independencia, los primeros años de la República y el movimiento de la Reforma”.14

Hay que decir, de todos modos, que a Sierra no le interesó únicamente reconciliar al pueblo mexicano y sus élites con sus diferentes pasados, sino reconciliarlo también con su presente, con el México que tenía a su cabeza al caudillo Porfirio Díaz. Ese va a ser el objeto principal del segundo de sus ensayos, “La era actual”, el texto que iba a suscitar mayor embarazo en los numerosos lectores que tendrá Sierra, muchos de los cuales han elogiado (o elogian actualmente) varios aspectos de la vida pública de su autor, e incluso el primero de los ensayos de Evolución política del pueblo mexicano.

Los caudillos y los caciques político-militares ciertamente pululan en el primer ensayo. Dicho con más precisión, en la tercera parte, la que Sierra consagra a la evolución de la entidad política que iba a surgir del proceso independentista puesto en marcha por Hidalgo en 1810. Constituye la sección más larga y más dramática de la narración. Ese tramo, que comienza con la ruptura del lazo de dependencia con España y el establecimiento del breve imperio de Iturbide (1821), se caracteriza por la inestabilidad y los pronunciamientos, las revueltas militares, el enfrentamiento entre facciones políticas rivales y los desgarros de la guerra civil. A lo largo de ese turbulento trayecto los partidos asumieron diferentes nombres (centralistas y federales, yorkinos y escoceses, liberales y conservadores) y operaron como vehículo de una pugna que sería constante entre monárquicos y republicanos. La transición entre gobierno colonial y gobierno propio había sido muy brusca, comenta Sierra al reflexionar sobre aquello que narraba: “Debían pasar años y años antes de que el temblor de la tierra cesase y la República adquiriese asiento por medio de la transformación radical de su modo de ser económico”.15 El mal estaba en las cosas.

En esa larga etapa de luchas facciosas, militarización y guerras intestinas, con pocos remansos de paz, México perderá gran parte de su territorio a manos de la ambiciosa república del norte, los Estados Unidos, que sacó provecho de las divisiones del vecino. En el relato que Sierra compone de la época, si alguien encarna la figura del caudillo como agente histórico pernicioso, ese hombre es el general Antonio López de Santa Anna, amado por sus tropas e idolatrado por el pueblo. Santa Anna da personificación al caudillo irresponsable, un cabecilla que a lo largo de muchos años entra y sale de escena, pero siempre regresa, a veces con bandera federal, otras como centralista, por lo general vitoreado. Su último avatar fue el de dictador de México en ese desafortunado tiempo. El retrato que hace de él recuerda las descripciones denigrantes que eran proverbiales en las élites culturales hispanoamericanas:

El general Santa Anna era un hombre que tenía la cantidad de inteligencia que se necesita para procurar todo su desarrollo a la facultad compuesta de disimulo, perfidia y perspicacia que se llama “astucia” […] Vanidoso como un mulato, era sumamente accesible a la adulación, y el incienso lo mareaba y ensoberbecía, hasta inflarlo como a un sultán africano; sin principios de ninguna especie, gozando de prestigio inmenso entre la tropa, que lo sentía suyo, ajeno a la ciencia militar, pero capaz de acometer cualquier empresa política o guerrera sin tener para ella más cualidades que las de comunicar su fuego al soldado, arrostrar impávido el peligro y despreciar toda precaución.16

México conoció dos revoluciones (“dos aceleraciones violentas de su evolución”), interpreta Sierra. La primera llevó a la emancipación de España; la segunda, que nació de un pronunciamiento militar (Ayutla, 1854) contra la dictadura de Santa Anna, conducirá a las leyes de Reforma y a la constitución liberal sancionada a comienzos de 1857. Las leyes reformistas significaban la emancipación de la sociedad colonial que sobrevivía en el México independiente. Pero la hora de la paz no llegaría aún. A la guerra civil que nació de la reacción conservadora contra las leyes de Reforma y la constitución liberal siguió la guerra que desató la intervención militar de Francia en la pugna mexicana. Intromisión francesa con la complicidad del partido conservador. El sueño de restaurar la monarquía, que animaba a los conservadores, se reunió con el sueño de Napoleón III por fundar un vasto imperio “latino” que tendría a Francia como cabeza. La coronación de Maximiliano de Habsburgo como emperador de México y el respaldo de cuerpos militares franceses al monarca ungido reflejaron la alianza de esas dos ilusiones. Después de una guerra de tres años las tropas mexicanas derrotaron a las francesas y Maximiliano fue capturado y fusilado. “Con el Imperio, con la guerra que fue llamada ‘guerra de la segunda independencia’, concluye el gran período de la revolución mexicana, en realidad iniciado en 1810, pero renovado definitivamente en 1857.”17 Nación mexicana y república se volvieron indisociables. La figura insigne de la empresa que consagró el triunfo de la república fue Benito Juárez. Sierra admiraba en ese hijo de familia aborigen la perseverancia (una virtud que atribuía a la raza nativa), sus principios liberales y su condición de político pragmático, realista.

