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Reseña

Diego Giller, Espectros dependentistas. Variaciones sobre la “teoría de la dependencia” y los marxismos latinoamericanos,

 

Matías Farías (1)

 

(1) Universidad de Buenos Aires / Universidad Nacional de José C. Paz

 

Los Polvorines, Universidad Nacional General Sarmiento, 2020, 176 páginas

 

Al cumplirse treinta años de la escritura de Argentina en el callejón, el Club de Cultura Socialista organizó una mesa para volver a un libro que, según comentaba Carlos Altamirano en esa oportunidad, se estructuraba alrededor de las “temáticas del desarrollo y de la dependencia”. Tulio Halperin Donghi, invitado especial del evento, respondió a ese comentario diciendo que “una de las razones por las que me negué a reeditar Argentina en el callejón cuando me lo ofrecieron hace unos años fue porque temía que el libro hablara todo el tiempo de dependencia. Después descubrí que no, pero Altamirano es un lector sagaz: sí, habla de dependencia. Creo que no es necesario pensar por qué no hablamos más de dependencia; no porque no crea que haya dependencia, sino porque las recetas para escapar de la dependencia resultaron todas malas y quejarse de la dependencia es más o menos como quejarse de las lluvias”.[1] En ese mismo año, 1993, Derrida publicó Espectros de Marx, para dar acogida ya no al “fantasma” que según el Manifiesto comunista asolaba a Europa a mediados del siglo xix, sino al del autor de El Capital, a esa altura desglosado de cualquier “ismo”. A contrapelo del optimismo que rodeaba a la creación de la Unión Europea, Derrida alcanzó a decir en ese libro que “no hay futuro para Europa sin Marx”. Pero el Marx que su libro invitaba a pensar era un espectro, un resto, el nombre no asimilable a la lógica de la mismidad. En clave shakespeariana, Derrida admitía que parte del trabajo de la diferencia en la historia era lidiar con fantasmas.

Espectros dependentistas se mueve entre estas dos escenas, que exhiben un mismo problema: el de un pasado constreñido (al punto de no poder nombrarse) que reclama ser liberado, pero cuya legibilidad es espectral. En este sentido, aunque la investigación se da como objeto la historia del marxismo latinoamericano de los años sesenta y setenta, e incluso recoge el pulso del tiempo presente, su “infraestructura” teórica y política debe mucho a problemáticas propias de los años noventa, reconfiguradas a partir de algunos cambios políticos significativos en el contexto latinoamericano de inicios del siglo xxi. Dentro de esas problemáticas, se destaca la pregunta sobre las herencias y los legados: ¿hasta qué punto somos alcanzados por esas batallas libradas alrededor de las teorías de la dependencia cuando hasta no hace mucho tiempo esas voces aparecían clausuradas bajo la tan mentada tesis del “fin de la historia”? Pero, sobre todo: ¿qué significa ser herederos de fantasmas?

El filón derridiano provee una línea de aproximación a este problema: lidiar con fantasmas supone disponerse a la conjura. La ambivalencia de esta categoría no cercena el potencial crítico del libro sino que, por el contrario, permite desplegar estrategias interpretativas que quieren ser concurrentes. Por un lado, conjurar significa mitigar un daño, neutralizar sus efectos, ahuyentar un mal; y en esta línea Giller encuentra en el procedimiento de la contextualización su arma más eficaz: si el fantasma insiste, es porque no tuvo buen entierro, de modo que se torna necesario reconstruir sus condiciones de emergencia y declive, situarlo en la historia y devolverle su derecho al pasado. Sin embargo, Giller pretende dialogar con ese pasado en tiempo presente; de allí que la conjura también pueda ser pensada, otra vez en clave derrideana, como conspiración, pero para que ello sea posible es necesario considerar las “teorías dependentistas” como memorias en espera disponibles para que nuevas fuerzas sociales reconozcan en ellas una historia que no está cerrada. Si la conjura como contextualización remite a Quentin Skinner, la conjura como “memorias en espera” condensadas en el texto remite a Horacio González. La aparición de Eduardo Rinesi como prologuista del libro legitima la reunión de ambas bibliotecas, a la vez que sitúa la reflexión en ese campo minado de la conjunción que une política y tragedia, es decir, el problema de la derrota.

Pero además de la conjura como contextualización y la conjura como “transfiguración” Giller plantea otra forma de lidiar con fantasmas, esta vez bajo el auspicio de Renzi / Piglia: la negociación. Así, a lo largo de la investigación se hallan citas (varias de ellas de autoridad) de Aricó y Dos Santos, de Zavaleta Mercado y Cardoso, de Sarlo y Frank, de Terán y del propio González. Si esta “negociación” es posible, es porque se han desplazado las problemáticas que habían enfrentado a estos nombres: ya no se trata de pensar las “transiciones” (al socialismo en los setenta, a la democracia en los ochenta) sino más bien los legados, sea en el “invierno” del “fin de la historia” o en contextos algo más optimistas del “fin del fin de la historia” anunciado por García Linera. La idea de que puede sostenerse al mismo tiempo una ontología del texto deudora de la ensayística gonzaliana sin renunciar al acervo crítico de la tradición sociológica que aún para contradecirlo era heredera de Germani es otra novedad del texto, una marca generacional que lo singulariza.

En el trabajo de historización que devuelve al espectro su derecho al pasado, Giller realiza intervenciones críticas relevantes. En primer lugar, matiza la ruptura teórica entre los dependentistas y las tesis cepalinas, pues en rigor lo que los dependentistas cuestionaban a fondo era la concepción dualista y teleológica de las teorías de la modernización que solo contingentemente se adosaron las tesis cepalinas, no obstante lo cual también se diferenciaron de estas últimas apelando a otras causas para explicar el “subdesarrollo”: si para Raúl Prebisch en la asimétrica relación en los términos del intercambio comercial entre países centrales y periféricos residía buena parte de la explicación, para los dependentistas, en sus diversas variantes, esa asimetría obedecía a causas más profundas ligadas con los modos de producción y la forja de singulares formas de plusvalía en los países dependientes.