El triunfo del partido liberal y la anuencia mayoritaria en cuanto al carácter republicano del régimen político parecían augurar el tiempo en que la era militar cedía paso a la era industrial, para decirlo con las nociones de Spencer que Justo Sierra hacía propias. El partido conservador había desaparecido. La evocación que hace el historiador en “La era actual” nos deja ver, sin embargo, que la labor era enorme y tenía varios frentes. A las urgencias de un país que debía transformar su estructura económica y se hallaba endeudado y sin crédito exterior, se le planteaba al gobernante un problema no menos perentorio: ordenar los cuerpos armados que habían salido victoriosos en la lucha contra la intervención francesa. Para esas tropas y sus oficiales había que establecer un centro de autoridad, empeño que no sería trabajo de un día. En fin, Sierra consigna igualmente el peligro que representaban para la nación mexicana las ambiciones del vecino norteamericano. Los primeros pasos reformadores se dieron bajo el gobierno de Juárez, cuya muerte dejaría trunca la obra iniciada. La nueva era comienza con su muerte, nos dice Sierra. El sucesor de Juárez en la presidencia, Lerdo, prosiguió en el Gobierno la orientación de su antecesor, pero su propósito de ser reelegido desató una revuelta, la Revolución de Tuxtepec (1876), contra esa intención, a la que se condenaba por anticonstitucional. A la cabeza del movimiento se hallaba un caudillo, el general Porfirio Díaz.

Díaz, observa Sierra, era un jefe a la vez temido y popular. Había sido uno de los héroes de la guerra contra los franceses, compitió con Juárez y Lerdo en la liza electoral y en 1871 se opondrá a la reelección de Juárez. Seis años más tarde triunfó con las armas como abanderado del Plan de Tuxtepec. Poco después será electo presidente. A los ojos de Sierra, el jefe triunfante iba a mostrar durante el largo período en que tendrá el control del poder que el caudillo militar podía convertirse en caudillo político de la nación. “El verdadero deseo del país […] era el de la paz”. Díaz supo interpretarlo: “Sobre ese sentimiento bien percibido, bien analizado por el jefe de la revolución triunfante, fundó este su autoridad; ese sentimiento coincidía con un propósito tan hondo y tan firme como la aspiración nacional: hacer imposible otra revuelta general”.18 Dos virtudes de la personalidad política de Porfirio Díaz destaca Sierra: se tomaba su tiempo en meditar sobre los asuntos a zanjar, pero era rápido en la resolución. Se preguntaba el historiador si ese rumiar lento no era una característica del mestizo, dado que Díaz provenía de la “familia mezclada a que pertenecemos la mayoría de los mexicanos”.19 El prolongado dominio de este caudillo no solo trajo la paz, sino también la transformación económica de México, el progreso que, a fin de cuentas, era lo único que terminaría definitivamente las revueltas constantes y la guerra civil.

¿No era autoritario el régimen de Porfirio Díaz? Sierra no lo niega, lo justifica:

[…] para que el presidente pudiera llevar a cabo la gran tarea que se imponía, se necesitaba una máxima autoridad entre las manos, no solo de autoridad legal, sino de autoridad política que le permitiera asumir la dirección efectiva de los cuerpos políticos; cámaras legisladoras y gobiernos de los estados; de autoridad social, constituyéndose en supremo juez de la sociedad mexicana con el asentimiento general, ese que no se ordena sino que solo puede fluir de la fe de todos en la rectitud a quien confía la facultad de dirimir los conflictos.20

Sierra admite que la personalización del poder y su manifestación en la presidencia vitalicia del caudillo podían recibir los nombres de “dictadura social” o de “cesarismo espontáneo”. Pero lo importante a su juicio es que el de Díaz no era un poder que se elevaba sobre un país que decaía, sino un poder que “se ha elevado en un país que se ha elevado proporcionalmente también, y elevado, no solo en el orden material, sino en el moral, porque ese fenómeno es hijo de la voluntad nacional de salir definitivamente de la anarquía”.21 ¿Implicaba este juicio de Sierra la renuncia al proyecto de la república liberal? Valiéndonos de una conocida fórmula de Juan B. Alberdi, podríamos decir que el régimen de Porfirio Díaz representaba para Sierra la “república posible”, y que las transformaciones económicas y sociales que experimentaba México preparaban al país para la “república verdadera”.

Caudillos bienhechores

Del sur de América a México, buena parte de la generación de escritores que surgió a la vida literaria a comienzos del siglo xx fue “arielista”. Habían leído y discutido el Ariel (1900), el ensayo del uruguayo José Enrique Rodó, y se habían identificado con su mensaje idealista, un mensaje expresamente destinado a la juventud de la América hispánica. Si bien la autoridad intelectual y moral de Rodó gravitó sobre una amplia franja de los recién llegados, a quien se ha considerado como heredero o discípulo favorito del maestro es al peruano Francisco García Calderón.22 Varios de los temas que García Calderón desarrollará en sus ensayos americanistas estaban ya en Ariel (latinismo, crítica de la cultura utilitaria, aceptación más resignada que entusiasta de la democracia, reprobación de la tendencia a imitar comportamientos y valores de la América del Norte). Pero la labor del escritor peruano no iba a limitarse a la de glosar e ilustrar las ideas del maestro. Él tenía vuelo propio.

Hijo de una familia socialmente acreditada, Francisco García Calderón nació en 1883 en Valparaíso. Era el primogénito y le dieron el mismo nombre que su padre. Este, que era jurista de nota y hombre cultivado, había ejercido la presidencia provisional del Perú durante la guerra del Pacífico. Como consecuencia de esa guerra se hallaba prisionero y confinado en aquella ciudad-puerto chilena. Solo en 1886 la familia pudo regresar a Perú, donde el doctor Francisco García Calderón sería saludado como un héroe. Cuando llegue la hora escolar para los hijos, el padre se preocupará porque ellos reciban la educación más esmerada. Después de pasar por las aulas de un colegio de sacerdotes franceses de reciente creación, el Colegio de la Recoleta, en 1901 el joven Francisco se inscribió en la Universidad de San Marcos, de donde egresaría dos años después con el título de doctor en Letras. A la muerte del padre en 1906, la familia decide radicarse en Francia. Francisco viajará a la meca intelectual que era París con un cargo diplomático que le proveería la base de su sustento. Para entonces ya contaba con la publicación de un libro, De Litteris (1904), que llevaba un laudatorio prólogo de Rodó, y varios artículos que le granjeaban un temprano nombre en el ambiente literario.

En París, donde ha de residir por varias décadas, García Calderón buscará hacer una carrera literaria: escribe artículos y libros (algunos de ellos en francés), sigue cursos, entabla relaciones con hombres de pluma, hispanoamericanos unos, europeos otros. En 1912 comienza a editar en la capital francesa la Revista de América, cuya publicación se verá interrumpida por la Gran Guerra.23 “Diversos signos revelan que la América Latina va a entrar en una nueva etapa saludable”, escribía García Calderón en el editorial en que presentaba la nueva revista. El espíritu del periódico no sería testigo pasivo de ese nuevo curso: “Preparemos, por la unión de los elementos intelectuales, la gloriosa epifanía. Tal es el objeto de esta revista”. Ella se proponía “agrupar a los escritores iberoamericanos, sin parcialidades de cenáculo, sin celos de región, en amplia confraternidad, en tenaz propaganda de cultura”. Habían aceptado ser parte de la empresa las mejores plumas del subcontinente, resalta García Calderón. “Pertenece esta revista a la élite intelectual de ultramar.”.24

Ese mismo año, el escritor peruano publicará Las democracias latinas de América, que apareció originalmente en francés (Les démocraties latines de l’Amérique), en la colección que dirigía Gustave Le Bon, Bibliothèque de philosophie scientifique para la editorial Flammarion.25 Le Bon se hallaba en el apogeo de su fama de savant, psico-sociólogo de las multitudes, y no aceptó fácilmente incorporar la obra de García Calderón a su colección. Hubo necesidad de mediaciones, entre ellas la de Raymond Poincaré, que era miembro de la Academia Francesa, presidente del Consejo de Ministros (muy pronto será presidente de la República), quien escribirá una elogiosa presentación del libro. Al año siguiente el ensayo de García Calderón conocía ya una traducción al inglés y otra al alemán.26 La versión en castellano, sin embargo, tardará muchas décadas en llegar. Cabe pensar que esa “élite de ultramar” a la que la Revista de América buscaba reunir y expresar era destinataria privilegiada de la obra, una élite para la cual el francés era la lengua de la cultura.

Hay dos Américas, dice García Calderón en su prólogo a Las democracias latinas de América, retomando una afirmación de Paul Bourget. La América del Norte, sajona, industrial, de espíritu imperialista, cuya potencia admiraba el mundo. Al sur se extendía otra América, una América de alma latina. Había llegado la hora, declara el escritor peruano, “de estudiar a estos pueblos, su evolución, sus progresos, si no queremos aceptar de rondón y sin discusión, que los Estados Unidos son en América el único foco de civilización y de energía”.27 La cuestión de la raza, sea al referirse al pueblo conquistador o a los pueblos conquistados, a la lucha por la independencia o a las guerras civiles que siguieron a la independencia, como categoría de análisis o como preocupación, es un motivo continuo en el examen de García Calderón. En la sección final de la obra, dedicada a los problemas de las repúblicas hispanoamericanas, el de la raza es uno de ellos: “El indio predomina y las democracias latinas son mestizas o indígenas. La clase dirigente adoptó los usos y costumbres y las leyes de Europa, pero el grueso de la población es quechua, aymara o azteca”.28 Persistente es también la tesis de que en la evolución política de las repúblicas latinas obró igualmente otra pugna, la que oponía una plebe, compuesta sobre todo por mestizos y mulatos, a los de arriba, la oligarquía. Resume esta idea García Calderón en la apertura del capítulo dedicado a la Independencia: “Los criollos instituyeron la nacionalidad; los mestizos crearon luego la democracia contra los oligarcas. Estas son las dos fases de una gran revolución”.29 El antagonismo no había desaparecido todavía, dirá más adelante: “La oligarquía conservadora y la democracia mestiza son tan antagónicas en Uruguay como lo son en Venezuela y México”.30

En esa confluencia de lucha de razas y lucha de clases el autor va a insertar la acción de los caudillos, al menos de los que elige como representativos. A ellos está consagrado el libro ii de la obra, Los caudillos y la democracia, cuyo argumento central se resumía en las pocas líneas de la introducción: “El espíritu nacional se concentra en los caudillos, jefes absolutos y tiranos bienhechores. Dominan por el valor, el prestigio personal y la audacia agresiva. Se parecen a las democracias que los desafían”.31 En el análisis de García Calderón aparecen esquemas que remiten al Facundo de Sarmiento, como la antítesis entre la ciudad y el campo –una antítesis que el escritor peruano traduce en la oposición entre la costa y la sierra en el caso de Perú y el de Bolivia–. Algo semejante puede decirse de la contraposición entre el ambiente propio del liberalismo y las ideas nuevas, que es la metrópoli, y el ambiente de las posiciones conservadoras, el de la llanura o el de la serranía. Pero el juicio sobre los caudillos no es el de Sarmiento.