En segundo lugar, Giller argumenta que los “dependentistas” absorbieron los debates sobre los modos de producción en América, adelantados hacia 1949 por Sergio Bagú y prolongados en los años sesenta a partir de la recepción de las Formen. De este modo, además de cuestionar las teorías sociológicas a las que se atribuía su afinidad con las políticas inspiradas en la “Alianza para el progreso”, los dependentistas pusieron en entredicho la filosofía de la historia subyacente en el etapismo evolucionista de los partidos comunistas: si no existía un orden teleológico entre esclavismo, feudalismo y capitalismo, si incluso en América podían coexistir distintos modos de producción a los fines de asegurar la acumulación originaria en la metrópoli, entonces no era necesario esperar, como esperaban mayormente estos partidos, a que la revolución burguesa realizara sus tareas históricas para que solo después advenga el socialismo.

Ahora bien, esta impugnación al evolucionismo comunista terminó entrelazando, subraya Giller, a las teorías dependentistas con las estrategias de las organizaciones revolucionarias de la región (en cuyas estructuras hallaron a su vez protagonismo, tanto en Brasil como en Chile, varios de los más salientes intelectuales del dependentismo), razón por la cual estas fueron identificadas como su más sofisticado aval sociológico. En este punto, Giller se empeña sin embargo en recuperar la riqueza conceptual de teorías que aunque convivieron entre sí en tiempo y lugar ofrecieron modos heterogéneos de explicar la dependencia, desde su caracterización global en los escritos iniciales de Frank a la reformulación de la teoría del valor a través de la categoría de la sobreexplotación de la fuerza de trabajo en Marini, pasando por las “condiciones dependientes” desglosadas por Cardoso y Faletto para comprender la articulación concreta entre estructura y superestructura en los países de la región o el intento de Dos Santos orientado a reformular la teoría marxista del imperialismo desde la perspectiva de los países subalternos. Al devolverle el plural a estas teorías, Giller no solo encuentra una clave para repensarlas en su complejidad, sino también para poner en cuestión uno de los motes que permitieron su mal entierro: la idea de que el dependentismo constituía una maciza visión de la región cuya preocupación por las formas de dominación económica y social les había impedido captar la dimensión política de estos fenómenos.

Este anudamiento histórico y por ende contingente entre dependentismo y guevarismo (subrayado por Ernesto López en la revista Controversia) sellaría no solo el “boom”, sino también la crisis de las teorías dependentistas. La contundencia con que Giller subraya la reconfiguración del mapa político de la región como causante del declive de las teorías dependentistas (con acento en el golpe de Estado en Chile en 1973 y la desarticulación del ceso) parece por momentos colocar en un segundo plano las críticas que estas teorías recibieron en su ocaso, cuando la mayoría de los intelectuales ligados al dependentismo se exiliaron en México. En este contexto, Agustín Cuevas retomaría un argumento (que sin embargo ya circulaba a principios de los setenta) para señalar que el dependentismo había desplazado del centro del análisis a la lucha de clases, para privilegiar el antagonismo entre naciones centrales y periféricas, para así colocar en el centro del debate las tensiones entre las teorías de la dependencia y el marxismo. Zavaleta Mercado, en cambio, cuestionaba el modo en que estas teorías desatendieron las singulares condiciones internas que explican el carácter subalterno de los abigarrados países sudamericanos. Aunque diversas, ambas críticas parecían retener un núcleo leninista que sorprendentemente no era alcanzado por la “crisis del marxismo” que se debatía en esos años, sobre todo en México: sobrevuela en ambas tanto la idea de que las teorías de la dependencia no ofrecieron, como pretendía Dos Santos, una mejor caracterización de los países de la región que la que proporcionaba la teoría del imperialismo, como así también, y fundamentalmente, una confianza en la categoría leninista de la “formación económica-social” en cuanto concepto en mejores condiciones –que la “dependencia”– de explicar las articulaciones internas y externas de la dinámica de la lucha de clases en países periféricos. Sin embargo, la crítica al dependentismo que condensó una clave epocal se sostuvo en la necesidad de recuperar la idea democrática para las izquierdas. Giller acepta que este es un punto ciego de las teorías dependentistas, pero la argumentación global del libro descansa en una idea no planteada en estas críticas: sin buenas teorías de la dependencia no es posible tener buenas teorías de la democracia.

Esta es entonces la vía que encuentra el lector para pensar en una posible transfiguración en tiempo presente de esas memorias en espera abigarradas en el concepto de dependencia. ¿Como teoría global del capitalismo en condiciones de distinguir los momentos de concentración del capital y sus zonas de “acumulación por desposesión”, pero que debe ser completada e incluso corregida por teorías que expliquen las características que internamente operan en cada país para hacer posible esta dominación? ¿Como teoría que puede extenderse a los modos de producción de sentido y de la dominación cultural, en línea con la teoría de la “colonialidad del poder” de Aníbal Quijano, un nombre también ligado con esta historia? Estas y otras preguntas son habilitadas por Espectros dependentistas, un libro que convoca un pasado que lucía espectral para debatirlo no solo en los ámbitos académicos, sino también militantes, porque en estos debates se cifra, probablemente, el capítulo más destacado de la historia del marxismo latinoamericano.



[1] Tulio Halperin Donghi, “A treinta años de Argentina en el callejón”, Punto de Vista, n° 46, agosto de 1993, p. 11.