¿Cuáles son los rasgos que resalta García Calderón de esos “tiranos bienhechores”? La mayoría de ellos eran mestizos y, en general, no congeniaban con los doctores (“Aborrecía a los letrados, los jueces y los ideólogos”, escribe refiriéndose al venezolano Páez). Pero en el análisis del escritor peruano el papel de esos jefes autocráticos y de poder ilimitado no es el de agentes de la revuelta permanente en las repúblicas hispanoamericanas. Por el contrario, de Páez a Rosas, pasando por Guzmán Blanco y el general Ramón Castilla, la actuación del “hombre fuerte” es la de restaurador del orden. Más todavía: en el ejercicio del gobierno, esos jefes rudos, provistos de una visión política realista y sin afecto por los ideólogos, no solo se mostraron como buenos administradores sino que estimularon el progreso económico. Después de veinte años de revoluciones, escribe al destacar la gestión del general Castilla en el Perú, “su Gobierno inició una nueva etapa de estabilidad administrativa durante la cual se desarrolló el comercio y aumentaron los ingresos ya que nuevas riquezas, el salitre y el guano, transformaban la vida económica del país”.32 ¿Qué dice García Calderón de la acción del caudillo boliviano Andrés Santa Cruz? “Fue como García Moreno y Guzmán Blanco, un civilizador”.33 La política de Rosas, quien no era mestizo, también es objeto de enaltecimiento: “Gauchos negros lo apoyaron y con la ayuda del pueblo subyugó a las clases dirigentes. Unificó destruyendo los privilegios sociales e invirtiendo el orden en jerarquías en la ciudad aristocrática y unitaria”.34 Este Rosas no era el de Sarmiento, obviamente. Era el caudillo rehabilitado por el historiador argentino Ernesto Quesada en La época de Rosas (1899). Porfirio Díaz, en fin, a quien García Calderón menciona no solo al referirse a la experiencia mexicana, integra igualmente el elenco de los grandes caudillos de la América hispana.

En el capítulo “El problema político”, parte final del libro vii, el último en que se divide la obra, el autor vuelve sobre la cuestión de las autocracias en los países que se hallan al sur del Río Bravo. En las democracias latinas lo que cuenta no son las cartas constitucionales, sino el caudillo, que es el eje de la vida política real. La herencia étnica de los pueblos conquistadores como de los conquistados se halla en la base de ese sistema de autoridad. En el caudillo “los caracteres medios de la nación, sus vicios, y sus cualidades están mejor definidos, más acentuados: obedece al instinto y a las ideas fijas; no concibe ideal alguno; es imprescindible y fanático”.35 Y la matriz caudillista lleva al presidencialismo hispanoamericano: “En la persona del presidente de estas democracias reside toda la autoridad que ordinariamente corresponde a los funcionarios públicos […] Los Congresos le obedecen; interviene en el curso de las elecciones y obtiene las mayorías parlamentarias que le convienen”.36 Los partidos políticos no son partidos de ideas, sino partidos personalistas, es decir, partidos que no se ordenan en torno de programas, sino de caudillos.

Podría decirse que García Calderón describía los rasgos de lo que hoy llamaríamos una cultura política. ¿Se resignaba a los hechos? A medias. Confiaba en los efectos reformadores del desarrollo económico social, en los cambios que acarrearía el pasaje irrevocable de la época militar a la época industrial en los países de la América Latina. Estas transformaciones llevarían a la formación de las clases y los intereses que podían dotar de cimiento a otra vida cívica, la de los países guías de Europa. Algo que veía plasmarse ya en las naciones del sur: Uruguay, Argentina, Chile. Menciona en apoyo de su argumento un escrito del argentino José Ingenieros, que en las primeras décadas del siglo gozaba de gran prestigio como sociólogo. Ingenieros sostenía que en su país ya estaban gestándose partidos que reflejaban intereses y aspiraciones de clase. Pero no era esa todavía la situación del resto del subcontinente. “Fuera de las naciones australes, no se han formado todavía ni clases ni intereses sociales. Ninguno de los problemas que agitan a Europa (extensión del derecho del sufragio, representación proporcional, autonomía municipal) tienen allí importancia inmediata”. En esas naciones el Estado es el sostén de todo, “especie de providencia social de donde provienen la riqueza, la fuerza y el progreso”. En la América latina, “solo han sido útiles las constituciones que han reforzado el poder central contra la anarquía perpetua”. Mientras tanto, hasta que lleguen los cambios que puedan obrar como sustento de otra vida política, “los tiranos paternales son […] preferibles a los demagogos”.37 En suma, no había que sucumbir a la agitación de doctrinarios, que no hacía sino estimular la revuelta constante.

El gendarme de ojo avizor

Varios motivos expuestos por Sarmiento en el Facundo para explicar el surgimiento y la preeminencia de los caudillos reaparecen en las interpretaciones que sucedieron a esa obra en Hispanoamérica. Pero no era parte del repertorio de claves propuestas por Sarmiento, sin embargo, la visión de una pugna entre el realismo político del caudillo y la mentalidad abstracta y libresca de la minoría docta, entre esos poderosos jefes bárbaros que eran capaces de traer orden (por ende, de hacer posible el progreso) y los tribunos liberales cuyo medio habitual era la prensa y resultaban promotores de la agitación permanente. Este tema se hacía presente ya en el discurso de Justo Sierra y, claramente, según lo hemos visto, en García Calderón. La antinomia aflora también en el ensayo de Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático.

Descendiente de una familia de lustre –entre sus antepasados se hallaban altos funcionarios del régimen colonial y héroes militares de la Independencia–, Vallenilla Lanz había nacido en 1870 en el estado provincial venezolano de Barcelona.38 Su infancia transcurre en un hogar de bibliotecas, lecturas y tertulias cultivadas. La política del país (y las guerras civiles entrelazadas con ella) es parte de la vida que lo rodea y de los percances familiares: con la política se halla ligado su padre, de orientación liberal federalista, como se ligarán después sus hermanos y, por supuesto, él mismo. Tras la terminación de sus estudios secundarios, Laureano Vallenilla Lanz se trasladó a Caracas para ingresar en la Universidad Central de Venezuela, donde se inscribe en la carrera de Ingeniería. Pero no tarda en advertir que no tiene inclinación por los estudios de ingeniería y, tras un corto período de desorden y bohemia, regresa a Barcelona en 1889. Inicia entonces una labor que ya no abandonará –la del periodismo– y una carrera en la que se mantendrá durante buena parte de su trayectoria, la de los puestos en la administración pública, para la cual no solo eran necesarias condiciones, sino también relaciones y tacto.

En 1898 Vallenilla Lanz se radica en Caracas. Allí prosigue el ejercicio del periodismo y se hace parte de la tertulia intelectual que funcionaba en la redacción de la revista El Cojo Ilustrado. Publicación quincenal excelentemente editada, El Cojo Ilustrado, aparecida algunos años antes, iba a convertirse en vehículo del modernismo literario y escritores de toda Hispanoamérica firmarían en sus columnas.39 También integraban el círculo de amigos de la revista miembros de la inteligencia positivista venezolana.

Hacia 1903 el caudillismo de base regional, forma de hacer política que caracterizó la vida pública de Venezuela durante gran parte del siglo xix, parece agotado. A la cabeza del Gobierno central se encuentra el general Cipriano Castro, que había derrotado a la revolución llamada “libertadora” en cuyas filas pelearon los dos hermanos de Laureano. Castro era el nuevo hombre fuerte de Venezuela. Una oportuna carta pública del escritor tuvo fortuna: no solo tendrá el efecto de conseguir la libertad de los hermanos detenidos, sino que le valdrá a su autor que el propio jefe de Estado le conceda un cargo consular en Europa. El escritor se establecerá en el Viejo Mundo durante cinco años, primero en París, donde hace cursos y estudios, después en Ámsterdam, finalmente en Santander. Cuando regresa a Venezuela, el general Juan Vicente Gómez se halla en ejercicio de la presidencia de la nación. Vallenilla Lanz se sumará al destacado grupo de pensadores y escritores públicos positivistas que colaborarán con Gómez durante su larga dictadura.40

El compromiso político e intelectual de Vallenilla Lanz pesará en el juicio crítico, tanto en el de sus contemporáneos como en la estimación posterior, sobre la obra histórica del escritor, en particular sobre Cesarismo democrático. Sería imposible ignorar o pasar por alto los lazos de la acción pública del autor con el régimen de Juan Vicente Gómez. Ocupó diversos cargos durante el Gobierno de Gómez, al que en parte respaldó y justificó en la prensa y en alocuciones. Pero leer Cesarismo democrático solo con arreglo a esa perspectiva sería unilateral. Haría no solo del libro de Vallenilla Lanz, sino de la obra de toda la élite positivista venezolana del tiempo de Gómez una suerte de emanación, una especie de epifenómeno del gomecismo.

Vallenilla Lanz ambicionaba pensar el pasado y el presente de la sociedad venezolana de acuerdo con el saber y las categorías conceptuales de su tiempo. La aspiración no era desinteresada: al igual que para Comte, para Vallenilla Lanz se trataba de saber para prever y de prever para actuar. Como otros miembros del ambiente ilustrado de Venezuela (en realidad, de toda Hispanoamérica), identificaba ese saber con los modelos cognitivos que hoy reunimos bajo el término genérico de positivismo. Basarse en hechos y descubrir las leyes de esos hechos constituían criterios básicos de un conocimiento real, no ilusorio, un conocimiento positivo. Observación y razonamiento debían ir de la mano. ¿Quiénes eran los adversarios ideológicos de una empresa intelectual que se propusiera unir la observación científica con la política? La teología, el racionalismo de procedencia iluminista, la metafísica, respondían quienes proponían pensar con criterios positivos. La sociología, que desde las últimas décadas del siglo xix era ya una disciplina embarcada en la investigación de los fenómenos sociales y que buscaba su identidad a través de orientaciones rivales, era parte del bagaje de Vallenilla Lanz. Al igual que las doctrinas de las razas como factor de la vida histórica.

Cesarismo democrático está compuesto por varios ensayos que se entrelazan y en los que a menudo se vuelve sobre los mismos tópicos y las mismas tesis. La guerra de la Independencia era lo primero a estudiar sin prejuicios, alega en el comienzo de la obra, y dedica el primer ensayo de su libro a liquidar el relato establecido. Después de referir una serie de batallas y combates en los que aparecen criollos y peninsulares de los dos lados del enfrentamiento, extrae la conclusión: “En todo este largo período de cruentísima guerra yo no veo otra cosa que una lucha entre hermanos, una guerra intestina, una contienda civil y por más que lo busco no encuentro el carácter internacional que ha querido darle la leyenda”.41¿Y las batallas contra las tropas españolas? “La lucha entre patriotas y los españoles enviados expresamente de la Península a sostener la guerra no llena sino unas pocas páginas de nuestra historia. Los ejércitos de Morillo no podían de ningún modo enfrentarse, en un territorio y un clima como los nuestros, a aquellas montoneras heroicas, a aquellos formidables llaneros que atravesaban a nado ríos caudalosos cuando los europeos hacían menester puentes”.42

Ahora bien, ¿qué resalta el autor al poner el foco sobre la composición social de los bandos? “Hasta 1815, la inmensa mayoría del pueblo de Venezuela fue realista o godo, es decir, enemiga de los patriotas”; “El pueblo que hostigaba a las tropas patrióticas no era español sino venezolano”.43 ¿A qué ambiente pertenecían los patriotas? Al de las ciudades. La mayoría del pueblo estaba en los llanos. En el análisis de Cesarismo democrático reaparece el esquema del Facundo de las dos sociedades contrapuestas, la urbana y la rural; también la tesis de la “guerra social”. Pero en Vallenilla Lanz la pugna social tiene más relieve. Con un velo pudoroso, dice, “ha pretendido ocultarse siempre a los ojos de la posteridad este mecanismo íntimo de nuestra revolución, esta guerra social, sin darnos cuenta de la enorme trascendencia que tuvo esa anarquía de los elementos propios del país, tanto en el desarrollo histórico como en la suerte de casi toda América del Sur”.44

Para Vallenilla Lanz, la guerra de Independencia fue la primera de las contiendas civiles que se librarían durante largas décadas no solo en Venezuela, sino en toda la América española. El sector que en su país había iniciado el movimiento independentista fue la aristocracia criolla, la clase elevada que disputaba la preeminencia social y política con los funcionarios de la administración colonial española. El baluarte de dicha aristocracia era el Cabildo y su ambiente las ciudades. Caracas y otros núcleos urbanos constituían el medio de circulación de los libros que ingresaban de contrabando por sus puertos, al igual que otras mercancías extranjeras. Así habían llegado al país las noticias de Europa y de las teorías que agitaban el Viejo Continente, principalmente las que procedían de Francia y de su revolución. Teorías, escribe Vallenilla Lanz, “que los criollos adoptaban sin examen y profesaban con entusiasmo; principios abstractos que tenían para estos el atractivo picante y estimulante de la prohibición, bebidos como néctar sabroso a la luz de una bujía, en el silencio profundo de la noche…”.45 Ilustrados procedentes de esa minoría urbana, que era la clase que realmente tenía la primacía social –o sea, no los españoles que, por lo general, no eran de “clara prosapia”– proclamarían “el dogma de la soberanía popular, llamando al ejercicio de los derechos ciudadanos al mismo pueblo por ellos despreciado”.46

La lidia de la independencia no solo había entretejido una guerra civil con una guerra social, sino que esta misma guerra social comprendió también una guerra de razas, una “guerra de colores”. Vallenilla Lanz va a repasar todas las desigualdades y diferencias, tanto las que distanciaban a una clase social de otra, como las que trazaban las líneas que separaban las castas. Quienes en las filas de la aristocracia urbana se entregaron al ensueño del racionalismo abstracto pasaban por alto en sus discursos y en sus proyectos de república todas las distinciones y las jerarquías sociales que habían regido por siglos el orden colonial. El estado de anarquía, igualitarismo, violencia y saqueos que desató el proceso de la independencia se hallaba en el origen del caudillismo y daba razón del papel del caudillo. “Los bandidos no pueden someterse sino a la fuerza bruta, y del seno de aquella inmensa anarquía surgirá por primera vez la clase de los dominadores: los caudillos, los caciques, los jefes de partido”.47 También la causa patriota cambió de carácter: si de 1810 a 1814 ella no fue una causa popular, comenzará a contar con el respaldo del pueblo bajo cuando un caudillo surgido de sus filas se ponga a la cabeza de esa causa, el general Antonio Páez. Al igual que Artigas, dice nuestro autor, Páez era el caudillo de un pueblo llanero. Y en la nación incipiente que era su país, Páez llegaría a ser “un verdadero hombre de Estado”.48

La turbulenta historia de Venezuela acarreará la elevación de otros jefes autocráticos, pero también representativos –como Páez– e igualmente surgidos de “las entrañas profundas de la revolución”. Cuando “la anarquía, removiendo hasta las más bajas capas sociales, abrió a los más valientes el camino de la ascensión militar y política, acogiéndose instintivamente a la causa que habían proclamado los nobles”. La elección de la causa patriota era la más conveniente para los intereses de estos nuevos hombres fuertes, pues el restablecimiento del régimen colonial hubiera traído como consecuencia el regreso a las categorías subalternas y despreciadas del antiguo régimen. La causa de la patria ofrecía, en cambio, a quienes se apartaban de las filas realistas, la posibilidad de ascender en la escala, de hacer carrera, en primer término, la carrera de las armas.

En todos los tiempos y en todas las sociedades, aun en las más modernas, surge la necesidad del hombre fuerte, observaba Vallenilla Lanz, que citaba en su favor a Hyppolyte Taine: ese “gendarme electivo o hereditario de ojo avizor, de mano dura, que por las vías de hecho inspira temor y que por temor mantiene la paz”.49 Para el historiador-sociólogo venezolano la experiencia de casi toda Hispanoamérica no mostraba otra cosa. El caudillo había sido ese agente de conservación, orden e integración en ejercicio del poder con mano dura. La frase de Taine provenía de Les Origines de la France contemporaine, una obra de cabecera de gran parte de las élites cultivadas hispanoamericanas a comienzos del siglo xx. Hay motivos para pensar que la idea del título que Vallenilla Lanz dio a su libro más famoso procedía de Francia. El historiador italiano Arnaldo Momigliano conjetura que el término “cesarismo” se acuñó en Francia en torno de 1850 y que se empleó para referirse a Napoleón I, pero sobre todo a Napoleón III, en comparación expresa o implícita con Julio César, el césar por antonomasia. Momigliano cita una definición de cesarismo del diccionario Littré: una “dominación de príncipes que alcanzan el gobierno por la democracia, pero investidos de poderes absolutos”.50

Algunos temas del Facundo, como hemos visto, reaparecen en García Calderón y en Vallenilla Lanz. Pero el juicio general sobre el papel del caudillo ya no es el de Sarmiento; las claves de interpretación son otras. En la literatura hispanoamericana que seguirá en el siglo xx, sea la ensayística, la historiográfica o la de ficción, el tema del caudillismo en la región no desaparecerá. La nueva centuria será la de las grandes novelas de caudillos –A la sombra del caudillo, de Martín Luis Guzmán, El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias, Yo el Supremo, de Augusto Roa Bastos, El otoño del patriarca, de Gabriel García Márquez, las más salientes entre ellas–. No desaparecerá tampoco el debate sobre aquello que expresaba la aparición en las lides políticas del gendarme popular: ¿cuál había sido la función de esos jefes en la historia de cada formación nacional? En algunos países antes, en otros más tarde, se abrirá paso la querella revisionista contra la narrativa liberal que había predominado en la segunda mitad del siglo xix. ¿Cómo hablar de Facundo Quiroga o de Juan Manuel de Rosas? El historiador Fernando Devoto señala que aun antes de la Primera Guerra Mundial, estas cuestiones dividían las filas de los historiadores argentinos.51 El impulso de revisión, hay que decirlo también, no tuvo en aquel tiempo ni tendrá en nuestros días una sola hermenéutica.

En fin, digamos al concluir este recorrido que la cuestión del cesarismo criollo ya no saldrá del campo de las interpretaciones de América Latina. En 1955 el ensayista uruguayo Carlos Real de Azúa hizo el elogio de Cesarismo democrático. No elogiaba la doctrina antiliberal, sino el valor historiográfico del libro de Vallenilla Lanz. Es un “espléndido libro de historia”, escribe, de una “historia profunda en la que, tal vez no por primera vez, pero sí de las primeras, se hace una interpretación social y clasista de las luchas de la Independencia”. A juicio de Real de Azúa, sin embargo, la cuestión del caudillo popular no remitía solo al trabajo de comprensión del pasado de nuestros países: el “cesarismo-democrático […] apunta a una realidad política indiscutible de la que la más reciente historia americana nos da ejemplos numerosos”.52 No consigna a qué ejemplos se refiere, pero ¿cómo no pensar que tenía en mente experiencias que años más tarde serían denominadas populistas? Había un ejemplo que no podía ser más próximo, lo sucedido en la vecina orilla. Solo un par de meses antes de que publicara su artículo en Marcha, una alianza cívico-militar había derrocado a Perón, iniciando el fin de la Argentina justicialista. No es aventurar demasiado suponer que Perón y el régimen que había gobernado le proporcionaban al intelectual uruguayo la ilustración más reciente de esa reciente historia americana. o

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Resumen / Abstract

A la sombra de los caudillos

El foco de este trabajo está colocado sobre las representaciones de un fenómeno que, desde el siglo xix en adelante, se aceptó como típicamente latinoamericano: el caudillismo. A través de un análisis de la argumentación empleada por cuatro letrados latinoamericanos –Domingo Faustino Sarmiento, Justo Sierra, Francisco García Calderón y Laureano Vallenilla Lanz– acerca de la figura del caudillo y su rol en los nuevos Estados surgidos de la Independencia, se ha buscado demostrar la importancia que en el plano discursivo tuvo el caudillismo, convertido en herramienta teórica para dar cuenta de los problemas de la región y de sus posibles soluciones. Incorporada esa figura a los debates en torno a la identidad latinoamericana, su construcción como tópico formó parte también de la realidad política y social latinoamericana, aun cuando los estudios historiográficos más recientes han coincidido en subrayar las formas en que se alejaba la representación de la realidad concreta de los caudillos de sangre y hueso. Estas son las principales hipótesis que han presidido este trabajo.

 

Palabras clave: Caudillismo - Identidad latinoamericana - Domingo Faustino Sarmiento -Justo Sierra - Francisco García Calderón - Laureano Vallenilla Lanz

 

In the Shadow of the Caudillos

This article focusses on the discursive representations of a phenomenon which was considered, from the Nineteenth Century onwards, as typically Latin American: caudillismo. It is centered on the arguments developed in reference to that figure and his role in the new States created after Independence by four writers: Domingo Faustino Sarmiento, Justo Sierra, Francisco García Calderón and Laureano Vallenilla Lanz. Through an analysis of their writings, the text has sought to demonstrate the importance of the discussion of caudillismo as a discursive, theoretical tool for the analysis of the region’s problems and its possible solutions. The incorporation of the figure of caudillismo into the debates surrounding Latin American identity, its construction as a topic also formed an integral part of the political and social reality of Latin America, despite the fact that the most recent historiography has tended to coincide in emphasizing the manners in which it differed from the concrete historical reality of actual, living, caudillos. These are the chief hypotheses that have guided the research presented in this article.

 

Keywords: Caudillismo - Latin American identity - Domingo Faustino Sarmiento - Justo Sierra - Francisco García Calderón - Laureano Vallenilla Lanz

 

 

Fecha de recepción del original: 22/10/2022

Fecha de aceptación del original: 15/12/2022

 

DOI: https://doi.org/10.48160/18520499prismas27.1389

* Este título rinde homenaje a otro, el de la célebre novela del escritor mexicano Martín Luis Guzmán, A la sombra del caudillo.

1 Hilda Sabato, Repúblicas del Nuevo Mundo. El experimento político latinoamericano del siglo xix, Buenos Aires, Taurus, 2021, p. 197.

 

2 Guillermo Zermeño Padilla, “Cacique, caciquismo, caudillismo”, en G. Zermeño Padilla, Historias conceptuales, México, El Colegio de México, 2017.

 

3 Para esta acepción, véase la voz “Representativo” en Raymond Williams, Palabras claves. Un vocabulario de la cultura y la sociedad, Buenos Aires, Nueva Visión, 2000. Sobre la noción del “gran hombre” en la historiografía del siglo xix, especialmente en la francesa, véase Alice Girard, “Le grand homme et la conception de l’histoire au xxe siècle”, Romantisme, n° 100, 1998.

 

4 Desde Simón Bolívar en adelante se formulará en Hispanoamérica una variada gama de tesis en favor del gobierno fuerte y la personalización del poder. Sobre el caso de Venezuela, véase Elena Plaza, “La idea del gobernante fuerte en la historia de Venezuela (1819-1999)”, Politeia, n° 27, enero-diciembre de 2001, Caracas, Universidad Central de Venezuela.

 

5 Sarmiento llamará “tiranías populares” a los gobiernos argentinos de caudillos (Carta de Sarmiento a su nieto [1874], Apéndice de D. F. Sarmiento, Facundo, prólogo y notas de Alberto Palcos, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1962, p. 448).

 

6 Alberto Zum Felde, Índice crítico de la literatura hispanoamericana. El ensayo y la crítica, México, Guarania, 1954, p. 7.

 

7 Ibid., p. 28.

 

8 Pedro Henríquez Ureña, Las corrientes literarias en la América Hispánica, México, Fondo de Cultura Económica, 2001 [1949], p. 136.

 

9 En un ensayo publicado en 1889, “México social y político. Apuntes para un libro”, Sierra había trazado lo que podríamos considerar el boceto de la obra colectiva que aparecería un año más tarde. Recojo este escrito de Justo Sierra, Ensayos y artículos escogidos, México, Conaculta, 2014.

 

10 Charles Hale, La transformación del liberalismo en México a fines del siglo xix, México, Vuelta, 1991, p. 66, n. 25.

 

11 Luis González y González, Alba y ocaso del porfiriato, México, Fondo de Cultura Económica, 2010, p. 22.

 

12 Álvaro Matute, “Estudio introductorio” a Justo Sierra, La evolución política del pueblo mexicano, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1993, p. 15.

 

13 Justo Sierra, “México social y político. Apuntes para un libro”, en Sierra, Ensayos, p. 167.

 

14 Enrique Florescano, Historia de las historias de la nación mexicana, México, Alfaguara, 2002, p. 353.

 

15 Justo Sierra, La evolución política del pueblo mexicano, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 1993, pp. 202-203.

 

16 Ibid., p. 217.

 

17 Ibid., p. 364.

 

18 Ibid., p. 393.

 

19 Ibid., p. 397.

 

20 Ibid., p. 401.

 

21 Ibid., p. 403.

 

22 Emir Rodríguez Monegal, “América/utopía: García Calderón, el discípulo favorito de Rodó”, Cuadernos Hispanoamericanos, n° 417, marzo de 1985.

 

23 Véase el informado artículo de Margarita Merbilhaá, “Emergencias de la mediación intelectual. La Revista de América (París, 1912-1914) y la red de escritores latinoamericanos en Europa a comienzos del siglo xx”, Anales de Literatura Hispanoamericana, vol. 44, 2015.

 

24 Francisco García Calderón, “Un acto de fe: La Revista de América”, en F. García Calderón, América y el Perú del novecientos. Antología de textos, compilación, introducción y notas de Teodoro Hample Martínez, Lima, Universidad Nacional de San Marcos-COFIDE, 2003, p. 93.

 

25 Sobre Le Bon y su colección en Flammarion, véase Benoît Marpeau, “Les stratégies de Gustave Le Bon”, Mille neuf cent. Revue d’histoire intellectuel, n° 9, 1991.

 

26 Véase la cuidadosa cronología que acompaña a la edición en español de la obra, traducida por Ana María Julliand, Las democracias latinas en América. La creación de un continente, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1979.

 

27 Ibid., p. 5.

 

28 Ibid., p. 196.

 

29 Ibid., p 25.

 

30 Ibid., p. 67.

 

31 Ibid., p. 49.

 

32 Ibid., p. 57.

 

33 Ibid., p. 62.

 

34 Ibid., p. 73.

 

35 Ibid., p. 202.

 

36 Ibid.

 

37 Ibid, p. 206.

 

38 Seguimos aquí el informado estudio que Nikita Harwich Vallenilla escribió como prólogo a Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático y otros textos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1991.

 

39 Gerald M. Moser y Hensley C. Woodbridge, “Rubén Darío y El Cojo Ilustrado”, Revista Hispánica Moderna, años 27 y 28, enero de 1961 y enero de 1962.

 

40 Elías Pino Iturrieta, Positivismo y gomecismo, Caracas, Alfa, 2016.

 

41 Laureano Vallenilla Lanz, Cesarismo democrático, en Cesarismo democrático y otros textos, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1991, p. 21.

 

42 Ibid., p. 25.

 

43 Ibid., pp. 21-22.

 

44 Ibid., p. 23.

 

45 Ibid., p. 39.

 

46 Ibid., p. 38.

 

47 Ibid., p. 66.

 

48 Ibid., p. 103.

 

49 Ibid., p. 94.

 

50 Arnaldo Momigliano, “Per un riesame della storia dell’idea de cesarismo”, Revista Storica Italiana, n° 68, 1956, p. 378.

 

51 Fernando Devoto, Nacionalismo, fascismo y tradicionalismo. Una historia, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002, p. 55.

 

52 Carlos Real de Azúa, “La historia del ensayo: el juicio y el lenguaje”, Marcha, año 17, n° 791, noviembre de 1955, p. 21